2. Cazando al millonario
El jueves por la tarde, después de haberme reunido con Edith y obtenido su permiso en cuanto a la manera en la que pienso llevar a cabo las entrevistas, Simon y yo emprendemos el viaje a Nueva York, en el auto de Simon, un Mustang Shelby GT 500 de 1968, un coupé negro brillante atravesado por dos largas franjas blanca, del cual me presume los méritos durante todo el trayecto. Simon es tímido y seguido está en la luna, pero cuando se trata de su auto, en el cual ha invertido todos sus ahorros (y hasta más...), es inagotable. Llegamos al Sleepy Princess a las 8 de la noche. Kathy, la secretaria de Undertake, nos reservó dos habitaciones allí hasta el lunes en la mañana. Éste es un hotel discreto y cálido, con paredes de yeso pintado. Cada habitación es de un color diferente y la mía es de un lindo azul marino. Me doy cuenta que está perfectamente equipada con productos de primera necesidad: un botiquín de emergencias, insecticida, iluminación complementaria, biblia, preservativos...
Qué irónico: « No fornicarás... pero, por si acaso, ¡aquí tienes con qué protegerte! » El gerente del hotel debe tener mucho sentido del humor.
Desempaco rápidamente mis cosas, pongo mi iPad a cargar e instalo mi figurita sobre el buró. Es una resina de Batman, con sus estrellas de ninja y su cuerda de acero.
Simon refunfuña porque su habitación es rosa e intenta negociar un cambio:
—Vamos, Amy. El rosa es para las chicas y tú eres una chica, ¿no?
—Sí, pero soy una chica moderna.
—¿Y las chicas modernas no tienen derecho a amar el rosa?
—Sí, por supuesto. Pero resulta ser que a mí no me gusta.
Él sigue intentando convencerme un rato más, pero me mantengo firme en mi posición y al final se ve obligado a admitir que perdió la batalla.
—Pero no he perdido la guerra, me dice aparentando envolverse en su dignidad y azotar la puerta.
Su voz ahogada me llega a través de la pared y me hace reír:
—¡No he dicho mi última palabra!
Después de haber ordenado un sándwich de pollo y tomate a la habitación, le aviso a Simon que iré a comer a Central Park. Después de estos días tan pesados, necesito calmarme un poco, sola, en un encuentro conmigo misma. Simon me
comprende perfectamente:
—De acuerdo. Pero recuerda permanecer en las zonas bien iluminadas.
—¿Por qué? Ahora es un lugar seguro, ¿no?
—Sí, pero después de las 9 de la noche, ya no hay patrullas que vigilen el parque, así que para una chica sola es mejor evitar tentar al diablo. Sobre todo para una chica tan linda como tú, agrega mirando sus pies.
—Entendido, digo halagada y al mismo tiempo un poco incómoda por su cumplido. Me alejaré de las zonas con poca gente.
—Que te diviertas, entonces. Ya verás que es muy agradable.
Simon tiene razón: Central Park es un lugar muy ameno. Después de haber recorrido su gran césped (el famoso Great Lawn), me siento sobre un banco no muy lejos del zoológico para comer mi sándwich. La noche es estrellada y el aire agradable, de vez en cuando escucho a un animal rugir. Me imagino que se trata de Alex, el león superestrella de la película animada Madagascar. Por primera vez desde que llegué a los Estados Unidos, puedo relajarme por completo. No tengo maletas que hacer, entrevistas que hacer, ni nada urgente que atender. Observo a los que se pasean, las parejas de enamorados que se arrullan bajo la luz de la luna, los grupos de adolescentes que causan alboroto y los que salieron a correr transpirando. Uno de ellos llama mi atención, un hombre con silueta delgada y atlética, con hombros cuadrados. Su andar es sutil, pareciera dar vueltas por la pista sin ningún esfuerzo. Lleva puesto pantalón para correr gris obscuro y, a pesar de su ritmo constante, su espalda no presenta ni el menor rastro de sudor. Es obvio que está acostumbrado al ejercicio, parece como si pudiera correr por horas sin cansarse. No logro distinguir su rostro, escondido por la capucha de su sudadera, pero me parece atractivo. Es rápido, dinámico. Cuando decido regresar al hotel, una hora más tarde, él sigue corriendo.
***
A la mañana siguiente, Simon y yo llegamos a la sala de ventas. La subasta comenzará hasta las 3 de la tarde pero así podremos conocer el lugar e informarnos sobre el programa. Hoy tengo previsto como prioridad entrevistar a Frida Pereira: sé que ella tiene que ir a México mañana por la mañana, y si no la veo hoy ya no tendré oportunidad de hacerlo. Vuelvo a leer su ficha: tiene la reputación de estar siempre presionada y ser irascible. Simon, quien ya la conoce, no está muy entusiasmado ante la idea de volver a verla. Estoy nerviosa, hubiera preferido comenzar por John Baldwin, quien parece tener un carácter mucho más cómodo. Al salir del edificio, vemos un escándalo entre una mujer de unos cincuenta años vestida con un traje sastre magníficamente cortado y un valet completamente confundido y entrado en pánico. La mujer es alta, fuerte, y su cabello negro azabache, peinado en un elegante chongo sobre su nuca, está marcado por algunas canas. Ella se apoya en un bastón con empuñadura de oro con forma de cabeza de perro. La reconozco, se trata de Frida Pereira. Su reputación parece hacerle justicia: enojada es aterradora. Visiblemente, el joven valet ha extraviado las llaves de su auto y ella está por hacerlo pedazos.
—Debo estar en el hotel Guardia en media hora. Tiene dos minutos y medio para encontrar mis llaves, dice ella consultando su reloj. Después de ese tiempo, puede comenzar a pensar en dónde va a encontrar otro trabajo. Lejos de Nueva York. Tal vez hasta lejos de los Estados Unidos.
Petrificado, el joven hombre, visiblemente inexperimentado, se parte el cerebro intentando encontrar una solución, a falta de llaves:
—Le suplico encarecidamente que me disculpe, señora Pereira, las voy a encontrar, se lo prometo; pero mientras tanto, ¿puedo llamar a un taxi, por si acaso...
—¿Un taxi que llegará en menos de... (consulta su reloj) dos minutos con cinco segundos?
—¿O bien llevarla yo mismo al hotel Guardia...? intenta él, con una ligera esperanza.
—¿Sin informárselo a su superior? ¿Y dejaría su puesto vacante? ¿Qué hará con los demás clientes que cuenten con usted para que les entregue su vehículo?
—Ya pensaré en algo, señora Pereira, yo...
—Un minuto con quince segundos, lo interrumpe ella, glacial.
—Yo... le presto mi auto, señora, suplica desesperado ya.
—¿La lata amarillo limón en la cual lo vi llegar? Usted tiene un sentido del humor bastante extraño. Cuarenta segundos.
El joven se retuerce las manos, visiblemente al borde de las lágrimas.
—Si me lo permite, señora, nosotros podemos llevarla, digo.
Avancé un paso y las palabras salieron de mi boca antes de que siquiera me diera cuenta de que había hablado. Lo cual no es tan malo: si hubiera tenido tiempo de pensarlo, nunca me hubiera arriesgado a enfrentar la ira de esta mujer.
—¿Y con qué auto, señorita? ¿Señorita...?
—Me llamo Amy Lenoir, señora Pereira. Y el auto en cuestión es un Mustang Shelby GT 500.
—¿En verdad? Continúe, por favor.
No soy una especialista en materia de autos, pero tengo una excelente memoria. Recito todo con lo que Simon me bombardeó durante el camino, rezando por no estar cometiendo un error. Motor, potencia máxima, capacidad, todo es mencionado. Él me aseguró que su auto era de colección, espero que no haya estado presumiendo nada más y que a Frida Pereira le parezca digno de su persona.
—¿El modelo de 1967 o el de 1968?, pregunta ella más tranquila, con un tono de interés en la voz.
—De 1968, el que llega de 0 a 100 km/h en 4,85 segundos, afirmo con orgullo, intentando ignorar las miradas indignadas de Simon, quien debe preguntarse qué mosca me picó para convertir a su pequeña joya en un vulgar taxi para una señora amargada.
—Pues bien, señorita Lenoir, veo que domina el tema. Es agradable conocer a una mujer tan conocedora de algo que se consideraría para hombres. Podría sentirme tentada por su propuesta. Joven, continúa ella volteando hacia el valet que contiene el aliento, esta encantadora persona acaba de salvarle la vida. Le doy hasta el mediodía para que lleve mi auto a mi hotel. Sea puntual.
El valet, aliviado, retoma su color y se deshace en disculpas mientras que Simon, resignado pero profesional, va a buscar su Mustang. Aprovecho este momento para exponerle a Pereira las razones de mi presencia aquí.
—Eso es lo que se llama saber aprovechar una oportunidad, me dice cuando le pregunto si aceptaría responder a mis preguntas. Usted llegará muy lejos.
Es así como obtengo una entrevista exclusiva con Frida Pereira, mujer de acero y propietaria de una mina de diamantes que la convierte en la cuarta fortuna reciente de los Estados Unidos. En efecto utilizo los treinta minutos de trayecto para llevar a cabo mi entrevista.
Cuando nos estacionamos frente al hotel, ella se presta para una sesión de fotos improvisada cerca del Mustang. Su cabellera bicolor, su pose escultural y perfil altivo contrastan perfectamente con el brillo metálico del auto, sus franjas blancas que adornan el capó y sus líneas agresivas. Luego me agradece con un enérgico apretón de manos:
—Este mundo sigue siendo de los hombres, Amy. Pero las mujeres como tú y yo contribuimos a hacerlo cambiar. Nunca te rindas.
Cuando atraviesa las puertas de vidrio del hotel, lanzo un suspiro de alivio que debe escucharse hasta Long Island. Me recargo contra el Mustang, como pasmada, e intento regresar a la Tierra. ¡Logré mi primera entrevista importante, la que más temía, sin esfuerzo, sin haber seguido para nada un plan! Sólo con valentía. No me reconozco a mí misma. Las piernas me tiemblan. Simon me mira con cierta perplejidad:
—Wow... Eso fue muy fuerte. Literalmente hechizaste a Frida Pereira. Ella te aprecia. Te llamó por tu nombre.
Él sacude la cabeza repitiendo en voz baja:
—Wow…
—Para festejarlo, te invito a comer, le digo, mientras que la adrenalina da paso a la euforia. El próximo en mi lista es Alexander Bogaert. ¿Lo conoces?
—No, sólo he escuchado que después de su matrimonio el león se convirtió en cordero. Bueno, casi..
***
A las 3 de la tarde en punto, nos encontramos de nuevo en el vestíbulo de la sala de ventas, en busca de Bogaert. Un hombre alto castaño con ojos verdes, apuesto a más no poder no debe pasar desapercibido. Pero la multitud es densa y gasto mis ojos en vano. Interrogo a Simon con la mirada, pero él me hace una señal de que tampoco lo ha visto.
Sin duda tiene previsto llegar más tarde, para las subastas de la noche. Ésas son las más interesantes.
Resignada a tener que esperar, me dirijo hacia el buffet e intento pedir un jugo de frutas al mesero agobiado que me ignora soberbiamente para concentrarse en sus clientes más prestigiosos. A mi lado, una joven mujer rubia, muy linda y muy embarazada, me sonríe y me dice tímidamente:
—Si logras captar su atención para que se interese en ti dos segundos, te agradecería que me pidieras un agua mineral.
—Claro. Pero no te prometo nada. Me siento más transparente que el fantasma de la Ópera. Por cierto, me llamo Amy.
—Encantada, yo soy Lou. Y me resigné a quedarme con sed hace ya cinco minutos.
Mientras continúo agitando mi vaso en vano enfrente del mesero, le pregunto:
—¿Tú también eres francesa? Tu acento se parece mucho al mío.
—Efectivamente. Vengo de París. Mi marido y yo vivimos entre Francia y los Estados Unidos. ¡Ahí está! ¡No lo pierdas!, exclama de pronto señalando al mesero que se inmovilizó a mi izquierda para abrir una botella.
Salto hacia él y le digo de un solo respiro:
—Un-jugo-de-piña-y-un-agua-mineral-por-favor-gracias.
Él asiente con la cabeza y desaparece rápidamente.
—Bien jugado, me dice Lou riendo. Tienes buenos reflejos.
La conversación continúa de forma natural; Lou es locuaz y, como buenas parisinas, hablamos de nuestra capital y sus maravillas. Cuando el mesero reaparece con nuestras bebidas, vamos a sentarnos juntas cerca de los ventanales del vestíbulo, desde donde puedo estar pendiente de la llegada de Bogaert. Lou, por su parte, espera a su marido, quien se encuentra en un campo de golf en una junta de negocios que se ha vuelto eterna. Busco a Simon con la mirada y lo veo merodeando en la entrada de la sala de ventas, con la nariz al aire y su cámara lista para atacar ante cualquier eventualidad. Se ve fuera de lugar y torpe, en medio de todas esas personas adineradas, elegantes hasta la punta de sus Gucci. Pero confío completamente en él para sacar el mejor partido del ambiente; sus tomas de Frida Pereira son simplemente asombrosas.
Cerca de las seis y media, el marido de Lou aparece:
—¡Querido!, dice ella, jovial, mientras que él la toma entre sus brazos para besarla tiernamente.
El beso se prolonga, se prolonga, se prolonga... y casi hasta podría sentirme incómoda si no estuviera tan ocupada en observar detalladamente al recién llegado: alto, castaño con los ojos verdes, de una belleza impresionante, parece un príncipe azul. Pero sobre todo, se parece mucho a Alexander Bogaert.
¡Eso sería un gran golpe de suerte!
Cuando al fin se separa de Lou, sigo observándolo.
—¿Eso le gusta?, me pregunta abruptamente.
—¿Pe... perdón?
—¿Le gusta mirar?
—Deja de molestarla, Alex, dice Lou dándole un golpecillo en las costillas. Ella me salvó de la deshidratación.
—¿Alex? repito, confundida. ¿Usted es Alexander Bogaert?
—Soy el señor Bogaert y no creo conocerla, dice sin mucha amabilidad.
Un león transformado en cordero, ¡seguro! ¡Tu cordero sigue teniendo garras y colmillos, Simon!
—¡Alex! lo regaña Lou.
La mirada de ternura pura que él le lanza me saca de mi parálisis y me da el valor para lanzarme:
—Señor Bogaert, le pido una disculpa si fui maleducada, pero de hecho lo estaba esperando... Soy Amy Lenoir de Undertake.
—Bien, responde sin ninguna emoción mientras que Lou pone los ojos en blanco y me hace una señal para que continúe.
—Y... eeh... me encantaría, si usted me lo permite, hacerle algunas preguntas. Si no le molesta. En fin... si tiene tiempo también. Es todo...
Él me intimida tanto que ya no soy capaz ni de construir una frase completa. Me deja liarme un poco más con algunos « eeh… » y « si… » antes de sentarse cerca de Lou y aceptar la entrevista. Entonces me tranquilizo y lo que sigue es más sereno. Cuando Simon llega con nosotros estoy completamente relajada. Alexander Bogaert parece decepcionado de constatar que su juego de león malvado ya no tiene el mismo efecto, pero lo hace muy bien y descubro a un hombre encantador, perdidamente enamorado de su mujer. Rara vez he visto a una pareja tan enamorada y siento que el corazón se me estruja un poco. Cuando Lou mira a Alexander, sus ojos brillan, su rostro se ilumina a tal punto que se transfigura. Pasa de bella a espléndida.
¡Cómo me encantaría ser como Lou algún día! Mirar a un hombre como ella mira a Alexander. Y que me mire como él a ella, con una pasión que se ve casi dolorosa por lo intensa que es. Esos dos se aman como nadie. Son dos estrellas que sólo brillan el uno para el otro, y todos los que se les acercan no pueden más que deslumbrarse con su brillo.
Cerca de las 5:30, terminamos con la entrevista y Simon tomó bellas fotos de la pareja. Lou y Alexander se retiran y van a la sala de ventas. Él la cuida de una forma que me conmueve nuevamente. Los veo alejarse muy a mi pesar, me hubiera encantado calentarme un momento más con la flama de su amor. El ambiente me parece repentinamente más frío.
—Romeo y Julieta no le piden nada a esos dos, murmura Simon.
Descubro sorprendida y aliviada que no soy la única que envidia a la pareja. No logro determinar si Simon está nostálgico, deprimido o solamente melancólico. Ante la duda, propongo:
—Ven, intentemos conseguir que el mesero nos traiga un tónico. Nos lo >merecemos, después de este día lleno de emociones fuertes, y eso es todo por hoy: las subastas verdaderamente interesantes no tardarán en comenzar. Nuestros últimos "objetivos" deben estar ya en la sala principal: ni pensar en molestarlos.
Pero, a pesar de algunos intentos de Simon, no logramos que nos sirvan y regresamos con las manos vacías y sedientos, al Sleepy Princess. Llegamos al hotel a pie, cada quien perdido en sus pensamientos. Como la noche anterior, pido un sándwich a la habitación. Luego me voy al Central Park, mientras que Simon sale a tomar un poco de aire.
Es más temprano que ayer cuando regreso a mi banca, sigue siendo de día. Pienso en este día, intenso pero productivo, y estoy satisfecha. Mi colaboración con Simon va bien. Él es competente, servicial, verdaderamente adorable. Llamé a Edith para hacerle un resumen y decirle que mis dos entrevistas fueron un éxito:
—Perfecto, Amy, respondió. ¿Encontraste alguna forma de acercarte a Roman Parker?
—Todavía no, pero estoy pensando.
—No lo pienses demasiado. Actúa. Si no hablas con él, tu artículo no valdrá nada.
Fin de la comunicación. Me quedé como tonta con mi teléfono pegado a la oreja preguntándome si la llamada se habría cortado. Pero su tono no dejaba lugar a dudas: efectivamente me colgó.
Ok… Sí, gracias por los ánimos, Edith. También te deseo buenas noches. Me alegra haber hablado contigo.
Mientras como mi sándwich, recapitulo lo que sé de Parker. Debe de haber alguna forma de acercarme a él. Debo pensar. Sé que está en Nueva York este fin de semana con su socio Malik Hamani, sé que está interesado en una de las piezas de colección puestas en venta (aun cuando ignoro de cuál se trata) y sé que tiene oficinas aquí, en Manhattan...
Entonces decido ir a las Parker Towers a la mañana siguiente. Intenté informarme un poco con Bogaert, por si se conocían, pero no conseguí nada: nunca se han visto. Obviamente intenté conseguir una cita con su secretaria, pero no era de sorprenderse que Roman Parker no acepta recibir periodistas... No veo otra solución más que reunir mi valor e ir directamente a su oficina.
Tranquilizada por esta decisión, me acomodo en mi banca y dejo que mi mente divague mientras observo a los que se pasean. Las imágenes de Lou y Alexander me regresan regularmente y me sorprendo buscando a mi corredor de ayer. No es sino hasta que cae la noche que éste aparece por fin. Reconozco su silueta esbelta, su ropa gris antracita. Él comienza por algunos ejercicios de calentamiento sobre el césped:
estiramientos, flexiones, extensiones, sentadillas... me permiten admirar boquiabierta la elasticidad de su cuerpo, su fuerza, su equilibrio. Se instaló en un rincón alejado del gran césped, al abrigo de la mayoría de las miradas, pero no de la mía... Después de algunos minutos, comienza a correr, a pequeñas zancadas que aumenta progresivamente. Un niño lanza un balón hacia él y éste se lo regresa con un lindo efecto del pie que hace reír al pequeño.
A lo largo de la tarde, tomé algunas fotos del parque bajo la luz de la luna y decido enviárselas en un mail a mis padres, junto con un mensaje para decirles que todo va bien. Luego dejo mi banca y me dirijo hacia la salida. Me cruzo con mi corredor que lleva la cabeza gacha bajo su capucha y no me presta ni la más mínima atención. Lástima, me hubiera gustado ver su rostro...
***
La mañana siguiente, voy a las Parker Towers. Su arquitectura es impresionante: tres torres cilíndricas, inmensas, con muros de vidrio de colores, una esmeralda, otra sanguina y la tercera marfil. Sin tomar en cuenta los colores tornasolados, éstas son idénticas hasta el último detalle. Vestíbulos inmensos y sobrios, mobiliario con rasgos minimalistas, personal sonriente. Soy recibida con gran cortesía y rechazada con la misma amabilidad:
—El Sr. Parker no está disponible, señorita. (Red Tower)
—Temo que no podré conseguirle una cita, señorita Lenoir. (Green Tower)
—No, ni su teléfono ni su mail, señorita, lo lamento. (White Tower)
Después de unos quince minutos de diversas negociaciones (en vano) con cada una de las secretarias, termino, contrariada, por dejarles mi tarjeta de presentación. Ellas la introducen en un sobre espeso como un anuario y me informan que el Sr. Parker no suele comunicarse.
—Por no decir que nunca lo hace, agrega la de la Red Tower, una mujer bella y curvilínea cuyos botones de la camisa amenazan con salir volando cada vez que respira.
A las 3 de la tarde, me reúno con Simon en la sala de ventas, decidida a encontrar al famoso Parker. Me cruzo de nuevo con Lou Bogaert, con la cual hablo por una largo rato. Ella es verdaderamente simpática; nos dejamos con la promesa de mantener el contacto e intercambiamos nuestros mails.
Después de haber llevado a cabo mi entrevista con Taylor DeWitt, el joven heredero del armador, quien coqueteó conmigo descaradamente durante toda la conversación, la suerte me sonríe por fin. Percibo entre la multitud a un hombre regordete con rostro noble, reservado, que podría apostar que es Malik Hamani, el socio de Parker. Rechazo una enésima invitación a cenar a la luz de las velas por parte de DeWitt para ir directamente con Hamani:
—Buenas tardes, Amy Lenoir de Undertake. ¿Usted es Malik Hamani? le pregunto, con determinación, demasiado preocupada de que se escape de mí para mantener las apariencias.
—Exactamente, ¿qué puedo hacer por usted?, responde con amabilidad.
—Pues bien, podría salvarme la vida, por ejemplo.
—¿Tanto así?, se sorprende, encantado.
—O al menos salvar mi carrera, antes de que muera sin siquiera florecer.
—Si puedo hacer lo que sea en ese sentido, lo haré con gusto, afirma sonriendo. La escucho.
—Usted es el socio de Roman Parker, ¿no es así?
—Exactamente, responde con una cierta reserva repentina.
—Me encantaría reunirme con él. Para una entrevista. Para mi artículo. Para Undertake.
—Hmm…
—Para no regresar con las manos vacías a Boston. Mi editora quiere esta entrevista.
Malik Hamani sacude la cabeza suspirando. Continúo:
—Que sólo me dé diez minutos.
—…
—¿Cinco minutos? Cinco minutos y nunca más escuchará hablar de mí.
—Lo lamento, señorita, pero me imagino que sabe que Roman Parker nunca concede entrevistas.
—Sólo sé que nunca ha concedido una hasta ahora. Eso no significa que no lo hará si una oportunidad formidablemente enriquecedora se presenta.
—¿Una oportunidad formidablemente enriquecedora? ¿Enriquecedora para quién?, pregunta divertido.
—Para él, para mí, para los lectores.
—Bien... Le comunicaré su propuesta. Si acepta escucharla, lo cual no es nada fácil.
—Gracias. Gracias, en verdad.
¿Puedo preguntarle cómo es él? ¿No sería un abuso? ¿No parecería extraño?
—Pero no le prometo nada. Roman puede ser un poco testarudo cuando se le habla de cosas que no quiere escuchar...
No, no puedo preguntarle. Me vería como una fan psicópata y Parker es un millonario, un hombre de negocios, no una estrella de rock.
Le agradezco nuevamente antes de dirigirme, seguida por Simon, hacia un cincuentón que parece afable y que debe ser John Baldwin.
Mi encuentro con Baldwin me hace olvidar la angustia de no haber conseguido acercarme a Parker. Él es encantador, simple, jovial. No tengo para nada la impresión de estar hablando con un hombre cuya fortuna sobrepasa los veinte billones de dólares. Cuando le pregunto de dónde sale esa modestia, él responde:
—No siempre he sido rico, señorita. y recuerdo perfectamente la época en la que trabajaba como albañil en las obras negras de los edificios.
—¿Cómo puede un albañil convertirse en multimillonario?, pregunto fascinada.
—Con un poco de suerte, mucha determinación, audacia, y varios tropezones. Los días en la construcción eran interminables, regresaba a mi pequeño apartamento agotado, con las manos agrietadas por el cemento. Cuando mi mejor amigo, Pablo, murió después de caer de un andamio, me hice el juramento de salir de eso. Pablo tenía 19 años. El andamio estaba inestable, se lo repetíamos al maestro de obras cada mañana: « No va a aguantar, boss. Nos vamos a caer. » Y cada mañana, el maestro de obras nos respondía, imperturbable: « Cállense, niños. Si quieren ver su salario, tiene que subirse ahí. Si no, pueden irse. » Cuando Pablo se cayó, pensé que habría una averiguación, que se reconocería que el material estaba defectuoso y que el maestro de obras iría a la cárcel, junto con el Sr. Delmar, el propietario de la obra. Pero no. Simplemente nada pasó. Enterramos a Pablo y regresamos al andamio, tan inestable como siempre. Delmar supo sobornar a la gente correcta. Comprendí que el dinero podía comprar todo, hasta una consciencia tranquila, y decidí que haría todo lo posible por salirme de allí.
—¿Sigue creyendo eso hoy en día? ¿Que el dinero puede comprar todo?
John Baldwin me responde riendo:
—No, por supuesto que no. ¡Pero cómo facilita la vida!