1. Sleepy Princess
Lunes 8 de septiembre, Manhattan, USA.
Hay personas a quienes la vida les sonríe y otras a quienes, a pesar de tener un IQ sobresaliente y una prometedora carta astral, tienen una habilidad inigualable para meterse en problemas. Por más que lleve una vida ordenada, programe mi alarma dos horas antes de salir, cruce por el paso peatonal y siga las recetas de cocina al pie de la letra (soy una especialista en crema bávara de kumquat con pistache), parece como si perteneciera a esa categoría de personas cuya vida siempre está llena de imprevistos.
Sin embargo, mi horóscopo es optimista:
Piscis: esta semana todo saldrá bien, ¡aprovecha! Trabajo: ascenso a la vista, ¡ve por él! Amor: Venus te ofrece la combinación ideal: pasión + sentimientos, ¡no dejes pasar la oportunidad! Salud: ¡estarás resplandeciente!
Tengo ganas de destrozar el periódico, toda esa bola de mentiras, y de lanzar los pedazos por toda la habitación, pero probablemente me ganaría los regaños del gerente del hotel, así que me conformo con lanzarlo a una esquina del bar, lo más lejos posible. Si ese periodicucho dijera la verdad, estaría escrito:
Piscis: todo salió bien la semana pasada, ¡espero que hayas aprovechado porque ya se terminó! Trabajo: conseguiste una pasantía muy valiosa pero tu incompetencia hará que te echen. Prepárate para regresar a casa de papá y mamá en el primer avión a Francia. Amor: Venus te ofreció al hombre de tus sueños en bandeja de plata pero tú lo dejaste ir, ni modo. Salud: los tres kilos que habías perdido están regresando e instalándose en tus caderas.
Anthony, el mesero, volteó al escucharme lanzar un suspiro desde el fondo de mi alma. Él es un hombre robusto con actitud paternal y, con un aire lleno de compasión, me sirve otra taza de café. Con el estómago hecho nudo por el enojo, no pedí nada de comer esta mañana. A pesar de mis protestas, Anthony pone frente a mí una canasta de croissants calientes, al igual que una hogaza de pan integral, un surtido de mermeladas, miel de lavanda, jugo de naranja y queso blanco. El Sleepy Princess, situado en un callejón poco frecuentado de Manhattan, no es más que un hotel de dos estrellas, pero uno es atendido como si fuera de la familia real. Y Anthony, a quien le encanta mi acento, se esmera en prepararme cada mañana un delicioso desayuno a la francesa.
—Nada como una buena comida para ahuyentar los males de amor, me dice con un guiño.
—Esto no tiene nada que ver con un mal de amor, digo a la defensiva. Estoy cuidando la línea, es todo.
—Tu línea es magnífica, responde agregando frente a mí un tazón de frutos secos. Y en los cuatro días que llevas aquí, nunca habías ignorado tu plato hasta que ese hombre salió de tu habitación hace rato. Así que concluyo que te rompió el corazón.
Finalmente cedo y poro poco me ahogo con mi croissant. El pequeño pasillo que lleva a mi habitación (y solamente a mi habitación) desemboca directamente en la sala. Por lo tanto, durante sus horas de servicio en el bar, Anthony es el único testigo privilegiado de todas mis idas y venidas, al igual que las de todos mis visitantes, para mi gran vergüenza...
Por orgullo, por pudor, dudo en responderle. ¿Qué podría decirle, de todas formas? ¿Cómo explicarle?
Probablemente tienes razón, Anthony: tal vez sí sea un mal de amor. ¿Pero en verdad puede alguien hablar de amor cuando acaba de acostarse con un desconocido? Sí, eso es lo que hice, Anthony: pasé la noche en los brazos de un hombre al que conocí tres horas antes. Sin embargo, te juro Anthony, que no acostumbro hacer eso. A mis 24 años, sólo he tenido dos novios en mi vida; soy tan bien portada que a veces me asusto. Pero ese hombre, Anthony, ese hombre...
Nunca había conocido a alguien como él. Estar entre sus brazos me parecía lo más natural del mundo. ¡Era tan tierno, tan apuesto! Paseó sus labios suaves y cálidos por cada centímetro cuadrado de mi piel. Sólo tuvo que deslizar su mano entre mis piernas para que me abriera como una flor. Lo besé, lo acaricié, murmuré su nombre... luego lo grité cuando me hizo llegar al orgasmo. Pasé la noche más maravillosa de mi vida y él se fue al alba mientras que yo dormía.
No, en verdad no puedo responderle a Anthony. Estoy tan afectada por todos esos recuerdos que si comienzo a hablar, tal vez deje escapar sin querer algunas palabras demasiado íntimas. Pero Anthony es muy inteligente, sabe interpretar este momento de duda. Ha visto desfilar varias parejas más o menos legítimas, mujeres enamoradas, mujeres abandonadas:
—No se preocupe, señorita Lenoir, volverá a ver a su príncipe azul.
—¿En serio lo crees?, pregunto con un tono miserable.
—Estoy seguro. ¿Y cómo va tu artículo? ¿Obtuviste todas tus entrevistas?
Y ahora pasamos al otro punto crítico y mentiroso del horóscopo: el trabajo. Suspiro sacudiendo la cabeza, disgustada:
—No… Es una catástrofe. Debo regresar a mediodía a Boston y no tengo nada que entregarle a mi editor. Me sigue faltando la entrevista de Roman Parker. Recorrí toda la ciudad buscándolo, pero sigo sin lograr nada. Mi última esperanza de encontrarlo se desvaneció esta mañana. Según uno de sus cercanos, pude haberme cruzado con él sobre el muelle n° 17, en el puerto de South Street; salí en el frío, medio dormida, sólo para eso... ¡y nada! Ese hombre es más inaccesible que el hombre invisible. Y sin él, no tengo artículo.
—Varios rumores circulan sobre él... comienza Anthony antes de escabullirse para atender a una pareja de enamorados que lo llaman desde una mesa en una esquina.
Intrigada, espero su regreso con impaciencia. Saco mi bloc de notas y mi bolígrafo, lista para anotar todo lo que pueda decirme sobre el famoso Roman Parker, el hombre al que llevo cuatro días persiguiendo en vano. Ese tipo es el multimillonario más joven de los Estados Unidos, construyó un imperio colosal a partir de casi nada, debería estar en todas las portadas de revistas y sin embargo nadie sabe nada de él, nadie parece haberlo conocido nunca. Aun así, la información sobre sus empresas abunda: si hablamos de biotecnología, su nombre sale a relucir obligatoriamente. ¿Pero es castaño, pelirrojo, calvo? ¿Feo o apuesto? ¿Casado? ¿Homosexual? ¿Delgaducho, atlético o jorobado? Ni idea. De lo único que estoy segura, es de que es joven, rico, audaz, poderoso. Y misterioso.
Mientras observo a los enamorados con un poco de envidia, pienso en lo que me trajo aquí el día de hoy. Me vuelvo a ver, con mi licenciatura en economía en el bolsillo, cuando le anuncié a mis padres que me dedicaría al periodismo. Me acuerdo de las acaloradas discusiones con mi madre, quien no concibe que su hija sea periodista. Doctora, abogada, ésas son verdaderas profesiones, según ella. Hasta corredora de bolsa o modelo de Christian Dior sería aceptable. ¿Pero periodista? ¡Nunca en la vida! Un periodista no es más que un gusano y lógicamente se sitúa, según la escala de Évelyne Lenoir, entre una planta de tomates y una lombriz de carnada.
—¡Ni pensarlo, Amandine!, exclamó indignada. ¡No quiero seguirte escuchando decir estupideces!
Pero por más que hizo, por más que dijo, perseveré y, gracias a mi jefe de prácticas que me recomendó con su director de publicación, terminé por conseguir una súper pasantía en Undertake, la revista financiera más grande de la costa Este. Dos días más tarde, subí a un avión, acechada hasta el aeropuerto de Roissy por la desaprobación materna...
Una semana antes...
—Amandine, dice mi madre corriendo para seguirme el paso mientras que jalo mi maleta de ruedas en el vestíbulo del aeropuerto Charles-de-Gaulle. Amandine, ¡no puedes irte así!
—Pues tal parece que sí puede, comenta Sybille, mi hermana menor.
Mi madre la fusila con la mirada y se está por ponerla en su lugar, como acostumbra, pero finalmente decide guardar su aliento para permanecer a mi altura. Sus tacones resuenan contra el suelo. Toda mi familia nuclear, mis padres, hermano, hermanas, se apresura a mi lado mientras que busco la ventanilla de registro. Mi avión hacia Boston despega en una hora y media, estoy retrasada (odio estar retrasada) y les impongo un ritmo desenfrenado.
—¡Ahí!, exclama de pronto mi padre con un tono triunfante señalando una fila de viajeros que avanzan a pequeños pasos contados, bajo la supervisión atenta de una anfitriona de Air France.
Mi madre lo mira como si él se hubiera declarado culpable de la peor de las traiciones y todos damos vuelta al unísono hacia esa dirección.
—¿Ya ves?, resopla Sybille mientras que tomo lugar en la fila. No necesitabas hacernos correr como caballos, teníamos tiempo.
—Me aterra no llegar a tiempo, respondo con dignidad.
—Pero llegaste a tiempo, responde Sybille gruñendo. Mira, sigue habiendo al menos sesenta personas antes de ti.
—En mi reservación decía que tengo que llegar dos horas antes del despegue, insisto verificando que traiga todos mis documentos.
—Dejen de pelearse ustedes dos, dice mi madre.
Ella se reacomoda el peinado, que nuestra carrera a través de la terminal deshizo un poco, reprimiendo con un gesto elegante cualquier intento de rebelión por parte de sus cortos mechones rojizos. Con un vistazo hacia los ventanales, verifica que su traje sastre siga estando impecable. Mi madre es una mujer sofisticada que le da la tanta importancia a la apariencia como yo a la puntualidad y a la organización. También es una mujer testaruda, acostumbrada a controlar todo en su mundo, por lo cual mi desobediencia a su autoridad le desespera:
—Amandine, retoma ella con un tono que pretende sea paciente y razonable, no puedes irte a vivir a los Estados Unidos, donde no conoces a nadie y no tienes ninguna garantía de empleo. ¿De qué vas a vivir? Ni creas que nosotros financiaremos esta locura. No te enviaremos ni un centavo.
Mi padre le lanza una mirada de impotencia, y puedo ver que esta vez tampoco se opondrá a su mujer. Él es de un temperamento noble y evita cualquier tipo de conflicto, inclusive cuando se trata de apoyarme. Pero es mi madre y lo amo y he aprendido desde hace tiempo a sólo contar conmigo misma.
—No te preocupes, mamá, digo un poco harta (¡mi madre sabe bien cómo ser agotadora!). Puedo arreglármelas sola. Negocié con Undertake un sueldo de práctica y tengo dinero ahorrado. He estado guardando en una cuenta todo lo que he ganado con mis trabajos de verano desde hace cuatro años.
—Nuestra pequeña Amy es toda una ardilla modelo, se divierte mi hermano mayor.
La broma no le causa risa a mi madre. Sin más argumentos, lo regaña severamente:
—Adrien, le di a tu hermana un nombre encantador y distinguido, así que por favor no lo deformes con ese diminutivo ridículo.
—Pero mamá, reclama Sybille mientras que Adrien agacha la cabeza, Amy es más cool. Es como la cantante de rhythm and blues. Además le quedará bien en los States. Así suena menos Frenchie, lo cual es algo bueno.
—¿En serio estás escuchando lo que dices?, interviene Marianne, mi hermana mayor, quien es una copia fiel de mi madre, en versión rubia. Eres incapaz de formular una sola frase sin incluir un anglicismo. Es tan vulgar...
—¿Porque cubrirse de maquillaje para esconder su acné a los 26 años no es nada vulgar, baby?, responde Sybille insistiendo en la última palabra.
Marianne se pone colorada bajo su maquillaje de base y siento el ajuste de cuentas venir. Aun cuando no soporto que me digan cómo comportarme, heredé el carácter pacifista de mi padre, y los eternos conflictos en casa me agotan. Esto me da todavía más ganas de irme, a pesar de que aprecio los esfuerzos de cada uno por reunirse el día de mi partida. Afortunadamente, es mi turno de registrarme.
Finalmente embarco, después de las despedidas y las últimas recomendaciones:
—Que tengas buen viaje. (Adrien, tan original como siempre)
—Tienes muchísima suerte, sister. Yo también voy a ahorrar para poder ir a verte. (Sibylle, emocionada como niña pequeña)
—Hasta pronto, Amandine. (Marianne, con más protocolos que la reina de Inglaterra)
—Estás cometiendo una estupidez, jovencita. ¡Por favor, Jacques, dile que está cometiendo una estupidez! (mamá, quien no se da por vencida y lucha hasta el final)
—Cuídate mucho, querida, y escríbenos seguido.(papá, con una lágrima en los ojos)
Cincuenta minutos más tarde, mi avión despega...
***
Cuando aterrizo en Boston, el clima sombrío de finales de verano es pesado y nublado. El taxi me deja en el apartamento amueblado que renté este mes, en el distrito de Downtown. No es muy lujoso, pero está limpio y aceptable. La propietaria es una señora de cabello blanco, muy frágil y arrugada, con un lindo rostro iluminado por sus ojos de un azul muy claro.
—Si necesitas cualquier cosa, me dice ella, no dudes en venir a buscarme. Yo vivo en el apartamento de al lado. Es muy práctico.
—Muchas gracias, señora Butler.
—Obviamente, de esa forma también puedo mantener vigilados a mis inquilinos, continúa ella sonriendo. Pero confío en ti y no soy demasiado molesta, ya verás. Sólo te pido que no conviertas el pasillo en una obra de arte conceptual ni cultives hierba para gato en el balcón.
—No tengo gato.
—Perfecto. Pero también debes saber que está prohibido cultivar cualquier otro tipo de herbácea Cannabinaceae.
—Eeh… Sí señora, por supuesto, no hay problema señora Butler, farfullo, un poco desestabilizada y no muy segura de haber comprendido bien lo que quería decir ya que el acento de Boston no me es muy familiar.
¿Cannabinaqué? ¿Alucino o estaba hablando de cannabis ?
—Es una broma. No pareces ser traficante de droga.
—Ah, menos mal... ¿gracias...?
¡Ah no, no estaba alucinando!
—De nada, responde. ¿Es tu primera vez en Boston?
—Sí, pero ya había venido varias veces a los Estados Unidos con mis padres de vacaciones y dos veces con el programa Camp America para trabajar.
—Se nota: hablas admirablemente bien y tu acento es muy discreto. Bienvenida.
***
Al día siguiente, me reúno con Edith Brown, mi editora en Undertake. Hasta ahora sólo nos habíamos comunicado por mail y el encuentro frente a frente es tenso: Edith se viste de Prada y pudo haberse llamado Miranda. Tiene unos cuarenta años y es dinámica con el cabello platinado corto, maquillaje impecable, traje sastre chic, actitud altanera y collar de perlas: Edith es profesional, hasta la punta de las uñas con manicura impecable y rápidamente me hace comprender que no estamos aquí para bromear. Después de haberme presentado al resto del equipo, ella me designa una oficina del tamaño de una ratonera, cerca del ascensor, y me da las instrucciones que se resumen en tres palabras: trabajo, trabajo y trabajo.
—Como había sido acordado con el director de la publicación, quien estuvo muy impresionado por tu historial académico y tus referencias, te encargaré la redacción de un artículo para una de las secciones principales de Undertake… Apreciamos que se haya graduado con honores en la prestigiosa universidad Paris-Dauphine y tu mención honorífica en la licenciatura de economía también es bien recibida... Tienes varias ventajas. Pero para convertirse en una verdadera periodista, hace falta ser más que la mejor de su clase. Considera esto como una prueba. Si la apruebas, todas las puertas te serán abiertas. Si la repruebas...
Ella deja su frase en suspenso, con un pequeño gesto de la mano desenvuelto, pero su tono cortante y su mirada glacial no me dejan lugar a dudas en cuanto a la suerte que me espera si no lo hago bien: el exilio a Marte o la jaula de los leones, como mínimo.
—Éstos son los nombres de las cinco personas a quienes deberás entrevistar en la próxima subasta de Sotheby's New York, dice dándome una hoja. Estos millonarios tienen las cinco fortunas más grandes de los Estados Unidos, son los outsiders, los que no esperábamos y que de pronto tomaron la delantera. Todos han sido informados de tu entrevista, pero su tiempo es preciado y no se ha concretado ninguna cita formal: tu trabajo será convencerlos para que te den algunas migajas de ese famoso tiempo para responder a tus preguntas. Sé cuidadosa, recuerda siempre que ellos viven en una dimensión distinta a la nuestra.
—Sí, señora Brown.
—Señorita. Además, aquí todos nos llamamos por nuestro nombre. ¿Me recuerdas el tuyo...?
—Amy, digo pensando en Sybille.
—Bien, Amy. Formarás un equipo con Simon, nuestro fotógrafo, continúa ella señalándome a un rubio con unos lentes que le cubren la mitad del rostro, en un cubículo frente a mi ratonera. Un joven muy competente, proveniente del Bronx. Te veo mañana en la tarde, para aclarar algunos puntos antes de que te vayas a Nueva York.
Luego desaparece, dejándome con un millón de preguntas en la punta de los labios. Decido comenzar por hacer el inventario de mi nuevo dominio, lo cual hago rápido: dos estantes, una planta seca, una mesa, una silla, una computadora que data del paleolítico. No hay ventanas pero en la pared hay un póster que representa a una pareja besándose en la cima de una colina reverdeciente.
Esos dos tienen mucha suerte.
Comienzo por regar la planta, sacrificándole mi botella de agua, sin grandes esperanzas de verla resucitar pero con la satisfacción de haber hecho una buena acción. Luego acomodo la computadora antigua sobre un estante, desempolvo la mesa e instalo mi laptop. No es el modelo más reciente pero me sirve y la conozco bien. Estoy creando una nueva carpeta llamada « Top 5 de millonarios » en la cual voy a ingresar la lista que me dio Edith cuando Simon toca a mi puerta:
—Hola, dice sonriendo tímidamente. Parece que seremos un equipo este fin de semana, así que...
—Hola, respondo, contenta por tener un poco de compañía. Tú eres Simon, ¿cierto? Yo soy Amy.
—Encantado, Amy. Comencé a investigar un poco sobre nuestros millonarios, por si te interesa. Eso podría ayudarte a comenzar.
—Genial, digo, sorprendida pero feliz por esta inesperada ayuda. Fue muy lindo de tu parte.
—Como es tu primer día, y así, pensé que, bueno... continúa poniendo frente a mí una media docena de hojas manuscritas y algunas fotos de periódico.
—Muchas gracias, Simon, me servirá de mucho. Las revisaré enseguida.
—De nada. Si tienes preguntas, estoy aquí todo el día, no dudes en preguntarme, agrega sonrojándose antes de regresar a su cubículo.
Me hundo inmediatamente en sus notas, un poco desordenadas pero al menos legibles, llenas de información pertinente y de vínculos a sitios de Internet. Comienzo por escribir en mi computadora los nombres de los cinco candidatos en orden creciente según su fortuna:
N° 5: Nombre: John Baldwin. Edad: 53 años. Ámbito: inmobiliaria. Fortuna estimada: 24 billones de dólares
N° 4: Nombre: Taylor DeWitt. Edad: 36 años. Ámbito: heredero del armador Armand DeWitt. Fortuna estimada: 26 billones de dólares
N° 3: Nombre: Frida Pereira. Edad: 47 años. Ámbito: minas de diamantes. Fortuna estimada: 33 billones de dólares
N° 2: Nombre: Alexander Bogaert. Edad: 31 años. Ámbito: informática y moda. Fortuna estimada: 41 billones de dólares
Y finalmente, el más rico:
N° 1: Roman Parker. Edad: 31 años. Ámbito: biotecnología. Fortuna estimada: 47 billones de dólares
Estoy acostumbrada a manejar cifras tan grandes, pero estas dos me dan vértigo. Recuerdo un comentario de mi profesora de matemáticas, en sexto grado, que intentaba hacernos medir el alcance de lo que puede representar un billón.
—Si quisieran contar hasta un billón, decía ella, les tomaría 95 años.
—¿95 años sin dormir?, preguntó Karim, mi compañero de clase.
—95 años sin dormir, confirmó la profesora. Sin poder comer ni hacer pipí tampoco.
¡Wow...! dijo Karim, resumiendo perfectamente lo que todos los demás estábamos pensando.
¡Wow...! sigo pensando hoy en día, intentando imaginarme cuánto serían cuarenta y siete billones de dólares.
No me sorprende que esas personas vivan en otra dimensión que los demás. Se necesitarían 4465 años para contar la fortuna de Roman Parker, mientras que para mi cuenta bancaria bastarían doce minutos. Y eso sin apresurarse...
Estoy por localizar la fotocopiadora para escanear los retratos de los « Big Five », cuando percibo que sólo tengo cuatro fotos. Me detengo en el escritorio de Simon:
—¡Hiciste un gran trabajo, Simon! Acabas de ahorrarme horas de investigación en los archivos. Gracias a ti, ya sé hacia dónde orientar mi búsqueda.
—Me alegra serte útil, Amy. Pensé que eso te haría ganar más tiempo. Generalmente uno se pierde rápidamente en los archivos, sobre todo cuando acaba de llegar.
—Exacto. Gracias de nuevo. Pero dime, sólo hay cuatro retratos en tu carpeta. ¿El quinto es muy tímido o qué?, bromeo.
—Más o menos, responde seriamente. No encontré ninguna foto de Roman Parker.
—¿En ninguna parte?, me sorprendo.
—En ninguna parte. Que yo sepa, no existen.
—¡¿Estás bromeando?!
—Para nada.
—Pero... es imposible. Un hombre tan en boga debe atraer la atención de los periodistas y aún más de los paparazzi. A menos que viva en un iglú en Groenlandia. Y aun así.
Simon alza los hombros:
—Ese tipo es conocido por proteger a toda costa su vida privada.
—Ok…
Este artículo será un desafío...
Continúo:
—¿Y cómo es él? Quiero decir: ¿cómo lo vamos a reconocer en la subasta?
—No tengo idea. Supongo que tendremos que encontrar a alguien que nos presente con él.
Siento que nada de esto va a ser fácil...
Paso el resto del día y todo el jueves investigando sobre los cinco millonarios y redactando una ficha para cada uno de ellos. El internet y los archivos digitales de Undertake, al igual que algunas llamadas telefónicas, me permiten hacerme una idea bastante precisa de su personalidad y de su trayectoria. La historia de John Baldwin y Frida Pereira, los más grandes, comenzó mucho antes de la era digital y tendría que bajar hasta los archivos de papel, hurgar entre las pilas de tarjetas, para completar su ficha. Pero no tengo tiempo y lo que sé de ellos ya es suficiente. En cuanto a Roman Parker, me cuesta más trabajo, con su pasión por lo secreto, y debo dedicarle tres veces más tiempo a él que a los demás. Pero termino, con mucho esfuerzo, por comprender un poco más del personaje. Vuelvo a leer las notas que tengo sobre él:
Nació el 6 de julio de 1983 en Seattle, USA. Hombre de negocios y principal accionista de la Parker Company, empresa de biotecnología, con una preferencia por el campo de la salud, la cual fundó en el 2007. Desconocido hasta el 2004 y luego considerado como un genio de la inversión desde que sostuvo y financió proyectos en los cuales nadie creía y que no obtenían presupuesto. Esos proyectos, todos ligados a la medicina y a tratamientos experimentales riesgosos, resultaron tener un potencial enorme que él supo desarrollar y hacer prosperar. Recientemente, Parker montó una clínica y un centro de investigaciones de biotecnología en Buffalo. Es el propietario de las Parker Towers, tres torres cilíndricas que dominan el centro de Manhattan, de una residencia en Louisiana, de una en Europa y de al menos otras tres cuya dirección no encontré en ninguna parte, de dieciséis hoteles en todo el mundo, de un helicóptero, un jet privado y un yate que nadie sabe dónde está anclado. En breve, este tipo es un fantasma que pesa cuarenta y siete billones de dólares, lo que lo convierte probablemente en el fantasma más pesado del mundo y el más caro por kilo.
Detalle interesante: Parker lleva mucho tiempo siendo socio de Malik Hamani, un genio biólogo de unos treinta años, cuyos recientes descubrimientos sobre genómica revolucionaron el mundo científico. Logré conseguir una foto de Hamani, es un hombre regordete, con cabello negro y rizado y rostro simpático. Él estará presente en la subasta, tal vez pueda dirigirme a él para llegar a Parker.
Para terminar, no encontré rastro de alguna esposa, prometida, novia(o) o la más mínima relación amorosa. Parker podría hasta haber hecho un voto de castidad. Tampoco tiene hermanos o descendencia conocida. Sólo una madre actriz fallecida hace veinticuatro años y un padre actor, Jack Parker, del cual no he visto ninguna película. Me apresuro a buscar imágenes de « Jack Parker » en internet: las fotografías que aparecen son las de un rubio alto con sonrisa resplandeciente aunque un poco forzada, su cabello es lacio, su piel bronceada y sus ojos azules. Lleva puesta una cadena de oro y un arete en la oreja. Me pregunto si su hijo se parece a él...
Roman Parker me intriga y muero por conocerlo.