15. Tan cerca de la felicidad

 

Al día siguiente, prolongamos nuestra noche tórrida por toda una mañana en la cama. Quisiera no dejar nunca esta villa de madera. Los arrebatos apasionados de Roman, su ardor al hacerme el amor, sus palabras tiernas, me embriagan y me hacen perder la cabeza. Nunca me había sentido tan feliz ni tan bien conmigo misma.

En el jet que nos lleva de regreso a Boston, me acerco a Roman mientras examina unos documentos. Cuando me acurruco contra él, tiene en los labios una sonrisa y pasa su brazo derecho alrededor de mis hombros. Me adormezco rápidamente, con la mejilla contra su torso, con su mano acariciando mis cabellos.

El paraíso debe ser muy parecido a esto…

La tarde llega a su fin cuando aterrizamos bajo el inicio de una tormenta. Roman me acompaña de regreso hasta mi edificio y quiere subir hasta mi apartamento. Comienzo por evitarlo porque el apartamento está en desorden, Eduardo no fue advertido, mi casera, la señora Butler va a someterlo a un interrogatorio muy formal.

Sin contar que tengo su foto encuadrada encima de mi cama, como una adolescente…

Pero él no es del tipo que se da por vencido tan rápidamente. Insiste, me hace cosquillas, me mima y me murmura, rozándome los labios:

—Por favor, Amy. Tengo ganas de ver en dónde vives. 

—¿Estás consciente de que es completamente desleal, jugar con mis sentidos, para obtener de mí todo lo que quieres? 

—Sí, dice con una gran sonrisa precediéndome en el corredor. 

Lanzo un suspiro de alivio al penetrar en el salón: no nos cruzamos a la señora Butler y el apartamento está muy limpio. Eduardo no está en casa y visiblemente aprovechó mi escapada a Miami para limpiar todo de arriba abajo.

¡Uf! Eduardo, eres una joya, el más formidable compañero de apartamento con el que pude haber soñado, ¡te adoro!

Roman pasea alrededor de él con una mirada curiosa, le echa un ojo a la biblioteca, y se dirige derecho hacia las habitaciones, cada una identificada por una pancarta humorística con nuestros nombres. Él ignora la de Eduardo y penetra tranquilamente a la mía.

 

¡Oh no! ¡En la habitación no! No quiero que veas esta foto…

 

Pero no tengo ninguna objeción válida que pueda utilizar para oponerme a que Roman hurgue en mi cuarto, entonces me quedo silenciosa rogando por que la penumbra le impida distinguir el contenido del cuadro que se encuentra por encima de mi cama. Parece que mis ruegos fueron escuchados ya que él vuelve dos minutos más tarde sin hacer ningún comentario.

—¿Satisfecho? pregunto. ¿Quieres un té? ¿Otra cosa? 

—Un café, si tienes, dice instalándose en el sofá. Está muy linda tu casa. Gracias por haberme invitado. 

Me preparo para hacerle notar que él se invitó completamente solo, cuando Eduardo hace su aparición, visiblemente vuelve de haber hecho las compras.

—Hola Amy, dice dándome un beso sobre la mejilla. ¿Pasaste una buena noche? 

—Excelente…

Y antes de que pueda agregar algo más:

—Soy Eduardo, encantado, dice tendiéndole la mano a Roman que acaba de levantarse. 

—Buenos días. Roman Parker, responde Roman con una pizca de tensión. 

—Ok… se contenta con responder Eduardo después de un rato de silencio, antes de dirigirse a la cocina para vaciar su mochila de provisiones.

—Entonces, ¿es él tu coinquilino? me pregunta Roman con un tono que me cuesta trabajo discernir. 

—Sí. Es adorable, digo prudentemente. 

—No lo dudo, responde con su aspecto siempre tan indescifrable, antes de proseguir con un tono más bajo: ¿Cómo lo escogiste? ¿Por su foto? ¿Por sus medidas? ¿Organizaste un casting? 

—¿Perdón? 

—Sólo me estoy informando, no lo tomes a mal, dice, tratando de parecer indiferente. ¿Pero no vas a tratar de hacerme creer que te encontraste a un tipo tan guapo por casualidad? 

Estoy tan desconcertada que me quedo muda. Le lanzo una mirada a Eduardo, que está muy ocupado en la cocina. Con sus cabellos rizados, su piel color caramelo, sus ojos de cervatillo y su cuerpo esbelto, volvería loca a más de una (o a más de uno…). 

Reconozco entonces lo que no llegaba a descifrar sobre el rostro de Roman: la contrariedad. Casi lanzo una carcajada: Roman, celoso de otro, ¡es demasiado! Es ciencia-ficción, como diría Sibylle.

—¿Qué es lo que te causa risa? me pregunta entre broma y en serio. 

—Nada, nada. Es cierto que es guapo, bromeo. Nunca me había percatado. 

—Bgrompfx… masculla, hundiéndose en el sofá.

—¿Perdón? 

—Nada. No me has dicho cómo fue que lo encontraste. 

—Puse un anuncio: « Se busca tipo de físico interesante para decorar mi apartamento. » 

—Y por supuesto, ¿sólo recibiste una candidatura…?

—No, había también un jorobado tuerto psicópata que hubiera dado el más bello efecto en mi sala, pero Eduardo me probó que cocinaba las mejores enchiladas del mundo. Así que, la selección se hizo muy rápidamente, digo alegremente inclinándome hacia Roman para tocar su boca con la mía. 

—Porque además, sabe cocinar… refunfuña todavía antes de regresarme el beso, luego de hacerme caer sobre sus rodillas para besarme con una pasión tal que ya no quiero bromearlo y mucho menos hablar de mi coinquilino (lo que era el objetivo, supongo).

Sólo puedo pensar en Roman.

Como siempre desde que lo conocí.

 

***

 

Paso el fin de semana siguiente desmenuzando los periódicos que había comprado, lo que evocan el accidente de Teresa Tessler. Espero todavía los DVD de sus películas; espero recibirlos antes de fin de mes, pero algunos son difíciles de encontrar.

Las fotos de Teresa son sublimes, era de una belleza irreal. Roman es su viva imagen: los ojos en forma de almendra como dos destellos de obsidiana, los pómulos altos, los cabellos de un negro azabache, la boca sensual, la gracia felina. Roman no heredó de su padre más que los amplios hombros y la impresión de fuerza bruta, de una cierta violencia que subyace bajo la superficie. Jack Parker es un actor de películas de acción y tiene el físico del empleo mientras que la hermosa mirada de Teresa burbujea inteligencia y sensualidad.

Los artículos de Undertake me habían dejado con muchas lagunas. Vista la orientación de la revista, éstos se centraban más en Elton Vance, el hombre político, el caballero blanco combatiendo la corrupción y los timos financieros, que sobre Teresa Tessler, simple actriz. Sin embargo, puestos en paralelo con los de los tabloides, empiezo a obtener una buena base de informaciones. Interesante, pero incompleta. Decido llamar a Andrew Fleming. Él siguió todo este asunto en esos años, él podrá probablemente ayudarme. 

 

Después de una breve exposición para resumirle mis descubrimientos, le hablo de Randall Farrell y de su teoría del asesinato:

—Lo que me intriga, es que ese periodista parece persuadido de que era Teresa Tessler el objetivo. Sin embargo, me parece que Elton Vance era un hombre que sólo conocía la amistad. Le ponía forzosamente el pie a mucha gente poderosa. Tal vez incluso peligrosa. 

—Por supuesto, admite Andrew después de un silencio, pero era Tessler la estrella, quien era asediada día y noche por los paparazis, de quien se seguían los más mínimos hechos y gestos. Y era su auto. Vance era mucho menos mediático, hubiera sido más simple eliminarlo discretamente en su casa de California. Además, Teresa Tessler era una passionaria de la causa animal y su muerte sobrevino justo durante una campaña particularmente ajetreada en contra de los laboratorios de cosméticos que hacían experimentos y test en animales. 

—¿Sabes en dónde podría documentarme más seriamente sobre todo esto? 

—Parece que te estás involucrando. 

—Sí, esos viejos misterios, exacerban mi curiosidad. 

—Lo mejor, sería que nos viésemos, ¿te parece? Seguramente podré conseguirte varias cosas interesantes revisando en mis archivos. 

—¡Sería increíble! 

—Ok. En este momento, tengo mucho trabajo y tengo que salir de viaje de un país a otro, pero te llamo cuando ya haya hecho la revisión de mis cajas de archivos y que tenga un momento para dedicarte. 

Cuelgo el teléfono agradeciéndole. Andrew es un viejo de la vieja guardia, conoce este medio mejor que cualquiera. Tengo una suerte extraordinaria de que acepte ayudarme. Sin embargo, una cuestión me preocupa desde hace varios días…

¿Tengo que hablar de todo esto con Roman? ¿Cómo va a tomarlo? ¿Acaso tengo el derecho de investigar sobre el pasado de su madre, sobre su pasado, y sin su consentimiento?

Resultaron ser tres preguntas.

 

 

***

 

 

La semana siguiente, un halo de felicidad acaba de poner un poco de dulzura en mi día a día trepidante. Recibo de Francia una invitación por un nacimiento: Lou, la adorable joven esposa del multimillonario Alexander Bogaert, con quien ya me había cruzado cuando hice mi primer reportaje para Undertake, acaba de dar a luz a una bebé, Celia. Me siento emocionada, y también conmovida de que Lou no me haya olvidado. Me apresuro en responderle. 

Aparte de eso, paso días interminables en el periódico y abordo el fin de semana en un estado tal de fatiga que Eduardo se inquieta:

—Espero que no planees llevar un ritmo así durante todo el año, Amy, porque vas a tronar antes de que termine tu estancia en la empresa. 

—No… no… es… excepcional, digo dando un bostezo enorme, recostada sobre el 

sofá.

—Qué bueno porque el tórrido Roman Parker no querrá que la gente lo vea al lado de una zombi. 

—¿Tórrido? subrayo abriendo un ojo. ¿Te parece tórrido? 

—Lo encuentro incandescente, si quieres que te lo diga, confiesa Eduardo. A tal punto que hasta parece inmoral. 

—Tienes completamente la razón, digo sonriendo. Roman Parker es un atentado a la moral pública. 

—Exactamente. Es suficiente con mirar a ese tipo a los ojos para tener el sexo en posición de firmes. 

—¡Eduardo! 

—Y cuando se le mira a otra parte que no son los ojos…

—¡Eduardo! repito lanzándole un cojín. 

—¿Qué? ¿No es la verdad? 

—Sí… murmuro cayendo en el sueño, con una sonrisa en los labios.

 

***

 

El mes de noviembre pasa a una velocidad espeluznante. La carga de trabajo en Undertake no ha disminuido y acabo todas mis semanas con mucha presión. Pero ataco las horas suplementarias con tanto entusiasmo que Edith me ha concedido algunos días suplementarios en mis vacaciones de Navidad. De golpe, envío un correo electrónico a Lou para proponerle pasar a verlos a París, a ella y a su bebé. Me responde que estaría encantada. También igualmente pude confirmar con mi padre que llegaría a su cumpleaños y que me quedaría hasta Año Nuevo. Cuando le anuncia la buena noticia a Roman, éste me dice: 

 

—Estoy feliz de que puedas volver a ver a tu familia, Amy, aprovéchalo. Es precioso, incluso si sé que no siempre es fácil la relación entre ustedes… Es frecuentemente el caso, con aquellos que uno ama. 

Su voz me parece lejana y velada, pero encadena muy rápido, con un tono despreocupado:

—¿Quién sabe: tal vez hasta podamos vernos? Debo ir a Mónaco y a París, cosa de negocios, alrededor de esas épocas. Si te desesperas y ya no puedes más con las bromas del tío X y con la lengua viperina de la abuelita Y, sin olvidar las peleas de gatas con tus hermanas, siempre podrás llamarme y yo iré por ti, como un valiente caballero, para volar en tu auxilio. 

—Dices eso porque no conoces a mi madre, digo riendo, persuadida de que está de broma. Pero sería en realidad muy valiente y caballeresco de tu parte. 

Mi aventura con él monopoliza mucha de mi energía. ¡me parece infatigable! Sin embargo, incluso si ocupa todos mis pensamientos, Roman está lejos de ocupar todo mi tiempo. Sólo nos vemos en ciertas ocasiones excepcionales, al momento de una cena o de una velada. A veces por una noche. Y, incluso si trato a toda costa de evitarlo, tengo que confesar que eso me pone un poco triste. No sé demasiado en dónde estoy con él, ni a dónde voy. Paso por fases de euforia que se alternan con momentos de profunda melancolía.

Responde siempre muy gentilmente a mis correos electrónicos o a mis mensajes de texto, pero nunca es él quien toma la iniciativa de enviármelos, sólo para proponer vernos. Trato de ser más tranquilizarme diciéndome que no está nada mal, que es incluso inesperado, pero… quiero más. Eso es, lo he dicho. No quiero una simple aventura con Roman Parker. Quiero formar parte de su vida.

Pero tampoco puedo evitar saltar de alegría cuando recibo este correo electrónico:

De: Roman Parker 

Para: Amy Lenoir 

Asunto: Fin de semana largo. 

 

 

Buenos días hermosa,

¿No es acaso mañana que debes ir a Bâton Rouge para Undertake? 

Si sí, ¿qué te parece alcanzarme en mi casa de la Nouvelle-Orléans esta noche?

Joshua podría pasar por ti alrededor de las 18 horas.

Planea un equipaje para cuatro días.

Te mando un beso.

Roman.

¡Cuatro días! Doy un salto impresionante sobre el sofá, acompañado de un tal aullido que Eduardo está al principio convencido de que fui atacada por una avispa. Son las 17 h 45. Lo desengaño haciendo mis maletas con una mano y tratando de enviar un mensaje de texto a Roman con la otra.

Roman me responde inmediatamente:

[No he comprendido todo: “sperg enial oy estare lis!ta” ¿eso quiere decir que sí vienes?] 

[¡SÍ!]

[Ok;)]

Roman va a recibirme a la pista de vuelo, a la llegada del jet. Constatando que estoy toda temblorosa, apenas tiene tiempo de agarrarme antes de que caiga en picada en las escaleras al bajar. Lanza una mirada encolerizada a Tony:

—¡No volaste sin hacer tus tonterías! lo acusa. 

—¡Casi, señor Parker, casi, se lo juro! se defiende Tony con aplomo mientras que yo tengo la impresión de que él aprovechó la ausencia de Roman para repetir una coreografía de baile aéreo. 

Roman me sostiene hasta el auto y Tony se aplica para no superar los cincuenta kilómetros por hora, su hermoso rostro de chocolate es la viva imagen de la inocencia.

No siempre soy valiente cuando llegamos a la morada de Roman, una vasta mansión con una arquitectura sorprendente que combina con audacia (y felicidad) el tipo colonial con el estilo moderno, la madera con el acero, la exuberante vegetación que sube por asalto a los balcones y barandillas y la sobriedad de los gigantescos ventanales. Todo es simplemente magnífico. Me olvido por unos momentos de mis piernas de malvavisco para admirar su fachada de madera roja oscura, sus columnas esculpidas y su terraza de dos pisos desde donde la vista sobre el Mississippi deber ser fabulosa.

Roman me propone pasear un poco en el parque antes de entrar, y acepto con gratitud.

 

Caminar al aire libre me hace bien. La presencia de Roman me hace bien. Muy rápido, mi malestar se desvanece completamente para dejarle el lugar al habitual deseo difuso que la cercanía de Roman desencadena en mí de la misma forma que un interruptor enciende una luz. Progresivamente, mi cuerpo parece salir de su letargo, mis terminaciones nerviosas crepitan, el calor de su mano en el hueco de mi espalda se propaga hasta mis nalgas, a mis muslos, y siento una dulce languidez que me invade. Hace mucho tiempo que no hacemos el amor y mi cuerpo me lo recuerda violentamente. Me inmovilizo bajo un árbol para mirar a Roman. Distingo mal sus rasgos en la noche pero algo en mi actitud le hace instantáneamente comprender lo que quiero: a él. ¡A él!

Ninguno de los dos pronuncia ni una palabra, pero me besa bruscamente y nos encontramos rápidamente con la respiración entrecortada, con el cuerpo tembloroso, tan impacientes el uno como el otro. Roman me sube la larga falda de lana, yo deshago su cinturón, el me quita las bragas, lucho con sus botones, gruño, él ríe, viene en mi ayuda y cuando por fin creo que va a hacerme suya, en el momento en que estoy convencida de que voy a morir aquí, ahora, al pie de este árbol si no me hace el amor en este instante, cuando estoy lista para gritárselo, se inmoviliza temblando y lanzo un suspiro que termina en un estertor:

—¿Qué? pregunto, impaciente, casi enloquecida. Roman, ¿qué sucede? 

—Sucede que , dice con los dientes apretados, no había previsto que quisieras abusar de mi cuerpo antes incluso de cruzar el umbral de la casa. 

—¿Eso qué significa? digo boquiabierta. 

—Que soy un cretino, suspira. No traigo ningún condón. 

—¡Argh! no puedo evitar gruñir. 

—Argh, como tú dices, confirma Roman riendo. 

Luego, como buen jugador que es, desliza su mano entre mis muslos:

—Afortunadamente para ti, me quedan mis dedos, y mi lengua, dice suavemente. Pero un día, tendremos que, muy seriamente, hablar sobre el asunto de la prueba del sida y dela píldora anticonceptiva. Si no, corro el riesgo de dilapidar toda mi fortuna en preservativos, dice esbozando una sonrisa. 

Realmente, ese fin de semana hubiera podido ser idílico. ¡Debió haberlo sido!

Todas las condiciones estaban reunidas: Roman me invitaba por fin a su casa, en un verdadero hogar, por cuatro largos y deliciosos días. No en esos apartamentos fríos e impersonales de las torres de Manhattan, no, si no en el lugar en el que había crecido, en Luisiana, en la casa de su infancia. Un lugar cargado de recuerdos y pesado por

tantos significados que tienen para él.

Me había regalado un episodio tórrido a tres pasos del lugar en el que late su corazón, recordándome como si fuese necesario, que él es el hombre que había despertado mi sensualidad, el único que colmaba mis sentidos. Y si yo hubiera comprendido perfectamente su ocurrencia, si yo no hubiera ni soñado ni tomado mis deseos como una realidad, él me hubiera propuesto en la inmediatamente después una relación exclusiva. Es por lo menos así que yo había interpretado su jugada en el parque a propósito de la prueba del sida. Cuando ya no se quieren usar condones, es eso un signo, ¿no? Tal vez no exactamente una declaración de amor pero… ¿algo no muy lejano? Suficientemente, en todo caso, para aturdirme por la felicidad.

Entonces, ¿porqué dos días más tarde me encuentro llorando, llorando y llorando, completamente sola sobre mi sofá, en lugar de reír y de gozar en sus brazos? ¿Cómo pude arruinar todo hasta este punto? ¿Tan rápidamente? ¿Tan radicalmente?

Roman me tuvo confianza, me entreabrió una puerta hacia su pasado y yo penetré con la delicadeza de un buldózer. Destruí todo, demolí todo. Y no sé cómo repararlo.

Jamás tendré suficientes lágrimas para ahogar mi pena.

Continuará...