Capítulo XV
Era una visión para helar la sangre, de la materia que están hechas las viejas historias. Izaron un pedazo de tela roja de la cabeza del mástil y cuando los primeros rayos del sol se extendieron sobre el agua iluminando con un brillo dorado la alta y rocosa torre de La Aguja, la flota de Sieteaguas emergió del canal imposible: tres grandes barcazas se balanceaban con gran habilidad contra la violenta sacudida de la vorágine, sus proas altas y orgullosas bajo la luz del amanecer y tras ellas las embarcaciones menores, curraghs de maderas entrelazadas con piel alquitranada, barcos chatos y prácticos para la pesca, cada uno de ellos provisto de sus guerreros. Una vez alejados de las peligrosas corrientes del remolino, los barcos se separaron. Una de las naves vikingas se dirigió a la isla más pequeña con dos embarcaciones menores tras ella, mientras la mayor parte de la flota enfiló hacia la extensión de tierra más grande, donde los barcos de los bretones ahora yacían bajo el agua, donde el cuerpo de mi primo iba a la deriva, ahora, en algún lugar, en los brazos de Manannan mac Lir. Nuestro propio curragh viró y le siguió. Desde un escondite en las proas, Godric y Waerfrith sacaron, entonces, espadas y dagas, hachas y cuchillos, y cascos de cuero. Cada hombre debía ir preparado para intervenir, incluso aquellos que habían pasado la noche en el agua. Para ellos, había ropa seca; un hombre no podía luchar entumecido por el frío. Miré a Darragh mientras se colocaba un casco sobre su cabellera oscura y ceñía la espada. Entonces, extendí mis alas y volé. Porque el corazón de una batalla no es un lugar para una mujer y, menos aún para un pájaro más pequeño que el puño cerrado de un hombre.
Invoqué la fuerza de mi verdadero ser y volé hacia la Gran Isla, despreocupándome ya del águila pescadora, del halcón o depredador humano, porque me pareció a mí que esto estaba más allá del miedo, más allá del dolor, que la gran batalla debía continuar, que el valeroso estandarte de Sieteaguas se izara cuando la empresa estaba condenada, incluso antes de empezar. Si asesinaran al hijo de la profecía, nunca se conseguiría la lejana meta del Pueblo de las Hadas. Se perderían las Islas; se olvidarían las viejas costumbres. Una profecía es una profecía. Los hombres entrarían y morirían y todo el tiempo lady Oonagh, reiría, reiría con desdén de que la sangre de esos jóvenes y fuertes guerreros se derramara en balde. No podía creer, todavía, que ella hubiera ganado tan fácilmente. Y, sin embargo, debía creerlo. Con mi imprudente acción, al desvelar un secreto le había asegurado la victoria. Estaba mal. Tenía que estar mal. ¿Ciertamente, todo esto para nada?
* * *
Las viejas historias cuentan grandes batallas: las hazañas de héroes, como Cú Chulainn, las gestas guerreras de Fionn Mac Cunihaill y su banda de forajidos. Hablan de fuerza y valor, de triunfo y recompensa. Hablan de aniquilación de enemigos, pero no hablan de lo que vi ese día mientras recorría las verdes y bajas colinas de la Gran Isla. Vi cómo la expresión convencida de compromiso en los ojos de un joven guerrero se transformaba en puro terror en el preciso instante en que el hacha de su enemigo separaba la cabeza de sus hombros. Vi a Snake, un guerrero endurecido, como el que más, llorando al apercibir el cuerpo del joven Mikka yacer en una mancha roja con la sangre saliendo a borbotones de su brazo mutilado; oí al joven herido llamar a su madre con la voz de un niño pequeño, repentinamente atrapado en una pesadilla. El rostro de Snake estaba tenso y cansado: mientras murmuraba Descansa ahora hijo; luchaste con valor, utilizó su cuchillo para conceder a Mikka el don de un sueño eterno. Su gesto repentino me dejó sin aliento. No hay historia que describa la mirada en los ojos de semejante hombre cuando se levanta y vuelve a la lucha con la hoja ensangrentada en la mano. En cuanto a los hombres de Johnny, blandieron sus armas como Bran de Harrowfield: como si no les importara vivir o morir. Una fuerza así es verdaderamente aterradora, y los bretones retrocedieron ante la luz sobrenatural en los ojos de esos guerreros.
Perdí de vista a Darragh. Estaba ahí en medio, pero las túnicas de ambos ejércitos estaban manchadas de barro y sangre y todo era confusión. Las fuerzas de Sieteaguas se habían asegurado el atraque y la cala oeste: aquí podía verse a Gull moviéndose e impartiendo órdenes escuetas; aquí los cuerpos inertes de los muertos y los de los atormentados yacían en el escaso cobijo que se podía encontrar. No todos podían ser trasladados aquí. Había muchos muertos; al atardecer parecía que cada pliegue del terreno estaba salpicado con los cuerpos rotos de bretones e irlandeses por igual, y las aguas alrededor de la isla fluían rojas con la sangre mezclada de esos viejos enemigos. Entre los heridos se desplazaba el gran druida y su hermano, el hombre con el ala de cisne. Quizá no podían hacer mucho más que murmurar una o dos palabras; quizá tan sólo podían sostener la mano de un hombre mientras gritaba y se retorcía en el suelo más allá de la ayuda de un médico o de un curandero, esperando sólo la clemencia de la diosa y la liberación final. Me había conmocionado lo que Snake había hecho antes. Ahora comprendía que fue un acto de gran compasión.
El día transcurrió y era cerca del anochecer. Se habló de victoria antes de la caída de la noche. Pero estaba claro que no había tal victoria, todavía no. Los bretones iban bien armados y, a pesar del elemento sorpresa, parecía que se habían reunido y organizado una defensa ordenada y disciplinada. Y tenían la ventaja de su dominio. En el punto más alto de la Gran Isla había un fuerte, y era a este lugar seguro donde se retiraban sus fuerzas al anochecer. Detrás del fuerte, unos acantilados escarpados caían al mar; del lado interior estaban protegidos por una profunda zanja, dentro de la cual una alta muralla de tierra protegía sus viviendas, arsenales y almacenes. En el centro había una firme torre, circular y alta, de piedra. Desde tal lugar se podía mantener una sólida defensa. Sin embargo, no podían durar allí para siempre. Los Uí Néill habrían ya derrotado el orden en la pequeña Isla porque superaban ampliamente a las fuerzas británicas de allí. Quizá todo lo que tenía que hacer Sean de Sieteaguas era esperar.
Al caer la noche cada ejército se retiró a sus puntos de concentración. Una extraña calma invadió la tierra mientras la luz se desvanecía. Una especie de entendimiento, como si cada bando reconociera las perdidas del otro. Ciertamente, en recovecos de la tierra, donde los muertos yacían inertes y rotos como juguetes desechados, podían verse pequeños grupos de hombres con linternas, agachándose para recoger a sus muertos, y si un guerrero de Northwoods miraba y veía a un hombre pálido de Ulster no demasiado lejos, en la misma lúgubre ocupación, simplemente evitaba su mirada y seguía con lo que tenía que hacer. A pesar de la engañosa paz del anochecer, se sabía que al amanecer ambas partes retomarían sus armas, saldrían y empezarían la matanza de nuevo.
Esa noche sobrevolé los dos campamentos y aprendí que un bretón y un irlandés derraman la misma sangre y sienten la misma pena. El día me había mostrado que esos desafíos, esas imposibles elecciones sacan lo mejor y más valeroso en un hombre. Dejan que resplandezca su valor. En épocas de guerra un hombre sencillo puede convertirse en un héroe. Pero en cada batalla hay un perdedor y el perdedor también puede ser un hombre de coraje y resistencia, de valor firme y grandeza de corazón. Las historias no hablan de la sangre y el sacrificio; de la angustia y la pérdida.
Abajo, cerca de la orilla, había pequeñas hogueras, y alrededor de cada una, hombres silenciosos se reunían buscando en el reflejo del calor del hogar algún recuerdo de sus casas y seres queridos, ahora muy lejos. Hoy habían salido ganando pero sus pérdidas eran terribles y ninguna peor que la pérdida de él, aquel que había simbolizado su triunfo certero: el hijo de la profecía. Nadie lo dijo, pero creo que todos lo sabían en su corazón, sin Johnny no podía haber una verdadera victoria. De todos modos, continuarían: por Sean, por Sieteaguas, por su jefe, fuera éste Bran de Harrowfield, extrañamente presente entre ellos y luchando contra su propia gente, o los nobles jefes del Uí Néill. Se sentaron en silencio alrededor de sus hogueras, y contemplaron las llamas. No muy lejos, en el refugio de tiendas rápidamente improvisadas, yacían hombres heridos y moribundos. Algunos estaban ya amortajados para el entierro: si la batalla acababa pronto, podían ser transportados a sus casas y enterrados con las lágrimas de sus madres y el lamento de sus enamoradas. Entre los caídos, había tres de los jóvenes y valientes guerreros de Johnny. Mikka yacía allí ayudado a un final rápido por la compasiva daga de Snake. A su lado yacían los dos amigos, Waerfrith y Godrich. Los hombres contaban una historia que me encogió el corazón: cómo Waerfrith fue herido, una flecha atravesándole el vientre, y cómo Godrich llevo a su compañero a hombros, todo el camino desde la cumbre del norte a través del grueso de la batalla. Cuando estaban llegando a la cala y a salvo, un guerrero británico salió a retarles. Llevando el peso de su amigo inconsciente, Godrich fue demasiado lento para esquivar y demasiada era su carga para huir, y no soltaría al hombre herido para salvarse. La espada del bretón le atravesó el pecho y mientras yacía sangrando, vivió lo suficiente para ver cómo su enemigo desenvainaba la espada y de un modo eficiente y sin esfuerzo degollaba al hombre que había transportado. Así los dos murieron juntos; para siempre serían jóvenes, risueños con los ojos llenos de vida y de valor. Hoy habían caído estos dos, y muchos otros, además. Mañana podría ser Gareth o Corentin. Podría ser Darragh. Generaciones de hombres habían sido asesinados por esas islas; los hermanos de Finbar y Conor, los hermanos de su padre, quien, sorprendentemente, había sido mi propio abuelo. Esa era mi gente; pero también lo eran los otros porque un linaje era tanto el de Sieteaguas como el de Harrowfield, y Harrowfield era pariente de Northwoods. Volé toda la noche, sin preocuparme por el peligro y me acomodé en el muro de la fortaleza británica. Y allí, no muy lejos, se posó un gran pájaro oscuro con sus ojos fieros y brillantes clavados en mí.
Descubrí que ya no temía a Fiacha. El miedo parecía de repente una pérdida de esfuerzo. Mi abuela había ganado; ahora yo no tenía poder. Ciertamente no podía hacer nada más que mirar y lamentarme y preguntarme sólo por qué lady Oonagh no había venido a regocijarse, ahora que la victoria final era suya. Así que me senté silenciosamente, cerca del cuervo en el muro, mirando dentro del campamento de Northwoods. Les oí hablar: les vi lamentarse. Había muchos muertos, incluso más heridos. Y tenían otro problema. En este puesto de avanzada, considerado seguro durante mucho tiempo, varios hombres tenían sus mujeres y sus lujos con ellos, un completo y pequeño asentamiento. Ahora sus jefes, con las caras tristes, rodeaban la hoguera debatiendo una terrible elección. Si los salvajes de Erin triunfaban y abrían una brecha en las paredes de su fortaleza, ¿qué sería de las mujeres? Llegaría un momento, tal vez mañana, en el que tendrían que decidir si matar a sus mujeres o dejarlas a la merced de los invasores. Lo mejor, quizá, fuera dejar las mujeres armadas y confiar en que cada una tuviera la voluntad de clavarse un puñal en su propio pecho o el de sus hijos, antes que caer victima de los horrores de la violación o la brutalidad de la tortura y la esclavitud. Hablaron de los hombres de mi tío como si de monstruos se tratara. Pensé en esos brillantes, jóvenes guerreros, en Johnny y sus compañeros. Pensé en el bondadoso y capaz Sean de Sieteaguas, del cortés y sonriente Gull, y en el Jefe, un hombre duro tal vez, pero en cada decisión, un hombre justo. Esto estaba todo mal. Esta larga lucha había engendrado un terror basado en la ignorancia e incomprensión. ¿No comprendían estos bretones de caras lúgubres que todo lo que quería Sieteaguas era que dejaran las Islas en paz? ¿No entendía ninguno de ellos de qué se trataba todo?
Me hubiera ido volando pensando en encontrar un lugar de cobijo para pasar una noche de vigilia hasta el amanecer rojo sangre, pero la mirada de Fiacha era intensa. Algo en su actitud hizo que me quedara donde estaba, mirando hacia Edwin de Northwoods y a un joven, ancho de espaldas, que parecía ser su hijo y a cuatro o cinco más que estaban con ellos. Uno era un sacerdote cristiano tonsurado y vestido con hábito y una cruz alrededor del cuello. Otro era viejo con una barba canosa, encorvado; demasiado anciano para este lugar de peligro. Parecía que habían tomado su decisión. Las mujeres permanecerían en la torre con el hermano Gerome. Se les darían dagas. Cuando llegara el momento, harían su propia elección.
—Ahora descansemos lo que podamos —dijo gravemente Edwin de Northwoods. Mañana continuaremos la lucha. Lucharemos hasta que caiga el último hombre. No veré mi nombre escrito como el cobarde que se dejó arrebatar las Islas. Orad, amigos, para que el Señor esté con nosotros. Orad por un milagro.
En ese momento, un repentino destello de luz en la parte más lejana del recinto, cerca de la torre circular, que era su último bastión de defensa, y apareció un pequeño grupo de hombres. Uno llevaba una antorcha flameante; dos sostenían entre ellos a un joven guerrero vestido todo de negro, un hombre cuya piel parecía blanca como la tiza a la luz de la antorcha, cuya cara estaba amoratada e hinchada, cuyos ojos brillaban retadores cuando lo llevaron ante Edwin de Northwoods. El líder británico se volvió hacia el prisionero, miró a los fieros ojos grises, cuya joven intensidad se veía aumentada por la delicada señal sobre la piel, en el lado izquierdo de la frente y mejilla: la marca del cuervo.
—Mirad, Señor, lo que nos ha traído la marea —dijo alguien.
—Quizá —dijo Edwin en voz baja—, nuestro milagro está aquí. Con semejante prisionero, ¿quién sabe qué trato podemos hacer? —Se volvió hacia sus capitanes—. ¿Sabéis quién es?
Hubo un murmullo de asentimiento. Podían no haber visto a ese hombre antes, pero parecía ser muy conocido por su descripción.
Johnny habló. Su voz era muy baja; apenas podía distinguir sus palabras. Su vestimenta chorreaba; su tez, lívida. Me pregunté cuánto tiempo había estado en el agua antes de que el mar le arrojara en manos de sus enemigos.
—No habrá trato —dijo—. Mi tío no comprometerá la misión por mi vida o mi seguridad. Así no hacemos las cosas.
—Crees que no —dijo Edwin de manera tranquila—. Quizá Sean de Sieteaguas no lo haría, pero ¿y tu padre?
Johnny se mantuvo en silencio, pero no podía ocultar completamente la sorpresa en su mirada.
—Oh, sí —dijo Edwin—. Lucha allí entre los otros; esgrime la espada contra sus propios compatriotas. ¿Verá perecer a su hijo delante de sus ojos por un principio, lo crees así?
—No hará tratos contigo, ni por mí, ni por nadie.
Edwin se cruzó de brazos.
—Lo comprobaremos en su momento. Creo que te sorprenderás. —Se volvió hacia los hombres que sujetaban a Johnny—. Encerradle esta noche. Ponedle una fuerte guardia. Dadle una manta, está calado hasta los huesos.
—Está herido, mi Señor —dijo alguien dubitativamente—. Sangra de una herida; tiene una o dos costillas rotas también. Y está medio ahogado. Es un milagro que se haya mantenido con vida durante tanto tiempo, arrojado a las rocas por lo que parece y de alguna manera se arrastró hasta un sitio seguro. Le encontramos por accidente.
—¿Morirá antes de mañana?
—No, mi Señor.
—Muy bien, entonces. Como he dicho, dadle una manta y encerradle. Mañana será otro día.
Miré como arrastraban al prisionero y vi cómo Edwin y sus hombres se iban a descansar, sus caras iluminadas con una nueva esperanza. Miré a Fiacha y él me miró a mí. Entonces extendió sus alas y se fue volando de la isla, raudo y directo, marcándose un camino en la oscuridad hacia el sudoeste. Nunca me gustó su manera de hacer las cosas.
Estuve muy cerca del pánico irracional aquella noche. Johnny estaba vivo. Contra todo pronóstico, el hijo de la profecía había sobrevivido. Esto hizo que mi corazón saltara de alegría, despertó nueva esperanza en mí. Y con esa esperanza llegó el terror. Después de todo, no había acabado todavía. Yo tenía una oportunidad de ganar, de volver a poner las cosas en su sitio. Pero antes de que acabara, sabía que ella vendría, y tendría que enfrentarme a ella y esperaba ser suficientemente fuerte. La batalla final, la única que cuenta, está todavía por llegar. Fiacha se había ido; mis amigos del Más Allá parecían haberme abandonado. No buscaría a Finbar. No me desvelaría a Conor o a mi tío Sean. No habría más victimas esparcidas por la cuneta. La ira de mi abuela caería sólo sobre mí. Debería esperar hasta que amaneciera y transformarme y recuperar mi fuerza de nuevo rápidamente. Porque no había la más mínima duda en mí de que no derrotaría a lady Oonagh si no utilizaba toda la astucia, toda la voluntad y cada elemento de control que mi padre me había enseñado.
Podía ser hija del fuego, pero mi educación me había convertido en una criatura de acantilados y rocas, de grutas y lugares secretos, y fue en un rincón salvaje como ésos, donde me retiré para buscar un lugar y transformarme. No había olvidado la última vez, ni la paralizante debilidad que había seguido a la transformación. Debía ocultarme lejos del sendero de la batalla y rezar para recuperar mi fortaleza antes de que mi abuela se diera cuenta de que el final estaba sobre nosotros y se apresurara para presenciar su victoria final. Entonces yo haría… yo haría… no estaba segura exactamente de lo que haría, pero sabía que tenía que hacer lo máximo para cambiar el rumbo de las cosas, antes de que ella se diera cuenta y se precipitara y me forzara a hacer su voluntad. Cuando llegara, debía enfrentarme a ella y esperar alguna ayuda tanto de los humanos como de los del Más Allá. Cada vez más, como ni el Pueblo de las Hadas ni los Fomhóire se mostraban, parecía que debería hacerlo todo sola. Debía confiar en que, llegado el momento, vería claro mi camino. Concentración. Esto es lo que mi padre me hubiera dicho. Vacía tu mente; tu espíritu, receptivo. Entonces encontrarás las respuestas.
Había un sitio en la costa sur de la gran Isla, no lejos de la fortaleza británica, donde el terreno se alzaba sobre el mar convirtiéndose en acantilados escarpados y traicioneros. Antes, ese día, había visto un refugio aquí cuando lo sobrevolé. Un poco más abajo de la cima, en una pequeña zona del acantilado, había un estrecho saliente y éste tenía cavidades y hendiduras como cuevas poco profundas, donde enredaderas suavizaban las paredes de las rocas y el suelo de guijarros permitía un espacio suficientemente ancho para que un hombre o una mujer pudieran sentarse con relativa seguridad, asomándose a las grandes superficies de agua, abajo y más allá. Había pocos lugares para ocultarse en esta isla sin relieve, pero éste era uno, y lo escogí como el lugar de mi transformación por esa razón. Aquí podía pasar mi tiempo de debilidad si lo necesitaba; aquí podría tomar alguna decisión sobre qué hacer, cuándo y cómo. Una cosa era cierta: nadie debía verme en mi verdadera forma hasta el momento en que saliera e interviniera en el final de las cosas. Si actuara demasiado pronto mi tío Sean me mandaría de vuelta a los barcos con órdenes de alejarme del peligro. Siendo de nuevo una chica, no podría moverme con libertad. Ciertamente no había más que una oportunidad para que las cosas salieran bien.
* * *
Todo dependía de Johnny. Era un prisionero, era crucial para el resultado. Northwoods lo utilizaría para conseguir un trato y probablemente lo antes posible, antes de que murieran más hombres. Pronto, después del amanecer, creo. ¿Cuál sería el trato? ¿La vida de Johnny a cambio de la retirada irlandesa? Si esto fuera así, el ejército de mi tío tendría un importante dilema ante ellos. Sabían que no podían ganar la batalla sin el hijo de la profecía. Sacrificarlo era admitir la derrota y seguir luchando con sólo la muerte por delante. La profecía era muy clara sobre ello. Pero yo no creía que estuvieran preparados para renunciar a la lucha para salvarle. Como Johnny había dicho, ése no era su estilo. Yo había visto la luz en sus ojos cuando atacaban; la mirada en sus lúgubres rostros mientras seguían al estandarte de Sieteaguas entrar en la lucha, gritando el nombre de su líder. De alguna forma, la retirada no parecía una opción.
Debía actuar pronto, entonces, antes de que mi abuela viera y supiera qué fácil podía ser ganar para ella. El hijo de la profecía era un prisionero; qué fácil para mí acabar con su vida y sus esperanzas en un rápido y espectacular acto de magia. Qué sencillo tomar el camino más fácil y dejar que Northwoods haga el trabajo por mí. Porque ella estaba en lo cierto. Todo dependía de Johnny. Mejor sería que hiciera el encantamiento ahora, en la oscuridad, aquí en esta pequeña hendidura de las rocas, con el mar espumoso entrando y saliendo. Debería acercarme más a la pared del acantilado, por si acaso. Tendría tiempo, seguramente; tiempo de recuperarme para salir y llegar al corazón de las cosas antes del amanecer. Me desplacé cautelosamente a lo largo del estrecho saliente sobre mis pequeñas patas, buscando el lugar donde las hendiduras fueran más profundas y dieran mejor cobijo. Di un paso, dos pasos, y una mano salió de la oscuridad para rodearme. Mi corazón me golpeaba aterrado y se me escapó un gorjeo ahogado.
—¡Ah, tranquila, no le agites! —La voz era suave: éste era el tono que tan a menudo había calmado a las criaturas atemorizadas.
—Tranquila, te dejaré ir si es eso lo que quieres. No quería asustarte. Encontramos el mismo escondite, ¿no? Un buen sitio, éste, bueno para pasar un rato solo o con un amigo. Es bastante parecido a Kerry, el mismo mar y el mismo cielo. —Darragh retiró su mano lentamente y se apartó, sentándose con las piernas cruzadas en el saliente de la roca. Quizá no fuera extraño que ambos hubiéramos buscado este rincón de la tierra, recuerdo tan vivido de esos veranos despreocupados que pasamos de niños. En semejantes refugios nos habíamos susurrado nuestros secretos más íntimos.
Sabía que debía irme y buscar otro sitio para mi fin. Lo último que quería era que lady Oonagh se fijara en Darragh. ¿Por qué, si no, había tratado con tanto interés de alejarle una y otra vez? Pero no podía moverme. Aquí en la oscuridad, posada en lo alto, sobre un mar traicionero con él a mi lado, finalmente me sentí segura.
—¿Curly? —dijo Darragh en voz baja. No podía contestarle, pero me instalé en las rocas cerca de donde se sentaba él—. Quiero decirte algo —continuó. Y pude ver en la oscuridad que estaba retorciéndose las manos y frunciendo el ceño—. He visto cosas terribles ahí fuera. Supongo que tú también las viste. Cosas que no hubiera podido imaginar ni en mis peores pesadillas. Y he hecho cosas de las que no me enorgullezco. Demostrarme que podía luchar, tal vez; pero no me parece bien derramar la sangre de alguien, sólo porque es distinto. —Se miró las manos—. Siempre pensé que volveríamos a casa, sabes, volveríamos a Kerry, cuando todo esto acabara. Creí que sólo tenía que esperar, y apoyarte y resistir. Pero… pero esto es distinto, no es lo que esperaba. Por la mañana habrá más muertes y saldré y me uniré a la lucha porque por eso estoy aquí. Y tengo el presentimiento de que esta vez, Curly, puede no haber un mañana. No me gusta preguntarte esto, pero voy a hacerlo de todos modos porque me parece que no hay nada que perder. Si tengo que morir, si esto es lo que va a pasar, lo que más querría es verte por última vez, pero verte como eres tú realmente, como una chica. Despedirme como es debido. Hay cosas que quisiera decirte; cosas que sólo puedo decirte si… pero no debiera preguntar. No sería seguro para ti, me doy cuenta. No quiero que te arriesgues.
Eso siempre fue mi debilidad y mi locura. Había intentado luchar contra ello, pero ahora ya no podía resistirme a la suave y vacilante persuasión de su voz, como tampoco pudo el blanco poni salvaje que había bajado con él de las colinas. Había un deseo en mí de sentir su contacto, de reconfortarle con el mío, de estar a su lado otra vez en un silencio de compañerismo, como hace tantos años. Sacudí mis plumas y mentalmente formulé el hechizo de la transformación, y me transformé.
Oí la exclamación conmocionada de Darragh, y sentí sus manos extenderse hacia mí mientras se ponía de pie rápidamente. Di un grito sofocado de asombro.
—No le lo digas a nadie, no les digas dónde estoy, prométemelo. —Entonces, se me nubló la vista, de su cara, las estrellas empezaron a girar desenfrenadamente. Se me doblaron las rodillas y me desmayé.
Era una inconsciencia más profunda que un abismo; una oscuridad carente de sueños. No volví en mí hasta que el amanecer estaba tocando el cielo con sus primeros fulgores dorados. Abrí los ojos, sentí un cansancio en mis huesos que invadía todo mi cuerpo, como si yo misma hubiera luchado una larga batalla, y supe sin mirar que yacía con mi cabeza apoyada en el regazo de Darragh, y que su mano acariciaba mi pelo. Durante un largo espacio de tiempo no me moví, y entonces me obligué a incorporarme, y a ponerme de pie, para asirme a las ramas de la enredadera mientras mi visión se nublaba y la cabeza me daba vueltas. Darragh se puso de pie al instante, sus dos manos sujetándome firmemente por Ion brazos. Que la diosa me ayude, apenas podía mantenerme en pie, apenas podía reunir un pensamiento coherente, y menos aún estar preparada para llevar a cabo una proeza de magia. A este ritmo, no sería útil para nadie. Y era ya de día.
—¡Uah, despacio, tómatelo con calma! —dijo Darragh sujetándome fuertemente. Fruncía el ceño; sus ojos oscuros, muy serios, mientras escrutaba mi cara—. Soy un imbécil —dijo de forma apagada—. No debería haberlo prometido. Estás enferma, Fainne, necesitas ayuda. Deja me ir a buscar a alguien. Déjame contárselo.
—No. —Reuní suficiente fuerza para contestarle bruscamente, con terror en mi voz—. No, no lo hagas, debes dejarme sola para hacer esto. —Mis palabras se diluyeron mientras una ola de náusea me atravesó, seguida de unas inmensas ganas de llorar. Esto no funcionaría, no funcionaría. Control. Fuerza. Yo era la hija de una hechicera con una misión.
—Fainne —empezó Darragh.
—No —dije, añadiendo frialdad a mi tono con gran esfuerzo—. No lo digas, no digas nada, sólo vete y déjame. Estaré bien. Puedo cuidar de mí misma. Vete ahora Darragh. Oigo hombres por allí. Hay una batalla que luchar.
Darragh me miró fijamente.
—Eso es lo que quieres, ¿no? ¿Que me vaya ahí fuera a atravesar gente con la espada, y dejarte aquí sola, en lo alto de un acantilado, apenas capaz de mantenerte en pie, muy lejos de tu casa y sin nadie para cuidarte? ¿Es eso lo que quieres? Esto no es lo que dijiste antes.
Pero me había soltado. Me mantuve de pie agarrándome a las enredaderas con los dos puños y apoyándome en las rocas. ¿Dónde estaban los Fomhóire cuando los necesitaba?
—Por favor, vete —dije con un hilo de voz tenso—. No queda mucho tiempo. Por favor haz esto por mí. —Oh, haz que se vaya, haz que se vaya deprisa, antes de que esto sea ya demasiado duro.
Hubo otro breve silencio.
—De acuerdo —dijo—. De acuerdo. Me despido, entonces. —Pero no se fue. En lugar de eso, me abrazó, sin pedirme permiso, y me apretó contra él y sentí sus dedos en mi pelo, y su calor cerca de mí, y en un instante todo cambió porque había un anhelo, un deseo de él que invadía mi cuerpo. No podía evitado. Me aferré a él y me besó, y por un largo espacio de tiempo me olvidé de la abuela, y me olvidé de todo en la dulzura del momento.
—Ah, Curly —murmuró Darragh, acariciándome detrás del cuello, bajo mi espesa cabellera—. Lo siento. Lo siento.
—¿Lo sientes? —murmuré—. ¿Qué es lo que tienes que sentir?
—Quería tanto mantenerle a salvo. He hecho todo lo que he podido. Siento que las cosas no hayan salido de un modo diferente para los dos. Ojalá hubiera sido lo bastante bueno para ti.
Por un momento, sus brazos me rodearon con fuerza, y sentí su corazón golpeando contra mi pecho. Abrí la boca para decirle que estaba equivocado; que era yo la que no era lo bastante buena y que nunca lo sería. Pero antes de que pudiera decir nada, se alejó y vi lo que sostenía en su mano.
Al principio no me lo podía creer, pero el percatarme fue como sentir un cuchillo helado en el corazón. Miré fijamente y parpadeé. Me pasé los dedos por detrás del cuello y mientras el miedo me invadía busqué dentro de mi traje y supe que había sido traicionada por mi amigo más querido.
—Devuélvemelo —le siseé, y su rostro palideció y su mandíbula se contrajo.
—¡Darragh! ¡Dámelo!
Darragh no dijo nada, pero retrocedió, aún agarrando en sus largos y oscuros dedos el amuleto de bronce y la fuerte e irrompible cuerda que lo sujetaba.
* * *
—¡Dámelo! ¡Cómo has podido! ¡Cómo has podido tocarme así y decir esas cosas, cuando todo el tiempo era sólo para poder…! ¡Darragh, tienes que devolvérmelo! ¡No sabes lo que estás haciendo!
Me acerqué y traté de arrebatárselo, pero fue demasiado rápido y además era mucho más fuerte que yo. Siempre lo había sido.
—Es lo mejor para todos —dijo.
—¿Cómo puedes decir esto? ¡No sabes nada! ¿Cómo podrías comprender? ¡Oh, deprisa, deprisa, devuélvemelo! ¡Nos traerás una maldición a todos nosotros!
Pero Darragh se quedó ahí tercamente con las manos detrás de la espalda mirándome con ojos que parecían llenos de tristeza.
—Te equivocas. Curly. Lo dicen todos. Lord Sean, lady Liadan, Johnny y el Jefe. Esta cosa es el mal. Te está volviendo loca; te está haciendo perder el rumbo. Por eso…
—Por eso. ¿Qué? —le escupí, desolada de que alguna conspiración errónea me hubiera arrebatado la oportunidad de salvarles a todos.
—Sois una sarta de imbéciles y el tiempo se está acabando. ¿No comprendes? Tan pronto como me lo quito ella lo sabe, y viene a encontrarme, y todavía no he recuperado mi fortaleza.
Encima de nosotros una nube empezaba a desplegarse, extraña, jirones gris pizarra, enroscados, gruesos como una mano de lana, y con ello un viento gélido. Por encima de nosotros gaviotas gritaron un aviso. Creí oír una voz, familiar aunque todavía lejana, una voz que me heló el corazón. Fainne. Fainne, ¿dónde estás?
Estaba llegando, ella ya estaba llegando precedida por el viento y la nube. Ella estaba llegando y mataría y mutilaría hasta obligarme a cumplir su voluntad. Convoqué las palabras de un encantamiento para obligar a Darragh a abandonar; para que él cediera el tesoro. Murmuré las palabras y luché para encontrar la fuerza. Pero no había nada. Mi mente estaba vacía, seca; mi espíritu totalmente exhausto por la transformación. No me quedaba el menor ápice de destreza.
Darragh estaba retrocediendo a lo largo del saliente: estaba obedeciendo mis órdenes y marchándose. No muy lejos, podía oír las voces de los hombres y el estruendo de los metales.
—Por favor, Darragh —susurré utilizando la única arma que me quedaba, y avancé hacia él extendiendo mi mano para tocar su mejilla.
—No lo hagas —dijo tensamente—. Guárdate esos trucos para tus magníficos jefes. No los uses conmigo. Si no me puedes tocar de una manera honrada y abrir tu corazón, entonces es mejor que no hagas nada de nada. —Su tono era agresivo, casi enfadado; sentí que sus lágrimas resbalaban sobre mis dedos. Estaba helada; no podía moverme, aunque oía la voz de la hechicera, en algún lugar sobre el océano. ¿Osas desobedecerme, niña? ¿Te atreves a ignorarme ahora, al final?
Abrí mi boca para decir algo, cualquier cosa, y entonces miré en sus ojos y mis palabras se interrumpieron, en ese momento, vi cuánto había cambiado, cómo el chico despreocupado, de sonrisa burlona y con todas las oportunidades del mundo ante él se había convertido en alguien pálido y abatido, de ojos cansados y sombríos, como si llevara un peso lleno de preocupaciones sobre sus delgadas espaldas. Vi lo que le había hecho.
—¿Curly? —dijo en voz baja.
Le mire fijamente, esperando sin esperanza que entraría en razón y devolvería el amuleto, ahora, rápidamente; lo devolvería y se salvaría.
—Tal vez hice esto porque me lo pidieron —dijo—. Pero eso era solo una parte de ello. Lo hice por ti. Estaba destinado a hacerlo.
—¿Destinado? —susurré mientras se levantaba el viento y corría por el mar y el aire despertaba con salpicadura de sal y los gritos estremecidos de los pájaros—. ¿Destinado a qué?
Miró en mis ojos y sacudió su cabeza lentamente, de forma incrédula.
—Destinado a mantenerte a salvo. A salvo de los que te pudieran hacer daño, y a salvo de ti misma. Destinado por amor, Curly.
Y antes de que pudiera moverme, antes de que pudiera detenerle, levantó su brazo y tiró el amuleto, lo tiró con fuerza al aire, y vi el brillo en la luz queda del atardecer mientras giraba arriba y alrededor de la pared del acantilado, mientras caía abajo, lejos, muy lejos abajo en el océano hambriento. Mi corazón se paralizó de miedo. Una voz decía oh, no, oh no una y otra vez. Enterré mi cara entre mis manos y me di cuenta, vagamente, de que la voz era la mía.
—¿Curly? —La voz de Darragh era más dulce, ahora, desaparecida la ira. No podía hallar en mí cómo responder. Si esto era amor, entonces lo había sabido siempre. El amor era sólo confusión y dolor.
—Tengo que irme a hora —dijo—. Tienes razón, hay una batalla que librar. No puedo quedarme fuera y no ayudarles; no mientras lleve los colores de Johnny.
—No lo hagas —empecé con los brazos extendidos ante mí como una mujer ciega.
—Shhhh —dijo Darragh, y estiró el brizo para tocar mi pelo y colocarme un rizo—. No digas nada más. —Entonces se agachó para besarme, un pequeño beso en la mejilla como un chico puede dar a una chica cuando los dos son demasiado jóvenes y demasiado tímidos para expresar con palabras sus sentimientos. Cerré los ojos, pero no podía apagar el sonido de la voz de mi abuela.
—Adiós. Curly —dijo Darragh—. Aléjate del peligro ahora.
Esperé a ver qué pasaba, pero llegó el silencio y cuando volví a abrir los ojos, se había ido.
Como un niño jugando, conté hasta cien, lentamente. Esperé hasta que hubiera desaparecido del todo de mi vista, antes de que me fuera tropezando por el camino desigual del saliente y sobre las rocas, hasta llegar a campo abierto. Fuera, en el campo de batalla, podía jugársela junto a los otros. Allí, podría ser uno de los afortunados y escapar con vida. Conmigo al lado, estaba condenado sin duda.
El cielo estaba vivo con nubes furiosas y el aire azotado con altas salpicaduras de agua salada. Los pocos matorrales bajos, colgados del paisaje barrido por el viento, se doblegaban rendidos; una tormenta se avecinaba, una tormenta cuya ferocidad nacía de la furia de una hechicera. No había tiempo, no había tiempo para nada. ¿Qué podía hacer yo? Ella estaba llegando, y yo no tenía armas para la batalla: ninguna, excepto mi pobre cuerpo cansado y mi mente miserable y confundida: ninguna, excepto mi espíritu imperfecto y mi corazón traicionado que se sentía ahora desgarrado. Me mantuve tambaleándome en el borde del acantilado mientras el viento extendía mi pelo como una bandera. Piensa, Fainne. Concéntrate. La bandera roja de la victoria. Yo llevaba la mía. No llevaba el emblema de Sieteaguas, pero sí mis propios colores, en un chal tan deslumbrante y hermoso como lleno de vida y maravilla, como la generosidad de la tierra misma. Quizá mi propio espíritu estaba dañado, mi corazón hecho añicos, así nunca podría estar sana y salva, así nunca podría decir lo que pensara por mucho que quisiera. Pero el espíritu de Darragh brillaba intensamente; su corazón era el más sincero y el mejor en todo Erin. Mientras llevara su regalo, el regalo del amor, podría seguir adelante. Y tenía a Riona, todavía guardada en mi cinturón, sus faldas rosas arrugadas, sus oscuros ojos meditativos. Riona era de la familia; me recordaba de quién era hija en verdad. De acuerdo. Olvida los miembros doloridos, la cabeza confusa, los ojos llenos de lágrimas no derramadas. Olvida la cojera y el cansancio y sigue en ello. Empecé a andar siguiendo el sonido de las voces detrás de la pequeña elevación que tenía delante. Era inútil tratar de encontrar cobijo. El paisaje estaba casi desnudo y sin relieve. Tan pronto como llegara a la cumbre de esa colina me verían. Por ahí no, estúpida.
Hubo un aleteo y un pequeño alboroto en el orden de las cosas. Hubo una grieta en la tierra y un breve estruendo. En frente mío, ahora, había un pedrusco de tamaño mediano, que antes no estaba y cerca de él una criatura semejante a un búho con una nariz respingona y unas botas brillantes rojas.
No andes allí fuera —me reprendió la criatura-búho—. El valor puro está muy bien, pero debes ser astuta, además.
¿Qué más puedo hacer? —pregunté débilmente, entre la irritación y el profundo alivio de que finalmente había llegado ayuda—. La hechicera está de camino; puedo sentirlo. Tengo que actuar ahora. Y aquí no hay escondites. ¿Qué puedo hacer, sino salir y decirles… decirles…?
El ser-pedrusco tosió ásperamente y se calló. La criatura-búho levantó sus pobladas cejas.
¿Decirles qué? ¿Qué crees que tendrían que retirarse y volver a casa? Venga ya, utiliza tu cabeza. Usa tu formación. Podemos ayudarte. Podemos darte cobijo: tenemos un talento para eso, para camuflar, es una manera de hablar. Pero la solución está en tus manos, hija del fuego, no en las nuestras. La última pequeña pieza del rompecabezas es lo que tienes que resolver por ti misma y entonces será tuyo. ¿No te enseñó tu padre a encontrar respuestas? Ésta está a tu alcance, pero debes descubrirla antes de que lo haga lady Oonagh o desapareceremos todos.
Le dirigí una mirada hosca de exasperación.
¡No es una especie de juego estúpido! ¿No depende todo de esto? ¿El futuro de las Islas, el futuro del Pueblo de las Hadas y de los Fomhóire y también el de los humanos? ¿Cómo puede depender todo de una adivinanza? ¿Por qué no me dais la respuesta? ¡Malditos seáis!
Hubo un breve silencio.
Una profecía es una profecía —observó el ser-pedrusco, finalmente—. Éste es el tema. Por desgracia, todo depende de ti. Te ayudaremos en todo lo que podamos. Pero no podemos decírtelo. Éste es un tema que deben solucionar los humanos. Ésta es la razón por la que el Pueblo de las Hadas se queda atrás, incluso ahora. Ansiosos por intervenir y hacer algo, todos ellos. Pero no pueden. Como ya dije, una profecía es una profecía.
Me parecía oír unos llantos, unos gritos en el aire que nos rodeaba, y no eran las voces de las gaviotas, sino un sonido terrible de rabia, un penetrante y siniestro sonido que me hizo rechinar los dientes. ¿Dónde estás? No pienses en frustrar mis intenciones. Actúa en contra de mi voluntad y te destruiré. La última vez tardó en llegar desde la mañana hasta el atardecer. Hoy sería más rápida; no podía verme sin el amuleto, pero sabía que el final estaba cerca. No tardaría mucho.
Empecé a andar y al acercarme a la cima de la colina observé una pequeña hilera de ligeros matorrales que no estaban hacía un momento; un pedrusco redondo que parecía haber crecido en un instante de la extensión verde y llana de la ladera.
Agáchate —susurró la criatura-búho—. Mantente fuera de la vista, hasta que sepas que es el momento. Habrá una oportunidad, y una sola. Se colocó a mi lado, protegido por los matorrales; la roca cubierta de liquen a mi izquierda y con su abertura en forma de boca se acercó a mí para ocultarme.
¿Qué pasa con Fiacha? —siseé mientras estiraba el cuello para mirar hacia el fuerte bretón—. ¿Tiene que intervenir en esto? Acaba de irse volando y dejarme.
Oh, sí. Esta criatura ya ha desempañado un papel y volverá a hacerlo sin duda. Tiene conexiones poderosas. Hablas de él con desagrado.
Me estremecí.
No me gusta. Me salvó la vida, creo, en el vuelo de Ulster. Pero nunca me ha gustado.
¿Por qué no? La voz del ser-pedrusco era baja y suave ahora.
Porque….
Y de repente no tenía palabras. De repente, la última pieza del rompecabezas se puso en su sitio, y mi corazón dio un vuelco como el doble de alguna antigua campana. Y mi cabeza se aclaró para reconocer una verdad increíble; una solución tan sencilla que era sorprendente que no se me hubiera ocurrido antes. Mis dedos subieron para frotar una pequeña zona de mi hombro, bajo mi traje: y pensé, tal vez, si hubiera tenido el valor de quitarme el amuleto antes, quizá, hubiera podido pensar en esto y la gente no hubiera sufrido y muerto. Quizá.
Ella no lo sabe —dije dubitativamente—. Mi abuela. Estoy segura de que no lo sabe, de lo contrario no me habría enviado aquí.
Ella sospecha —dijo la criatura-búho—. No esto, precisamente; pero ella percibe tu poder y trata de asegurarse de que lo utilizarás sólo para sus propios fines.
No me extraña que me tema —susurré—. Pero… pero ahora ya no tengo magia, ninguna habilidad. Tarda mucho en volver después de una transformación. Incluso días. ¿Como puedo hacer algo sin ella?
Tendrás que fingir —dijo el ser-pedrusco con indiferencia—. Son seres humanos, se les engaña fácilmente. Te ayudaremos si podemos. Finge. Desconciértales con sorpresas. Sólo hasta que tus poderes vuelvan.
Utiliza lo que puedas —aconsejó la criatura-búho—. Utiliza lo que existe, como hacen los druidas. La magia natural del sol y la luna, el viento y el agua, la roca y el fuego. Explota ese poder y canalízalo hacia tus propios fines.
Pero…. Me encogí de hombros con exasperación, mientras mi corazón golpeaba con fuerza con la revelación que me había llegado; la verdad que lo cambiaba todo. Me llenaba de consternación y terror y a la vez de orgullo y esperanza. No importaban las cosas terribles que había hecho, no importaba el sendero del mal que la hechicera me había marcado. No importaba mi debilidad. Hoy, sería la hija de mi padre.
* * *
Los aliados habían aprovechado bien el tiempo. En el breve espacio desde el amanecer, habían avanzado a través de la isla hasta el perímetro de la fortaleza de Northwoods, así las fuerzas estaban ahora desplegadas a lo largo del borde externo de la zanja, bajo el baluarte de tierra. Hasta ahora no habían entrado porque Edwin tenía un fuerte contingente de arqueros colocados sobre las defensas, resguardados, y todo el mundo conocía la destreza de los bretones con el arco. En su lugar, parecían estar esperando algo. Bajo el punto central de la muralla, donde las fortificaciones de piedra señalaban un tipo de torres de vigía, los líderes de los irlandeses esperaban más allá de la zanja. Estaban todos reunidos allí. En el centro estaba Sean de Sieteaguas, solemne y pálido, su túnica con torques entrelazados, el mundo y el Más Allá, símbolo de la gente del bosque y sus misteriosos equivalentes, cuyo futuro hoy dependía de los seres humanos, Estaba Eamonn de Glencarnagh, resplandeciente de verde, apartando un mechón de pelo de su frente mientras entrecerraba sus ojos para escudriñar las fortificaciones por si había signos de movimiento. Su rostro era sombrío; quizás había tenido pesadillas, sueños en los que el menor de los errores niega al hombre el premio tan deseado. Algo tan pequeño como un padre y un hijo que se parecen demasiado, vestidos todos de negro y bajo el agua. Estaban los cabecillas del Uí Néill vestidos lujosamente y bien armados: y estaba Bran de Harrowfield, con el rostro del color de la tiza, y Snake y Gull a su lado, y aquellos miembros de la cuadrilla de Johnny que habían sobrevivido el primer día. El enorme Gareth con cara sana; el intenso y guapo Corentin y Darragh. Y para mi sorpresa, junto a estos guerreros, esperaba el gran druida Conor, firme y solemne con su túnica blanca y el torque de oro alrededor de su cuello; y a su lado, su hermano Finbar, el hombre con el ala de cisne. Nadie estaba demasiado cerca de él; le observaban con respeto, pero esta diferencia tiende a engendrar miedo también, incluso en los hombres más endurecidos. Y, sin embargo, Darragh no le había temido ni por un instante. Darragh entendía a las criaturas salvajes; las conocía tan bien que no era de sorprender que la gente comentara que lo era a medias él también. Sabía cómo transformar el miedo en amor con paciencia.
Semejante asamblea era, sin duda, precursora de algún avance importante. Debían de haberles lanzado un ultimátum; rendíos o asaltaremos la fortaleza; abandonad u os asediaremos hasta que os muráis de hambre. Ahora esperaban una respuesta. O quizá fuera Northwoods el que les estaba planteando un desafío, porque ahora, sobre el muro de tierra, apareció un pequeño grupo de bretones: uno llevaba una bandera blanca, para demostrar el deseo de intercambiar palabras sin miedo, ni daño. Hubo nerviosismo entre los hombres de Erin. Hubo un tintineo de metal, un movimiento de pies.
—Mi señor de Northwoods quiere discutir las condiciones. —Uno de los guerreros bretones gritó a través de la zanja, forzando su voz contra el creciente rugido del viento. Habló en la lengua de Erin con mucho acento. La bandera blanca amenazaba con soltarse de su enganche y salir volando en cualquier momento. El joven que la llevaba se agarraba fuertemente al palo—. Tiene una propuesta para vos. Si Sean de Sieteaguas y sus cabecillas se adelantan al punto bajo la torre de guardia, él se adelantará y se la expondrá. Esto en el supuesto de que no habrá ataque por ningún lado, hasta que todas las partes estén de acuerdo en que las negociaciones han terminado. Mi señor ofrece esto de buena fe.
Vi a Sean mirar a Conor con las cejas levantadas, y Conor asintió. Tal vez habían esperado esto. Habían empujado a Northwoods hasta su última línea de defensa y no tenían manera de salir de la isla. ¿Qué podía hacer, sino rendirse? Pero se asomaba la duda en las tensas facciones del Jefe y en los ojos entrecerrados de Snake, y también en el rostro solemne de mi tío, mientras indicaba a un hombre que contestara aceptando. Esto era demasiado fácil. Era una victoria demasiado sencilla para todas sus bajas. ¿Y qué pasaba con la profecía?
Ahora, de entre el bando de los bretones reunidos en la torre de guardia, apareció un hombre que yo ya conocía como Edwin de Northwoods. Anoche a la luz del fuego, había aparecido exhausto, agobiado por terribles dilemas. Ahora iba vestido con la armadura de combate, y encima de ella, una túnica rojiza, y su barba gris bien peinada, y su pelo recogido hacia atrás. Su expresión era tranquila y su voz firme.
—Lord Sean, me conoce, creo. ¿Entienden sus cabecillas esta lengua?
—Mi druida les traducirá a los hombres. —Mi tío habló en la lengua de los bretones. Era. después de todo, la lengua materna de su padre—. ¿Qué queréis, Northwoods? Estamos a vuestras puertas, aquí, estáis en nuestras manos. ¿Habéis entrado en razón finalmente y habéis venido a negociar la seguridad de vuestros hombres? —Había una nota de impaciencia en la voz de Sean. Conor le miró, y después habló en irlandés, en un tono tranquilo.
—Desde luego. —El viento aullaba ahora; Northwoods elevó su voz para cubrir la distancia de la zanja—. He venido a cerrar un acuerdo con vos, Sieteaguas, pero no el que os imagináis. Quiero seguridad para mis hombres, y para todas las familias aquí. Quiero un barco, y creo que me concederéis esto, y aún más.
Sean levantó las cejas.
—No puedo imaginar en qué condiciones se puede llegar a este acuerdo, a menos que estéis dispuestos a abandonar las Islas inmediatamente y volver con vuestros hombres a Bretaña. Necesitaría una garantía firmada y sellada de que Northwoods no reclamará estas costas nunca más. Puedo ser magnánimo si quiero. Un barco está llegando de Harrowfield, capitaneado por mi joven sobrino Fintan. En ese navío, vuestros hombres pueden ser transportados a casa, con, por lo menos, algo de dignidad. Pero ninguno volverá a Bretaña hasta que tenga vuestro juramento de que nunca más pondréis los pies en esta costa. Estas son mis condiciones.
—¡Harrowfield! —Edwin se volvió de lado y escupió en el suelo—. Harrowfield, ¿cuyo señor está ahora entre vuestros hombres, un traidor a su propia gente? No pondría los pies en semejante barco aunque mi vida dependiera de ello.
—Es vuestra elección —le contestó Sean pausadamente—. Aceptad y retiraos con seguridad, rechazadlo y seréis derrotados. Moriréis todos y las Islas serán nuestras otra vez. Poco me importa qué camino elijáis.
Hubo una pausa.
—Creo que vais a encontraros —dijo Northwoods cuidadosamente—, que soy yo el que dictaré las condiciones aquí, y vos el que tendrá que elegir. —Se volvió a sus guardias—. Traedle —ordenó, y se volvió otra vez a Sean—. Tengo aquí algo vuestro, algo que pensabais haber perdido. ¿Me pregunto qué pagaríais para recuperarlo?
Entonces sus hombres subieron las escaleras al puesto de guardia que estaba en un alto, empujando delante de ellos a un prisionero con las manos atadas a la espalda, cuyos ojos cansados estaban, sin embargo, llenos de esperanza y desafío, cuya piel clara mostraba inequívocamente la marca del cuervo.
—¡Santo Dios! —exclamó Snake—. ¡Está vivo!
Yo podía sentir la gran ola de excitación que invadía las fuerzas irlandesas: Está vivo, el hijo de la profecía está vivo, sin un resquicio de duda. Había vuelto, Johnny había vuelto. Después de todo, no lo habían perdido. Esto significaba que ganarían; que tenían que ganar. La profecía así lo decía.
Los ojos grises del jefe brillaban. Estaba incluso más pálido que Johnny y se acercó para colocarse al lado de Sean mirando a la figura atada de su hijo. Él por lo menos había visto, más allá de la euforia, el peligro del momento. Johnny le devolvió la mirada y al encontrarse con la de Bran, asintió levemente. Lo interpreté como Soy el líder. Déjame esto a mí.
—¿Deseáis ofrecerme este prisionero a cambio de un barco y un salvoconducto? —preguntó Sean. Vi cómo su mano agarraba con fuerza la empuñadura de su espada, pero su voz era firme—. No os concederemos ninguna de las dos cosas sin la seguridad de que abandonáis vuestros derechos sobre este territorio, con o sin prisionero. Ésta no es la forma en que negociamos nosotros. Northwoods, creí que nos conocíais mejor.
* * *
Edwin se cruzó de brazos.
—Esto es un farol, lord Sean, Sé quién es este muchacho. Conozco la profecía que impulsa a vuestra gente, la predicción de que Sieteaguas no podrá nunca recuperar este territorio sin el niño del que habla la antigua doctrina; el guerrero que lleva la marca del cuervo, hijo de ambos, Erin y Bretaña. Este es vuestro elegido, Preguntad a vuestros hombres que pasará si le corto el cuello con mi cuchillo. Preguntadles sobre su voluntad de ganar, una vez hayamos derramado su sangre aquí. Sin este muchacho no triunfaréis nunca. Su muerte sería la muerte de vuestras esperanzas, el final de vuestros sueños.
—Su muerte será la vuestra, Northwoods —grito Bran de Harrowfield, que ya no podía contenerse. Habló en lengua inglesa, que era la suya—. No nos juzguéis tan precipitadamente. Haced daño a mi hijo y vuestra suerte estará echada. ¡Se acabarán nuestros largos años de tregua hasta que os borre de la faz de la tierra y a vuestros propios hijos con vos!
Hubo un continuo movimiento entre los hombres. Conor se mantuvo en un silencio inquietante.
—¿Qué dice? —alguien preguntó—. ¿Qué está diciendo el bretón?
Conor se aclaró la garganta.
—Decidnos lo qué queréis, Northwoods. —La voz de Sean sonaba apesadumbrada—. ¿Cuál es el precio que exigís a cambio de la libertad de Johnny?
—El mismo precio que me pedisteis vos. Sieteaguas. —La voz del líder bretón era más tranquila ahora. Tal vez percibía un principio de debilidad en su adversario, tal vez se olía la victoria—. Una retirada completa de vuestras tropas de las Islas y un compromiso firmado de que nunca intentaréis otra invasión de nuevo. Renunciad a todo derecho sobre este territorio. Abandonareis un barco; podréis conservar los otros para transportar las tropas y las de vuestros dudosos aliados lejos de nuestras costas. Yo también puedo ser generoso. En lo que concierne a mi vecino de Harrowfield, haré público su acto de traición por todo Northumbria y más allá. Puede que se encuentre con que su propio territorio es menos seguro de lo que pensaba, a partir de ahora.
—No podemos acceder a semejante petición. —El rostro de Sean estaba tan lúgubre como la muerte, su boca, una dura línea—. Las Islas son nuestras. Nos hemos comprometido a recuperarlas. Acceder a esta propuesta sería una burla a nuestros padres y a sus padres antes que ellos, que cayeron luchando por esta causa. No lo haré.
—¿No? —El tono de Northwoods era, de repente, violento—. Entonces, muy bien. —Desenvainó un cuchillo y lo puso contra la garganta de Johnny. Se oyó un rugido de indignación de los guerreros reunidos alrededor del perímetro de La zanja, y a lo largo de toda la línea se desenvainaron espadas y brillaron las dagas. Aquí y allí, pequeños grupos de hombres se adelantaron, detrás del baluarte llegaron los tintineos de las flechas al colocarlas en los arcos y después tensarlos en preparación.
Me levanté a medias sabiendo que tenía que actuar, aunque todavía insegura.
—¿Ahora? —aventuré mirando de soslayo hacia donde la criatura-búho había estado observando la escena en silencio. Pero en vez de ver sus ojos redondos y burlones, me encontré con una mirada oscura como la noche en una cara tan blanca romo la mía, pero arrugada y vieja y coronada por una melena blanca y desordenada.
—No, Fainne —dijo mi abuela con una voz suave y dulce que hizo que me tambaleara—. Ahora no. Esto es demasiado interesante como para interrumpirlo. ¿No te encanta cuando los hombres se pelean? Te diré cuando intervenir. No hasta el final de todo, niña.
No podía dejar de temblar; me tenía hipnotizada con su mirada, como el cazador que somete a su presa y el terror le impide huir. Después de toda la panoplia, el viento, las nubes, las voces funestas, al final se había deslizado hasta mí sigilosamente, de manera tan sutil como una sombra.
—¿Dónde está el amuleto? —siseó de repente—. ¿Qué has hecho con él? Me lo prometiste. Me prometiste que nunca te lo quitarías. Me has mentido, Fainne. ¿Cómo puedo saber que no me traicionarás ahora al final? —Y me pareció que crecía más grande, más oscura, y ya no era una vieja loca, sino una gran reina, misteriosa y poderosa. No era de extrañar que los Fomhóire hubieran desaparecido, de alguna manera.
—No te traicionaré, abuela. —Aunque no me quedara ni una brizna de mis poderes, todavía era la hija de mi padre, bien disciplinada para controlarme. Mantuve mi voz firme, mi mirada tranquila—. Me temo que el amuleto se ha perdido. Estaba escondida en los acantilados y se cayó al mar. Pero ya no lo necesito. Estás aquí a mi lado, después de todo. ¿Me ayudarás cuando llegue el momento? —Incluso logré sonreír, aunque en mi interior estaba muerta de miedo.
—¿Por qué necesitarías ayuda?
—Shhhh, ahora. Hay movimiento.
Abajo, cerca de la zanja, pasaban cosas. Sean y sus líderes habían formado un grupo compacto y estaban debatiendo. En cuan lo a los guerreros, estaban haciendo mucho ruido, el significado de las palabras del líder británico se había extendido entre ellos y estaban furiosos. A lo largo del borde de la zanja, Snake estaba desplegando apresuradamente a los soldados de Inis Eala para evitar cualquier incursión prematura hacia el otro bando, cualquier acto suicida de heroísmo. Sólo un ataque violento masivo podría penetrar semejante defensa, con su borde superior lleno de arqueros. Gareth estaba ahí fuera reteniéndoles y lo mismo hacía Corentin y los más viejos, Wolf y Rat y muchos otros. Arriba, en el extremo sur, donde los baluartes de tierra se convertían en puros acantilados, en la última barrera defensiva, me pareció ver a Darragh, cuchillo en mano colocándose entre ellos.
Me volví rápidamente hacia la abuela.
—¡Qué dilema! —dijo con una sonrisa—. Sieteaguas no puede ganar, tome la decisión que tome. Si matan al chico, perderán: está en la profecía. Si negocian por su vida, deberán retirarse. El honor lo exige.
—Me parece a mí —le dije mientras les miraba debatir, mientras veía a Finbar mirando hacia Johnny, donde estaba balanceándose ligeramente en la torre, tan pálido como la muerte—, que sea lo que sea lo que decidan, tendrán problemas para retener a sus hombres. Johnny espera gran lealtad. Esos hombres harían cualquier cosa por él.
Y como si hubiera tenido la misma idea, Finbar se acercó ahora a mi tío Sean y empezó a hablarle quedamente. Un extraño silencio se extendió sobre la multitud; cuando Finbar acabó, estaban todos callados. Incluso el viento había amainado.
Sean de Sieteaguas se puso firme y miró de nuevo a su viejo enemigo.
—Tenemos una contra-propuesta —dijo.
—Habéis oído mis condiciones —gruñó Edwin de Northwoods—. Yo no he hablado de negociar.
—Escuchadme por lo menos —dijo Sean—. Nos habéis dicho que todo depende de la profecía. Esto es verdad porque este lugar es el verdadero corazón de nuestra fe. No es un simple lugar para nosotros, sino un símbolo de nuestro vínculo con la tierra misma. No puedo pretender que lo entendáis, pero creo que sabéis lo que significa para estos hombres. Estratégicamente vuestra posición es verdaderamente débil, tan débil que sin este rehén tan conveniente hubierais sido derrotados antes del anochecer. Creo que sabéis esto, lord Edwin, porque no sois estúpido. Sabéis que si este hombre se pierde mis fuerzas no pueden triunfar aquí. Hoy pueden atacar vuestra fortaleza y degollar a todo bretón dentro de ella, pero no sería una victoria. Sin el hijo de la profecía, sin su intervención, esta disputa no puede acabar.
—¿Entonces? —la mirada de Edwin era inquisitiva. Tal vez adivinaba lo que venía.
—Entonces, preguntádselo. Preguntadle a Johnny, que es heredero de Sieteaguas y al mismo tiempo de vuestro propio linaje, cuál debe ser la decisión. Dejad que decida él. Él es nuestro verdadero líder. Los hombres aceptarán su elección.
Y cuando Conor lo tradujo, esta vez un grito de aclamación vino de los irlandeses e hizo que la tierra retumbara con toda su fuerza.
—Sarta de imbéciles —murmuró mi abuela—. Arriesgarlo todo por eso. El chico por su aspecto parece medio muerto. Ni siquiera se puede tener en pie. Y además ¿qué tipo de elección es ésta? No creo que elija que le maten. Menos mal que estás aquí, Fainne, para hacer esto por mí o se me podría ir todo de las manos otra vez. Y no podemos dejar que esto suceda, ¿verdad?
—No. abuela.
Ahora Edwin hablaba con su prisionero y Johnny le contestaba. El bretón tenía poco que decir sobre esta cuestión, e imagino que lo sabía. Tenía sólo una baza, y a lo máximo que podía pretender era un salvoconducto para irse y, quizá, una oportunidad para volver más adelante. Edwin era un soldado veterano. Tal vez en su interior sabía que, si asesinaba a Johnny, serían todos hombres muertos.
Johnny dio un paso adelante y miró hacia la gente allí reunida. Se hizo un profundo silencio.
—Esto no se puede decidir de esta manera. —Su voz era firme, aunque débil; le debió costar un gran esfuerzo de voluntad mantenerla bajo control. Su rostro estaba blanco por el agotamiento—. Hombres de Sieteaguas, de Glencarnagh y Sídhe Dubh, hombres de Inis Eala y de Tirconnell. Os propongo que arreglemos esto con un único combate. El ganador se queda con las Islas; el perdedor tiene un salvoconducto a su casa, con el compromiso de no volver jamás. Ya es hora de que acaben las matanzas; que cesen las pérdidas. Ambos bandos se comprometen a aceptar el resultado y respetarlo. Si muero en esta lucha, no habrá brechas en las paredes, aquí, ni matanzas indiscriminadas; una lucha limpia; un final limpio. Si muero, volveréis a Erin y no reclamaréis estas Islas nunca más. —Se volvió hacia Edwin de Northwoods—. Lucharé contra el campeón que elijáis de entre vuestros guerreros. Si gano, aceptaréis la oferta de mi tío y transportareis a vuestros hombres a casa en el navío que mi hermano trae de Harrowfield. Mi padre irá con vos; es vuestro vecino y pariente, y creo que luchó aquí sólo porque pensó que me había perdido. Arreglaréis vuestras diferencias con él. ¿Tengo vuestro asentimiento para esta propuesta?
Edwin se le quedó mirando.
—¿Vos? ¿Luchar contra uno de mis guerreros? Habéis estado un día entero en el mar, estáis herido y… —se paró en seco.
* * *
Johnny le dirigió una leve sonrisa.
—Entonces tenéis una ventaja añadida —dijo tranquilamente.
Y así sucedió que el futuro de las Islas, el desarrollo de la profecía misma, se convirtió en una cosa muy sencilla: el resultado de la lucha entre dos hombres.
Las tropas de Sieteaguas estaban excitadas, alegres. Conocían las hazañas de Johnny con la espada, incluso más, conocían su casi mítico lugar en el orden de las cosas y en sus mentes. No podía fallar. No habían entendido las últimas palabras de Edwin; no habían visto, como yo, al hijo de la profecía, medio ahogado, exhausto, con las costillas rotas y un cuerpo machacado, enviado a pasar la noche, solo, en una celda desnuda. Creían que era más que humano; pero rebosante de valor y bondad como estaba, no era más que un hombre mortal y estaba cansado y herido. Oí a Bran discutiendo acaloradamente con los otros. ¡No puede luchar! ¡Dejadme luchar, dejadme hacer esto! Y a su vez, Conor y Sean y Finbar diciéndole que la profecía tenía que seguir su curso, que la extraña decisión de Johnny, de alguna manera, era la correcta. Parecía que ellos también creían que ganaría, contra todo pronóstico, porque estaba predicho. De todos modos, Snake mantuvo la guardia a lo largo del borde de la zanja; podía confiar que sus propios hombres no romperían filas, quizá, pero vigilaba atentamente a los otros y, en particular, a los hombres le verde.
Mi abuela se reía entre dientes y sonría de oreja a oreja.
—Oh, esto será fácil, Fainne, fácil. Casi es una vergüenza, verdaderamente, un chico tan estupendo, aunque nunca habrá otro Colum de Sieteaguas. De todos modos, este espécimen es bastante sano; buenas espaldas, fuertes piernas. Fainne, ¿me estás escuchando? ¿Qué estas buscando ahí entre la gente? Préstame atención, niña. Debes estar preparada cuando te dé la señal. Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?
—Sí, abuela —susurré con los puños tan apretados que mis uñas se clavaban en las palmas de mis manos.
—¿Tienes el valor para ello?
—Sí, abuela. —Sí, yo tenía el valor. El problema era la magia. No podía sentir su poder en mí, para nada, todavía no; aún estaba tan débil que casi no podía ni tenerme en pie. Y no podía comprobarlo; estábamos las dos apenas ocultas, detrás de unos matorrales bajos y un viejo pedrusco, y no podía dejar que supiera cómo estaba de indefensa. Pronto tendría que salir ahí fuera y esperar a que algo sucediera cuando pronunciara las palabras de un encantamiento.
—¿Segura? —Mi abuela ahora fruncía el ceño y sus ojos de azabache me atravesaban mientras examinaba mi cara.
—Completamente segura —le dije con una voz de lo más firme mientras le devolvía la mirada con ojos que sabía eran la viva imagen de los suyos.
Pensaba que era una locura que Johnny se lo jugara todo en esto, cuando estaba tan debilitado. Pero los hombres confiaban en el juicio de Johnny, y por un momento, parecía que estaban en lo cierto. No debiera sorprenderme, quizás, porque era un hijo de lnis Eala, nacido y educado al son de la espada y la lanza. Era bueno; tan bueno, de hecho, que pronto se hizo evidente que sin la desventaja del cansancio y las magulladuras y una o dos costillas rotas, hubiera vencido a su adversario rápidamente. El propio campeón bretón no carecía ni de fuerza ni de habilidades. Parecía que Northwoods también podía arriesgarse, pues el joven ancho de espaldas que ahora luchaba allí abajo, cauteloso, cambiándose la espada de mano, no era otro que el propio hijo de Edwin, que había estado a su lado, la noche anterior, hablando de cuchillos. La paridad de fuerzas y su simbolismo es lo que otorgaban a este combate el eco de una historia antigua.
Los hombres estaban ahora reunidos en un gran círculo. En un lado, en la zona más alejada de la zanja y la pared, se encontraban los hombres de Erin, y en el otro se reunían los guerreros de Northwoods porque debían estar presentes para proteger a su campeón y garantizar un juego limpio. Los hombres de lnis Eala todavía patrullaban, cautelosos y vigilantes, para asegurarse de que las cosas no se descontrolaran. Fuera cual fuese el acuerdo que los líderes hubieran cerrado, la situación todavía pendía del hilo del cuchillo, y el mínimo fallo de disciplina podía precipitar un baño de sangre. Ayer mismo estos hombres habían estado acuchillándose y golpeándose y gritando con el áspero lenguaje de la guerra. Era un milagro que estuvieran tan cerca, ahora, unos de otros y con las armas enfundadas. Así los hombres de Johnny se paseaban alrededor de la gente, con las manos en las empuñaduras de sus dagas y la mirada atenta. Y en el centro del espacio abierto, alrededor del cual se amontonaba la multitud, los jóvenes guerreros seguían luchando. Usaban sus pesadas espadas con las dos manos, blandiendo y esquivando, las armas silbando en el aire, sus propios gruñidos y jadeos, un contrapunto a la funesta música. Sin escudos; esto era una lucha directa y brutal y no podía durar demasiado, Johnny se estaba cansando. Podía ver cómo se tambaleaba luchando por mantener el equilibrio. Podía ver un cambio en su mirada gris, como si sintiera la muerte cercana. Si perdía esto, desde luego, lo perdía todo.
El hijo de Edwin estaba sangrando de una herida profunda en la espalda y un corte en el muslo. Su rostro estaba enrojecido por el esfuerzo y reluciente de sudor, Johnny estaba tan pálido como la muerte: sentí una sombra sobre él y me preparé para lo peor. Llegaría pronto un momento en que se quedaría clavado en el suelo con el arma del otro hombre en su garganta y yo tendría que salir corriendo y… y…
El hijo de Edwin se abalanzó con la espada, y esta vez el equilibrio de Johnny no fue perfecto. Su pie resbaló; se tambaleó un momento y el arma de su oponente le rebanó el costado, rasgando a través de la tela y de la carne. Los ojos de Johnny se abrieron un poco; su boca se abrió y se cerró. El hijo de Edwin retrocedió un paso; agarró su espada de nuevo y se preparó para el golpe final. Johnny avanzó, se giró y levantó su pie para golpear en la mano del otro hombre y desposeerle del arma. La pesada espada voló por los aires mientras la multitud gritaba asombrada al unísono. Un momento después, el bretón estaba tumbado en el suelo con Johnny encima de él y la punta de su espada a un dedo de la garganta del otro hombre. Johnny iba de negro; pero podía ver cómo fluía libremente la sangre del gran tajo, que el hijo de Edwin le había abierto, y cómo el rostro de mi primo palideció aún más, mientras el sol se asomaba por encima de las nubes para iluminar la escena con un siniestro resplandor.
Por un momento Johnny se mantuvo inmóvil y la multitud se quedó silenciosa, esperando. Los líderes estaban juntos en un grupo. Sean, Conor y Eamonn, con Bran de Harrowfield, no muy lejos; mis ojos buscaron a Finbar y lo encontraron extrañamente, solo, en el extremo más alejado del círculo. Aunque oculta y fuera de la vista, parecía que me estuviera mirando directamente; y aún más extrañamente, me pareció oír lo que estaba en su mente.
Ahora sería un buen momento. Te ayudaremos.
—Ahora sería un buen momento —murmuré—. ¿No crees?
—Shhhh —siseó la abuela. Repentinamente malhumorada—. ¿Qué está diciendo?
Los ojos de Johnny eran pozos oscuros; su boca torcida con un rictus severo. Miró hacia su padre y a Sean. Miró en la distancia el rostro ceniciento de Edwin de Northwoods.
—¿Se supone que esto es una lucha a muerte? —preguntó educadamente con la voz de un hombre que está a punto de desmayarse.
Hubo un rugido de la multitud y después, silencio. Me parecía que cualquiera que fuera la respuesta, estábamos en una situación al borde del desastre. Y si había alguien cuyo juicio yo respetaba, ése era Finbar. Me levanté y salí despacio del abrigo del matorral y de la roca, mis brazos a los lados, mi pelo agitado por el viento. La bandera roja, señal de avanzar. Mi corazón golpeaba con fuerza aterrorizado.
Detrás de mí, mi abuela soltó una risita regocijada.
—¡Bien, Fainne, bien! Haz que me enorgullezca de ti, niña.
No me quedaba ni un resquicio de magia. Mis ayudantes del Más Allá se habían ido. Mi abuela estaba aquí mirando. Me adelanté cojeando, desarmada, una chica con un traje a rayas y un chal de seda, con un juguete de infancia en el cinturón y un gran ejército de temibles guerreros que se abrió murmurando para dejarme pasar. Por qué, no sabría decirlo. Quizá fuera sólo la sorpresa de que una figura tan distinta apareciera aquí, en esta isla solitaria, en medio de tan graves y peligrosos acontecimientos. Algunos, tal vez, pensaron que yo misma era una criatura del Más Allá. Un pesado silencio cayó al aproximarme al espacio abierto donde los dos guerreros todavía se mantenían inmóviles.
La sangre ahora chorreaba en la tierra a su alrededor, la sangre mezclada de dos razas.
Sigue ahora, la voz de mi abuela parecía murmurar. Miré sobre mi espalda; estaba justo detrás de mí ahora, con manto y capucha negros y se detuvo detrás de la gente, mirando todos mis movimientos. Acábalo. Acaba con él. Está medio muerto ya. Un asunto sencillo. Rápido, ahora, antes de que con sus últimas fuerzas atraviese con esa espada el cuello del bretón. Rápido, ahora. Están mirando. Están todos mirando. Quiero ver las miradas en sus rostros cuando el hijo de la profecía se ahogue en la sangre de su sangre. Hazlo, Fainne. Hazlo por mí y por toda nuestra gente.
No estaba tan lejos de donde Johnny esperaba. Diez pasos, quizá. Mucho puede pasar en diez pasos. Levanté la mirada y observé a mí alrededor: vi la mirada asombrada de mi tío Sean, la expresión horrorizada de Eamonn, la incipiente comprensión en las serias facciones de Conor. Vi el asentimiento y la aprobación de Finbar. Vi la confusión y duda en los rostros de los bretones y los irlandeses, por igual. Y más allá del círculo, vi a otros de pie, esperando en silencio, sus extraños ojos intensos y penetrantes: una mujer más alta que cualquier mortal, pálida como la nieve en primavera, con una sedosa y oscura melena; un hombre coronado con llamas, cuyo ropaje flotaba alrededor de su majestuosa figura como una cortina de fuego viviente. Y había otros, muchos otros, seres con bucles en cascada, como algas en agua de río, y la tez translúcida como el cristal; hermosas criaturas, ataviadas con plumas y frutos, con hierbas y hojas, líquenes y cortezas y suaves musgos. Cada una de ellas era más alta de lo que se pudiera imaginar, y cada una de ellas me estaba mirando a mí. Es la hora, parecían decir, aunque, quizá sólo yo podía ver, sólo yo podía oírlas. Por fin es la hora. El Pueblo de las Hadas había llegado, ahora, al final. Pero no me iban a ayudar. Debía hacer esto yo sola.
Sigue, Fainne —la voz de mi abuela me alentó—. Rápido, ahora. Sólo hay una forma de ponerle fin a esto. Mata al chico. ¡Dale prisa, niña!
Di otro paso, y otro. Estaba a medio camino. Entonces hubo un grito, en la lengua de los bretones:
—¡Es una trampa! ¡Parad a la chica! —Oí una especie de silbido en el aire, detrás de mí, y un grito sofocado general; oí a alguien corriendo hacia mí y me empujaron bruscamente a un lado, caí al suelo, con algo pesado encima de mí. Hubo un rugido de voces, y el sonido de armas desenfundándose, y la voz de mi tío Sean gritando:
—¡No! ¡Conservad la calma! ¡Conteneos!
Conseguí levantarme, deshaciéndome del peso muerto que me lo impedía. Había sangre en mi traje, mucha sangre: las faldas rosas de Riona estaban manchadas de rojo. Un hombre yacía a mis pies. Y era su sangre la que me empapaba porque una delgada lanza había atravesado su pecho, su afilada punta ahora sobresalía de su cuerpo y enganchaba mi falda. El hombre se estaba asfixiando. Un rojo río manaba de su boca y de su nariz y se derramaba sobre su túnica verde. Cuando me agaché para tocar su frente y para retirar el mechón de pelo castaño que caía en sus ojos agonizantes, articuló una palabra que podía haber sido mi nombre y se desplomó en el suelo sin vida, Eamonn había sido la persona que, actuando impulsivamente y para salvar mi vida. Contra todo pronóstico, había muerto como un héroe. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No tiene que haber más de esto. No más sangre. No más muerte. Tiene que parar. Yo tenía que detenerlo.
—¡Detente! —gritó Snake—. No puedes hacer nada aquí.
—Tenemos que seguir las reglas. —Era la voz de Edwin la que hablaba ahora—. ¡Mantened la disciplina! ¡Tenemos un acuerdo y lo cumpliremos!
—¡Escuchad a lord Edwin! ¡Mantened las posiciones! ¡Deteneos! —Ése era Sean de Sieteaguas, cuyos hombres ahora eran los que más clamaban pidiendo sangre: porque era una lanza bretona la que había matado a Eamonn de Glencarnagh, aunque estaba dirigida a mí. Parecía sólo cuestión de segundos antes de que estos guerreros, sedientos de venganza, arrollaran la guardia organizada por Snake y sus hombres, y se acuchillaran de nuevo, luchando y matando hasta que todo la isla fuera un baño de sangre.
Un círculo. Un círculo de protección. Esto era lo que necesitaba. Tenía que ser fuego, porque el fuego era fácil y asustaba lo suficiente a la gente para alejarles. Alcé mis brazos y pronuncié las palabras de un encantamiento y giré en redondo sobre mí misma. Sabía, mientras seguía los pasos, que todavía no tenía la fuerza, ni siquiera para este truco sencillo; lo máximo que podía conseguir era un cosquilleo en las yemas de los dedos, demasiado débil pan provocar una sola chispa. Sin embargo, cuando me volví y señale con el dedo, unas llamas surgieron en la dirección de mi mano extendida, de modo que Johnny y el joven bretón y yo misma estábamos rodeados por un anillo de fuego de tres palmos, y con calor suficiente para alejar a los hombres. Por el momento estábamos a salvo. Del otro lado del círculo, ahora estaba Finbar, con su brazo extendido y su gran ala blanca desplegada, y del lado opuesto. Conor, el gran druida, hacía lo mismo, los brazos totalmente extendidos con las palmas abiertas en un gesto de poder, el círculo de llamas iba de él a su hermano y de vuelta otra vez. Es útil a veces tener druidas en la familia.
En el linde del círculo mí abuela esperaba, todavía. Una figura menuda, oscura, y ahora silenciosa mientras yo me acercaba a Johnny. Incluso entonces, cuando llegué a él, no estaba segura de lo que iba a decir o cómo podía cambiar las cosas sin la magia. Pero estaban todos esperando; los guerreros, el vidente y el druida, los líderes de Bretaña y Erin. En un alto, detrás de los hombres, muchas pequeñas criaturas estaban ahora reunidas: la criatura-búho, una roca cubierta de musgo con agujeros por ojos, un pequeño matorral con follaje en forma de dedos, una liebre, un reyezuelo y una cosa como agua en la forma de un niño. Y todo alrededor, detrás de nosotros, el propio Pueblo de las Hadas, guardianes de los secretos de la tierra, poseedores de los misterios de nuestra fe; incluso ellos aguantaban la respiración, esperando mis palabras.
Pero yo no tenía magia. Era sólo una chica y un pobre ejemplo de ello. No tenía bondad o nobleza. No podía inspirar a los hombres como hizo Johnny. No podía seducir criaturas salvajes como podía Darragh. No sabía cómo curar a un hombre sangrando de una herida profunda, no sabía nadar o bailar. Sin la magia, no era nada.
Utiliza lo que ya está allí, me habían dicho los Fomhóire: la magia natural de la tierra y el agua, el aire y el fuego. Magia druida. Utilízala. En el momento en que llegué al lado de Johnny, el cielo empezó a oscurecerse. Era plena mañana; las nubes se habían dispersado tan rápidamente como se habían agrupado. Y el cielo estaba limpio. Pero ahora el resplandor del sol empezó a apagarse y un ocaso siniestro cayó sobre el paisaje, como si el día se convirtiera en una extraña noche. Los hombres empezaron a murmurar, incómodos: algunos hacían signos en el aire delante de ellos.
—¡Rápido, Fainne! ¿Dónde está tu fuerza, niña? ¡Continúa con ello! —Mi abuela se estaba impacientando.
Me hubiera asustado yo misma de esa extraña oscuridad si otras cosas no me hubieran llevado ya casi a perder el juicio por el terror: la sangre de Eamonn, la voz de mi abuela, mi propia terrible debilidad. Concéntrate. Control. Pensé en mi padre y en todo lo que le debía, y me arrodillé al lado del bretón, donde yacía tumbado de modo que Johnny no podía acabar con él sin atentar contra mi vida.
—¡Fainne! ¿Qué estás haciendo? —siseó mi primo. Ahora que estaba cerca, podía ver cómo temblaban sus manos. Pronto sería incapaz de sostener el peso de la espada. En cuanto al bretón, estaba desencajado y yacía en un charco de sangre. El cielo se oscureció, y el anillo de fuego brillaba en la siniestra penumbra de la mañana. Las palabras me vinieron, finalmente.
—¡Soy Fainne de Kerry, hija del hechicero Ciarán! —pronuncié con una voz tan solemne e importante como pude. Esto tiene que ser rápido o estos dos hombres se desangrarán hasta morir y nada tendrá sentido—. Provengo de un linaje de magos. He venido a ordenaros que abandonéis las armas y este sitio para siempre. Ved cómo se oscurece el cielo; es una señal de aviso para vosotros, todos. Ya ha habido suficiente sangre derramada aquí; suficiente pérdida de vida joven durante varias generaciones. El hijo de la profecía vive y ha vuelto. Y la búsqueda del Pueblo de las Hadas llega a su final. Nuestros hijos están aquí heridos, cerca de la muerte. Su sangre empapa la misma tierra que os divide. ¿Los perderíais a ambos en vuestra ansia de poder? ¡Retroceded, salvaos a vosotros mismos y no luchéis más! —Levanté la mirada. De verdad parecía que una sombra del Más Allá tapara la luz del sol; era suficiente para hacer que mi corazón se encogiera de miedo. Desde el linde del círculo en llamas podía oír una voz. Me pareció que era la de Corentin, traduciendo mis palabras a la lengua bretona para que todos los hombres de allí pudieran entenderla. Y ahora los guerreros agrupados estaban empezando a mirar detrás de ellos nerviosamente, sus ojos deslizándose hasta esas altas y misteriosas figuras que observaban en silencio; cuya mirada parecía antigua y sabia, bajo el extraño y oscuro cielo—. El sol esconde su rostro —continué. A mi lado, Johnny había retirado su espada de la garganta del bretón; los dos me miraban extrañados—. ¡Debéis abandonar este lugar porque os digo palabras verdaderas cuando afirmo que ningún hombre puede vivir aquí después de mañana; quedarse en estas costas es medir vuestra vida en el lapso de un simple recorrido del sol desde su extremo oriental hasta el océano occidental! —Las palabras parecían fluir de mí, ahora, sin haberlas convocado; es más, yo misma apenas las entendía—. Las Islas son el Último Lugar, no son para las manos ansiosas de los humanos; ni los bretones ni los hombres de Ulster, ni los vikingos ni los pict las poseerán desde hoy en adelante, porque desparecerán en las nieblas de los márgenes, y sólo se revelarán a los viajeros del espíritu. ¡Venid, hombres de Erin, hombres de Northumbria, oídme ahora! Esta larga disputa se ha terminado.
El cielo se ennegreció todavía más, casi como si fuera de noche. El sol se había oscurecido, un simple hilo de oro, su centro oculto por unas sombras malignas. La extraña luz confería a mis palabras un poder más allá de lo corriente y, ahora, alrededor del círculo, los hombres murmuraban y susurraban, y algunos gritaban aterrorizados, o invocaban a algún u otro dios para salvarles. Unos pocos estaban ya separándose de la multitud y dirigiéndose a los barcos.
—La chica sólo dice la verdad. —Mi corazón latió con fuerza al oír la voz de lady Oonagh. Se retiró el manto oscuro y se adelantó hasta llegar al linde del círculo de fuego, las llamas lamiendo el borde de su vestido, pero sin llegar a prenderse. Parecía impermeable a su calor. No presentaba su imagen de anciana, ahora, sino el aspecto de una alta y bella señora con la piel blanca, pelo caoba, voz dulce y fuerte como el campo recién segado—. La retirada es vuestra única elección, pobres e ingenuos guerreros humanos, ha sido todo para nada, todas esas muertes, todas esas pérdidas; inútiles. La profecía nunca se cumplirá, no era más que incoherencias de un viejo druida sin juicio y senil. ¡No hay ganadores aquí, excepto los de mi especie: yo, lady Oonagh y mi nieta Fainne, que se muestra ahora en su verdadera esencia, una hechicera tan poderosa como yo!
Se volvió hacia mí, y mientras hablaba, vi a mi tío Sean mirándome, horrorizado; y Bran de Harrowfield, con el rostro lúgubre, entrando en el círculo de llamas sin temer el riesgo y a Gull y Snake uno a cada lado deteniéndole. Nadie cruzaría esta barrera excepto alguien con más poder en la magia que los que la hicieron.
—¡Ahora, Fainne! —Mi abuela rió entre dientes con regocijo—. ¡Ahora, haz lo que planeamos, mata al chico; acaba con estos advenedizos y sus maestros del Más Allá! ¡Acaba esta farsa sobre una profecía aquí y ahora! —Incluso ahora mi primo se tambalea de debilidad. Sus dedos ya no podían sujetar el arma—. ¡Haz lo que me prometiste y acaba con él!
Había gritos de indignación de la multitud; oí a Bran gritar:
—¡No! —Y sentí la rabia y la frustración de los hombres que nos rodeaban, tanto por parte de los bretones como de los del Ulster. Sin embargo, nadie podía atravesar la barrera mientras durara: la justicia estaba en mis manos. Miré hacia arriba y sentí una profunda pena al ver a esos hombres que me habían tratado con respeto y amistad, ahora contemplándome como si fuera una criatura demasiado horrible para sus ojos. Gareth, Corentin, Gull y Snake, incluso mi tío Sean, me miraron conmocionados y con odio. Quizá no era más que lo que merecía.
Johnny había caído de rodillas; apretaba su mano contra su costado, los dedos manchados de la sangre que manaba. El hijo de Edwin yacía boca arriba, los ojos abiertos y respirando con dificultad.
—¡Rápido, niña! —me siseó la hechicera—. ¡Utiliza tu habilidad! O usa la espada si tienes que hacerlo. ¡Hazlo! Tengo que verle morir por tu mano.
—Lo siento, abuela —dije educadamente con mi voz temblorosa como una hoja de otoño—. No creo que pueda hacer esto.
Vi su semblante alterarse; me estremecí por la expresión de sus ojos. Con una mirada semejante una hechicera puede convertir a un pobre mortal en piedra, de puro terror. Detrás de mi abuela, podía ver a Conor, todavía manteniendo sus brazos extendidos, todavía manteniendo el círculo de protección. Aunque fuera impermeable al fuego, lady Oonagh no podía moverse dentro de este espacio encantado, todavía no; incluso ahora luchaba por penetrar, su frente arrugada de furia. Quizás una fuerza mayor que la de cualquiera de nosotros la retuviera.
—¿Qué? —gritó. El cielo permaneció oscuro: se levantó el viento de nuevo. Un viento quejumbroso y siniestro sacudía sus faldas a su alrededor. Extrañas sobras se extendieron en el suelo rodeándola, y parecía enorme y amenazadora. Sus ojos eran dos hendiduras en rostro lívido; sus labios, rojos sangre; y sus dientes como pequeños cuchillos afilados. A su izquierda y a su derecha, el círculo de llamas empezó a oscilar y se apagó.
—¡Aguanta, hermano! —gritó Conor. Sus manos estaban temblando; detrás de mí oí el grito quedo de pena y miedo de Finbar. Estaba haciendo lo posible para romperlo y era fuerte. El druida y el vidente, después de todo, no eran más que hombres mortales. Si no estuviera tan débil, si tuviera una fracción de mi verdadero poder.
—¿Quieres desafiarme, niña? ¿Tú, una chiquilla con una educación hecha a la ligera y una cabeza de chorlito por madre, tú, con estúpidas nociones de amor y lealtad? O tienes muy poca memoria o me crees excepcionalmente estúpida.
Y entonces se volvió mirando hacia fuera, mirando a la línea de zanjas y muros de tierra, al sitio donde las fortificaciones daban lugar a la cara sur de los acantilados vertiginosos. Aquí pequeños pájaros anidaban y pequeñas plantas se aferraban. Aquí no había salientes protegidos, suficientemente anchos para que un hombre o una mujer descansaran: no había sitios seguros en la superficie escarpada. En su lugar, el terreno se elevaba suavemente y se detenía, y allí, lejos, muy lejos, abajo estaba el mar. Snake había apostado a sus hombres por todo el camino de la colina, para evitar incursiones prematuras en la zanja y sobre el muro de tierra; los había desplegado hasta arriba, hasta el final abrupto. ¿Y quién mejor para colocarse en el sitio más lejano, el sitio considerado más fácil de proteger, donde el terreno ondulado pasaba a la nada, que un nómada que no tenía por qué pretender ser un guerrero de ninguna de las maneras?
—¡Ahora! —respiró lady Oonagh—. ¡Ahora, oh, ahora, vas a hacer lo que te ordeno! ¡Porque esto seguramente no podrás soportarlo!
La atención de Darragh se había desviado de su obligación; estaba observando una bandada de pájaros mientras le sobrevolaba en una ordenada formación, quizás en busca de la primavera. Mientras miraba, todo mi cuerpo se heló de terror, la hechicera envió el viento delante de ella hacia la colina y los hombres tropezaron y se cayeron de rodillas empujados por su fuerza. El vendaval cogió a Darragh desprevenido, echando su cabellera hacia atrás, arrancándole su capa y lanzándola al aire en espiral. Se tambaleó a un lado, intentando aferrarse a una roca, a un matorral, a cualquier cosa a la que pudiera asirse. Pero no había nada a lo que sujetarse y la violenta galerna le llevó para atrás y por encima del montículo, sus pies tropezando cada vez, más cerca donde el terreno desaparecía y el gran espacio se abría sobre el mar. Ahora los hombres corrían hacía él, con el viento a su espalda, pero despacio, demasiado despacio. Gareth, el de los hombros anchos, Corentin, el del pelo moreno, gritando: ¡Aguanta, estamos llegando! Estaba claro que no podían alcanzarle a tiempo.
—¡Ahora! —gritó lady Oonagh con sus ojos oscuros clavados en mí. Su boca en una mueca despectiva y cruel tan salvaje como una comadreja—. ¡Hazlo! ¡Hazlo, mata al chico o mira cómo muere tu pequeño calderero! ¡Haz lo que te ordeno, maldita sea! ¡Hazlo o mira cómo muere!
Johnny estaba arrodillado a mi lado. Sus firmes ojos grises me miraban. Vi el reconocimiento de la muerte en ellos, pero no el miedo. Si alguna vez hubo alguien nacido para ser el hijo de la profecía, era este hombre, un modelo de valor y dignidad. Sin él la gente de Sieteaguas iría a la deriva, una vez más sin tener una meta, con su camino de nuevo en la oscuridad. Sin él, nada tendría ningún sentido.
—No puedo —susurré, y aprendí lo que se siente cuando tu corazón se parte.
Conocía un encantamiento. Un pequeño encantamiento que dominé bien antes de dejar de ser una niña, y aprender lo que es el amor. Para, cae. Ahora suavemente hacia abajo. Una vez que conocí este truco, nunca rompí la bola de cristal. Hoy, no tenía magia.
No necesitaba mirar. Con los ojos apretados, con las dos manos sobre mi cara lo vi todo. Vi la furia desatada en los ojos de la hechicera, una luz maldita de pura maldad. Vi el viento levantar a Darragh como si fuera más ligero que una hoja de otoño, vi la manera cruel en que lady Oonagh lo sostuvo balanceándole un momento, justo allí, en el borde, provocándome, atormentándome, como si incluso, ahora, un grito, una palabra, un grito sofocado me lo pudiera devolver, con sólo pronunciarlo. Y vi cómo, al final, el viajero convertía su largo y último descenso al olvido en algo tan bello y maravilloso, en algo tan hermoso como las notas finales del lamento de una gaita. Porque no se cayó, sino que su cuerpo giró en el aire, sus brazos a los lados, se zambulló de cabeza, rápido y recto como una golondrina, abajo, y más abajo aún, hasta el abrazo despiadado del mar gélido, abajo, hasta las rocas afiladas y la espuma blanca de las olas.