Capítulo IV

Llegó la estación de las lluvias, y una de las niñas enfermó de tos. Yo me ofrecí a quedarme atrás para cuidar de ella, y Peg aceptó con gratitud. Pero dejó también a Roisin, para hacerme compañía, explicó. Hacer de niñera me convenía. La niña no daba problemas, y además el tiempo era demasiado lluvioso para poder pasear. No podía considerar la idea de ir a caballo con Darragh, ni mucho menos hablar con él. Sufría bastante por eso. Sabía que lo había herido profundamente. Extraño, porque ahora parecía que también mi corazón estuviera herido y dolorido.

Mientras la niña descansaba, también me dediqué un poco al otro ser que estaba a mi cargo. Pequeño, inmóvil y silencioso, pasó la noche posado sobre un soporte lateral de la cortina. Quizá no quería enseñarme que era capaz de volar. No durmió en todo el día, como habría hecho un búho normal. En cambio, tuvo los ojos entreabiertos fijos sobre mí todo el rato, aparentemente feliz por los pequeños bocados que le ofrecía: larvas, escarabajos y demás. En la inmovilidad de la noche, mientras todos dormían, lo vi dos veces desplegar las pequeñas alas desgreñadas y caer al suelo en un vuelo letal y silencioso para agarrar alguna pequeña criatura y volver sobre la percha a comer a golpes de pico y garras su presa, que se debatía inútilmente. Eres un pequeño impostor, le susurré, mientras me sentaba en la cabecera de la niña con el búho apoyado en el dedo y le balanceaba frente a los ojos un gusano recién desenterrado. El pajarito se fijó intensamente en él, luego abrió el pico y lo engulló de un chasquido. El gusano desapareció. Un embustero, hecho y derecho. El pájaro redujo los ojos a dos finas hendiduras, desgreñó las plumas y pareció disponerse a dormir. En aquel momento oí un ruido de cascos que provenía del exterior, así que lo coloqué rápidamente en su oscuro rinconcito.

Se oyeron la voz de Roisin y la de un hombre. Eché un vistazo fuera de la tienda, luego me retiré de nuevo al interior. Imaginé que Roisin veía a su enamorado solamente una vez al año. No era el modo más fácil de cortejar a una chica, si de eso se trataba. Me mantuve sentada en silencio, oyendo sus voces pero sin comprender las palabras. Mi mente estaba lejos. Pensaba en mi padre, en cómo había perdido tanto su amor como sus sueños. Y me dije que quizás era mejor ir ahora a Sieteaguas, y no más tarde. Había muchas cosas que podían salir mal. Personas a las que podía herir. Y en mi vida no había espacio alguno para aquellas cosas, como tampoco había espacio en ninguna otra vida que yo, o cualquier otro representante de mi raza, pudiera tener nunca. Pero de eso ya era consciente; se trataba solamente de seguir repitiéndomelo, ya está, y con el tiempo el dolor se calmaría.

La lluvia casi había cesado. Desde fuera, cerca del fuego, me llamó Roisin:

—¿Fainne?

Me asomé de la tienda. El joven estaba apilando leña para el fuego, y Roisin preparaba té.

—Ven a beber algo caliente. El frío está arreciando. Este es Aidan. Aidan, ésta es Fainne. La amiga de Darragh.

Ya no, pensé, esforzándome en sonreír.

—Encantado de conocerte —contestó el joven, y yo asentí.

—Aidan tiene noticias. Fainne. —Roisin estaba insólitamente excitada. La miré. Pero no logré pensar en nada que pudiera concernirme de alguna manera—. Parece que Darragh ha tomado por fin una decisión —añadió luego.

—¿Respecto a qué? —pregunté aceptando una taza de infusión de camomila humeante.

—Diarmuid O’Flaherty y sus caballos —explicó Aidan, que se puso cómodo sobre uno de los bancos y rodeó a Roisin con un brazo.

—¿No te había dicho nada? —me preguntó Roisin, viendo que yo no decía nada.

Negué con la cabeza.

—En los últimos dos años O’Flaherty ha tratado de convencer a Darragh, y también a mi padre, para que se quedara con él en la granja y lo ayudara con la doma de los caballos. Ya una vez hizo maravillas con un animal muy difícil, que ninguno de los hombres de O’Flaherty pudo siquiera llegar a tocar. Eso fue hace bastante. Darragh es así, con los caballos es como ningún otro. Algunos de los mejores ejemplares provienen de las cuadras de O’Flaherty. Para Darragh esta oferta representa una gran oportunidad. Pero nosotros no solemos echar raíces. Hasta ahora siempre ha dicho que no. Siempre ha preterido el camino o el campamento en Kerry, con caballos o sin ellos.

—Bien, por lo que parece ahora tiene ganas de asentarse —observó Aidan—. Quizás haya de por medio alguna chica. Las hijas de O’Flaherty son las dos muy guapas.

Roisin le lanzó una mirada. Por mi parte, me quedé allí con la laya entre las manos y no dije una palabra.

—Nos ha pillado un poco por sorpresa consideró Roisin. —Mi padre está contento, pero también triste. Comprende que se trata de una gran oportunidad. Pero todos echaremos de menos a Darragh.

—Quizá no sea tan duro —añadió Aidan—. Podréis verlo en las ferias. Así pasa con nosotros, aquí en Ceann na Mara —explicó—. Los veranos en la campiña, en las colinas: los inviernos en la costa. O’Flaherty tiene posesiones enormes. Cásate con un miembro de esa familia, y puedes estar seguro de que tienes toda la vida asegurada.

—¿Quién ha hablado nunca de matrimonio? —se rió Roisin, dándole un codazo en las costillas.

—La gente hablará de ello.

—La gente puede decir lo que quiera, pero eso no quiere decir que sea verdad. Nunca hubiera creído que Darragh pudiera hacerlo. Su decisión nos ha sorprendido a todos. —Miró en mi dirección—. Creía que tú serías la primera en saberlo.

Después de aquello las cosas sucedieron deprisa. O’Flaherty quería partir al día siguiente, y se llevaría a Darragh con él. Por la tarde la gente se reunió alrededor del fuego, pero el aire era frío y nadie parecía, estar de humor para fes tejos. Yo dije que estaba cansada y me retiré a la tienda. La gente charló tranquilamente y bebió cerveza. No se contaron historias, ni se oyeron muchas risas. Más tarde alguien le pidió a Darragh que tocara la gaita, Pero en cambio fue Dan el que los entretuvo con un par de canciones. No lo vi, Pero conocía bien la manera de tocar de Darragh. Dan tocaba el instrumento con mayor técnica, pero el sonido no tenía la misma pasión que cuando lo tocaba Darragh.

Mucho más tarde, cuando todos dormían y una ligera lluvia volvió a caer, entonces sí que oí a Darragh, de lejos; estaba en la playa inmersa en la oscuridad, allá abajo. Tocaba solo; le estaba diciendo adiós a su gente y a su familia, al tipo de vida que llevaba en la sangre y en lo más hondo de su ser. ¿Y soy yo un vagabundo, recuerdas?, había dicho. Siempre en camino, así soy yo. La música vehemente se difundió sobre la playa desierta y las oscuras aguas tumultuosas, y penetró en lo más profundo de mi espíritu. En otro tiempo habría sido fácil. Simplemente me habría levantado, habría caminado hasta la orilla y me hubiera sentado al lado de Darragh mientras tocaba. Entre nosotros no habría habido necesidad de palabras, porque mi sola presencia habría bastado para demostrarle que sentía haberlo herido. Y él habría entendido que seguía considerándolo mi amigo. Pero ahora las cosas eran diferentes. Y era yo quien las había cambiado, y ahora mi amigo me dejaba para siempre. Bueno, mejor así; mejor para mí y mucho mejor para él. ¿Por qué entonces sufría tanto? Apreté la mano alrededor del amuleto de mi abuela, recibiendo de él calor y la garantía de que el camino elegido era el correcto, el único posible. Me arrebuje en la manta y me tapé las orejas con las mano. Pero la voz de la gaita penetraba en mi corazón, y no hubo modo de acallarla.

* * *

Mucho tiempo después llegué a Sieteaguas. Meán Fómhair ya había pasado, y una bruma quieta llenaba el aire. Había pasado muchos días en el camino, demasiados para llevar la cuenta. El grupo se había dividido en dos; un carro se detuvo a poca distancia de la Encrucijada, y con él gran parte de la gente. Sin los más ancianos y los niños avanzamos con mayor rapidez, parándonos solamente para dormir. Dan conducía el carro, Peg se sentaba a su lado y Roisin me hacía compañía. A pesar de su amabilidad, mis pensamientos seguían volviendo sobre la tarea que me esperaba. No podía pensar en nada más. Me impuse severamente olvidar a Darragh. El pasado era el pasado. Con pena, también me esforcé en no pensar en mi padre.

Preparamos el campamento para una noche o dos en un lugar llamado Glencarnagh, donde había una gran casa y muchos hombres armados que llevaban túnicas verdes y se dedicaban a sus tareas con expresiones feroces en sus rostros. Ya allí vi muchos más árboles de los que había visto en toda mi vida, árboles de todas las especies, altos pinos ya revestidos de agujas sutiles y otros más pequeños, avellanos y saúcos en período de descanso invernal. Pero aquello no fue nada en comparación con el bosque. Mientras recorríamos el camino flanqueado por grandes cúmulos de piedras caídas sobre ambos lados, vi a lo lejos su verde frente avanzando en el paisaje, cubriendo colinas, ahogando valles. Y sobre todo ello se cernía la niebla, húmeda y espesa.

—Ya hemos llegado, muchacha —anunció Dan Walker—. Es el bosque de Sieteaguas.

—¿Tenemos que entrar? —preguntó Peg en un tono nada entusiasta.

—La vieja tía me mataría —respondió Dan— si me atreviera a pasar por aquí sin visitarla. Y además le he prometido a Ciarán que dejaría a su hija en el umbral de la casa de su tío.

—Pues si hay que hacerlo, hagámoslo.

—Allí nos esperará un buen almuerzo, por lo menos —afirmó Dan, mirándola de reojo—. La tía se ocupará de ello.

Entrar allí, como apuntaba Peg, se hizo más arduo de lo que hubiera imaginado. Atravesamos terrenos de pastoreo y remontamos una pendiente hasta alcanzar unas rocas. Y de pronto, el busque se abrió delante de nosotros, circundado por las colinas, y se extendió como una enorme manta oscura. Infundía un cierto temor: era un lugar de sombra y misterio, otro mundo, escondido y secreto. No logré entender cómo alguien podía elegir un sitio así para vivir. ¿Ser despojado del viento, de las olas y de los espacios abiertos no ahogaría el espíritu? Noté al pequeño búho que se movía dentro del bolsillo. En el camino, como salidos de la nada, apareció un pelotón de hombres armados y vestidos con los mismos colores que las rocas y los árboles de alrededor. Su jefe se adelantó. Se le reconocía por la túnica blanca que llevaba sobre el jubón, ornado por un símbolo azul formado por dos collares de oro ensortijados.

—Dan Walker, nómada de Kerry —se presentó Dan tranquilamente y sin que le fuera preguntado, mientras bajaba del carro de un salto—. Ya me conoces. Mi mujer, mi hija. Venimos de Glencarnagh. Esperamos que lord Sean nos conceda su hospitalidad durante una noche o dos.

Los hombres se dispusieron a los lados del carro husmeando y pinchando la carga. Llevaban espadas y puñales y dos de ellos empuñaban arcos. Toda la operación dio la impresión de una gran eficiencia.

—Decidle a vuestra gente que baje mientras revisamos el carro —ordenó el jefe.

—Somos nómadas. —El tono de Dan era conciliador. En el carro sólo hay cacerolas y sartenes y algún que otro cesto. Y las chicas están cansadas.

—Decidles que bajen.

Hicimos lo que nos ordenaron. Nos quedamos de pie en el camino, observando el registro metódico de cada artículo contenido en el carro. Tampoco se dejaron mi pequeño baúl. No me gustó en absoluto ver a los soldados sacar a Riona y manosear su vestido de seda con sus manazas. Por fin, acabaron. El jefe del pelotón nos echó un vistazo. Roisin le guiñó el ojo, pero su rostro se mantuvo impasible. Después se volvió hacia mí y su expresión se volvió aún más cortante.

—¿Quién es esta muchacha?

Ahora me observaba de cerca, y yo tuve miedo. ¿Acaso muchos de ellos no eran druidas? Quizás aquel hombre podía mirarme a los ojos y leer las funestas intenciones de mi abuela. Quizá me detendrían antes de empezar, y entonces mi padre pagaría las consecuencias. Veloz como el rayo, usé sutilmente el Hechizo para imprimir en mi cara una cierta dulzura y otorgar a mis ojos una confiada inocencia. Levanté la mirada y observé al hombre a través de mis largas pestañas.

—Es la sobrina de lord Sean, de Kerry —declaró Dan—. Fainne, confiada a mí para que viajara hasta aquí con seguridad. Ella se quedará en Sieteaguas durante un tiempo, pero nosotros partiremos enseguida.

—¿Sobrina? —repitió el hombre, pero la voz se le había suavizado un poco—. No sabía que tuviera una sobrina.

—Mandadle un mensaje a lord Sean, si queréis, y decidle que la hija de su hermana está aquí. Nos hará pasar.

Los soldados se apartaron unos pasos para deliberar en privado. Miraron en mi dirección y también en la de Roisin.

—Es aún peor que la última vez —fue el comentario de Peg—. Los guardias han aumentado. Debe de pasar algo especial.

—Nos dejarán pasar —afirmó Dan.

La espera fue bastante larga. Pasamos la primera noche acampados cerca del puesto de guardia, mientras que un hombre recorría un camino casi invisible por el bosque para llevar un mensaje a mi tío. A la mañana siguiente, temprano, nos despertó un ruido de cascos amortiguado por el mullido terreno. Mientras aún estaba doblando las mantas y quitándome las legañas de los ojos, aparecieron dos caballeros que desmontaron un poco lejos de nosotros. Dan Walker fue a su encuentro para saludarlos. Dos perros grises, altos como ponis pequeños, se quedaron de guardia cerca de los caballos.

—Mi señor.

—Dan Walker, ¿no es así? Las formalidades no son necesarias. Espero que hayáis dormido sin problemas, aquí abajo.

El hombre que hablaba tenía que ser mi tío Sean. De él emanaba un aura de autoridad tan intensa que lo hacía parecer un jefe a primera vista. Estaba sobre la cuarentena, no era particularmente alto pero de torso robusto, con una cabellera rizada y oscura atada detrás para dejar despejada la cara. Sus ropas eran simples y cómodas pero de buena calidad, y también él llevaba el símbolo de los collares ensortijados. No lograba ver bien al otro hombre, al que se encontraba detrás de él.

—He oído —dijo mi tío— que me traes a una visita inesperada.

Dan Walker carraspeó.

—He prometido entregarla sana y salva en vuestra puerta, mi señor. Vive cerca de donde montamos el campamento cada año, en verano. Se llama Fainne.

Sin poder aplazar aquel momento, avancé unos pasos para ponerme al lado de Dan, levanté la mirada hacia mi tío Sean y exhibí una cauta sonrisa.

—Buenos días, tío —dije en el tono más amable que encontré.

Su expresión cambió, como si hubiera visto a un fantasma.

—Que Brighid tenga piedad de todos nosotros —exclamó en tono sumiso—. Eres igual a tu madre. Un parecido increíble.

En aquel momento uno de los dos enormes perros se adelantó y se colocó decidido y con aire posesivo frente a él, emitiendo un gruñido sordo y mirándome con ojos feroces.

—Quieto, Nassa —le dijo mi tío; el perro se calló pero no dejó de mirarme—. Bienvenida a nuestra casa, Fainne. —Se inclinó y me besó en ambas mejillas—. Esto sí que es una sorpresa.

—Espero que no sea un inconveniente.

—Quizá nos cojas en un momento de particular trasiego, considerando que estamos justo en medio de contingencias muy particulares. Pero en todo caso eres bienvenida en Sieteaguas. Y será mejor que vengas directamente a casa con nosotros. Te hemos traído una montura apropiada. Dan y su gente podrán seguirnos con más calma, bajo escolta.

—No será necesario —replicó Dan—. Y además he dado mi palabra de llevar a la chica hasta las puertas de Sieteaguas. Las instrucciones que he recibido han sido muy precisas.

Los ojos de lord Sean se entrecerraron imperceptiblemente.

—Se requiere una escolta para todos los que entran y salen, sean amigos o no. Sobre todo para vuestra seguridad. Los días en que se podía entrar en Sieteaguas con ocasión de una boda o de un velatorio hace tiempo que pasaron. Estos son tiempos peligrosos. En cuanto a mi sobrina, estará totalmente segura con su familia. Espero que no cuestionaréis este punto, ¿no?

Dan exhibió una sonrisa torcida.

—No, mi señor —respondió.

—Si quieres, puedes tomarte un poco de tiempo para prepararte. —Mi tío me miró con más atención, quizás observando el vestido arrugado y mi pelo desgreñado—. Y será mejor que comas algo. Pero no tardes demasiado. Aún queda un largo camino.

Después se llevó a Dan aparte, como si no quisiera que yo escuchara lo que le iba a decir, y así pude ver al otro hombre, el compañero silencioso que esperaba a escasa distancia sujetando las bridas de los tres caballos. Se trataba de un hombre más viejo, con el pelo suave y brillante que en un tiempo tuvo que haber sido color castaño, pero que ahora aparecía salpicado de blanco. Lo llevaba recogido en numerosas trenzas aladas con hilos de colores. Tenía un rostro curiosamente falto de arrugas y ojos grises intemporales; vestía una larga túnica blanca que ondeaba a su alrededor aunque no hubiera viento. Empuñaba un bastón de abedul, y el pálido sol de la mañana resplandecía sobre el collar de oro que llevaba al cuello.

—Creo que sabes quién soy. —La voz era la de un druida: suave, musical, un encanto para los oídos y la mente.

—¿Eres Conor, el archidruida?

—Sí, soy yo. Llámame tío, si eso no te confunde demasiado.

—Yo… sí, tío.

—Acércate, Fainne.

Hice como me dijo, aunque con una cierta reticencia. Habría necesitado tiempo para preparar ese momento: tiempo para reordenar los pensamientos, para reunir toda la fuerza necesaria, pero era un tiempo que no tenía. Lo miré directamente a los ojos, sabiendo que tenía a mí favor su recuerdo de mi madre. Aquél era el hombre que orquestó su ruina. La alejó de todo lo que amaba, un gesto que más tarde se reveló como su sentencia de muerte. Me examinó con sus tranquilos ojos grises, y yo me sentí terriblemente mal, como si su mirada lograra penetrarme el alma. Pero logré sostenerle la mirada, sin pestañear, como si estuviera adiestrada para hacerlo.

—Sean se equivoca —afirmó Conor—. Yo creo en cambio que te pareces mucho más a tu padre.

* * *

Incluso en otoño, con la alfombra de hojas húmedas que amortiguaba el ruido de los cascos de nuestros caballos, el bosque era un lugar oscuro. A medida que nos adentrábamos en la vegetación, ésta parecía estrecharnos en un abrazo, envolviéndonos en las sombras. A veces se oían voces. Su eco atravesaba el aire, por encima de nuestras cabezas, agudo y extraño, pero cuando miraba hacia arriba todo lo que lograba ver era un movimiento apenas por el rabillo del ojo, entre las ramas desnudas de las bayas. Era como una telaraña en el aire; como un velo de niebla que se desvanecía justo antes de que el ojo pudiera seguirlo. No lograba comprender las palabras. Los dos hombres cabalgaban impertérritos, y si también ellos eran víctimas de aquellos juegos de sombra y luz, parecían aceptarlo como parte inseparable de aquel paisaje misterioso e impenetrable. Era un lugar oculto, aislado, que te hacía sentir como en una trampa.

Los caballos llevaban un paso que no hacía concesiones a mi agotamiento. Me agarraba tercamente a mi montura, agradecida por el hecho de que avanzara sin tener que incitarla para que lo hiciera. Nadie me preguntó si sabía cabalgar, y yo no tenía intención alguna de revelar que no había subido nunca a un caballo sin tener detrás a Darragh para hacer todo el trabajo. Los perros nos precedían a la carrera, olfateando rastros en el sotobosque. Durante el trayecto mi tío Sean se apresuró a hilvanar una agradable conversación. Al principio sólo fue un poco de charla amigable, y yo pensé que quería hacerme fáciles las cosas. Me dijo que se estaba realizando un consejo, por eso la casa estaba llena de visitantes; se trataba de un momento en que tenían que actuar con gran cautela y atención, por lo que contaba con mi comprensión. Me dijo que tenía una hija de mi misma edad, que me ayudaría a acomodarme. Su mujer, mi tía Aisling, se alegraría de verme, porque también ella había conocido a mi madre.

—Comprende que no tuviéramos ni idea de que vendrías hasta que ha llegado ese hombre —añadió con aire grave—. Tu padre no se ha prodigado con sus mensajes. Nos hubiera gustado tener mucho antes la oportunidad de verte. Pero Ciarán ha sido muy eficiente al limitar el contacto con nuestra familia. No hemos visto a nadie después… después de lo que sucedió.

—Mi padre tenía sus razones —dije rompiendo el incómodo silencio.

Sean asintió.

—No habrían podido volver juntos a Sieteaguas, sobre eso no hay duda. Y sigo convencido de que lo que él ha hecho no ha sido justo. Pero veo que a pesar de todo ahora te ha devuelto a casa, y estoy feliz por ello. Al principio verás que la gente siente bastante curiosidad por saber de ti. Muirrin, mi hija mayor, se ocupará de ello y te ayudará a responder a sus preguntas.

—¿Curiosidad?

—Ha pasado mucho tiempo desde entonces. La fuga de tu madre y todos los hechos que dieron origen a aquel gesto se han convertido aquí en objeto de numerosos comentarios; igual que la historia de tu abuela y el largo período que tus tíos vivieron bajo semblantes de animales salvajes por obra de un hechizo. A la gente de aquí le cuesta mucho trazar los límites entre historia y leyenda. Pero así están las cosas. Tu llegada atizará muchas conjeturas. No conocen la verdad acerca de los hechos ocurridos a tu madre. Toda esta situación requiere la máxima cautela.

Yo no respondí. Era cada vez más consciente de la silenciosa presencia del druida al otro lado, de cómo parecía observarme a pesar de que sus ojos estuvieran puestos sobre el camino. Aunque no hubiera dicho una sola palabra, tenía la impresión de que me estaba valorando. Aquello me hacía sentir mal.

—Hagamos una breve parada —anunció Sean deteniendo al caballo cerca de un pequeño claro. Lo atravesaba un arroyo que daba origen a una charca, sobre cuyas orillas crecían los helechos. La luz se filtraba desde arriba, encendiendo los troncos revestidos de musgo de una luz verde e innatural. Los olmos centenarios estaban revestidos de yedra—. Déjame que le ayude a desmontar, Fainne.

No pude evitar un gemido de dolor mando mis pies tocaron el suelo y me invadieron los calambres.

—Poco acostumbrada a cabalgar —observó Sean recogiendo un poco de leña para encender el fuego—. Tendrías que haberlo dicho.

Me froté la espalda entumecida; luego, no sin dificultad, me senté sobre la manta de viaje que me ofrecieron. Me sentía exhausta, pero no bajaría la guardia, no con aquel hombre que seguía mirándome con sus ojos grises sin fondo.

Sean hizo rápidamente un montón ordenado de ramas secas. Su papel de señor de Sieteaguas no parecía haber mermado sus habilidades prácticas. Los perros se tumbaron en el suelo, con sus largas lenguas rosadas colgando de las grandes fauces abiertas.

—La leña está un poco húmeda —observó Sean echándole una mirada a Conor—. ¿Puedes encenderlo por mí?

Observé al druida, y él me devolvió la mirada con su pálido semblante impasible.

—¿Por qué no lo enciendes tú, Fainne? —me dijo sin énfasis, En aquel instante comprendí que hiciera lo que hiciese para cuidarme de ese hombre, no podía mentirle. No podía aducir la excusa de una ignorancia juvenil, o intentar cualquier tipo de simulación. Era una prueba, y sólo había un modo de superarla. Levanté la mano y apunté el dedo hacia el pequeño montón de maderas y ramitas. El fuego prendió, y empezó a quemar, vivo y constante.

—Gracias —dijo Sean levantando una ceja. Tu padre te ha enseñado algo, entonces.

—Un par de cosas —repliqué con cautela, calentándome las manos en las llamas—. Sólo unos pocos truquitos.

Conor se sentó sobre una gran piedra plana, bastante lejos del fuego. Las llamas proyectaban extrañas sombras sobre su cara, acentuando su palidez. Ahora, sus ojos me miraban directamente.

—Ya sabes que Ciarán fue adiestrado en las enseñanzas de los druidas durante largos años —observó—, y las siguió con especial dedicación y grandes aptitudes.

Asentí y apreté los dientes de pura rabia. Precisamente él tenía que hablarme de ello: primero había animado a mi padre y luego le había mentido, haciéndole creer que podría convertirse en uno de los Grandes Sabios, cuando supo siempre que su pupilo era hijo de una bruja. Un comportamiento realmente cruel.

—Has dicho que tu padre te ha enseñado algunos trucos. Pero ¿qué puedes contarnos de Ciarán? ¿Qué vida lleva? ¿Aún utiliza las habilidades que posee con tanta abundancia?

¿Qué te importa?, pensé indignada. Pero pronuncié mi respuesta con cautela:

—Llevamos una vida muy sencilla, solitaria. Lo que él persigue es el conocimiento. Estudia las artes mágicas, aunque las pone en práctica muy raramente. Lo prefiere así.

Conor guardó silencio un rato. Después dijo:

—¿Por qué te ha mandado aquí, a casa?

Sean, con el ceño ligeramente fruncido, le echó una mirada.

—Una pregunta razonable. —El tono de Conor era benévolo—. ¿Por qué ahora, precisamente? ¿Por qué criar solo a una hija para después decidir mandarla lejos después de… cuánto… quince, dieciséis años?

—Quizá piense que Fainne tiene mayores posibilidades de casarse, de tener perspectivas más interesantes, si vive un tiempo junto a nosotros, su familia —añadió Sean—. Y es un punto de vista práctico, también ella tiene derechos de nacimiento como todos los demás hijos de Sieteaguas, a pesar de… —Y en ese punto se detuvo bruscamente.

—¿Fainne? —Conor no permitiría que su pregunta quedara sin respuesta.

—Pensamos que ya era hora. —Me pareció una buena respuesta: era cierta Pero no revelaba nada.

—Eso parece —replicó Conor. y por un momento se acabó el discurso. Pero no me preguntó que de qué ya era hora.

Antes de lo que hubiera deseado montamos en nuestros caballos y nos pusimos en marcha de nuevo.

—Esto es un poco embarazoso, Fainne —prosiguió Sean tras unos instantes—. Seré sincero contigo y quizás eso no te guste. Revelar la identidad de tu padre a nuestros parientes, a nuestros aliados y a toda la comunidad de Sieteaguas podría crearnos algunas dificultades, porque podría resultar extremadamente incómodo para el estado actual de las negociaciones. Aunque yo no tenga ningún deseo de mentir al respecto.

—¿Mentir? —Mi estupor era del todo sincero—. ¿Por qué deberías mentir?

Mostró una sonrisa siniestra.

—Porque aún ahora, después de todos estos años, la gente todavía no conoce la verdad. Quiero decir toda la verdad. Se sabe que Niamh perdió el juicio, que huyó al sur y que más tarde se quedó viuda. En la intimidad de nuestra casa quizá se sepa algo más. Pero lo que creen casi todos es que se retiró a un convento cristiano, donde más tarde murió. Y la repentina aparición de una hija deberá ser explicada de alguna manera, porque quienquiera que haya conocido a mi hermana te reconocerá enseguida como su hija.

Aunque mis ojos estuvieran mirando hacia otro lugar, sentí la mirada de Conor fija en mí, amenazadora y apremiante.

—¿Por qué no decir la verdad? Mis padres se amaban. Sé que su unión ocurrió fuera del matrimonio, pero eso no me parece un motivo suficiente para avergonzarse. No soy el heredero que viene a reclamar tierras o a reivindicar derechos de poder.

Sean miró a Conor. Este no dijo nada.

—Fainne. —Sean pareció elegir las palabras con gran cautela—. ¿Tu padre te ha explicado alguna vez por qué no pudo casarse con tu madre?

Intenté reprimirla rabia.

—A él no le gusta hablar de ella. Sé que su unión fue impedida por sus vínculos de sangre. Sé que mi padre dejó el bosque, y a los Grandes Sabios, cuando descubrió la verdad sobre su relación de parentesco con ella. Más tarde se reencontraron, y después nací yo. Pero ya era demasiado tarde para ellos. Hubo un breve silencio.

—Sí —convino Sean—. Dan Walker nos trajo la trágica noticia de la muerte de mi hermana, aunque como de costumbre nos dijo sólo aquello que Ciarán le había ordenado decirnos, nada más. Pero eso ocurrió hace mucho tiempo. Quizás incluso te cueste recordarla.

Apreté los labios y no respondí.

—Lo siento, Fainne —dijo Sean, reteniendo a su caballo y poniéndolo al paso para atravesar un torrente que descendía de un lado de la colina—. Siento que no hayas tenido la posibilidad de conocerla. A pesar de sus errores, mi hermana era una muchacha encantadora, rebosante de vitalidad y de belleza. Se hubiera sentido orgullosa de ti.

¿Tú crees? ¿Entonces por qué nos abandonó? ¿Por qué hizo lo que hizo?

—Quizá —respondí.

—Para volver a la cuestión que nos ocupa —prosiguió Sean—. Este asunto es un poco incómodo. Tu madre fue la esposa de un jefe de los Uí Néill, un clan muy poderoso, compuesto por dos facciones en guerra entre ellos. En los últimos años hemos sido llamados para dar nuestro apoyo al jefe de la camarilla septentrional en su empresa contra los vikingos, y eso ha significado un enorme peso para nuestros recursos y energías durante largo tiempo. Al final, sin embargo, ha vencido Aed Finnliath. Los invasores han sido expulsados de las costas del Ulster, y la paz se ha sellado con la boda entre la hija de Aed Finnliath y un noble de los Finn-ghaill. Nuestro apoyo a esta peligrosa operación se hizo necesario no sólo por propia seguridad, sino también para rehacer la alianza con los Uí Néill de Tirconnell, debilitada enormemente después de la ruptura del matrimonio de tu madre. Todo esto ha requerido grandes dosis de paciencia y diplomacia, sin contar que hemos tenido que apartar nuestras fuerzas de la empresa que más deseábamos. En estos días, los Uí Néill del norte del país están aquí, en Sieteaguas, alrededor de nuestra mesa del consejo, mientras organizamos una estrategia para nuestra batalla personal. Esta será la batalla militar más importante de toda nuestra vida. Tu llegada constituye una dificultad. El marido que elegimos con tanto cuidado para Niamh demostró ser un hombre cruel, y tu madre tuvo que huir a un lugar seguro. Pero eso no es un hecho conocido fuera de nuestra familia. Hicimos creer a todo el mundo que ella estaba viva, que cayó víctima de la locura y que se retiró a la vida conventual. Su marido murió poco después, por lo que no fue necesario divulgar sus actos innobles. Sólo unas pocas personas saben que ella se fue al encuentro de tu padre. Yo mismo, mi hermana y su marido, Mis tíos. Nadie más. Ni siquiera mi mujer conoce la historia completa, o que Niamh dejó a Fionn Uí Néill por otro hombre, y que después engendró a una hija con un compañero cuya unión le había sido prohibida. Son cosas que es mejor mantener ocultas, tanto por tu propio bien como por el bien de la alianza.

—Comprendo —respondí apretando los dientes.

—Siento mucho que todo esto te afecte. —El tono de Sean era amable, lo que no hacía más que empeorar las cosas—. Pero eso no impide que te demos una sincera bienvenida, Fainne. Tú no tienes ninguna responsabilidad sobre las acciones de tus padres. Tú eres una de las hijas de esta familia, y serás tratada como tal.

—Entonces, prefieres que finja que no tengo padre, ¿no es así? —Aquellas palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas, antes de que consiguiera sofocar la rabia que me alteraba la voz. ¿Cómo se atrevían? ¿Cómo se atrevían a pedirme que renegara de aquel padre fuerte, inteligente y sabio que lo había sido todo para mí?

—Eso te duele —observó Conor—. Era un joven lleno de cualidades extraordinarias, No hay duda de que se habrá convertido en un hombre del que estar orgullosa. Lo comprendemos. Niamh y Ciarán eran muy jóvenes. Han cometido un error y lo han pagado a un alto precio, y no hay ningún motivo por el que debas pagarlo tú también.

—Toda la cuestión puede ser manejada sin mentiras. —Por lo que parecía, Sean ya había tomado su decisión—. Podemos revelarle a la gente la medida de verdad que más se amolde a nuestros propósitos. No hay ningún motivo por el que Niamh no pudiera casarse después de la muerte de su marido, haremos circular la noticia de que tu padre era un druida de buena familia. Diremos que Niamh dio a luz a su hija en el sur, algún tiempo después de la muerte prematura de Fionn. Y que ahora tú has vuelto para ocupar el sitio que te corresponde en esta casa y para buscar la protección de tu familia. Debería ser una explicación suficiente. Muy pocos de fuera de los templos arbóreos saben de la existencia de Ciarán, y mucho menos de su verdadera identidad. En cuanto a los aliados que nos visitan, no querríamos atraer su atención mientras estén en nuestra casa, Eamonn podría constituir un problema.

—Qué pena que Liadan no esté aquí —comentó Conor.

—Tendremos que advertirla —replicó Sean—. Ya me ocuparé yo. Tienes aspecto de estar cansada, sobrina. Quizá sea mejor que hagas la última parte del viaje montaba conmigo.

—Estoy bien —respondí apretando los dientes. Se me pedía demasiado: ir a un lugar tétrico y húmedo donde una infinidad de árboles impedía al viento del oeste soplar; renegar de mi padre: dejar que una chica cualquiera me dijera lo que tenía que hacer y que actuara como si fuera mi perro guardián, además de estar atenea para no llamar demasiado la atención. Y todo por su valiosa alianza. Cada vez estaba más claro que debería tener las orejas bien abiertas y aprender a espabilarme si quería tener alguna posibilidad de cumplir la misión que me había confiado la abuela. Los hombres de Sieteaguas eran inteligentes y seguros de sí mismos. Ya sólo aquellos dos parecían adversarios formidables, y una vez llegados a casa probablemente habría otros muchos como ellos. ¿Quién era Eamonn? ¿Por qué sería un problema? Mi padre nunca lo había nombrado. Pero ya lo descubriría todo. Por ahora me convenía estar a buenas con el tío Sean. Sin embargo, dentro de mí, nunca olvidaría de quién era hija. Nunca. Esos eran los hombres que habían arruinado las esperanzas de mi padre y los sueños de mi madre. Quizás ellos ya no se acordaban, pero yo nunca lo olvidaría.

Superamos unos cuantos arroyos que descendían por la latiera de la colina, bajo los árboles. Luego aparecieron un grupo de sauces y se abrió frente a nosotros una vasta extensión de agua brillante, una superficie clara y luminosa bajo el sol, punteada de pequeñas islitas y de los perfiles de los gansos, los patos y los cisnes, blancos y majestuosos, que se dejaban arrastrar por la corriente. Nos detuvimos.

—El lago de Sieteaguas —anunció Sean en tono amable—. Nuestra fortaleza está al otro lado, hacia el este. Desde aquí el camino es menos cansado. Estás demostrando muy buena resistencia, Fainne.

Respiré profundamente e intenté relajar los músculos doloridos de la espalda. Estaba contenta de ver el agua, de liberarme de aquella prisión de árboles que me rodeaba. El lago era muy bonito, con su manto perlado, la amplia superficie bajo el cielo abierto, las pequeñas bahías tranquilas y su vida escondida, oculta.

—Hay siete ríos que confluyen en este lago —anunció Conor—. Son su savia vital. Nacen de un único curso de agua: el río que corre hacia el norte y que al final vuelve hacia el este para desembocar en las grandes aguas. Es el lago que nutre al bosque. El bosque protege a la gente de Sieteaguas, y es sagrado deber de esta familia defenderlo y protegerlo, con todos los misterios que contiene. A su tiempo tú también lo entenderás.

—Quizá —respondí. Y quizá— pensé para mí, —tú llegarás a entender que no todo es como parece, que para algunos el camino no conduce necesariamente hacía la luz y el orden. Tal vez deberías aprender que la vida puede ser cruel e injusta.

—Ahora ya puedes soltarlo —dijo Conor.

—¿El qué?

—Creo que ya es hora de que lo liberes. El búho. ¿Has notado cómo mira a su alrededor y dirige la cabeza al cielo? Está listo para volar.

Le mire sin saber qué decir; el pequeño búho brincó fuera de mi bolsillo y fue a posarse, algo tambaleante, en la base del cuello del caballo. Parecía haberse recuperado, después de haberlo cuidado con tanta dedicación. Pero aquel caballo no era Aoife. La bestia se sacudió asustada, y yo me agarré desesperadamente a sus crines para no salir despedida. En un instante, mi tío Sean agarró las riendas y susurró a la bestia palabras suaves y tranquilizadoras.

—¿De dónde ha salido? —preguntó en un tono que me recordó a Darragh.

Conor, por su parte, estaba sentado en silencio. Después de crear el problema, pretendía que fuera yo quien lo solucionara.

—Estaba encerrado en una jaula. Yo… yo lo he comprado. Eso es todo. No quería echarse a volar.

—Nunca he visto un búho tan pequeño pero tan bien formado, hay magia de por medio, estoy seguro. —Por su tono, se diría que Sean estaba simplemente constatando un hecho. Pensé que no debería sorprenderme, porque estábamos en Sieteaguas, un lugar que custodiaba celosamente los más viejos misterios.

—No volará hasta que no esté libre de la magia —anunció Conor acercándose con su caballo—. ¿Puedo hacerlo yo? —Alargó una mano y la pasó con delicadeza sobre la pequeña criatura. Inmediatamente, el pájaro volvió a ser el que era: aún pequeño, aún con las plumas un poco desaliñadas, pero de las dimensiones normales de un búho, y lo bastante fuerte para volver a vivir entre los árboles. Sean tuvo algunas dificultades para mantener quieto el caballo, que todavía se agitaba con la mirada inquieta.

—Puedes irte. Ahora estás seguro —declaró Conor, y la criatura extendió obediente las alas y voló sin emitir sonido alguno, sin mirar atrás. Voló hasta las copas de los árboles, para elevarse aún más, dejándose envolver por el abrazo sombrío del bosque. Yo no dije una palabra.

—Has hecho bien trayéndolo aquí —dijo Conor sin ningún énfasis.

—No lo he traído respondí bastante contrariada. —Él no me ha dejado otra elección.

—Siempre hay otra elección —respondió el druida.

* * *

Había infinidad de personas. Chicas por todas partes: en las escaleras de piedra de la fortaleza que encontramos al final de nuestro viaje; jovencitas ya mayores que iban de la mano del padre y cuchicheaban y reían mientras sus madres salían a saludarme: niñas más pequeñas que corrían por todos lados y que se pusieron a jugar con los grandes perros.

—Basta, niñas dijo Sean con una sonrisa, y en un instante se dispersaron todas, tan obedientes como excitadas. No conseguí contarlas, fueron demasiado rápidas. ¿Cinco, seis?

—Soy tu tía Aisling —anunció la mujer de expresión un poco severa que estaba en los escalones. Un velo impecable mantenía en su sitio sus cabellos; su rostro pecoso estaba serio y concentrado. Como ya te habrá dicho mi marido, aquí eres bienvenida. Es un momento de gran trasiego. Tenemos muchos huéspedes. Pero Muirrin se ocupará de ti.

—¿Dónde está Muirrin? —indagó mi tío al entrar en casa. Se habían llevado los caballos. Y Conor simplemente se había desvanecido, Quizás aquella turba de jovencitas era demasiado para él.

—La encontraremos —respondió mi tía sin darle importancia—. Será mejor que vuelvas enseguida a la mesa del consejo. Te están esperando.

—Los representantes de Inis Eala tienen que llegar hoy —anunció mi tío—. Quizá, después de todo, conseguiremos cerrar el acuerdo sin retrasarnos. —Entonces se volvió hacia mí—. Tengo que despedirme de ti, sobrina. Ha sido una larga cabalgada para una principiante. Ahora será mejor que descanses tus miembros doloridos. Muirrin debe de tener un par de pociones que te aliviarán. Quizá nos veamos en la cena.

Parecían creer que Muirrin era la respuesta para todo. En mi mente se formó la imagen de una chica completamente distinta de la que encontramos más tarde, atareada en una habitación estrecha y oscura en la parte trasera de la casa.

Lo primero que noté fue su delgadez: era menuda y baja de estatura, con grandes ojos verdes y rizos oscuros heredados del padre y sujetos en la nuca para evitar que la estorbaran en sus tareas. Estaba absorta desmenuzando lo que tenía todo el aspecto de ser una seta venenosa con un cuchillo que parecía bastante peligroso. Estaba totalmente concentrada y canturreaba en voz baja. A su alrededor había infinidad de estantes repletos de botes y botellas, ramos de flores y hierbas secas colgados cabeza abajo y una trenza de cabezas de ajo que coronaba la ventana. Tras ella una puerta abierta daba a un pequeño jardín.

—Muirrin —la llamó su madre con apenas un poco de severidad en la voz—. Aquí está tu prima Fainne. ¿Te habías olvidado?

La muchacha elevó la mirada, y sus grandes ojos no mostraron sorpresa alguna.

—No, madre. Perdóname si no he venido. Pero he recibido un mensaje de la aldea… necesitan esto con urgencia. En cantada de conocerte, Fainne. Soy tu prima Muirrin. La primera de seis. Creo que ya has visto a mis hermanas. —Me mostró una sonrisa divertida, que yo me descubrí devolviéndole.

—Estoy bastante ocupada dijo mi tía Aisling. —¿Puedes…?

—Ve, madre. Yo me ocupo de Fainne. Si ya ha llegado tu equipaje podemos deshacerlo juntas.

Algo reacia hablé acerca de Dan Walker, de los carros y de mi pequeño baúl, y cuando hube acabado vi que mi tía ya se había ido.

—Siéntate —me invitó Muirrin—. Tengo que terminar esto y dárselo a alguien que lo lleve a su destino. Después te enseñaré un poco el lugar. Ponte ahí, al lado del fuego. ¿Quieres una infusión? El agua está hirviendo. Coge el segundo bote —de la izquierda, sí, ése, es una mezcla a base de menta y tomillo muy refréscame. Las tazas están ahí arriba. ¿Preparas también un poco para mí?

Mientras hablaba sus manos no dejaron de desmenuzar meticulosa y constantemente las setas sobre la piedra que tenía frente a ella. La observé mientras calculaba las dosis de especias y aceites para conseguir una mezcla oscura y de olor punzante, que vertió en un pote de terracota y selló con un tapón de corcho.

—Aquí tienes tu infusión —dije.

—Oh, bien. Pero tengo que lavarme las manos y… perdóname un momento, ¿quieres? —Asomó la cabeza por la puerta que daba al jardín—. ¿Paddy? —llamó.

Apareció un chico vestido modestamente, a quien le confió el pote junto a una lista de instrucciones que tuvo que repetir unas cuantas veces, hasta que Muirrin estuvo segura de que no habría errores.

—Y diles que yo misma iré más tarde a ver al viejo enfermo. No te olvides.

—Sí, mi señora.

Fue muy agradable quedarme sentada mirándola. Sin embargo, ahora que también ella se había sentado y tenía la taza entre las manos pequeñas y hábiles, me resultó difícil encontrar algo que decirle. Parecía autosuficiente y muy segura de sí misma.

—Bueno —dijo—. Un largo viaje. Apuesto a que te mueres por lavarte, descansar y tener un poco de tiempo para ti. Y también creo que debes de estar dolorida por la cabalgata. Pero para eso tengo un ungüento perfecto. ¿Qué tal si charlamos un poco, luego te enseño tu habitación, te doy algo de ropa y te dejo tranquila hasta más tarde? Tengo que ir a la aldea; quizá mañana puedas venir conmigo. Hoy, en cambio, el esfuerzo principal será protegerte de mis hermanas. Hacen un montón de alboroto.

—Ya me he fijado.

—¿No estás acostumbrada a tener tanta gente alrededor?

Me relajé un poco.

—En mi casa todo es muy tranquilo. Hay pescadores, y en verano vienen los nómadas. Pero por lo demás solemos estar solos.

Muirrin asintió, sus ojos verdes muy serios.

—Descubrirás que aquí es todo lo contrario. Especialmente ahora. La casa está llena de gente, por el consejo. Y hay mucha antipatía recíproca. A veces la cena se revela un momento bastante interesante. Necesitarás saber quién es quién, y aprender algún nombre. Yo te ayudaré. Pero no ahora. Antes nos dedicaremos a las cosas básicas.

—Gracias. ¿Has dicho que sois seis hermanas?

Muirrin hizo una mueca.

—Sí, así es, Yo y cinco más, y el niño nunca llegó. Por suerte mi tía ha tenido un niño, de otro modo Sieteaguas estaría buscando heredero desesperadamente.

—¿Tu tía? ¿Qué es…?

—Nuestra tía Liadan. La gemela de mi padre. Él ha tenido sólo niñas, ella sólo niños. El túath pasará de tío a sobrino, como ya ha ocurrido en el pasado. Pero mi padre no está decepcionado por esta solución.

—¿Cómo se llaman tus hermanas?

—¿De verdad quieres saberlo? Deirdre, Clodagh, Maeve, Sibeal y Eilis. Ya verás, no tardarás mucho en aprender sus nombres. Ellas mismas te los recordarán continuamente, hasta que te los sepas todos.

Dimos una rápida vuelta por la casa, que se reveló más confortable de lo que había dejado suponer su exterior austero y fortificado. Muirrin me mantuvo alejada de la sala del consejo, cuyas puertas estaban cerradas. Las cocinas bullían de actividad: aves que eran desplumadas, pasta que se amasaba, y un gran caldero de hierro que hervía sobre el fuego. El calor era inmenso, el aroma delicioso. Estábamos a punto de irnos cuando una voz perentoria proveniente del hogar nos detuvo sobre nuestros pasos.

—¡Muirrin! Trae aquí a la chica, tesoro.

Sobre un banco frente al fuego estaba sentada una anciana. No era una vieja bruja despeinada, sino una figura recta y seca, con el pelo oscuro recogido en un amplio moño sobre el cogote y un chal de flecos extendido alrededor de los hombros huesudos. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero los ojos eran muy vivaces. Dio la impresión de que mientras ella se encontrara allí en la cocina nadie osaría nunca cometer un error.

—Bueno, no puede, tratarse de Niamh —observó mientras nos acercábamos—. Por lo que debe de ser su hija, puesto que se parecen como dos gotas de agua. Nunca hubiera pensado que llegara a conocerla.

—Ésta es Janis —anunció Muirrin, como si eso sirviera para explicar algo—. Está en Sieteaguas desde mucho antes que nadie. —Entonces se dirigió a la anciana—. Fainne ha hecho todo el viaje desde Kerry, Janis. Y quiero llevarla enseguida a que descanse.

Los ojos oscuros se redujeron a dos hendiduras.

—Desde Kerry, ¿eh? Entonces sé en qué carro has venido. ¿Y Dan dónde está? ¿Por qué no ha venido a saludarme? ¿Dónde está Darragh?

Evidentemente, aquella era la tía de la que tanto se hablaba.

—Dan está a punto de llegar —respondí— y también Peg. Darragh, en cambio, no vendrá.

—¿Cómo? ¿Cómo es posible que el chico no venga a verme? Apuesto a que se ha detenido para echarle un vistazo a un bonito caballo, ¿verdad? ¿Llegará después?

—No —respondí—. Él no vendrá. Ha acabado con la vida itinerante y se ha establecido en el oeste, en una granja. Doma caballos. Una gran oportunidad. Por lo menos eso es lo que dicen todos.

—¿Y tú qué dices?

—¿Yo? No es algo que me incumba.

No parecía muy convencida.

—Domando caballos, ¿eh?, bueno, eso no lo mantendrá alejado del camino durante mucho tiempo. Tiene que haber una chica de por medio. ¿Qué otra cosa, si no?

—No hay chicas de por medio —repliqué severamente—. Se trata sólo de una oportunidad para mejorar. Ha hecho una elección justa.

—¿Tú crees? —replicó la vieja, mirándome con sus ojos oscuros y penetrantes—. Se ve entonces que no conoces muy bien a mi Darragh. Es un nómada, y un nómada nunca se detiene. Puede intentarlo, pero antes o después lo llamará el camino, y él no conseguirá resistirse a su reclamo. Para una mujer es distinto. También ella puede desear la vida nómada, pero por el amor de un hombre, o bien de un niño, puede conseguir resistirse. Bien, ahora marchaos las dos. Muirrin, asegúrate de que esta chica tenga la vieja habitación de su madre. Pon a las pequeñas en el ala norte. Y no te olvides de airear bien los colchones y las mantas.

Por el empeño con el que hablaba se diría que era la dueña de la casa y Muirrin una criada. Pero Muirrin sonrió, y una vez juntas en la planta superior y dentro de una habitación ordenada, cuyas estrechas ventanas se abrían a la espesura del bosque, lo primero que hizo fue encender el fuego y revisar las condiciones del colchón de paja y de las mantas de lana. Decidí que mis ideas sobre cómo sería la vida en una gran casa como la de Sieteaguas necesitaban una drástica revisión.

No albergaba ningún deseo de sentirme agradecida con Muirrin, ni quería convertirme en su amiga. No podía permitirme el lujo de convertirme en amiga de nadie, si quería cumplir con mi misión. Sin embargo, tuve que admitir que mi prima parecía llena de sentido común. Lo que deseaba sobre todas las cosas era quedarme sola. Tener que conocer a tantas personas nuevas, sonreír, mostrarme educada, me había dejado exhausta. Muirrin se limitó a revisar si tenía todo lo necesario, y me dejó con la promesa de volver más tarde. Aunque tuviera dos camas, la habitación sería sólo mía. Para Deirdre y Clodagh no sería un problema cambiarse de habitación, me dijo con una sonrisa.

* * *

Más tarde llamaron a la puerta discretamente, y un hombre me entregó el baúl. Deshacer mi equipaje en la habitación que una vez fue de mi madre me provocó una extraña sensación. Quizá durante un tiempo la compartió con su hermana, la tía Liadan de la que todos hablaban. Tenía pocos objetos personales. Saqué uno de los vestidos buenos y lo extendí sobre la cama, prometiéndome ponérmelo más tarde. También extraje una Riona totalmente desgreñada y de expresión contrariada, y la senté sobre el alféizar de la ventana que daba al bosque. Aquí sentía que no tenía ningún motivo en particular para esconderla. Era una casa de niñas, y con toda probabilidad habría muñecas por todos lados. En efecto, parecía sentirme más en mi casa de lo que me esperaba. Pero a pesar de que estaba magullada y dolorida no conseguí descansar. Mi mente giraba como un trompo, intentando encontrarle un sentido a las cosas. La magnitud de la tarea que me esperaba significaba que no tenía tiempo que perder. Debía descubrir lo máximo posible, luego formular algún tipo de plan. No podía estar mano sobre mano. La abuela me observaría y me descubriría. Estaría loca si dudaba de ello. Era una rama de la magia para la que tenía pocas aptitudes, y que nunca logré dominar. Ella, en cambio, armada con su espejo oscuro y con su barreño de agua quieta, tenía la capacidad para buscar y los ojos para observar. Cuando quisiera encontrarme, no tendría ningún lugar donde esconderme.

Necesitaba tiempo. Y también necesitaba coraje. Había muchas personas y un ruido increíble: a excepción de Muirrin, nadie parecía entender cuánto odiaba todo aquel alboroto. Era un sentimiento que me oprimía el estómago, me provocaba dolor de cabeza y picor en los dedos, tantos eran mis deseos que tenía de hacerles alguna broma fea. En cambio observé y escuché, y bien pronto, gracias a una diligente aplicación, que para mí era como una segunda naturaleza después de los largos años de enseñanzas de mi padre, me aprendí todas las complejidades de la familia y de sus aliados.

Estaban los habitantes de la casa, la fortaleza de Sieteaguas, que era el centro del vasto túath de mi tío Sean. A Él lograba tolerarlo. A veces parecía algo distante, pero ruando hablaba lo hacía de igual a igual, explicándomelo todo. Nunca lo vi comportarse de modo poco amable con nadie de la casa. Pero me obligué a recordar que fue él, entre otros, el que exilió a mi madre de su casa. No me parecía que tío Sean pudiera ser peligroso, excepto quizá sobre el campo de batalla o en una discusión de estrategia militar. Luego estaba mi tía Aisling. Conseguía cansarme con solo mirarla. Estaba eternamente atareada, y presidía cada actividad de la casa con una increíble energía que le ocupaba el día por entero. Como resultado la casa era gobernada bajo una atmósfera de eficiencia incesante. Me preguntaba si alguna vez había sido feliz. Me preguntaba de qué servía traer al mundo a tantas hijas cuando ni siquiera tenía tiempo de darles los buenos días antes de salir corriendo para desempeñar alguna tarea urgente.

La fortaleza fue un tiempo el principal asentamiento dentro del bosque de Sieteaguas. Ahora, sin embargo, había más, fundados por mi tío y dados en alquiler a arrendatarios libres, con cuyos grupos de hombres armados podía contar mi tío en los momentos difíciles. De este modo el túath era menos vulnerable, y se habían creado fuertes avanzadas que servían para disuadir a cualquier vecino prepotente en el caso de que le viniera la idea de ampliar injustamente sus fronteras. Estos arrendatarios formaban parle en el consejo al lado de los jefes Uí Néill, que vestían sus elegantes túnicas bordadas con el símbolo de la serpiente enroscada. En Sieteaguas había un juez, un escriba y un poeta. Había un maestro de armas, un maestro de flechas que emplumaba las saetas y muchos herreros. Pero había otras personas, presencias ocultas, que me intrigaban más.

Tía Liadan era la hermana de mi madre, y la gemela de Sean. Mi padre me contó que había estado viviendo en Harrowfield. No me había percatado de lo lejos que estaba. Lo más extraño era que había vivido en Bretaña entre los enemigos de Sieteaguas y que su marido era ahora el dueño de un estado de Northumbria que antaño había pertenecido a su padre. Cuando no estaban viviendo allí, residían en Inis Eala, un lugar remoto en el lejano norte, tan alejado que costaba imaginarse cómo era. Pero cuando mi tío Sean hablaba de su hermana parecía como si ella viviera a un paso escaso de aquí. Conor se refería a ella como a una antigua y respetada amiga. Intenté acordarme de lo que me había militado mi abuela. Creo que mencionó que hubiera preferido que Ciarán eligiera otra hermana, porque su hijo habría sido más inteligente. No fue un comentario muy delicado para mí. Pero así era la abuela.

Liadan y su marido tuvieron hijos. Empecé a conocerlos al poco de haber llegado. A pesar de todos mis esfuerzos por aislarme en mi habitación, alejarme del Sortilegio por un momento, y de repetir en paz los conjuros secretos, no había podido evitar el flujo regular de algunos pequeños y curiosos visitantes. Como había predicho Muirrin, pronto empecé a distinguirlas por sus inconfundibles matas de pelo rojas y sus alegres caras pecosas. Sibeal era la excepción: morena, como su hermana mayor, y tranquila. También tenía unos ojos extraños, muy claros, unos ojos sin color que parecían mirar a través de las cosas, Eilis era muy pequeña, y muy traviesa. Había que verla. Maeve era la del medio, y tenía un perro que la seguía a todas partes como un buen esclavo. Deirdre y Clodagh eran gemelas, Cuando crecieron, era como tener dos tías Aisling más correteando por allí, asegurándose de que la casa estaba en orden. Empecé a entender muy pronto por qué Muirrin pasaba largo rato trabajando en su silenciosa habitación, u ocupándose de los enfermos en las casas vecinas.

Ese extraño día estaban las gemelas en mi habitación, saltadas cada una en una cama, con Maeve y su perro. Éste estaba por fin quieto, aunque su enorme tamaño impedía que el calor del pequeño fuego llegara hasta nosotros.

—¿Es tu muñeca? ¿Puedo cogerla? —pidió inmediatamente Maeve al entrar, y cogió a Riona antes de que pudiera contestar. Su confianza me desconcertó y no contesté.

—¿La ha hecho tu madre? —preguntó Clodagh. Deirdre la miraba.

—Sí —contesté.

—¿Cómo se llama? —inquirió Maeve, mientras examinaba la falda rosa de Riona, y arrugaba la nariz al ver el extraño collar.

—Riona.

—Una vez Muirrin me hizo una muñeca. Pero no era tan bonita como ésta. ¿Puedo jugar con ella?

—No es para jugar —dije recuperándola para ponerla fuera del alcance de las niñas. La volví a poner con cuidado su sitio, mirando por la ventana, hacia las lindes del bosque.

—¡Bebé! —dijo Deirdre, haciendo una mueca a Maeve.

—¡No soy un bebé! Eilis es un bebé. Coll es un bebé. Pero yo tengo diez años, soy mayor.

Deirdre arrugó la frente e hizo una mueca.

Maeve se puso a llorar.

—¡Sí que lo soy, lo soy! ¿Verdad, Fainne?

Esas niñas me desconcertaban. Su vida era tan diferente de la mía como la de un perro faldero a la de un lobo. No teníamos nada en común, nada en absoluto. ¿En qué tipo de chica me habría convertido si hubiese crecido entre ellas? Maeve seguía llorando.

—Puedes jugar con Riona si quieres —le dije con generosidad.

—Ya no quiero —dijo disgustada, pero cogió a Riona y volvió a sentarse lloriqueando con la muñeca entre los brazos.

—Ten —le dije acercándole el cepillo del pelo—. Le vendría bien que la arreglaran un poco. —Y me volví hacia las chicas más mayores—. ¿Quién es Coll? —pregunté.

—Nuestro primo —a Clodagh le gustaba explicar cosas; le encantaba compartir sus conocimientos—, y eso lo convierte en tu primo, supongo.

—¿Es el hijo de tía Liadan?

—Uno de ellos. Tiene un montón.

—En realidad tiene cuatro —agregó Deirdre—. Coll es el más joven.

—También está Cormack, tiene catorce años y cree que ya es un guerrero. Está Fintan, pero nunca lo vemos, porque se queda en Harrowfield. Y está Johnny.

Este último fue mencionado con un tono especial, como si se refiriera a un dios.

—Me casaré con Johnny cuando sea mayor —dijo Deirdre con mucha seguridad.

Su hermana gemela la miró con ironía:

—No lo harás —dijo.

—¡Claro que lo haré! —Deirdre parecía a punto de explorar.

—No lo harás —repitió su gemela con convicción—. No puedes casarte con tu primo hermano, ni con tu sobrino, o tu tío. Me lo dijo Janis.

—¿Por qué no? —preguntó Deirdre.

—Tus hijos pueden ser maldecidos, esa es la razón. Pueden nacer con tres ojos, o con orejas como una liebre, o con pies torcidos o algo similar, todo el mundo lo sabe.

—¿Qué te pasa, Fainne? —preguntó de repente Maeve, mirándome. Estás muy pálida.

—Nada —dije lo más alegremente que pude, porque las palabras de Clodagh me helaron el corazón—. Dime, estos chicos, esos primos, ¿no viven bastante lejos? Parece sin embargo que los conozcáis muy bien.

—Los vemos a veces. No a Fintan, porque es el heredero de Harrowfield, y tía Liadan dice que es como su abuelo, y que prefiere estar allá arando los campos, o buscando peleas, que perder el tiempo viajando todo el tiempo a Ulster. Y Gormad se queda en Inis Eala la mayor parte del tiempo. Pero tía Liadan trae a Coll cuando nos visita. Coll y Eilis son una terrible combinación. Nadie está a salvo cuando están juntos.

—¿Y qué pasa con el último? Johnny, ¿era ése su nombre?

—Johnny es diferente —la voz de Clodagh se suavizó—, pasa mucho tiempo aquí, aprendiendo sobre Sieteaguas, enterándose de los nombres de toda la gente, de cómo llevar las granjas, y todas las alianzas, las defensas y las campanas.

—Johnny es un buen jinete —añadió Maeve.

—¿Qué esperabas? —dijo Clodagh con desprecio—. Mira cómo ha crecido, entre los mejores combatientes de todo Ulster. Es un verdadero guerrero, y un gran jefe, aunque todavía sea joven.

—Entonces, ¿es uno de esos hombres terribles y salvajes? —pregunté.

—Oh, no. —Maeve me miró frunciendo el entrecejo—. Es encantador.

—Muy encantador —añadió Clodagh, sonriendo—. Es sorprendente que todavía no se haya casado. Un día cualquiera aparecerá con una mujer guapa y rica, supongo.

—No sabes de lo que hablas —refunfuñó Deirdre.

—Claro que lo sé —contestó Clodagh.

—¡No lo sabes!

—Lo que dice es verdad —aventuré a decir—. ¿Ese Johnny es el chico de la antigua profecía? ¿Sabes algo de eso?

—Todo el mundo conoce esa historia —resolló Maeve, que estaba trenzando el pelo amarillo de Riona en una elaborada corona.

—Bueno, ¿y es verdad?

Las gemelas volvieron a la vez sus pequeñas cabezas hacía mi.

—Claro que sí —contestaron al unísono, y Deirdre se me quedó mirando.

No podía preguntar más si no quería parecer demasiado inquisitoria. Me quedé en silencio, y después de un rato se aburrieron de mí y se fueron a molestar a algún otro.

Así eran el tío Sean y sus chicas, y tía Liadan y sus chicos. Un abuelo muy querido había muerto recientemente y fue sepultado bajo los robles. Y también estaba Conor. Los druidas vivían escondidos en una parte profunda del bosque, como solían hacerlo los sabios. Pero Conor formaba parte del Consejo y por consiguiente se quedaba en Sieteaguas mientras se mantenían las discusiones a puerta cerrada. Era además el miembro más veterano de la familia, y el más experimentado. Y por fin, había otro tío más: el hermano de tía Aisling. Me lo encontré por casualidad el primer día cuando bajaba las escaleras con Muirrin para ir a cenar. No me hubiese llevado ninguna impresión en particular de éste hombre de buen porte, vestido de manera muy elegante, de mediana edad, con rasgos agradables, moreno, de no haber sido por la manera en que se quedó paralizado al verme, y cómo se volvió blanco como la tiza.

—Tío Eamonn —dijo Muirrin como si nada hubiese pasado—, ésta es mi prima Fainne, la hija de Niamh, de Kerry. —Fue una información bien ensayada, que decía lo suficiente y que no invitaba a más preguntas incómodas.

El hombre abrió la boca y se quedó callado. Se podía adivinar varias expresiones en sus rasgos: sorpresa, cólera, ofensa; con un visible esfuerzo, me dio una educada bienvenida.

—¿Cómo estás. Fainne? Estoy seguro de que Muirrin te está ayudando a acomodarte a este sitio. ¿Esta visita era… inesperada?

—Mi padre salió esta mañana a buscar a Fainne —dijo Muirrin con suavidad—. Se quedará una temporada.

—Ya veo. —Detrás de las controladas expresiones, podía notar que su mente trabajaba muy rápido, como si estuviese juntando las piezas de un puzle a toda velocidad y con destreza. No me gustaba mucho el aspecto que estaba tomando esto.

—Será mejor que bajemos. Nos vemos en la cena, tío Eammon.

—Así lo espero. Muirrin.

Eso fue todo; pero lo sorprendí mirándome bastantes veces más después de ese encuentro, en la mesa cuando otra persona hablaba, o en el recibidor cuando la gente se reunía por la noche, o cuando caminaba en los jardines. Era influyente, lo podía notar por la manera en que los hombres de la alianza se referían a él. Muirrin me dijo que era el dueño de un gran estado, que en realidad eran dos, que lindaba con Sieteaguas al oeste y al norte. Adquirió Glencarnagh y Sídhe Dubh, y eso quería decir que controlaba a más hombres y más tierras que Sean. De todas maneras era de la familia y no representaba una amenaza. Pero no paraba de mirarme, hasta que me puse nerviosa y empecé yo también a devolverle las miradas. No tenía dudas de lo que mi abuela habría pensado de ese hombre. Hubiese dicho: El Poder lo es todo, Fainne.

* * *

El tiempo pasó, y Dan Walker y su gente se fueron. Apenas los había visto, porque era víctima, muy a mi pesar, de la rutina familiar, y cuando no me necesitaban corría a mi habitación o salía al jardín para poder pasar esos valiosos momentos sola. Empecé a entender por qué los druidas querían permanecer tan aislados, apareciendo sólo en contadas ocasiones, como en grandes ferias, o para realizar uniones o bendecirla cosecha. Adquirir la sabiduría, explorar su fuerza interior, y mantener la concentración requiere silencio y soledad, tanto para ellos como para nosotros. Un druida sólo necesita la compañía de los árboles, porque los árboles son poderosos símbolos en el aprendizaje de los sabios. En una tierra casi desprovista de árboles, había aprendido sus nombres y sus formas antes de los cinco años. Sean había cuestionado la sabiduría de mi padre cuando decidió irse a vivir a Kerry, un lugar muy remoto, alejado de Sieteaguas. Yo siempre he tenido claro que mi padre sabía perfectamente lo que hacía. Quizás al principio se alejó pensando proteger a mí madre. Pero me acuerdo de esos largos años de estudio, de silenciosa meditación, de privaciones autoimpuestas, y supe que si no hubiese vivido en Honeycomb, rodeada por el mar embravecido, bajo un cielo siempre encapotado y lluvioso, mirando hacia las enigmáticas formas de las piedras erguidas, nunca me habría convertido en lo que soy ahora. Mi padre había sido un buen profesor, y yo, una alumna entusiasta. Lo que deseaba para mí es algo que seguía sin entender, porque hablaba de la misma forma enigmática que los verdaderos druidas. Había dicho que esperaba que supiera usar correctamente mis dones, y me dio armas para hacerlo. La ironía fue que él había creado una verdadera arma: el arma de su madre. ¿Quizá nunca consiguió escapar del legado que le había dejado y al final había hecho exactamente lo que ella había esperado? Ella había utilizado el amor que sentíamos el uno por el otro para hacer de mí lo que quería. Sólo tenía que enseñarme esa imagen de mi padre tosiendo, asfixiándose y sufriendo para asegurarse de que haría las tareas más difíciles.

A pesar de que echaba de menos mi casa, me acostumbré poco a poco al ritmo de vida de Sieteaguas, de manera que cada vez se me hizo más difícil recordar por qué estaba allí. El recuerdo de las amenazas de la abuela, ya sólo era una fantasía en mi mente. Había muchas distracciones. A veces miraba las animadas escenas domésticas a mi alrededor y pensaba en la magnitud del trabajo que había realizado, y me decía a mi misma: Esto no puede ser verdad. Esas cosas no pueden existir juntas en un mismo mundo. Quizás esté soñando. Dejadme soñar.

Tía Aisling, siempre tan ocupada, no tenía ninguna intención de dejarme desaparecer para vagar a mi antojo. Ayudaría a Muirrin con su trabajo de curandera; asistiría a Deirdre y Clodagh en la lectura y la escritura, ya que parecía que era muy competente en ambas cosas, y la educación de las niñas había sido descuidada últimamente, pues todos estaban demasiado ocupados. Supervisaría a las más pequeñas en la labor, ya que también era capaz de eso. Aprendería a montar correctamente, puesto que uno nunca sabía cuando tendría que salir a toda prisa. Y necesitaba ropa nueva. Me preguntaba cómo tía Aisling se imaginaria que me las arreglaría si no estuviera aquí para organizar cada minuto de mi día.

Muirrin me ayudaba. A menudo, cuando me mandaban a asistirla en la habitación o cuando teníamos que acudir a alguna misión de caridad, me miraba con sus profundos ojos verdes y me decía que podía sentarme en el jardín y pasar un momento tranquilo y en silencio mientras ella hacía lo que se le mandaba. Luego trabajaba en sus mezclas, en la manera de secar, de conservar. A veces lo hacía sola, otras, con la ayuda del pequeño Sibeal, un niño silencioso y serio. Me sentaba en el banco de piedra en el herbario, arropada en mi chal de diario, ya que había guardado cuidadosamente el regalo de Darragh escondido en el fondo del arcón de madera, a salvo de ojos curiosos y pequeñas manos traviesas. Me senté sola y sentí el aire fresco del tardío otoño, y recordé una letanía. Casi podía oír la voz de mi padre:

¿De dónde vienes?

Del Caldero de la Ignorancia.

Y así seguía, más largo que el día, más largo que una estación, más grande que el ciclo de un año, tan viejo como todas las existencias. Y a veces, cuando no acababa el recital de la sabiduría familiar, jugaba con las cosas, con escasa consciencia de lo que hacía. Podría haber un sutil cambio en la manera en que el musgo crecía entre las viejas piedras. Podría haber más abejas en los últimos arbustos de lavanda, y quizá menos pajaritos posados en las desnudas ramas de las lilas. Los guijarros podrían rodar y tomar la forma de antiguos símbolos. Ceniza; abedul; roble; huso. Nada grande. Lo suficiente para caber en mi mano y luego hablar.

Mi vida cotidiana seguía exigiéndome esfuerzos, incluso cuando se volvía más familiar. Era agotadora. Sabía que nunca me acostumbraría a la gente, a la compañía, a la necesidad de expresar lo obvio y escuchar lo tedioso, la necesidad de participar. Si has crecido entre la soledad y el silencio, nunca te cansas de ello. A veces, tenía la tentación de hacer un hatillo e irme, al bosque o a otro sitio, con abuela o sin ella. Pero tal aventura estaba condenada al fracaso. El lugar estaba repleto de hombres armados, y las chicas no podían pasar de un cierto punto sin escolta. En esos tiempos. Clodagh me dijo muy seriamente que uno jamás era demasiado prudente.

El Consejo se dio por terminado. Había estado observando quiénes podían ser los representantes de Inis Eala, porque quería saber más de tía Liadan y de su marido, y del legendario Johnny. Pero no vi nuevas caras durante la cena, ni tampoco nuevos jinetes en el patio el día que tío Sean habló de eso. Al final le pregunté directamente a Muirrin:

—¿No había ningún representante de la gente de Inis Eala en el Consejo? —intenté preguntar con tono desinteresado—. ¿Y qué pasa con Harrowfield? Si Johnny es el heredero de Sieteaguas, ¿por qué él o su padre no están presentes? ¿No juegan ningún papel en este… sea lo que sea?

Muirrin me miró mientras removía una olla encima de su pequeño fuego.

—Harrowfield no tiene nada que ver con esto —contestó—. El estado siempre ha permanecido fuera de la contienda: se distancian ellos mismos de Northwoods, que es su enemigo real, con el que comparten frontera. Esto no ha cambiado desde que Liadan y el Jefe asumieron el control aquí. Por esta razón, el Jefe nunca viene a Sieteaguas. Sin embargo, está en una posición delicada, ya que mantiene un gran interés en los asuntos de Inis Eala. E Inis Eala fue sin duda representado en el Consejo. Esta empresa no puede seguir adelante sin ellos.

—¿El Jefe? —inquirí.

—El marido de tía Liadan. Todo el mundo lo llama así. Su verdadero nombre es Bran, el cuervo.

—¿Quién ha venido de Inis Eala para el Consejo? —pregunté—. No he visto llegar a nadie.

Esta vez Muirrin frunció un poco el ceño.

—¿Por qué te interesa? —preguntó.

—Sólo intento aprender sobre mi familia. Johnny parece ser muy importante. Y tía Liadan era la hermana de mi madre.

—Sí, es una pena que no esté aquí con nosotros —dijo Muirrin, mientras probaba un poco de su mixtura haciendo una mueca.

—Oh, querida, creo que necesito más miel. ¿Puedes ir a buscarla abajo, Fainne? Seguro que no has visto al hombre que han mandado. La gente del Jefe son los maestros de la invisibilidad.

Vio mi expresión, y se puso a reír.

—No hay magia en esto, te lo aseguro. Ésta es su marea de distinción y una manera fantástica de ir y venir sin ser visto y de adoptar el disfraz que quieran para no ser recordados. Un hombre vino y se volvió a ir. Esto es todo.

—¿Por qué siempre recordáis al… al Jefe?

—Lo sabrías si alguna vez lo hubieras conocido. Pero no vendría a este tipo de Consejo. Como te decía, se esfuerza mucho en parece neutral. Además, tiene muchos enemigos, e incluso ahora no todos los Padres de los aliados creen en él.

—¿De ventad? Entonces, ¿por qué está su gente de Inis Eala implicada? ¿No es muy arriesgado para él?

—Por Johnny. —No pronunció este nombre con la misma turbación con la que lo hacían sus hermanas. Pero estaba muy seria. Johnny es un símbolo. Es el hijo del cuervo. Deberá llevar esta empresa, y no puede hacerlo sin el apoyo de su padre. Además, las aptitudes únicas del Jefe y los poderes especiales de Johnny son una parte esencial de la campaña. No puede funcionar sin ellos. Es lo que mi padre ha dicho.

—¿Y qué papel tiene tu tío Eamonn en todo esto?

—Tiene la mayor fuerza de combatientes y la mejor preparada de todo Ulster —dijo Muirrin sin darle más importancia—. Aguántame esto mientras lo filtro. Gracias. Tiene que participar, todos deben hacerlo. El trabajo de mi padre es mantener a todo el mundo a raya el tiempo suficiente mientras dure el conflicto. Creo que es un poco como ser la hermana mayor.

Era un hervidero de preguntas, pero sentía que no podía preguntarle más sin levantar sospechas. En lugar de eso, estuve mirando y escuchando, tal como me había enseñado mi padre para resolver rompecabezas. Eamonn era como un libro cerrado: insondable, retraído. En la cena, se sentaba cerca de tía Aisling, y se quedaba muy quieto, de manera poco natural. Uno podía pensar, que no participaba de las conversaciones por abusar de la buena cerveza que se servía, ya que se quedaba sentado y bebía sin parar coda la noche, mirando al vacío, y comiendo poco. Pero sus ojos lo traicionaban. Podía notar que escuchaba atentamente y que grababa en su cerebro cualquier cosa que algún día pudiera serle útil. Y seguía sorprendiendo sus miradas, de vez en cuando, como si yo fuera la última pieza de su rompecabezas y todavía no hubiera decidido dónde colocarme. Lo miré de soslayo. Su mirada seguía inquebrantable. Es él, pensé. Es el que la abuela me dijo que tenía que buscar. Encuentra a un hombre con influencias, Fainne. Una mujer puede hacer maravillas con un hombre así como su instrumento. Esa idea me horrorizó. Me revolvía el estómago y se me ponía la piel de gallina.

Uno por uno, los miembros de la alianza se fueron despidiendo y abandonaron Sieteaguas escoltados por un batallón. Se les explicó que era para su propia protección; los hombres de Sean con sus atuendos color bosque cabalgaban al frente y en la retaguardia, los visitantes se mantenían bien custodiados en el centro. ¿Cómo podían trabajar mano a mano, planeando una campaña de esta magnitud —le pregunté a Muirrin— si había tanta falta de confianza entre ellos? ¿Puede tu aliado volverse y apuñalarte por la espalda?

—Oh, no sólo es eso —dijo Muirrin—. Es el bosque. El bosque reconoce a los suyos. Los otros no pueden entrar y salir seguros. Los caminos cambian. Las raíces borran las pistas. Las voces llevan a la gente por el camino equivocado y la niebla despista. Hablaba como si fueran cosas cotidianas y yo sentía cómo se me erizaban los pelos de la nuca.

—¿Voces? —repetí.

—No las oye todo el mundo —me contestó—. Pero el bosque es muy viejo y fue encomendado a nuestra familia en tiempos antiguos. Somos sus guardianes. No sólo somos sus moradores.

Asentí.

—He oído ese cuento —dije con cautela—. ¿No fue uno de tus… nuestros, ancestros el que se casó con una mujer de Fomhóire?

—Eso es lo que dicen. Y ella trajo el secreto de las Islas. Están ligados: las Islas, el bosque, la confianza que el Pueblo de las Hadas deposita en nosotros desde hace años. Si una de las partes falla, todo falla. Ya debes saber eso.

—Un poco. Pero me gustaría saber más. Harías mejor en preguntarle a Conor. Él lo cuenta mejor que nadie.

Pero yo estaba evitando a Conor. Mientras estuvo en Sieteaguas, no hizo ningún esfuerzo por buscarme, y se pasaba la mayor parte del tiempo reunido con Sean, o hablando con Muirrin o sentado en silencio en el jardín mirando hacia el bosque. Tenía la sensación de que estaba esperando.

Mi mente pensaba en otras cosas. Tío Sean había decretado que tenía que aprender a montar correctamente, ya que uno nunca sabía cuándo necesitaría salir a toda prisa, fue una experiencia humillante. Los caballos no confiaban en mí. Y por lo visto todo el mundo podía montar, incluso Eilis, que apenas tenía cinco años. Mejor para ella —pensé enfadada, mirando cómo trotaba en el cerco sobre su pequeño poni negro—. Ha sido educada para eso. Casi tuve la tentación de asustar al poni para que se librara de ella. Hace mucho tiempo, en otro mundo. Darragh se había ofrecido para enseñarme pero lo había rechazado. Ahora me arrepentía. Aoife no hubiera temblado y hubiera seguido adelante. Darragh habría sido paciente. A lo mejor habría bromeado un poco, pero nunca se habría reído de la manera en que Eilis lo hacía. Sólo los chicos del establo estaban dispuestos a ayudarme, pero tenía más que ver con la manera en que les sonreía que por bondad natural. Desde mi llegada a Sieteaguas no me había mezclado ni una vez con la gente sin vestirme con mi atuendo de belleza y dulzura que me ofrecía el Sortilegio. No había duda de que la gente diría que me parecía a mi madre. Sin esta capa del Sortilegio, mi propia torpeza me habría paralizado. Pero en el establo tuve la tentación de despojarme de ella y mostrarme tal como era, sencilla y tímida. Podría haber utilizado un hechizo o dos para volver a colocarlos en su sitio. Pero contuve mis ganas y mantuve la compostura. Al final de la mañana estaba cansada y frustrada, y mis profesores se rascaban la cabeza, perplejos.

—Los caballos no te aceptan —dijo uno de los chicos del establo—. Nunca he visto algo así.

La yegua que había montado entornó los ojos y tembló.

—No pasa nada —dije—. Gracias por vuestro tiempo.

—Ha sido un honor, mi señora dijo el chico, sonrojándose.

Y me fui. Se suponía que tenía que llevar a Eilis y Maeve de vuelta a casa para limpiar y empezar una labor de costura. Pero de repente, sentí que era más de lo que podía afrontar, y me escabullí en silencio detrás de los establos, ansiando tener un momento de soledad. Conocía un sitio donde podías sentarte en paz, una puerta trasera con tres escalones que bajaban. Un pequeño respiro sin compañía indeseada, eso era todo lo que necesitaba.

Pero tenía compañía. En los escalones estaba sentado Eamonn, vestido para montar, calzado con las botas, los brazos cruzados, sus ojos fijos a media distancia, y con una expresión sombría, como si estuviera sumergido en sus pensamientos. Llevaba una túnica verde oscura encima de su rapa de montar.

—Oh —dije dando unos pasos atrás—. Oh, lo siento…

Se levantó.

—Fainne, creo que me he adelantado a ti en llegar a tu refugio. De todas maneras, tengo que irme. Vuelvo a casa hoy. Tengo muchos asuntos que atender.

Paralizada por la timidez, con Sortilegio o sin él, no me salían las palabras y no sabía cómo actuar. Automáticamente, empecé a hablar con la voz dulce y entrecortada que mi abuela me habría sugerido para esta ocasión, y empecé a moverme tal como me había enseñado, mientras pensaba en qué podía hacer.

—Por favor, quédate si quieres. No quería molestarte. Tienes razón, es un sitio para escapar cuando las cosas… cuando las cosas se vuelven difíciles. Pero no me importa compartirlo. ¿Tú también buscas paz y tranquilidad? ¿Un espacio alejado del alboroto de vuestros asuntos? Pareces un hombre muy ocupado.

Di unos pasos hacia atrás vacilante, y sentí cómo me ruborizaba ligeramente sin tener que fingir.

—Por favor —dijo—. Siéntate. Has estado montando, ¿verdad? Debes de estar cansada.

Sí, bastante cansada dije con una sonrisa compungida, y me senté grácilmente en el primer escalón. Se erguía delante de mí, con expresión cautelosa, como siempre.

—¿Nunca has aprendido a montar? No es muy usual para una chica de tu edad —observó Eamonn.

—Lo sé —dije con toda honestidad—. Y además no tengo ningún deseo de aprender, pero tío Sean dice que debo hacerlo. Aunque preferiría gastar mi tiempo en otras ocupaciones.

—¿Otras ocupaciones?

Parecía que quería hablar conmigo. A lo mejor los consejos de la abuela sobre cómo comportarse con los hombres eran más efectivos de lo que pensaba. No estaba segura de cuál sería su respuesta preferida para esta pregunta. Probé con una.

—Coser, leer, estudiar. No estoy acostumbrada a tanta gente.

Asintió. Parecía que lo había juzgado bastante bien.

—Entonces, ¿no has crecido en una familia como la de mi hermana? ¿Has sido educada en casa de tu padre?

Fue un error desestimar a ese hombre. Sentí que el rubor volvía, y baje los ojos.

—Yo… perdona, esto me aflige mucho. Tendrías que preguntarle a tío Sean. Me cuesta mucho hablar de esto.

Eamonn se puso en cuclillas delante de mí, claramente preocupado. Pero no se me había escapado la mirada escrutadora de sus ojos negros.

—Lo siento —dijo—, te he molestado. No era mi intención.

—No pasa nada —mi voz tembló un poco—. No… no me importa hablar de estas cosas. He tenido una existencia bastante protegida, antes de venir aquí. Una vida de tranquilidad y contemplación.

—Durante mucho tiempo he creído que tu madre se había ahogado en mi tierra, por negligencia mía —dijo Eamonn—. Al final me entere de que había sobrevivido y que estaba en un convento. Decían que tenía una salud frágil. Pero… perdóname… para ser franco, nadie me habló nunca de una hija.

—Nunca conocí a mi madre —dije a media voz. La conversación me estaba desestabilizando. No conseguía entender lo que quería. Si quería extraerme secretos, y sacar una ventaja estratégica, difícilmente podía esperar que vinieran de mí.

—Era exactamente como tú —dijo Eamonn—. Niamh era una chica muy admirada. Nunca he visto dos hermanas tan poco parecidas —su boca se retorció. Su cara estaba muy cerca de la mía.

—Seguro que debes de estar encantado de volver a casa —dije.

Me miró en silencio.

—Tu familia debe de echarte de menos, —añadí.

—Aisling es toda la familia que tengo —dijo al cabo de un momento.

Ahora miraba el suelo. Marqué una pausa.

—Me sorprendes —retomé—. ¿No tienes mujer? ¿Ni hijos? A lo mejor mi falta de conocimiento del mundo limita mi entendimiento para estas cosas, pero ¿no ansías tener un heredero para tus dominios?

Esbozó una minúscula sonrisa.

—Eres muy directa. Fainne. Asombrosamente.

De nuevo, usé las enseñanzas de la abuela e hice un delicado gesto confuso, poniendo mis dedos delante de mis labios.

—Lo siento. No quería ofenderte. Por favor, no hagas caso de lo que te he dicho.

—Supongo que es poco habitual —dijo Eamonn, acercándose para sentarse a mi lado en los escalones—. Antes me imaginaba que podría tener tales cosas. Después de todo, un hombre lo considera como un derecho básico. Pero todo ha cambiado.

—¿Cómo?

Se miró las manos juntas, que apretaba con fuerza.

—Ah, ahora te aventuras en asuntos de los que no puedo hablarte. Cada uno tiene que guardar sus secretos, creo.

—Lo siento, Eamonn.

Me miró arrugando la frente.

—¿Prefieres que te llame tío Eamonn? No me parece que sea muy apropiado.

—Claro que no, Fainne. Y después de todo, no soy tu tío, aunque hubiese podido serlo. Tengo que irme. Mis hombres me estarán esperando. Hay un largo camino hasta Sídhe Dubh.

—¿Es donde vives?

—Y en Glencarnagh. Preferirías esa casa. Es un lugar más apropiado para una mujer.

—Yo haría mejor en volver con las niñas —dije—. Deberían estar arreglándolo todo, y haciendo algo de labor. Tía Aisling siempre nos tiene ocupadas. No me importa. Sólo que son un poco ruidosas.

Eamonn sonrió. Eso mejoró mucho su apariencia. Era una pena que fuera tan mayor. Treinta y nueve años por lo menos, pensé. Más mayor que mi padre.

—Te gusta la tranquilidad, ¿verdad?

Asentí.

—Hubiera sido mejor que me quedara en el sur, y dedicarme a una vida de paz y contemplación —dije con suavidad, contenta de no tener que mentir.

—Entonces, ¿no deseas tener una familia propia, algún día? —preguntó Eamonn con gravedad.

Adiviné lo que la abuela hubiese encontrado apropiado para eso.

—Claro que sí —deje escapar, adoptando la exquisita actitud de la mujer en pleno descubrimiento de su condición—. Un marido, un buen hijo, y una adorable hija para cuidar. ¿No es lo que desea toda chica?

Hubo otra pausa.

—Espero —dijo Eamonn—, espero que Sean sepa elegir por ti de una manera sabia. No veo ese tipo de… espero que tenga juicio contigo. Ahora tengo que irme. Suerte con lo de montar. Estoy seguro de que acabarás teniendo tanto talento como para todo lo que haces.

—Me halagas —dije.

—Lo dudo mucho. Adiós. Fainne. Quizá podamos charlar otra vez, en mi próxima visita a Sieteaguas.

—Me encantaría —dije, y lo miré alejarse. Al final había salido bien. Probablemente la abuela hubiese asentido. Pero ¿por qué este intercambio me había perturbado hasta el punto de tener un nudo en el estómago cada vez que pensaba en ello? Repasé todo lo que había dicho, y no encontraba error en ello. Pero seguía viendo la cara de Darragh mientras me observaba bailar en la feria; era el rostro de un hombre que se sentía de algún modo traicionado. Y lo único que podía pensar era lo contenta que estaba de que Darragh no me viera ahora; ya que él no hubiese sabido qué debía hacer, y qué sería de mi.