Capítulo XIII
Una y otra vez, se ejercitaron tanto con la barca como los nadadores en la corriente. Ahora, mientras se lanzaban por la borda del curragh y se sumergían en las heladas aguas, Darragh también estaba con ellos. Probaban aquellas maniobras de día y también de noche, después de haber colocado la linterna en la proa. Empezaron a hacerlo vistiendo máscaras y prendas negras y adherentes que los cubrían desde el cuello hasta las muñecas y los tobillos, y que los hacían parecer criaturas acuáticas, extraños hijos del mismo Manannan. Lo hacían también a la luz de la luna, sin linterna; después oía sus risas al subir los escalones volviendo a la bahía. Parecía que no conocieran el miedo, un grupo de amigos unidos por una inquebrantable confianza recíproca y en sí mismos. La rapidez con la que Darragh se había convertido en uno de ellos me preocupaba. Y no era sólo el temor por su seguridad lo que me provocaba mis noches de insomnio. Era algo que me avergonzaba admitir incluso a mí misma. Él era mío, y no quería compartirlo con nadie más. No quería que cambiara, que se convirtiera en un hombre duro y despiadado como el resto de aquellos guerreros. A veces, lo único que hacía que siguiera adelante era la imagen de Darragh trotando tranquilo sobre su magnífico poni blanco a lo largo de una senda inundada por el sol y flanqueada por serbales, con su sonrisa ladeada en el rostro. Si perdía aquello, ¿qué me quedaría?
Luego Coll enfermó. Un día le vino un ligero dolor de cabeza, nada grave, pero suficiente para empujarlo a quejarse más de lo habitual por la concentración necesaria para sus tareas. Al día siguiente lo golpeó la fiebre, y no pudo abandonar la cama. Yo no fui a verle. Me quedé en mi escritorio, atareada con pluma y tinta en anotar las propiedades médicas de una hierba llamada escrofularia, comúnmente conocida como castañuela. No hablé con nadie.
Liadan no se presentó a cenar, y tampoco Gull. El Jefe estaba muy silencioso, pero eso no era nada insólito. También Johnny estaba bastante taciturno, y tenía la impresión de que me controlaba.
—El chico lo está pasando mal —murmuró Biddy—. Quema como el fuego de un herrero, y farfulla cosas incomprensibles.
Me fui pronto a la choza donde dormía, pensando que si no hubiera sido por mí aquel chico seguiría gozando de buena salud. Era culpa mía. ¿Cómo podía olvidarlo? ¿Cómo podía permitirme a mi misma tener amigos? ¿Cómo podía ser tan estúpida como para creer que mi abuela me dejaría en paz, aunque sólo fuera por un instante? Acababa de encender la lámpara cuando alguien vino a llamarme. Me esperaban en la enfermería; Liadan, sentada en la cabecera del hijo que yacía en el lecho empapado de sudor, delirante e incapaz de evitar mover continuamente la cabecita de un lado a otro, el Jefe y Johnny a su lado, silenciosos, con caras lúgubres.
Soy la hija de un mago, me recordé a mí misma mientras me dirigía hacia ellos. No podía ayudarles demasiado.
—Siento mucho que Coll esté enfermo —dije con toda la calma posible—. Espero que se trate sólo de un resfriado primaveral y que se recupere pronto. —Puse las manos a la espalda para detener los temblores.
—Siéntate, Fainne. —La voz de Liadan había perdido el calor que tenía en nuestro último encuentro. Cuando me puse al otro lado de la cama del chico vi que sus ojos estaban rojos e hinchados, y los labios tensos. La expresión del Jefe era alarmantemente furibunda, y la de Johnny cauta, como si estuviera sopesando los términos de un dilema.
—Creo que ya sabes porque te hemos llamado —dijo Liadan mientras estrujaba un trapo húmedo y lo utilizaba para refrescar la frente ardiente de Coll.
—Quizá sea mejor que tú me lo digas. —Conseguí mantener la voz bajo control, a pesar de mi corazón desbocado. Entonces fue el Jefe el que habló en voz muy baja, una voz que podía infundir miedo en los hombres.
—Mi mujer dice que es muy poco probable que una fiebre así, que alcanza una temperatura tan alta en tan poco tiempo, sea contraída sin una… intervención externa. —Su tono era interrogativo, pero yo no respondí—. Si mi hijo muere, el responsable no quedará impune.
—Ayer Coll estaba bien —añadió Liadan, y ahora su voz fue cortante—. Corrió por todos lados, se metió entre los pies de todo el mundo y no tuvo ningún síntoma. No hay ningún motivo por el que ahora tenga que estar tan mal. La fiebre no responde a las curas a base de hierbas como debería; quema como si estuviera entre las fauces de un dragón. Si la fiebre no desciende rápido, no conseguirá superarlo. Fainne, ¿has sido tú quien le ha hecho esto?
Me asusté. A pesar de que esperaba ser inculpada, no me imaginaba que fuera de un modo tan directo.
—No, tía Liadan. —¿Era mi imaginación, o mis palabras no sonaban a ciertas? De hecho, no había sido yo; no le había lanzado ningún hechizo al niño, nunca habría pensado siquiera en hacer algo así, aunque la abuela me hubiera obligado; aunque hubiera sido amenazada con los más horribles castigos. Coll era un niño pequeño. Nunca le habría hecho daño. Pero era culpa mía de todos modos. Si no hubiera sido por mí, mi abuela nunca se habría fijado en su existencia. Nunca se le habría ocurrido hacerle daño. Era una obra tan mía como si hubiera recurrido a mis poderes.
—Nunca he usado la magia desde que he llegado a Inis Eala —afirmé con seguridad—. Es la verdad. Nunca dañaría a Coll. Es mi amigo.
—¿Y ésta no sería precisamente una prueba de voluntad aún más convincente? —preguntó Johnny con cautela—. ¿Una demostración de fuerza? ¿Dañar a un amigo, y no a un enemigo?
Lo miré.
—No hay nada mal en mi voluntad —susurré, sorprendida de que se hubiera acercado tanto a la verdad—. No necesito demostrarla dañando a niños. —En aquel momento sentí un gélido horror apoderarse de mí, ya que también estaba Maeve, y el incendio. Hacer daño a los niños era algo que una bruja podría hacer sin la más mínima duda, y yo era una bruja, escondí la cabeza entre las manos, así no podían verme la cara.
—Míranos, Fainne.
No se podía desobedecer al Jefe. Alcé la vista. Parecía un juez que ya hubiera decidido tu culpabilidad sin siquiera escuchar los testimonios. Aquello me dolía. No quería ser juzgada de aquel modo por aquella gente, mi gente.
—No he sido yo —dije en voz baja, poniéndome de pie—, es la verdad. Quizás es sólo una fiebre pasajera. Quizá Coll se cure pronto. Puedo ayudaros a curarlo, si queréis. Puedo…
—No quieto que le acerques a mi hijo. La voz de Liadan era severa, dura. —He visto lo que ha pasado en Sieteaguas; no quiero creer que tú eres la responsable, pero sé que si quieres puedes desencadenar un incendio. Sé que Ciarán le ha permitido a su madre… influenciarte. No hay que asombrarse de que en tus manos Eamonn haya sido arcilla que moldear. No hay que asombrarse de que tu chico deseara tan desesperadamente llevarte lejos. Porque conoce muy bien el mal con el que puedes golpear.
Sus palabras me angustiaron. No mucho tiempo antes la había oído hablarme con afecto, con las palabras de una madre. Y en poco tiempo mi abuela había conseguido transformar aquel sentimiento en la más acérrima hostilidad.
—No he sido yo —repliqué sintiendo las lágrimas que no podía derramar inundarme la cabeza y presionar contra los ojos—. ¡Es la verdad! ¡Lo juro!
—Será mejor que te vayas a tu cabaña hasta que decidimos qué hacer. —El Jefe había hablado con calma, pero no se me había escapado la mirada de sus ojos mientras observaba a su hijito. Quizá, después de todo, le permitiremos a Darragh que te acompañe a casa. Después de esto no puedes quedarte entre nosotros.
—¡Pero no tenéis ninguna prueba! ¡No es justo! ¡No podéis echarme, no podéis! ¿Johnny? Es imposible que creas que yo haya hecho algo así.
Johnny me miró con una leve sonrisa, pero no dijo nada. Que la diosa viniera en mi ayuda, todo estaba derrumbándose a mi alrededor. Hasta el último fragmento. Un desastre completo; pronto la cólera de mi abuela me daría alcance.
—Os lo ruego —susurré—. Os lo ruego. Os juro que no tengo nada que ver en todo esto. Esta vez no he sido yo.
Hubo un instante de silencio helado. Fue Liadan quien lo interrumpió.
—¿Qué quieres decir con esta vez?
Sentí un sonido estrangulado salirme de la garganta, a medias entre un hipo y un grito, y huí afuera, a la noche, a la oscuridad, y corrí, corrí todo lo que permitió mi pie cojo, lejos del niño febril, lejos de los ojos acusatorios de mi familia, lejos de aquella comunidad de gente buena animada por un único objetivo y con un camino recto frente a sí, lejos de mi amigo que estaba tan unido a algo a lo que yo nunca podría pertenecer; lejos, corrí por los campos poblados de ovejas, más allá de los muros. Corrí hasta que sentí estallar la cabeza, latir enloquecido el corazón y mis pulmones reventar. La luna iluminaba el camino; mis botas crujían pisando las piedras, resbalando en las grandes rocas mojadas, hundiéndose en el barro. Subí colinas y descendí pequeños valles, me arañé con los matojos y estuve a punto de lanzarme desde un risco a las aguas espumosas, tan ofuscada estaba mi mente. Un accidente; mientras vacilaba sobre el borde del precipicio pensé que eso sería una manera de escapar. Pero entonces luché por mantener el equilibrio, y lo logré. Habría sido la solución de un pusilánime, y por mucho que sufriera o estuviera confusa nunca la elegiría. Sólo podía hacer una cosa bien, y la haría, a costa de superar también el más arduo obstáculo en mi camino; a pesar de todo, haría que mi padre estuviera orgulloso de mí.
Continué corriendo. Bajo la luna de primavera el paisaje asumió un matiz argénteo, y mientras corría por aquel reino de aspecto sobrenatural encontré rocas brillantes, playas perlinas, vegetación centelleante. Además oí extraños sonidos: sobre el rugido del océano me llegaron gritos sordos y tristes, como de majestuosas criaturas de los abismos que entonaran luctuosos cantos por lo que habían perdido, por un tesoro que nunca recuperarían. Eran sonidos llenos de angustia, de un dolor que superaba cualquier amparo.
Corrí lo más lejos que pude, y alcancé el promontorio rocoso al norte de la isla. No miré atrás para ver si me seguía alguien con antorchas o linternas. ¿Qué les habría importado si me caía por un arrecife y me rompía el cuello? ¿Por qué preocuparse si me caía y el agua negra como la tinta me tragara? Al menos habrían creído librarse de mí por fin. Darragh se equivocó respecto a la familia, y Liadan en cuanto al amor. Ambas cosas no traían más que complicaciones indeseadas. No, mucho mejor prescindir de ambas.
Había llegado a los pies del promontorio. Había una entrada, un estrecho subterráneo de fondo arenoso que quizá conducía a un rincón protegido, y que me recordaba mucho a mi casa. Aún casi sin respiración, con los cabellos que me caían sobre los ojos y las manos extendidas adelante para encontrar el camino, entré. Quise introducirme lo suficiente para huir de la furia del viento, acurrucarme, cerrar los ojos y fingir que, hasta por la mañana, en el mundo no habría nadie más. Ni Coll, ni Liadan, ni mucho menos Darragh. Sobre todo mi abuela. Me tumbaría sobre la arena y los apartaría de mi mente hasta que saliera el sol. Luego me levantaría, regresaría y sería fuerte de nuevo.
Avancé lentamente en la oscuridad, las manos palpando las paredes de roca a ambos lados, los pies moviéndose con cautela. No hacía ruido. En un cierto punto el túnel pareció abrirse: veía con dificultad, pero percibía el movimiento del aire y la sensación de un espacio más amplio, y oía un ligero rumor de agua que no era de mar. Pasó algo blanco entre las sombras, frente a mí, algo parecido a una tira de tela o una superficie emplumada. Alargué la mano y, en vez de tocar la dura roca o perderme en un espacio vacío, mis dedos se posaron sobre algo blando, caliente e inequívocamente vivo. Lancé un grito de miedo, di un paso atrás, tropecé con las faldas y caí al suelo. De la oscuridad me llegó en respuesta una exclamación alarmada y un ruido de pasos que retrocedían. Me quedé sentada, recuperando la respiración. Dentro, fuera. Calma. Disciplina. A una cierta distancia vi brillar una luz, y luego vino a mi encuentro la claridad uniforme de una linterna. Me levanté lentamente y, pestañeando de pura incredulidad, miré al hombre que la sostenía. Él me devolvió la mirada. No había duda: la expresión sorprendida de su semblante consumido reflejó la mía. Sin embargo, no me el susto repentino de aquel encuentro lo que me desbocó el corazón. No fue el parecido de ese hombre con mi tío Sean y con Liadan, con aquel rostro largo y pálido y la masa de rizos oscuros, el talle esbelto y bien erguido y los rasgos proporcionados e inteligentes lo que me dejó sin aliento. Ni su túnica desgarrada, la capa hecha jirones y los pies descalzos. Fue en cambio el ala que tenía en lugar del brazo izquierdo, una extensión grande y brillante, una luminosa catarata que a la luz de la linterna se encendió de oro, rosa y crema. Mi abuela dijo: Tendrás que cuidarte del individuo con el ala de cisne.
—Has huido —observó el hombre mientras me miraba allí de pie.
—¿Quién eres? —conseguí preguntar, a pesar de no haber recuperado aún la respiración. Su voz era extraña; privada de acento pero con aquella cierta indecisión de quien no habla la misma lengua.
—Por lo que parece mi historia no ha llegado hasta Kerry —observó secamente—. Ven, has corrido demasiado. Puede que quieras descansar, y beber. No tengo fuego aquí, Pero puedo ofrecerte agua fresca y un sitio cómodo para sentarte. Espero que no te hayas hecho daño.
—No es ese tipo de dolor el problema —repliqué, lúgubre mientras lo seguía por las profundidades de la gruta. Parecía no tener alternativa. Decididamente no estaba en condiciones de rechazar un lugar cómodo y declinar su invitación.
Llegamos a un lugar con estantes en las paredes de roca y un charco de agua inmóvil que brilló frente a nosotros y emitía un sonido de gorgoteo. Por encima la gruta se abría hacia el cielo; las estrellas se reflejaban misteriosas y remotas en el agua oscura. El hombre dejó la linterna en el suelo y fue por una pequeña copa de metal oscuro. Se inclinó y la llenó en la poza, y lo oí murmurar algunas palabras, palabras familiares. Me tendió la copa con la mano derecha. Hacía todo lo posible por no mirarle las plumas, sólo parcialmente ocultas por la vieja capa harapienta.
—Gracias —le dije, y bebí, notando la frescura y la pureza de aquel regalo en todo mi ser. Recuperé la respiración; me sentí más calmada—. Honras a la tierra por lo que te da —observé.
—No soy un druida, hijita. Pero mi madre nos enseñó desde pequeños a respetar aquello que nos da la vida. Es una lección que no se olvida.
—¿Nos? —Hice un esfuerzo de memoria. Conocía la historia, naturalmente; sin embargo, incluso habiéndole ocurrido a alguien muy cercano de mi familia, quizá nunca lo había creído de veras. Pero debería haberlo hecho. Aquella criatura, mitad hombre mitad cisne, era obra de mi abuela—. ¿Quieres decir, tú, Conor y los demás hermanos?
Asintió.
—Y mi hermana. ¿Por qué has venido aquí?
—Por casualidad. No pensaba que habría nadie aquí. Nadie me lo ha dicho. Buscaba… Buscaba sólo un lugar donde esconderme. Sólo durante un rato.
—Entonces has encontrado uno. Pero ¿no vendrán a buscarte?
—A ellos no les importo nada —respondí con aire infeliz, tan absorta en mi desgracia que ni me di cuenta tampoco de que le hablaba de aquel modo a un desconocido—. Dicen que he hecho daño, Pero no es verdad, y no quieren creerme. A nadie le importa dónde estoy.
—En todo caso creo que es mejor hacérselo saber. Luego podrás quedarte aquí tranquila hasta que te restablezcas —dijo el hombre vestido de harapos.
—¿Hacérselo saber? —pregunte sin comprender—. ¿Y cómo? —Entonces vi sus ojos; ojos profundos, incoloros, como luces en el agua quieta, ojos que eran iguales a los de mi prima Sibeal. No necesitó contestarme.
Me quedé un rato sentada sobre, las rocas, saboreando el agua y observando las sombras bailar a la luz de la linterna sobre las paredes de la gruta. Ahora la poza de agua estaba inmóvil; el leve gorgoteo que había oído poco antes se había desvanecido. En aquel fugar reinaba una gran calma, un desmesurado silencio. Me parecía estar en la pequeña gruta a los pies de Honeycomb, un lugar al margen del mundo. Ralenticé aún más mi respiración. El palpitar de mi cabeza se atenuó.
—Este es un lugar donde los secretos están seguros —afirmó el hombre—. Está protegido por poderes más antiguos y más fuertes que el mismo tiempo. Me sorprende que no te hayan enviado a mí antes, prima, porque veo que estás profundamente angustiada.
—¿Qué me estás ofreciendo? ¿Buenos consejos? ¿Un franco intercambio de opiniones? Ya tengo un amigo muy predispuesto a ofrecerme ambas cosas, pero no quiere comprender que no las necesito. Quiero hacerlo a mi manera. ¿Por qué debería hablar contigo?
Esperó un poco antes de responderme.
—No te estoy ofreciendo mi consejo. A veces veo las cosas, y a veces las revelo. A veces vienen visitantes, y estos me hablan. Los hijos de Liadan vienen a mí. Pero a ella no le es necesario.
—¿Porque habláis con la mente?
—¿Tú no compartes ese don? Me sorprende.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué debería sorprenderte? Pareces saber ya quién soy. ¿Y acaso la Visión no te viene de tus antepasados Fomhóire? Mi madre estaba desprovista de ese don, y tampoco mi padre posee esta habilidad. Nuestra esfera de acción es limitada; así fue decidido por el Túatha Dé hace ya mucho tiempo.
Él levantó las cejas.
—¿Quién te ha contado esa historia?
No le respondí.
—Los secretos están seguros aquí. Secretos de cualquier tipo. Nadie te había hablado de mí. Por eso nos hemos asustado recíprocamente. Me llamo Finbar.
—Y yo Fainne —respondí rígida—. ¿Cómo puede ser seguro este lugar? Ningún sitio lo es. No mientras…
—¿No mientras lleves ese objeto al cuello?
Me di cuenta de que durante mi carrera el amuleto enhebrado en el extraño cordoncillo emergió de su lugar, y ahora se apoyaba sobre el corpiño de mi vestido. Levanté la mano en el vano esfuerzo de esconderlo de nuevo. El metal estaba muy frío.
—Un hechizo muy potente —observó Finbar—. Si hasta ahora has conseguido contrarrestar su influjo eres verdaderamente hija de tu padre. Reconozco el cordón que lo sujeta.
—¿De verdad? —Aquel hombre estaba lleno de sorpresas.
—Oh, sí. Pertenecía a tu madre. Liadan lo hizo para ella cuando fue mandada fuera. La persona que te ha dado el amuleto no es, ciertamente, la misma que te ha dado el cordón.
—No, lo he cambiado yo. Y me ha parecido que…
—Oh, sí —asintió Finbar—. La fuerza del uno contrarresta en parte la del otro. Tienes que dar las gracias a las fuertes mujeres de tu familia por este símbolo de amor familiar, ya que de ello emana un potente hechizo protector, Fainne. Nada que ver con la brujería, sino con algo más simple y puro. Liadan lo entretejió con la esencia misma de todos los que habitaron en Sieteaguas. Intentó mantener a Niamh lo más segura posible. Tu madre era muy querida, aunque tú pareces dudarlo.
Lo miré a los ojos, incapaz de proferir palabra.
—Ese amuleto posee un poderosísimo influjo maligno —dijo con gravedad—. En este lugar, sin embargo, no puede desarrollar los poderes para los que ha sido creado. ¿Por qué no le lo quitas?
Me quedé helada de miedo.
—¡No! —susurré—. ¡No! ¡No puedo hacerlo! Ni tan solo debemos hablar de ello, si no…
—Si no ella te oirá. Mira a tu alrededor, Fainne. Liadan me ha dicho que tu padre te ha criado en el conocimiento de las tradiciones druídicas, del esquema de cada forma de existencia. Mira a tu alrededor con los ojos del espíritu. Este lugar es seguro. Aquí, todos los secretos están a salvo.
Ni siquiera me atrevía a considerar aquella posibilidad. Su propuesta de quitarme el amuleto en aquel lugar, con Darragh tan cerca, me aterraba. ¿No sabía que mi abuela me seguía desde el mismo momento en que deslizó el colgante por mi cuello? Me quedé en silencio y miré la poza oscura.
—Tienes miedo de hablar. Claro, llevas un gran peso sobre los hombros, demasiado pesado para soportarlo. Y, sin embargo, lo haces sin un lamento, Fainne. Creo que debes esa fuerza al adiestramiento al que te sometió tu padre. Si prefieres no hablar, no lo hagas; limítate a estar en silencio y a descansar hasta mañana por la mañana. No tienes razones para fiarte de mí. Lo entiendo. Quizá te sea de ayuda saber que comprendo bien lo que significa estar solo; ser excluido de todo y por todos, sin un alma en el mundo que comprenda tu dilema, sin un solo amigo que te ayude. Cuando se está tan solo se necesita una enorme fuerza para seguir adelante, he tenido momentos en que he estado a punto de rendirme. Antes de que lady Oonagh llegase y me cambiase para siempre tenía grandes esperanzas, sueños magníficos y optimistas. Quería cambiar el mundo. Quería transformar a los tiranos en personas justas, a los canallas en gente honesta. Quería poner fin a la opresión y a la crueldad, esos eran los sueños de un niño de tu edad, Fainne. Pero antes incluso de los veinte años el fuego de aquellos sueños fue transformado en frías cenizas, y yo me convertí en lo que ahora tienes frente a tus ojos; un ser que no es hombre ni bestia, una criatura al margen, sin un lugar en el mundo real. Pero aún estoy aquí. He rechazado el camino de la huida ofrecido por un pequeño puñal afilado o por un alto precipicio, y la caída en el olvido.
—¿Por qué? ¿Por qué no lo has hecho? ¿Te has mantenido aquí porque buscas venganza por lo que le hizo? —Sus palabras me habían dejado horrorizada y fascinada a la vez, y olvidé cualquier cautela.
—¿Venganza? —Por el modo en que pronunció aquella palabra parecía haber olvidado su significado—. Ni tan sólo lo he pensado. Si ya entonces no tuve la fuerza para actuar contra ella, ni Conor ni todos los demás juntos, difícilmente podremos tenerla ahora. Ha pasado mucho tiempo. No tengo la más mínima duda de que la bruja ya ha recuperado y reforzado aquellos poderes que fueron derrotados por mi hermana. No osaría enfrentarme a ella. No podría enfrentarme una segunda vez, y perder de nuevo.
Su rostro pálido estaba en calma, pero en aquellas palabras había un miedo profundo, que reconocí por haberlo sentido yo misma mirando el pozo de oscuridad dentro de los ojos de mí abuela.
Asentí.
—¿Pero entonces por qué continúas? —le pregunté—. ¿Por qué no acabar con todo, como tú mismo has dicho?
—Nunca tomaría ese camino mientras mí hermana viva. Acabar con el don de la vida que ella había conquistado para nosotros sería equivalente a rechazar su sacrificio y su amor. Y además de eso estaba Johnny.
—¿Johnny? —pregunté desprevenida—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Finbar sonrió, y me dio la impresión de que lo hacía muy raramente, que casi había olvidado cómo se hacía, como hablar en voz alta.
—Él es el hijo de la profecía, ¿no? Alguien como él no puede crecer sin guía. No es sólo la fuerza del cuerpo lo que debe desarrollar. Yo lo he ayudado todo lo que me ha sido posible, aunque no lo suficiente, me temo. Conor podría haber hecho más. Liadan me ha traído aquí, a este lugar seguro. Yo no puedo vivir como los demás. Yo… ya no soy el que fui. Como hija de Ciarán quizá puedas comprender cómo la mente de una criatura salvaje se diferencia de la de un ser humano. No sé hasta qué punto han llegado las enseñanzas de tu padre…
—Tengo experiencia en lo que me hablas —repliqué tensa—. Comprendo lo que quieres decir. Se trata de… instintos irresistibles. Puede ser muy difícil luchar contra su llamada, mantener el sentido de uno mismo.
—Parece que lo sabes. Entonces puedes comprender lo que me sucede. Desde aquel día, cuando la bruja nos transformó, siempre he tenido un poco de ambos, hombre y cisne. Así nunca me he librado del todo de algunos miedos: el cielo, el cazador, las mandíbulas veloces del sabueso. Por eso vivo aquí y nunca voy a la aldea. Liadan ha sido sabia, y me ha tratado con amabilidad. Pareces dubitativa, hijita. Con el tiempo, tu tía aprenderá de qué pasta estás hecha.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté—. ¿Lo has visto?
—No, pero lo creo. Comprendo que no te quitarás del cuello ese amuleto maléfico. Dime cuál crees que es su objetivo.
Miré a mi alrededor y bajé la voz. Posé la mano sobre el amuleto y, una vez más, sentí el intenso frío del metal.
—¿Sabes de verdad que este lugar es seguro? —susurré.
—Segurísimo, hijita.
—Es… es a través de esto como ella puede verme —revelé con un hilo de voz—. Así puede localizarme, y cerciorarse de que hago lo que me ordena. No ininterrumpidamente, pero si decide verme o escucharme puede hacerlo, siempre y cuando lleve esto puesto. Cuanto más cerca está, o bien observa, más parece calentarse. Y… —titubeé—. Creo que también posee otro tipo de control. La única vez que me lo he quitado he vuelto a ser yo misma, como era antes. Capaz de ver con claridad, capaz de recordar que sabía ser buena y sabia, y capaz de tomar decisiones justas. En cambio, cuando lo llevo puesto es demasiado fácil ver mi lado oscuro. Sin este cordón, sin este talismán familiar, no sé cómo habría seguido adelante.
—¿Por qué no te quitas inmediatamente el amuleto, considerando que sólo te hace daño?
—Porque —respondí con voz quebrada—, la única vez que lo he hecho, ella se ha enfadado, me ha alcanzado y castigado.
En aquella luz mortecina me pareció que la cara pálida de Finbar aún se volvía más blanca. No tenía ninguna duda: comprendía y compartía mi miedo.
—¿Castigada de qué modo?
—Primero provocándome dolor. Después, viendo que no surtía efecto, amenazando… con dañar a los que amo. Ella… me ha empujado a hacer cosas horribles. A las que ya no es posible poner remedio. Sólo hay una persona que lo sabe, además de mí. En mí hay una terrible maldad; nunca habría creído poder hacer daño a inocentes, en cambio lo he hecho. Tres buenas personas están muertas por mi culpa.
Y ahora, precisamente estos días, mi primito Coll está muy grave: no he sido yo, pero Liadan no quiere creerme, por eso me darán caza.
—Podría decirle…
—¡No! No, no debes hacerlo. No deben conocer la verdad. Has dicho que podía hablar con libertad…
—No te asustes. No revelaré lo que quieres mantener en secreto. ¿Por qué querría la bruja hacerle daño a tu primo? Sólo es un niño.
—Para castigarme —respondí.
—¿Castigarte por qué?
—Por… mi desobediencia. Por mi lentitud. No he actuado directamente contra su voluntad, aún no. Pero si tiene motivos para dudar de mi lealtad demostrará su poder amenazando… amenazando con dañar a mis amigos. Así controla mis acciones. He sido muy estúpida. Me he encariñado con Coll y con los demás. Y eso no ha hecho otra cosa que proveerla de nuevos modos de presión. Que estúpida. Debería haber sabido cómo serían las cosas.
—Una lección muy difícil —dijo con gravedad—. Ahora querría exponerte una teoría. No soy capaz de demostrarla pero la considero muy convincente. Creo que este amuleto tiene un ulterior objetivo. No te preguntaré cuál es la tarea que la bruja quiere que lleves a cabo; tengo alguna idea respecto a su naturaleza, y entiendo la aprensión de Liadan. Yo de ti me esforzaría por encontrar una respuesta a esta pregunta: ¿por qué lady Oonagh desea tanto tenerte bajo su poder? Y me atrevería incluso a afirmar que ese colgante no sólo constituye un modo para espiarte estés donde estés, sino también una limitación a tus habilidades. Sólo así ella logra frenar tu poder, un poder que nace del de Ciarán, del suyo propio, y de toda una ascendencia: humanos, Pueblo de las Hadas e incluso de los Fomhóire. Ella usa ese talismán para debilitarte, porque sabe que tienes el poder de derrotarla.
—¿Qué?
—Es sólo una teoría. Pero intenta pensar en ello: te quitas el amuleto y de repente ves tu camino con claridad; eres de nuevo tú misma, la hija de Ciarán, una descendiente de Sieteaguas, fuerte y justa. Ella se precipita sobre ti antes de que tú logres huir para siempre de su control. Actúa así porque lo que podrías hacerle le infunde un terrible miedo. Una vez que me convirtió en su viejo enemigo, yo me pregunté por qué. Lo que ahora creo es que vio algo en mis ojos, incluso mientras me transformaba, un destello de mis ideales de juventud: justicia, valentía, integridad. Puede que en ti vea el renacimiento de su viejo enemigo. Está claro que ve tu fuerza y se ha propuesto utilizarla para sus fines personales. Pero está recorriendo un camino difícil, porque tú posees poderes que yo nunca he tenido: la sabiduría de un druida, la magia de una bruja y la sangre de cuatro razas. Su comportamiento denuncia que sabe todo eso y que, sobre todo, lo teme.
Maravillada, rocé el amuleto, y sentí mis labios curvarse en una titubeante sonrisa.
—¿De verdad lo crees? ¿No lo dices sólo para hacerme sentir mejor?
Su risa reverberó en la bóveda de la caverna, sobresaltándome. Pero en un instante volvió a su expresión solemne.
—No, hijita. Son asuntos demasiado graves y perentorios; hechos de extrema importancia. Me parece cruel que un peso como éste recaiga sobre unos hombros tan frágiles, pero tú tienes una notable fuerza interior. También Johnny es fuerte, a su manera. —Suspiró—. Liadan teme por su vida, y ha visto la razón. Pero no eres tú a quien debe temer, sino a la falta de preparación de su hijo respecto a la tarea que tiene que emprender.
—Parece un buen chico —intervine cautelosa, sin comprender—. Un muchacho sabio a pesar de su juventud, valiente y equilibrado. Y está claro que ha comprendido que su objetivo no es sólo conducir su ejército a la victoria. Sin embargo… eso parece entristecerlo.
Finbar asintió.
—¿Tú sabes qué debe hacer? ¿Comprendes lo que el Pueblo de las Hadas quiere de él? —le pregunté—. He oído… me han dicho… algo sobre una especie de centinela, de protector. Un Guardián de La Aguja. Me pareció extraño, en aquel momento. Pero una isla llamada La Aguja existe de verdad. Y… y ellos dijeron que las antiguas tradiciones morirían. Que la sabiduría de la tierra y del océano y el camino del sol y de la luna se perderían para siempre, si la vigilancia disminuyera. ¿Es eso, de alguna manera, lo que tiene que hacer Johnny?
Finbar me miró pasmado.
—Me doy cuenta —consideró lentamente—, de que otros además de lady Oonagh han conducido tus pasos. ¿Quién te ha revelado estas cosas? ¿El propio Pueblo de las Hadas?
—No —respondí—. Criaturas más pequeñas más antiguas; habitantes de la tierra y del agua. El Pueblo Fomhóire. Me han vigilado desde que le presté ayuda a uno de los suyos recurriendo a la magia. Aunque no han venido aquí.
—Están por todos lados, creo —dijo Finbar—. Pero no se muestran tan fácilmente. Es verdaderamente asombroso.
—Tú que tienes la Visión, dime: Liadan dice que ha visto a Johnny, y también a mí, al final. ¿Tú qué has visto? ¿Qué ocurrirá?
El hombre con el ala de cisne se limitó a sacudir la cabeza.
—No puedo decírtelo —respondió—. Creo que tu deber es establecer el camino, y convertir esa imagen en verdadera.
—Bella y verdadera —añadí en un susurro.
—Creo que ahora deberías descansar —sugirió Finbar—. Es tarde y hace frío. Tengo una manta en algún sitio. Mañana vendrá a buscarte tu amigo.
—Puede que nunca más vuelva aquí. Ellos quieren mandarme lejos. El Jefe y Liadan, incluso Johnny cree que yo le he lanzado un hechizo a su hermanito para enfermarlo. Si… ya no podré hablar más contigo, preferiría no desperdiciar el tiempo durmiendo. Me preguntaba si…
—Pregunta, hijita. Sí puedo, te ayudaré.
—Necesito recuperar mi poder. Para hacer lo que debo, necesito… recurrir a una rama de la magia que puede ser peligrosa para quien la utiliza. Hasta ahora sólo lo he hecho una vez, pero me ayudaron. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Finbar asintió.
—En efecto, he pensado que es muy difícil que Johnny se deje convencer de incluirte en su ejército. Si quieres estar allí, deberás transformarte. Y luego retransformarte, supongo. La visión de Liadan ha mostrado a una muchacha, no a un pez o a una yegua.
—Mi prima Sibeal me ha dicho que me aleje de los gatos. Necesitaré atravesar mar y tierra, estar cerca de los hombres, pero al mismo tiempo ser capaz de huir con rapidez. Creo que la elección esta vez recaerá en un pájaro.
—Muy peligroso. Y agotador. En Sieteaguas asistí a algo así. Los jóvenes druidas deben experimentar la metamorfosis, que es parte de la disciplina. La suya, sin embargo, es una metamorfosis más de la mente que del cuerpo, y siempre cuidadosamente vigilada. Ahora se trata de otra cosa muy distinta. Ciarán estaba muy dotado para esto.
—Lo sé. Ha sido él quien me lo enseñó. Y el que me recomendó no hacer uso de ello. Pero no tengo otra elección. Preveo una dificultad, todavía. ¿Cómo conseguiré recobrar las fuerzas y utilizar la magia lo bastante rápido como para permitirme actuar, después de que me haya convertido en mí misma? La última vez estuve débil como un bebé durante tres días, sin siquiera una chispa de magia en mí. Si me ocurriera de nuevo no podré hacer lo que tengo que hacer.
—Imagino que lo que te haya enseñado Ciarán supera considerablemente mis habilidades. Pero existen técnicas que pueden ayudarte. Y puedes aprenderlas. Pero no en una sola noche, Fainne.
—Entonces ¿puedo volver a verte?
—Serás bienvenida, hijita. Pero queda poco tiempo.
Recordé el gesto siniestro de la boca del Jefe y en los ojos fijos de Liadan.
—Quizá sólo tenga esta noche —respondí— si me envían lejos.
—No es eso lo que tengo entendido. En todo caso, siempre podemos empezar. ¿Cuál crees que es la enseñanza central de tu adiestramiento? ¿Su esencia?
—Las antiguas tradiciones.
—Entonces, y dado que sólo contamos con esta noche, las usaremos para concentrarnos sobre esto. No soy un druida y no me sé estas cosas de memoria. Pero puedo escucharte, y ayudarte a despejar tu mente de lo que la oscurece y la confunde. Por la mañana te sentirás más fuerte. Después de todo, ya se verá.
Nos mantuvimos sentados con las piernas cruzadas cerca de la poza subterránea, y él apagó la linterna. A medida que nuestros ojos se acostumbraban a la intensa oscuridad de aquella noche primaveral, las pequeñas estrellas reflejadas en la poza parecían hacerse más vividas y luminosas, bello eco de sus gemelas celestes. Nuestros ojos corpóreos se fijaron sobre aquellos sutiles puntos luminosos, el ojo de la mente se expandió hacia las alturas del exterior para liberarse en el firmamento estrellado. En el profundo silencio de la gruta empecé la serie de preguntas y respuestas con voz apenas susurradas.
¿Cuál fue el primer pueblo que habitó la tierra de Erin?
Los Antiguos Espíritus. Los Fomhóire. El pueblo de los abismos oceánicos, de los pozos, y del fondo de los lagos. Del mar y de los oscuros huecos de la tierra.
¿Y quién vino después?
Los Fir Bolg. Los hombres-saco.
¿Y tras ellos?
Los Túatha Dé Dannan, del oeste….
Uno no puede aprenderse toda la doctrina en una noche. A un hombre o a una mujer le cuesta diecinueve años en el bosque convertirse en un druida y muchos meses para memorizar la antigua sabiduría. Apenas me acerqué a ello, pero continué firmemente hasta el momento antes del amanecer cuando el cielo empieza a iluminarse y el primer gorjeo vacilante emerge en el aire quieto y los pájaros empiezan su llamada al sol. Finbar estaba sentado en silencio y escuchaba y sentí una profunda calma que parecía expandirse desde su mente hasta la mía como si por un instante las dos fueran una sola. Aunque mis labios decían las palabras del ritual, imágenes del pasado, cosas buenas que había casi olvidado visitaban mis pensamientos. Estaba mi padre, con el rastro blanco, vestido de negro, el pelo del color del fuego entrado el invierno, enseñando a una niña diminuta cómo apuntar su dedo y hacer que los guijarros rodaran hacia arriba de la colina. Había gente viajando en la carretera, con bufandas blancas riéndose y un niño escondiéndose detrás de los matorrales mirando y esperando. Maeve sonriendo pálidamente mientras guardaba cuidadosamente a Riona y me preparaba para contarle una historia. El sonido de las gaitas. En algún lugar había un hermoso poni blanco y un chal con colores del arco iris y… y levemente, una imagen diminuta, una frágil y joven mujer de enormes ojos azules y el pelo hasta la cintura, del color de la miel. Estaba sentada en la arena y yo estaba dibujando las letras con mi dedo y miré hacia arriba y dijo: Bien, Fainne, y me sonrió. Estas imágenes iban y venían mientras continuaba con mi aprendizaje. Sentí su calor en mi corazón y por un instante no tuve miedo.
Fuera amanecía. Me quede en silencio. Finbar se levantó y llenó la taza y la puso en mi mano. Me di cuenta, de nuevo, lo fría que estaba el agua. Me aportó una extraña claridad de mente.
—¿No vas a beber? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—No parece que necesite esas cosas, ya. Comida, bebida, una cómoda cama. Extraño, supongo. Me he acostumbrado a esto.
Me acerqué.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que has trascendido la necesidad de dar apoyo a tu cuerpo y que puedes vivir con sólo el espíritu?
—Nada tan impresionante, me temo. No puedo decir lo qué es, excepto que puede parecer que no pueda vivir como uno o como otro, como hombre o pájaro. Pero, sin embargo, vivo. Su castigo, en mi caso, fue muy efectivo y duradero.
—Dime una cosa.
Esperó educadamente.
—Estabas tan asustado como yo cuando los dos nos encontramos. Te oí. Pero decidiste confiar en mí enseguida. No entiendo eso.
—A una parte de mí le asaltan los miedos, Fainne. Temo el aullido de las bestias salvajes; temo el hielo en el lago; temo el contacto humano. Tu mano en la oscuridad hubiera sido suficiente. Pero tu cara…
—¿Mi cara? ¿Soy tan monstruosa?
—Mire tus ojos y vi los ojos de la hechicera —dijo en la sombra de una voz—. Sin ninguna necesidad de luz los vi justo frente a mí. Esto me condujo a un momento de terror que nunca me ha abandonado, el momento del cambio irrevocable; la pérdida de la conciencia humana; el robo de vidas jóvenes y la destrucción de la inocencia de mi hermana.
—Lo… Lo siento —dije inadecuadamente—. Tal vez me parezco a ella. Siento haberte asustado, pero…
—He aprendido a mirar con más profundidad. Liadan tenía razón al albergar dudas acerca de ti. Tienes el poder de hacernos o destruirnos, creo, y no será hasta el final cuando decidirás qué camino seguir.
Sus palabras me indignaron y hablé sin cautela.
—He escogido. Seré lo suficientemente fuerte. Debo serlo. De todos modos, apenas puedes juzgarme. Tu vida parece la de una criatura que se esconde de sí misma, sabia, tal vez, pero un triste final para un joven que una vez brilló con fuerza con la voluntad de hacer un mundo mejor. ¿Qué fue de ese fuego que enterraste aquí, bajo la tierra?
Lo había asustado, no había duda de ello. Probablemente nadie le había hablado antes así. De hecho, me arrepentí en el mismo instante. Había sido amable conmigo.
Finbar se echó atrás el gastado traje para enseñarme la franja blanca en su costado. Miró hacia abajo, al ala, como si fuera un peso y a la vez un amigo familiar.
—No puedo ir al mundo de los hombres —dijo con calma—. Semejante deformidad trae consigo no sólo llamar la atención de manera inoportuna, sino también ridículo y desdén, un lugar, tal vez, en los límites de una feria, para que la gente se quede embobada y deje que los niños me arrojen fruta madura. Sería una carga para mi padre, poco más que una vergüenza. Aquí, puedo compartir las cosas que sé, y estoy fuera del camino de la gente, es mejor de esta manera.
—¡Tonterías! —le dije bruscamente—. Lo que tú llamas una deformidad es una marca de honor. Es un signo de tu fuerza y resistencia y te singulariza a ti por tu gran propósito. Si dejas ese sueño de chico morir, si olvidas lo que fuiste una vez, entonces, mi abuela habrá triunfado sobre su viejo enemigo. Aquí, te escondes de la vida. Sin embargo, tú me haces seguir adelante. ¿Qué hay de tu visión? Somos familia. Seguramente todos formamos parte de esto.
Hubo un largo silencio. Finbar me miró, y yo observé lo delgado que era, parecido a un espectro, con los huesos de su rostro resaltando bajo su blanca piel. Sus extraños, pálidos ojos estaban cercados por sombras y su pelo oscuro estaba enmarañado como si nunca hubiera pensado en cuidar de él.
—Soy un hombre viejo —dijo al final.
—En años, tal vez. No lo pareces. De verdad, no pareces mayor que mi tío Sean. Piensas menguar y morir aquí en tu mejor momento. Menudo desperdicio.
No me respondió. Sin duda le había ofendido. Mis palabras habían resultado ser una escasa recompensa a su paciencia y comprensión. Estaba formulando una disculpa cuando oí una voz familiar llamándome, desde fuera.
—¿Fainne? ¿Fainne, dónde estás?
Fruncí el ceño.
—¿Para qué tuvieron que traerlo aquí? —le pregunté. Había ido con tanto cuidado para evitarle y ahora tenía que andar todo el camino de vuelta con él—. Podía haber ido sola —protesté.
—Ven —dijo Finbar con calma—. Te llevaré de vuelta a la entrada. ¿Quién es él?
—Un amigo —lloriqueé mientras le seguía a lo largo del sombrío túnel, apenas iluminado por la leve luz crepuscular del amanecer—. Me siguió a Inis Eala y ahora no volverá y debe volver; tú ya sabes por qué.
Finbar no hizo ningún comentario, pero después de un rato dijo:
—Supongo que está aquí con un propósito. En todo caso, podría ser demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde?
—Demasiado tarde para mandarle de vuelta.
Surgimos de la entrada del túnel a una pálida y clara mañana. Langas y rasgadas tiras de nubes rosas se esparcían por el cielo y los pájaros se habían despertado y cantaban en coro, enérgicamente, al nuevo día. Ahí estaba Darragh esperándome, vestido de un gris servicial del claro y mismo tipo que el de los hombres partidarios de Johnny. Por lo menos, pensé con desaliento, no lleva la marca en su rostro. Sus ojos honestos, su dulce mirada, ésos son todavía suyos.
—¡Fainne! Estás a salvo, entonces. —El alivio en su tono no era disimulado.
—Desde luego que estoy a salvo. No hacía ninguna falta que vinieras.
—Gracias por venir aquí, joven. —Finbar habló de manera un tanto extraña, como si no estuviera acostumbrado a hacerlo con desconocidos—. Soy el tío de Liadan y le puedo asegurar que su amiga ha estado en buenas manos. Ahora es mejor que os vayáis a casa los dos y decidle al pequeño que pienso en él y que espero una visita suya tan pronto como esté mejor.
Entonces Darragh dio un paso y sacó su mano y la entendió para saludarle y Finbar, claramente desconcertado, la estrechó en la suya.
—Gracias, mi señor —dijo Darragh, sonriendo. En ningún momento miró el ala de cisne, fue como si no hubiera sido distinta a ninguna otra parte del cuerpo del hombre—. Gracias por mantenerla a salvo. Nunca aprendió cómo cuidar de sí misma adecuadamente.
Se dio un leve atisbo de sonrisa en las austeras facciones de Finbar.
—Tienes la intención de hacerlo por ella, veo —observó secamente.
Darragh apartó su mano.
—Parece ridículo, tal vez, para un nómada mezclarse con guerreros, señores y videntes. Pero hago lo que debo hacer. Si la carretera me trae aquí, entonces, aquí es donde debo estar.
Finbar asintió. No estaba sonriendo ahora.
—Siempre que comprendas tu propia elección. Un camino de gran dificultad, de extraños peligros y pocas recompensas.
—Eso no va a detenerme —dijo Darragh.
Finbar se volvió hacia mí.
—Ahora, adiós, Fainne.
—Adiós y gracias.
—Quizá debiera darte las gracias. La llamada del deber. Esto no lo esperaba. —Con esto, Finbar dio un paso atrás bajo el túnel y se perdió de vista.
—Mejor sería irse —dijo Darragh, repentinamente agitado—. ¿Tienes tu abrigo? Hace frío por el camino, al viento.
—Para de quejarte, ¿quieres? —dije mientras la calma y seguramente también la doctrina empezaba a desvanecerse en mí y las familiares lágrimas y dudas me asaltaban de nuevo. Una larga marcha, al aire libre, y yo seguía llevando el amuleto. Mis dedos se movían para comprobarlo, no parecía hacer más calor. Sin embargo, debíamos ir tan rápidamente como pudiéramos.
—Hagamos una carrera hasta los matorrales —dijo Darragh inesperadamente—. Una buena manera de entrar en calor. ¿Lista? ¡Uno, dos, tres, ya!
El hábito no hace al monje. Corrí, cojeando por el estrecho y pedregoso sendero, sabiendo que nunca podría adelantarle. Me obligué tanto como pude y no era fácil después de una noche sin dormir, y también había desayunado. Podía oír sus suaves pasos justo detrás de mí.
Alcanzamos las rocas a la vez, nuestros dedos se extendieron al mismo tiempo para tocar la superficie. De esta manera habían acabado todas nuestras pruebas de infancia. Estaba casi sin aliento, él, completamente natural. Esperó a que me recobrara. El viento soplaba con fuerza apartando su oscuro pelo del rostro; la dorada luz de la temprana mañana extendía un calor resplandeciente por la suave piel de su mejilla y ceja.
—Estaba preocupado —dijo él—. Te escapaste.
—¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Quedarme ahí mientras me acusaban de algo que no había cometido? Dijeron que había herido a Coll. No era verdad y ahora el Jefe me envía lejos.
—¿Has recuperado tu aliento? Bien. Sería mejor que siguiéramos caminando.
—¿Darragh? —susurré.
—¿Qué?
—Coll. ¿No es eso?
Su expresión era severa.
—No decían demasiado. Él sigue con vida. Lo sé. Descubriremos más cuando regresemos.
Yo estaba en silencio, mis pensamientos llenos de sombras.
—Se lo dije. —Darragh añadió—. Les dije que tú no lo habías hecho.
—¿Tú, qué?
—Se preocuparon cuando te escapaste. Johnny vino a preguntarme dónde podrías haber ido. Yo quería una explicación, él me la dio. Entonces, fui a ver al Jefe y a tu tía y les dije que tú nunca habrías hecho una cosa así.
Arriesgué una mirada de lado.
—¿Por qué dirías una cosa así? Tú sabes más que nadie de lo que soy capaz. Eres el único al que se lo he dicho. La gente ha muerto. ¿Por qué me defenderías? Tú no lo podías saber.
—Yo lo sabía —dijo Darragh con mucha calma, dándome su mano para ayudarme con un muro bajo de piedra—. Tú no lo hiciste, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no!
—Bien, entonces.
—De todos modos, ¿por qué decírselo, aunque fuera la verdad? ¿No es eso lo que quieres, que me lleven de vuelta a casa?
Hubo un breve silencio.
—Para, Curly —dijo de pronto—. Deja ya de pelearte conmigo. Quizá creas que no duela, pero duele y no creo que pueda aguantarlo por mucho más tiempo. Sé que no me quieres aquí. Sé que estás enfadada conmigo por haber venido. Pero aún somos amigos, ¿no? No debieras hacerme estas cosas. Sea lo que sea lo que yo quiera, no me voy a apartar y dejar que la gente te castigue por algo en lo que no has tomado parte. Cualquiera puede ver que le tienes mucho cariño al chico. Sólo les dije la verdad, eso es todo, y me arrepiento. Es mejor decir la verdad, aunque implique no obtener lo que uno quiera.
No dije nada. Su bondad me dejó en evidencia. Seguimos andando hasta las pequeñas colinas y luego hasta los pequeños barrancos, dejamos atrás las ovejas paciendo en los escasos mechones de follaje y las cabras abriéndose camino a lo largo de los senderos en pendiente sobre el mar. Era importante darse prisa; sin embargo, de algún modo, quería ir despacio porque los recuerdos me removían, recuerdos de hacía mucho, de los años en Kerry cuando el mundo era mucho más sencillo y dos amigos podían pasar codo el día fuera le casa juntos, sin temor ni incomodidad entre ellos. Las primeras edificaciones del asentamiento se hicieron visibles, en la distancia. Habíamos estado en silencio durante un rato. Ahora, los dos aminoramos el paso.
—¿Fainne? —Darragh sonó muy serio.
—¿Qué?
—Sabes que debo irme pronto. Por eso se supone que debo estar aquí, después de todo. Un guerrero. Hay una misión y una batalla. Quiero que me des tu palabra de que tendrás cuidado cuando me haya ido. Cuídate y piensa antes de hacer las cosas y… y mantente a salvo. Quiero que me esperes aquí en la isla.
Lo miré fijamente, no comprendiendo nada.
—¿Esperarte? No creo que pueda prometerte una cosa así. ¿Esperar a qué?
Sus mejillas se enrojecieron.
—Esperaba que… que cuando termine, la batalla y todo, me dejaras llevarte a casa. De vuelta a Kerry, a salvo con tu padre otra vez. Sé que no puedo tener todo lo que quiero. Eso es lo que dijo el vidente, ¿no? Pero, querría muchísimo saberte lejos del daño y de vuelta a donde perteneces. ¿Vendrás conmigo después del verano?
Me lo había ofrecido ya una vez, y había dicho que no, y pensé que mi corazón se rompería con el anhelo de estar en casa de nuevo. Ahora sólo sentía una fría y desesperada finalidad.
—No puedo prometerte nada. No sé qué pasará pero no creo que vuelva nunca más a la bahía, Darragh. Has cometido un error viniendo aquí. Creo que te vas a decepcionar.
—Ah, no. Estoy aquí, y tú estás aquí. Es mejor que nada. Y hoy hablas conmigo, esto es una mejoría. Si trabajo duro a lo mejor por Lugnasad conseguiré una sonrisa. Esto estaría bien.
—Yo… lo siento. No ha habido mucho por lo que sonreír.
—Siempre hay algo por lo que sonreír, Curly. Cosas tontas, cosas buenas. El sonido de un silbido al atardecer, el pelo de una chica a la luz de una vela o un chiste entre amigos. Sólo que lo has olvidado, eso es todo. ¿Y ahora qué? Te he enojado. No era mi intención.
Era estúpido cómo sus palabras parecían llegar a esa pequeña parte de mí que nadie más podía llegar, y remover sentimientos que prefería dejar a un lado, para poder seguir con lo que tenía que hacer. El dolor era tan irresistible que tuve que cubrirme la cara con las manos, por miedo de soltar alguna lágrima. Ahí estaban, cerca de la superficie. Pero la hija de un hechicero no debe llorar.
—¿Qué tienes, Curly? ¿Algo no va bien? —Suavemente sus flacos dedos rodearon mis manos y las levantaron—. Dime, corazón. Cuéntame qué te pasa.
—Yo… No puedo —murmuré, incapaz de evitar mirarle a los ojos, que estaban llenos de preocupación y algo más que no pude interpretar—. No te lo puedo decir.
—Sí que puedes. Venga. Somos amigos, ¿verdad? —Una mano se levantó para quitarme el pelo de la sien, y se quedó ahí, acariciándome suavemente.
—Yo… No quiero que te hagan daño por mi culpa. —Un pequeño suspiro escapó a pesar de mis esfuerzos de autocontrol—. Si algo te pasara sería mi culpa, y no creo que pudiera soportarlo. —Presioné mis labios fuertemente para que no se me escaparan más estupideces. Su roce era muy dulce, tanto que pensé que me derretiría, y haría algo todavía más estúpido como rodearlo con mis brazos y agarrarlo fuertemente para que se quedara conmigo. ¿Qué se me había metido dentro, que de repente me mostraba tan débil? Parpadeé y me alejé.
—Deberíamos irnos —dije haciendo un lamentable esfuerzo para controlarme. Mi voz sonó como un abedul en otoño—. No debería haber dicho esto. Por favor, disculpa lo que he dicho. —Caminé, con la capa envolviéndome fuertemente, con Darragh a mi lado, silencioso, siguiendo mi ritmo paso a paso.
—A lo mejor tú no lo prometerás —dijo después de un rato—. Pero yo sí. Lo prometo. Nunca más te dejaré sola. No si tú quieres que esté cerca de ti. Sólo esta vez, en esta campaña, porque le di a Johnny mi palabra. Después de esto las cosas serán diferentes. Te lo juro, Fainne. No sufras por mí. Siempre estaré allí cuando me necesites. Siempre.
¿Fue un accidente que una nube cubriera el sol de la mañana mientras él hablaba? ¿Fue una casualidad que un gran pájaro oscuro pasara por lo alto del cielo, graznando ásperamente mientras nosotros subíamos hacia el campamento, ahora los dos completamente en silencio?
Era muy pronto, pero aun así la gente estaba fuera. Había humo saliendo de las chimeneas y un olor a pescado frito y a pan recién hechos. Los hombres transportaban cosas hacia la bahía, resueltos y en silencio. Johnny estaba sentado en las piedras del muro exterior, afilando un cuchillo, y junto a él había posado un gran cuervo. La criatura giró la cabeza y fijó sus pequeños e intensos ojos en mí.
—¡Fiacha! —exclamé. Mi corazón latía con fuerza—. ¿Está mi padre ahí? —pregunté, debatiéndome entre el miedo y la esperanza imposible.
—Sólo el pájaro —dijo Johnny, escondiéndose el cuchillo en la manga. Mamá dice que probablemente te seria familiar, como lo fue una vez para mí. Hace demasiado tiempo para recordarlo ya que yo era sólo un niño. La criatura está aquí por algún motivo, me sigue a todas partes. A lo mejor os ha traído un mensaje.
—No es probable. Nunca he encontrado un método eficaz de comunicarme con un cuervo, y no creo que quiera hacerlo. Y Fiacha tiene el pico afilado. Tengo motivos para saberlo. —Mis dedos se movieron instintivamente hacia el lugar en mi espalda, por debajo de mi vestido, donde el pájaro me había picoteado muchos años atrás. Me dolió, y yo le había odiado desde entonces—. ¿Cómo está Coll? —me obligué a preguntar.
—Mejor —dijo Johnny con indiferencia—. Comiendo gachas y gruñendo cuando mamá le dice que se debería quedar en la cama.
Había muchas cosas que podía haber dicho, ya que una inmensa marea de alivio me recorrió, pero me las guardé. ¿Qué sentido tenía?
Darragh era menos prudente.
—Entonces creo que le debes a Fainne una disculpa. —Miró a los ojos a Johnny con severidad en el rostro y los ojos entornados. Nunca había visto esa expresión en su cara antes.
—Está bien, Darragh —dije, poniéndole una mano en el brazo—. Es un error razonable, debidas las circunstancias.
—No, no está bien. —Su voz era muy firme—. Tú estabas, angustiada y asustada. No está bien de ninguna manera. Tu tía debería disculparse, si no lo hace Johnny.
—Desafortunadamente —dijo Johnny despacio—, esto no prueba nada, Fainne es tan experta en deshacer esos hechizos como lo es en lanzarlos. Y hablo por propia experiencia, amigo. Ahora, ya que nos ponemos en este plan, dime por qué fuiste tú solo a buscarla en lugar de llevarte a Godric contigo. ¿No comprendes lo que es una orden?
Darragh enrojeció. No me gustó verle enojado, pues no solía estarlo nunca.
—Johnny —dije interponiéndome entre ellos—. No he dormido ni he comido nada desde ayer por la mañana. No me importa lo que tú piensas, yo sé la verdad, y Darragh también, y esto nos debería bastar a los dos. Quiero ver a Coll, y después quiero descansar. Y sin duda. Darragh también tiene trabajo que hacer. ¿Podemos dejar esto, por favor?
Johnny sonrió de oreja a oreja y miró a Darragh.
—¿Siempre ha sido así? —le preguntó.
Pero Darragh estaba ceñudo, y no respondió. En lugar de eso, se giro y me habló, muy calmadamente.
—¿Estarás bien?
Yo asentí con la cabeza, sin atreverme a responder. Luego desapareció sin una palabra, y en un momento Johnny le siguió. El pájaro desplegó sus grandes y lustrosas alas y voló dando círculos, ahora hacia delante, ahora hacia atrás. Esperaba que su unión con mi padre le hubiera hecho más amigo que adversario.
Coll estaba definitivamente mejor. Se encontraba sentado en la cama, todavía un poco mareado, mientras Liadan le acomodaba las almohadas.
—¡Fainne! —exclamó cuando entré. Gull estaba ahí, empacando una bolsa con cosas de las estanterías, como tinturas y ungüentos, pomadas y cremas. Me sonrió, con sus blancos dientes resplandecientes en contraste con su piel oscura como la noche. Sus manos lisiadas se movían hábilmente mientras iba levantando las minúsculas botellas o algún delicado cuenco.
—¿Dónde has estado? —continuó Coll. Sus ojos eran muy brillantes pero el cambio que había padecido era remarcable.
—En la punta norte —dije yo, acercándome a la cabecera de la cama. Coll se tumbó y su madre alisó las sabanas alrededor de su pecho. La miré, y me devolvió la mirada tranquilamente. No se podía adivinar lo que pensaba, pero no veía ninguna disculpa en sus ojos—. ¿Puedo sentarme aquí un ratito? —le pregunté.
Liadan inclinó la cabeza.
—Muy bien Fainne. Pero no demasiado. —Se levantó y fue a ayudar a Gull con su equipaje. Empezaron a hablar sobre heridas de cuchillo y sobre si la verbena o el todo-lo-cura eran la mejor protección contra los malos humores.
—¿De verdad fuiste todo el camino hacia la punta norte? —preguntó Coll—. ¿Tú sola? ¿En la oscuridad?
—Sí.
—¿No tenías miedo?
—¿Por qué debería tener miedo?
—Podrías haberte caído por un precipicio, o romperte una pierna. ¿Y qué hay del tío Finbar?
—No hables tanto —le dije severamente—. Has estado muy enfermo. Deberías descansar y ponerte mejor, así podremos empezar nuestras lecciones de nuevo, antes de que olvides todo lo que te he enseñado.
Coll me clavó la mirada.
—¡Lecciones! A lo mejor me quedo en la cama. ¿Fainne?
—¿Mmm?
—Dicen que te vas a ir. ¿Te vas a ir?
Miré a Liadan.
—No lo sé, Coll —le dije.
—A lo mejor todavía no. —El tono de mi tía era solemne—. Sí Sigues progresando con las cartas, a lo mejor la podemos retener un poco más. Además, voy a necesitar ayuda aquí.
—Bien —dijo Coll medio dormido—. Me alegro de que no te vayas, esto estará silencioso como una tumba cuando todo el inundo se vaya. Hasta Cormack se va. —Cerró los ojos.
Y de repente comprendí algo terrible. Los hombres bajaban fardos hasta la ensenada. Gull empaquetando sus medicinas. Finbar diciendo que no quedaba más tiempo.
—¿Tía Liadan? —pregunté con voz temblorosa.
—¿Qué quieres, Fainne?
—La… La campaña. ¿No se suponía que era en verano?
Hubo un silencio delicado. Y luego Gull habló.
—El Jefe ha asignado grandes reservas por falsa inteligencia —dijo colocando la capa de una pequeña jarra de barro, envolviéndola en un pañuelo y colocándola en el fondo de la bolsa—. El verano es la fecha oficial. Pero estamos preparados para irnos en cualquier momento, y parece que ha llegado la hora.
—¿A… Ahora? ¿Quieres decir… ahora mismo? ¿Hoy? —Mi corazón dio un vuelco. Esto significaba que tendría que hacerlo sin preparación, sin ningún tipo de ayuda. Significaba que antes del amanecer tendría que ver como Darragh se subía a uno de esos botes y navegaba hacia la batalla.
—Mañana —dijo Liadan—. Esta noche será de banquetes y despedidas. Bran no quería irse mientras Coll estaba en peligro. Pero…
—Es demasiado pronto —dije temblando—. Demasiado pronto… No pensé que sería tan pronto.
Liadan me sorprendió viniendo a sentarse a mi lado, y rodeándome con los brazos.
—No se vuelve más fácil decirles adiós —dijo—. Cada vez es como pequeña muerte; cada vez uno pide a los dioses otra oportunidad, sólo una más. Los hombres no entienden lo que es esperar. Las mujeres lo soportan porque deben. Es el precio del amor. Supongo que para ti es la primera despedida.
—No es así entre él y yo —dije fieramente, ya que su bondad era más dura de sobrellevar que su desaprobación.
—Él no debería ir, eso es todo. No sabe lo que está haciendo. Al menos esos hombres, Johnny y Snake y el Jefe, son guerreros. Es a lo que se dedican. Darragh es… él es un inocente.
—Ah, claro. —La mano de Liadan me tocó el pelo, para despejado un poco de mi cara. Supongo que tenía mal aspecto, con bolsas en los ojos y los rizos enredados por el viento.
—Reconócelo. A veces los inocentes atraviesan un campo de batalla sin un rasguño, Fainne. Es justo esta cualidad lo que les protege. Esperemos que todos estén a salvo y que retornen victoriosos. Ahora creo que Coll debería descansar. Y tú debes estar exhausta y hambrienta. Biddy y Annie se levantaron pronto, y hay un buen desayuno esperándote. ¿Por qué no ce adelantas y disfrutas de buena comida con buena compañía, y luego duermes un poco? No puedes cambiar lo que pasó preocupándote por ello.
Gull había terminado de embalar, y estaba atando la bolsa con esmero.
—¿Has ido con ellos alguna vez? —le pregunte a mi tía—. Deben de tener una desesperada necesidad de contar con curanderos en tiempos así.
—Un campo de guerra no es lugar para una mujer. Yo iría, créeme; es como un cuchillo en el corazón tenerlos lejos de mi vista durante tanto tiempo, y en peligro. Pero Bran no lo permitiría. Es demasiado peligroso. Gull viaja con ellos y se ocupará de sus heridas. Mientras, yo vigilare esto de aquí.
—¿Liadan?
Me miró, pero no encontré las palabras para preguntarle lo que le quería preguntar. Ella esbozó una pequeña sonrisa, como de reconocimiento.
—Finbar me ha dicho que no nos queda otro remedio que confiar en ti —dijo—. Si él puede hacerlo, supongo que yo también. Él tiene más razones para estar asustado que yo. Y ahora ve, y sin caras largas. Necesitamos que los hombres se vayan con sonrisas y confianza, no con lágrimas. Estas nos las guardamos para luego, para cuando estamos solas.
Comí, pero no mucho. Tenía una sensación de náusea en la boca del estómago. Dormí, y me visitaron pesadillas tan horribles que no podría ni relatar. Me levanté, me lavé la cara y me cambié de ropa. Me trencé el pelo con esmero. Luego salí y me senté en la cima del acantilado sobre la bahía, y pensé en pájaros. El tiempo era calmado. Los curraghs estaban anclados, listos para zarpar. Había tres de grandes y muchos más de pequeños, algunos ya bien repletos de bolsas y fardos y otros vacíos de carga. Supuse que éstos transportaban armas. Abastecimientos. Debía de haber algún tipo de campamento en el camino. No tenía ni idea de dónde podía ser, y no me habían dejado ver los mapas. Tendría que volar e ir directamente detrás de ellos. O en lugar de encontrarlos podría seguir viajando más y más lejos a través de esa vasta extensión de agua hasta que mis alas se dieran por vencidas y me hundiera en las mandíbulas de alguna criatura marina de dientes afilados. Eso si antes no moría de frío. Pensé en los hombres nadando de noche y me estremecí. Seguramente en verano hubiera sido mejor. ¿Por qué no habían esperado, al menos hasta Beltaine? Hacía fresco; el mar sería inmisericorde.
Pájaros. Pájaros de mar: gaviota, charrán, albatros. Buenos para distancias largas a través del océano, bendecidos con resistencia y fuerza. No tan buenos en tierra, posiblemente. Demasiado ruidosos: demasiado salvajes. Sería necesario acercarse y sería necesario ser discreto. Un chirivín; un gorrión. No. Demasiado vulnerables. Demasiado débiles. Solamente un bocado sabroso para cualquier depredador durante el vuelo. Uno podría ser también un ave cazadora, como un azor o un águila. Pero tampoco me parecía bien. ¿Qué era más chiquito, y más sencillo, y no se asustaba del hombre y era capaz de volar largas distancias? En Kerry había unos pequeños pájaros grises que a veces planeaban sobre mí cuando me sentaba debajo de los menhires y aleteaban mirándome con ojos esperanzados, por si había traído un puñado de grano, o un pedazo de pan de centeno. Unos animalitos regordetes con la cabeza pequeña y unos picos sencillos y chiquitos. Palomas de las rocas, las llamaban. ¿No mandaba la gente a veces palomas con mensajes? Pero luego estaba la tarta de pichón. Aunque seguramente nadie estaba por la labor de cocinar nada elaborado ahí donde íbamos. Una paloma era pequeña, pero no suficientemente pequeña. Tenía una voz dulce y suave, y un sencillo y discreto plumaje. Podía volar un buen trecho, tan lejos como yo me pudiera imaginar. Eso sería, entonces. Tan pronto como se hubieran ido lo haría, y sin ayuda. Y por otro lado, sólo cabía esperar ser lo suficientemente fuerte.
Esa gente había celebrado despedidas muchas veces, pero incluso para ellos, esto era inusual. En ocasiones, un grupo de hombres era llamado para cumplir alguna misión, y volvían al cabo de un tiempo con uno o dos de menos, uno o dos heridos, un ojo arrancado o un brazo o una espalda heridos, estaban acostumbrados a esto, me contó Biddy mientras yo reposaba en una esquina de su cocina e intentaba tragar un tazón de sopa. No me podía permitir ser débil por la mañana, con todo ese largo viaje por recorrer. En esa época, siguió Biddy, antes de que el Jefe viniera a Inis Eala, habían estado huyendo todo el tiempo, nunca seguros; siempre escondiéndose o arriesgando sus vidas en alguna empresa imposible. Se ganaron una reputación por conseguir cosas que otros no pudieron. Ella ya había perdido un buen hombre; y sólo esperaba no perder a otro. Gracias al Jefe sus muchachos hicieron un canje y ya no eran guerreros, por lo que se podían quedar en la isla. Pero Gull debía ir, ella no le podía detener. Su lealtad hacia Johnny, dijo irónicamente, mientras esparcía romero en el cordero que Annie hacía girar en el asador. Johnny era el hijo del Jefe, y éste había dado a Gull una vida. Ella lo entendía. Pero esto no hacia a Gull ser más que un estúpido loco, y ella así se lo diría. Un hombre pasados los cuarenta era demasiado viejo para darse cuenta de este sinsentido, y no merecía tener una buena mujer manteniéndole la cama caliente hasta su vuelta.
Aun así, esta vez había algo más. Nunca antes, desde que se habían instalado en la isla y construido la escuela y la comunidad, se habían ido tantos hombres juntos en una misión. Su trabajo ahora consistía en enseñar las artes de la guerra, no hacerla ellos. Pero el Jefe no había querido que tomaran parte en esta empresa. Ahora era un terrateniente, con responsabilidades de otro tipo, y se había establecido en Harrowfield. Pero no podía evitar mantener un cierto interés por Inis Eala, lo llevaba en la sangre. Aun así, él hubiera deseado mantenerse al margen en esta particular aventura. Pero Sean de Sieteaguas era de la familia, y le debían algo. Fue Sean quien les ayudó a establecerse; fue él quien promocionó Inis Eala como el lugar donde debías ir si querías que tus hombres estuvieran bien entrenados. Y era el hermano de Liadan. Además, estaba Johnny, que era el heredero de Sieteaguas. No se podía negar una profecía.
Así que se marcharon, todos ellos, a salvar a los más jóvenes y a los más viejos, y a todos aquellos que su oficio significaba que no llevaban armas. Todos los hombres jóvenes que nos habían protegido en silencio e inteligentemente. Toda la extraña y diestra cuadrilla con sus nombres extravagantes y sus variopintas vestimentas. Incluso el joven Cormack iba; él era efectivamente un guerrero.
Hubo un festín con el cordero, pollos estofados con ajo y un pudín con especies y fruta. Hubo cerveza, pero no en abundancia; se necesitaba tener la cabeza clara para la partida al amanecer. Después hubo música. Sam y Glem tocaron hasta agotarse; la mujer con el arpa se superó, primero tocó gigas y después con un aire suave que procedía de las cuerdas, tan dulces como una melodía de las hadas. Cuando terminó, alguien pidió música para bailar, y la banda volvió a tocar de nuevo.
Esta noche, tocarse parecía permitido; y las miraditas; y los murmullos. Mientras sus hombres estaban ocupados con los silbatos y los bodhrán. Brenna y Annie danzaban juntas, riéndose. Los hombres jóvenes estaban de pie, y en un segundo no había nadie en la pista que no diera vueltas y aplaudiera siguiendo el sonido energético de la melodía y el atronador compás. Pero no se dedicaban a esta actividad sólo los jóvenes. La Gran Biddy bailaba con el alto y larguirucho Spider. La chica que cría pollos estaba bailando en círculos con el feroz y marcado por la batalla Snake, que se veía resplandeciente con su larga túnica de piel de serpiente. Gull cogió a Liadan y los dos se rieron como viejos amigos, el Jefe no bailó. Estaba sentado muy derecho, con sus ojos grises fijados en la esbelta figura de su mujer, con un vestido sencillo, mientras ella pasaba por debajo del brazo de Gull, o daba vueltas graciosamente alrededor de él, o hacía algunos pasos de baile entre las filas de bailarines. Entendí la mirada del Jefe, intensa y enojada. Estaba almacenando recuerdos que le duraran hasta que retornara y la pudiera tener entre sus brazos de nuevo.
Johnny apareció, sonriente, y me invitó a bailar, pero yo le dije que no educadamente. Después lo intentó Gareth, tropezándose con las palabras y poniéndose rojo, y le dije que estaba cansada. Corentin me miró, con el ceño fruncido, y luego miró a Darragh, pero no se acercó. Darragh no bailaba. Estaba sentado cerca de mí, pero no demasiado, y yo me daba cuenta por la forma en que sus pies se movían y por el chasquido de sus dedos, que se moría por formar parte de la diversión. Este chico tenía la música en el cuerpo. Pero no se levantó, y yo tampoco. La pieza terminó y Liadan volvió con la cara roja y sonriente, a sentarse al lado del Jefe de nuevo. No se miraron a los ojos, simplemente la mano de él cogió la de ella cuando se sentó a su lado, y sus dedos se entrelazaron. Esta noche eran menos precavidos, porque quedaba poco tiempo.
—¡Toca otra! —pidió Godric, que quería bailar con Brenna. Esto demostraba coraje, puesto que su querido Sam estaría mirando todos sus movimientos mientras su brazo de herrero arrancaba vibraciones al bodhrán. Pero el guitarrista estaba cansado y quería reposar y tomarse una cerveza, y Clem dijo que ya era hora de que bailara con Annie.
—¡Ey, Darragh! —le llamó Godric, para no sentirse frustrado—. ¿No dijiste que sabías tocar la gaita? ¿Qué tal si nos deleitas con alguna melodía?
Darragh esbozó una lenta sonrisa.
—Ya están todas empaquetadas —dijo.
—¡Venga pues, ve a buscarlas! No hay nada como una buena gaita para un poco de baile.
Eso era verdad. Y pude ver por sus miradas que estaban medio esperando que la manera de tocar de Darragh fuera autodidacta, el manejo áspero de un chico que ha aprendido a tocar de oreja, intentando copiar algo que ha oído en alguna ocasión. Les podía haber dicho lo contrario, pero no hizo falta. Pronto Darragh hinchó la bolsa y la puso bajo su brazo, y sus largos y finos dedos empezaron a moverse por los agujeros, y una corriente melodiosa se esparció en el aire acallando todas las voces del auditorio. Todos se quedaron inmóviles, hasta que Sam cogió el tono para la giga, y los hombres mayores empezaron a dar palmas, y el baile empezó de nuevo.
Almacenando recuerdos. El Jefe no era el único que podía hacerlo. Él necesitaría a los suyos hasta el final de la campana, pero yo pensaba que los míos tendrían que durar para siempre. Pero no tenía que mirar a Darragh para ver lo que sabía que no podía tener. Podía cerrar los ojos, y dejar que el sonido de las gaitas creara una imagen por mí: el chaval de pelo oscuro en su poni blanco, y encima el pálido y ancho cielo de Kerry, y el aire suave y el sonido del mar.
—¿Todo bien, muchacha?
Parpadee y levanté la vista. Biddy estaba delante de mí resollando, su amplía y dulce cara estaba roja y los mechones de pelo rubio le daban un halo brillante.
—Estás blanca como la leche, espero que no estés con fiebres.
—Estoy bien. —Al menos lo estaba hasta que Darragh llevó la frenética melodía hasta el final, y con una larga mirada en mi dirección, empezó con un lento lamento. El baile se detuvo, las risas y la charla se apagaron. La gente se daba la mano, o se sentaban tranquilamente y sus ojos se suavizaban. Hubo más de una lágrima mientras la melodía subía y descendía con la gracia de una golondrina o las intrincadas cenefas de la ropa decorativa con sus luces y sombras. Una buena melodía, como una buena historia, habla a todos los oyentes a la vez, y a cada uno le cuenta una historia diferente. Saca a la superficie lo que está muy dentro de cada espíritu, despierta cosas que ni siquiera sabíamos que estaban ahí, enterradas por el desorden de nuestro día a día, nuestra capa de autoprotección. Darragh tocaba con el corazón, como siempre, y al final no lo pude soportar. Un poco más y me pondría a llorar, o gritar, o me arrancaría el amuleto y gritaría que no podía hacerlo, y que nadie me obligaría a ello. Pero me habían entrenado bien. Me levanté y salí fuera, cerca del auditorio. Me senté en el muro cerca del jardín de la cocina, bajo la pálida luna. Dentro, el lamento continuaba, una canción de amor y pérdida, una canción de despedida. Hablaba de lo que podía haber sido. Apreté los dientes, y me rodeé con los brazos recordándome a mi misma que era la hija de un hechicero y que tenía un trabajo que hacer. Debía olvidar que era una mujer y que Darragh era un hombre y pensar que por la mañana debía ser una criatura del aire, volando alto sobre peligrosos mares. Debía acordarme de mi abuela y del mal que había causado: una familia casi destruida, un padre de familia destrozado. Finbar, un apuesto joven, se transformó en un espectro andante. La muerte de las esperanzas de mi madre, los sueños de mi padre, todo empezó con ella. Debía recordar lo que hizo hacer, y en lo que se había convertido. Si esto no me daba las fuerzas necesarias para seguir, estábamos sin duda perdidos.
La música cesó. Las luces eran tenues y la gente salía en tropel del recinto y se iban a la cama. Yo esperaría, pensé, hasta que Brenna y los otros se durmieran, y luego me colaría discretamente. No tenía ganas de hablar. Necesitaba ser fuerte, estar llena de esperanza y confianza. En lugar de eso, me sentía sola, indefensa y asustada. ¿Cómo me transformaría si no tenía fe en mí misma? Ahora que la música había terminado, debía respirar hondo, tal como mi padre me había enseñado: lenta y plenamente, desde el ombligo. En tres pasos, como las cascadas de una gran catarata. Y otra vez. El control lo era todo. Sin control estaba a merced de los sentimientos, y los sentimientos no eran más que un estorbo.
—¿Fainne?
Di un respingo. Él estaba delante de mí, no le había ni oído ni visto.
—¡No hace falta que te acerques así tan sigilosamente! Además, no deberías estar aquí a solas conmigo en plena noche. Va contra las normas.
—¿Qué normas? —dijo Darragh encaramándose al muro junto a mí—. Ahora, mejor que tengamos una charla. No habrá tiempo por la mañana. ¿Te he enojado, verdad?
—Claro que no.
—Saliste afuera. Pensé que te gustaba oírme tocar.
—Me puso triste. Darragh, te tienes que ir, o yo lo haré. Todavía hay algunas luces encendidas, y gente fuera. Nos podrían ver.
—Somos dos amigos charlando, eso es todo. ¿Qué mal podemos hacer?
—Sabes que eso no es todo. Ahora vete, por favor. No lo hagas todo más difícil de lo que ya es. —Mi voz tembló. Me estaba costando todos mis esfuerzos mantenerme firme y no mirarlo. Darragh no dijo nada durante un rato. Luego se bajó del muro y se volvió a mirarme con sus ojos al mismo nivel que los míos para que no pudiera evitarlos.
—¿Qué quieres decir con que eso no es todo? —Su voz era muy suave en la oscuridad. Detrás de él, a través de la puerta medio abierta, podía ver brillar una lámpara, y escuchar las voces de Biddy y Gull mientras ordenaban el lugar.
—Nada. Olvida lo que he dicho. Por favor.
—¿Qué querías decir, Curly? —Levantó su larga mano y la puso en mi nuca, y su mirada me hizo sentir muy extraña. Me hacía querer hacer cosas que sabía que no debía hacer.
—No puedo decírtelo. —Le miré, y mantuve mis manos cruzadas en mi regazo, y empecé a respirar rítmicamente: inspirar, dos, tres, expirar, dos, tres. Control. Conseguí no levantarme y tocarlo. Conseguí no rodearlo con mis brazos, y tocar mi mejilla con la suya, y deshacerme en la gran oleada cálida de deseo que se desbordaba dentro de mí. Era cruel. En un instante podía haber conseguido aquello que tanto había deseado. Podía haber sonreído tal como sonreí a Eamonn, y hacerle cerrar los ojos, y besarlo tal como la abuela me enseñó. De un modo que hace que un hombre hierva de deseo por una mujer de forma que él haría lo que fuera por tenerla. Podía haber hecho un poco de ruido, y atraer a Biddy o a Gull afuera para que nos descubrieran. Entonces hubieran enviado a Darragh lejos, y le hubiera salvado la vida. Pero no podía hacerlo, ni siquiera por eso. Era mi amigo. La única persona en el mundo en quien podía confiar aparte de mi padre. No podía llegar a rebajar lo que había entre nosotros de esa forma. Y aun así, lo que deseaba en ese instante, con cada parte de mi cuerpo, era abrazarlo fuerte y despedirle como una chica despide a su amado, con palabras tiernas y con la calidez de su cuerpo. Me mantuve quieta. No dije nada. Pero no podía controlar mis ojos.
—¿Curly? —dijo Darragh con cuidado, como si acabara de ver algo que no se pudiera creer.
Tócame de nuevo —decía una voz dentro de mí, pese a todos mis esfuerzos por controlarme—. Rodéame con tus brazos y abrázame fuerte. Sólo una vez. Sólo esta vez.
Pero Darragh se giró y cruzó los brazos. Y su voz, cuando habló, tembló con un sentimiento que no logré comprender.
—Es mejor que te vayas —dijo—. Vete, Fainne. Es tarde ya. Mejor que te marches ahora.
Me bajé del muro y de repente sentí frío. ¿Qué había hecho mal? Él parecía enojado, pero yo pensé que…
—Venga, Fainne. —Todavía me daba la espalda con sus bravos fuertemente cruzados, como si el mero pensamiento de tocarme o mirarme se le hiciera repugnante. No podía creer cuánto me dolía, como si la última dulce reminiscencia de mi infancia se convirtiera de repente en cenizas. Levanté la mano y por un instante la dejé reposar en su manga.
—Es mejor que no —dijo él con una voz sofocada, y se alejó poco a poco como un caballo nervioso.
—Buenas noches, entonces. —Intenté que me salieran las palabras, luchando para recuperar el aliento. Debía estar fuerte para la mañana; debía estar fuerte para el viaje. No podía permitírmelo. Me estaba rompiendo en pedazos.
—Adiós. Curly. Mantente alejada de los problemas, hasta que vuelva a por ti. —No me miraba a La cara pero su voz sonaba tal como la recordaba de tiempo atrás, fuerte y sincera. Huí antes de decir algo de lo que me pudiera arrepentir para siempre. Atravesé el auditorio corriendo, donde Gull y Biddy estaban sentados junto al fuego, hablando suavemente, lo dos tenían que despedirse, pero yo pensaba que ninguna despedida era tan terrible como la mía. Llegué a mi pequeña tienda de campaña y entré lentamente. Me tumbé en mi jergón con los ojos abiertos. Dos de las chicas ya estaban roncando tranquilamente. Me llegó la voz de Brenna como un suspiro.
—¿Estás bien, Fainne?
—Mmm —dije cubriéndome la cara con la sábana. No estaba bien, y parecía que nunca lo estaría. Tantas cosas había hecho mal. Había herido a tanta gente en el camino, justo como el búho había predicho. Parece que no te importan nada todas las bajas que vas dejando a tu paso. Pero sí que me importaba, ése era el problema. Esto era lo que me retenía. Sentimientos. Amistad. Lealtad. Amor. Era mucho más fácil para una hechicera ser como mi abuela, y que no te importara un pimiento lo que se perdiera en el camino. Lo único que importa es el poder, ella diría. Casi la podía oír diciéndolo, muy dentro de mí: una minúscula y oscura voz en silencio durante mucho tiempo que se despertaba una vez más. Hasta que lo entiendas, Fainne. Me dormí con la mandíbula apretada y los ojos fuertemente cerrados, y con el cuerpo hecho un ovillo debajo de las mantas. Soñé con fuego.
Darragh tenía razón. No había tiempo por la mañana. Me levanté antes del amanecer, y mientras salía sigilosamente de la tienda de las escolares podía ver las luces abajo en La bahía, y oír un ordenado y resuelto resonar de pasos. Las velas crujían, ya soplaba una brisa del norte. Al lado de la vela encontré un pedazo de pergamino. Destapé la tinta y cogí una pluma de ave. ¿Qué podía uno escribir? ¿Cómo se podían decir este tipo de cosas? Al final fui simplemente breve. Tengo que marcharme por un tiempo. Lo siento. Firmé con mi nombre y lo espolvoreé con arena para secar la tinta. Doblé y sellé el mensaje, y escribí el nombre de Liadan en el anverso. Lo coloqué donde el sacerdote o el druida pudieran encontrarlo. Seguidamente bajé al lugar escogido, una estrecha cornisa cercana a la cima del acantilado, desde donde se divisaba toda la bahía. Unos matorrales crecidos me escondían de la vista en la penumbra pero me daban una visión parcial de la flota preparada para su partida. A lo mejor debería haber escogido mi ropa pensando en mi destinación final. A lo mejor debería haber robado algo de Cormack: ir blindada como un guerrero sería una oportunidad de permanecer discreta mientras volvía a ser yo misma. Pero en lugar de eso me había vestido para el coraje. Con una simple túnica de rayas azules y verdes, la clase de túnica que una chica nómada usa en ocasiones especiales, como las ferias de caballos. Alrededor le había atado el chal más precioso de todo Erin, con sus pliegues de seda resplandecientes con preciosas criaturas en todos los colores del arco iris. Mi pelo estaba suelto y los primeros rayos de sol lo transformaron en rojo fuego. Me vestí para que se viera que yo no pertenecía a nadie más que a mí misma, que no era la criatura de nadie. Aun así, llevaba mi amuleto, ya que dejaba este lugar protegido para dirigirme hacía algo desconocido. Si me lo quitaba, ella vendría, y yo lo sabía. Ella no debe venir, todavía no. Ella debe observar y creer que soy leal hasta el final, sin saber el poder de la cinta de mi madre y sin darse cuenta de que al final yo he aprendido a reconocer el poder que hay en mí. El poder que fluyó de mi madre y de mi padre. ¿Acaso no era yo una hechicera y a la vez hija de Sieteaguas, una potente mezcla? Como mi abuela había dicho, el plan se debía revelar de acuerdo con la profecía, hasta el final, hasta el mismísimo final. Entonces ella entendería de qué enferma manera había escogido su objeto de venganza.
Riona estaba atada a mi cinturón, no la podía dejar atrás. Esperé a que los hombres hubieran bajado y abordado los curraghs. Esperé mientras las mujeres les decían adiós con la mano, entonando sus valientes despedidas. Esperé hasta que los remos centellearon en las oscuras aguas, hasta que el viento infló las velas y las embarcaciones empezaron a virar hacia el este, saliendo de la segura bahía hacia mar abierto. Luego cerré mis ojos y recité el hechizo. Con cada parte de mí, cuerpo, mente y alma, pensé: paloma. Las palabras del hechizo vibraron a través de mí. Sentí el poder en mis dedos, en la planta de los pies, en el pelo, arriba y abajo de mi espalda como una corriente que me llevaba hacia delante. Abrí mis ojos, y mis alas, y volé.