Capítulo I
Volvían cada verano. Contaba los días interpretando la tierra y el cielo, el sol y las rocas. Subía hasta el círculo de piedras y me quedaba allí sentada, inmóvil, con la espalda contra el calor del monolito que había bautizado como Centinela, observando a los conejos que asomaban de sus madrigueras bajo la luz tenue para comer lo poco de vegetación que pudieran encontrar sobre la ladera yerma de la colina. El sol se ponía al oeste, una esfera de fuego naranja que desaparecía tras las colinas para hundirse en las insondables profundidades del océano. Sus rayos moribundos inundaban los perfiles de los dólmenes, proyectando sus sombras extravagantes sobre el terreno pedregoso frente a mí. Iba allí cada verano, desde que vi a los nómadas por primera vez y aprendí a leer las señales de su llegada. Al anochecer el sol dibujaba sobre la cumbre de la colina oscuridades de perfiles afilados que con los días se alargaban hacia el norte cada vez más. Cuando la sombra mayor empezaba a rozarme la punta de los pies, justo donde me encontraba, en el centro exacto del círculo, llegaba el momento. Al día siguiente iría a buscarlos al lado de la pista, y allí estarían.
Había una pauta precisa. Todas las cosas tenían una pauta, si se sabía encontrar. Me lo había enseñado mi padre. La dificultad consistía en lograr quedarse fuera, en no dejarse implicar. Habría sido un error creer que se podía formar parte de ello. Aquellos como nosotros nunca formarían parte de nada. También eso lo aprendí de él.
Esperaba cerca del camino, tras una mata de enebro. Una niña inmóvil como la piedra. Oía el traqueteo de los zuecos y el chirrido de las ruedas en movimiento. Después divisaba a uno o dos chicos sobre ponis, a la vanguardia, que escudriñaban con los ojos atentos en busca de eventuales peligros. Sin embargo, una vez iniciado el camino que llevaba a la colina, superado el punto donde me escondía, generalmente bajaban ya la guardia; bromeaban y reían, saboreando las alegrías del campamento que montarían en breve, un verano de pesca abundante y de relativa tranquilidad, un período dedicado a arreglar y a construir. La estación que pasarían allí en la bahía era lo más parecido al sedentarismo que nunca alcanzarían.
Les seguían después un carro o dos, con los hombres y las mujeres más ancianos sentados sobre la artesa, los niños más pequeños a horcajadas sobre la carga, y los demás corriendo a los lados. Dan Walker conducía una pareja de caballos, su mujer Peg la otra. El resto del grupo los seguía a pie, con las bufandas, los chales y los pañuelos al cuello mostrando vividas manchas de colores contra el marrón grisáceo de un paisaje casi desnudo hasta que llegara la calidez de principios de verano. Observaba y esperaba en mi escondrijo, sin mover un músculo. Al final llegaba la fila de ponis, con los chicos más jóvenes portándolos de las riendas o cabalgando a sus lomos. Aquél era el mejor momento del verano: la primera aparición de Darragh, que, flaco y orgulloso, se elevaba sobre la silla de su robusto poni gris. Tras el invierno en el norte, el color de su piel era pálido y su expresión ceñuda, por haber estado vigilando a los animales, siempre alerta por si alguno daba un salto repentino para ganarse la libertad. Hasta que estuvieran completamente domados, aquellos ponis de la colina intentarían con terquedad moverse a su antojo. Aquel grupo sería amaestrado durante la estación cálida, y vendido cuando el pueblo nómada volviera a partir hacia el norte.
Estaba muy atenta, para no revelar mi presencia ni siquiera con el movimiento de un dedo o un pestañeo. Pero Darragh sabía que yo estaría allí. Me miraba de reojo con sus ojos castaños, parpadeando en mi dirección, y hacía relampaguear una rápida sonrisa que no veía nadie más que yo, escondida en el margen del camino. Luego los nómadas me superaban para dirigirse hacia abajo, a la bahía y a su campamento veraniego, y yo me iba a casa, andando colina arriba y luego de nuevo hacia abajo hasta la lengua de tierra llamada Honeycomb, el lugar donde vivía con mi padre.
Él no veía con buenos ojos mis salidas, pero no me imponía limitaciones. Sostenía que para mí sería mejor establecer yo sola mis propias reglas. El arte de la magia suponía un pesado tributo. No había necesitado mucho tiempo para descubrir que no dejaba tiempo para los amigos, los juegos, nadar, pescar o zambullirme en el agua desde las rocas como hacían los demás niños. Había demasiado que aprender. Y cuando mi padre no encontraba tiempo para enseñarme, pasaba las horas ejercitándome. Las únicas reglas eran aquellas no expresadas. Y, en todo caso, no habría podido andar muy lejos, no con mi pie así.
Comprendía que para aquéllos como nosotros la magia estaba antes que cualquier otra cosa. Darragh, sin embargo, se había ganado un lugar en mi vida sin ser invitado, y una vez allí se convirtió en mi compañero de aventuras veraniegas y mi mejor amigo; mi único amigo de verdad. Los demás niños me daban miedo, y no conseguía siquiera imaginar que pudiera unirme a ellos en sus alborotados juegos. A su vez, ellos también me evitaban. Quizá se trataba de miedo, o quizá de cualquier otra cosa. Sabía que era más inteligente que ellos. Sabía que podría hacerles cualquier cosa con sólo desearlo. Sin embargo, cuando me veía reflejada en el agua y pensaba en los niños que veía perseguirse por la playa gritándose los unos a los otros, pescando entre las rocas y reparando las redes junto a sus padres o a sus madres, deseaba de todo corazón poder ser uno de ellos y no quién era. Habría querido ser una de aquellas chiquillas nómadas, con un pañuelo rojo y un chal de flecos, y poder subirme también a un carro y partir hacia las remotas tierras del norte al llegar el otoño.
Mi padre y yo teníamos nuestro lugar, un lugar secreto, situado a media ladera de la colina, oculto por enormes peñascos y encarado al sudoeste. Debajo de nosotros, el empinado promontorio de rocas de Honeycomb se asomaba sobre el mar. En su interior había una compleja red de grutas, cavidades y pasos ocultos, morada ideal para un hombre como mi padre. Detrás de nosotros, la ladera de la colina trepaba hasta alcanzar la plana cumbre sobre la que se elevaba el círculo de megalitos, para luego descender de nuevo sobre la otra ladera hasta alcanzar la senda de los carros. Más allá se extendía el territorio de Kerry, y a partir de sus lindes, lugares cuyos nombres me eran desconocidos.
Darragh, sin embargo, los conocía, y a menudo, mientras hacía una pila ordenada con la leña transportada por la corriente para encender el fuego, o paseando en busca de sílex y matojos mientras yo lie naba un cuenco de hierbas secas para el té, me los enumeraba. Me hablaba de lagos y bosques, de barrancos escarpados y dulces valles umbríos Me contaba cómo los vikingos, cuyas incursiones en la costa fueron muy temidas, se establecieron y se casaron con chicas irlandesas, engendrando hijos que no pertenecieron ni a una ni otra raza. Con un relámpago de excitación en sus ojos marrones me hablaba de la gran feria de caballos que se celebraba en el norte. Se implicaba tanto en el argumento, gesticulando con sus manos delgadas, con la voz encendida por el entusiasmo, que acababa olvidándose de encender el fuego. Por tanto lo hacía yo, apuntando el dedo índice en dirección a las ramitas y dejando que brotara la llama. Las ramitas se encendían enseguida, y el agua contenida en la pequeña jarra empezaba a calentarse. Darragh enmudecía.
—Continúa —le decía—. Al final, ¿el viejo ha comprado el poni o no? Pero Darragh me miraba ceñudo, con las cejas castañas arrugadas por la desaprobación.
—No deberías hacer eso —me reprochaba.
—¿El qué?
—Encender el fuego de esa manera. Recurriendo a magia de hechicera. Sobre todo cuando no hay necesidad de hacerlo. ¿Es que no sirven el sílex y los matojos? Lo habría hecho yo.
—¿Por qué te preocupas? Así es más rápido.
Echaba un puñado de hojas secas en el jarro para la infusión. El perfume de las hierbas se difundía en el aire fresco de la colina.
No deberías hacer eso. Sobre todo cuando no hay necesidad de hacerlo. No lograba explicarse mejor, y el flujo de palabras se detenía bruscamente, así que hacíamos la infusión y nos la bebíamos sentados en silencio uno al lado del otro, mientras las gaviotas volaban chillando en las alturas.
Los veranos estaban llenos de días así. Cuando no le necesitaban para trabajar con los caballos o ayudar en el campamento, Darragh venía a buscarme e íbamos juntos a explorar las laderas rocosas de la colina, las sendas sobre las cumbres de los barrancos, las calas escondidas y las grutas ocultas. Me enseñaba a pescar recurriendo solamente a un sedal y a la mano firme. Yo le enseñaba a comprender cómo era el día según las sombras proyectadas por el sol sobre la cima de la colina. Cuando llovía, un hecho común a pesar de ser verano, solíamos sentarnos al abrigo de una pequeña cueva, abajo, al principio de la lengua de tierra que unía Honeycomb con la costa, un lugar que emergía del suelo sólo a medias, donde la luz conseguía filtrarse desde lo alto e inundaba la pequeña superficie de arena fina, coloreándola de un delicado gris azulado. En aquel lugar siempre me sentía segura. Allí, el cielo, la tierra y el mar se encontraban para separarse de nuevo, y el sonido de las pequeñas olas que rompían en la playa subterránea era parecido a un suspiro, una bienvenida y un adiós al mismo tiempo. Darragh nunca me decía si le gustaba mi cueva o no. Simplemente me acompañaba, se sentaba a mi lado, y cuando cesaba la lluvia se deslizaba afuera sin una palabra.
En la ladera de la colina crecía una hierba salvaje, una planta flexible con tallos verde pálido que relucían como la seda. La llamábamos cola de ratón, aunque con toda probabilidad su verdadero nombre fuera cualquier otro. Peg y sus hijas eran hábiles canasteras, y utilizaban esta hierba para confeccionar sus artículos más bonitos y refinados, ese tipo de cosas que podían usar las grandes damas para recoger flores, por ejemplo, muy distintos de los otros cestos usados para transportar la verdura o un pesado fardo de leña. También Darragh sabía trenzar cestos, con sus largos dedos, ágiles y finos. Un verano, al atardecer, estábamos sentados cerca del menhir de piedra con la espalda apoyada en la roca llamada Centinela, y observábamos la bahía, la extremidad del promontorio y más allá, hacia el mar de occidente. El cielo estaba nublando, y el aire empezaba a enfriarse. Aquel día no conseguía interpretar las nubes, pero sabía que el final del verano estaba cerca, y con él un nuevo adiós. Estaba triste y contrariada conmigo misma por eso, e intentaba no pensar en la llegada del invierno, hecho de trabajo duro y de días fríos y solitarios. Miraba las piedras del suelo y pensaba en el año, en cómo se plegaba en sí mismo como una serpiente que se tragara la propia cola, en cómo giraba imitando el movimiento incesante de una rueda. Volverían los tiempos felices, pero para seguir de nuevo a los difíciles.
Darragh apretaba un puñado de cola de ratón, que entrelazaba con habilidad, silbando en voz baja. Darragh nunca estaba triste. No tenía tiempo; para él la vida era una aventura, siempre con nuevas maravillas por descubrir. Y después podía irse, si quería. A diferencia de mí, no tenía lecciones que aprender o capacidades que mejorar.
Miraba con hastío las piedras del suelo. Mi existencia giraba en redondo, siempre en redondo, repitiéndose hasta el infinito, un cielo que no dejaba vía alguna para la huida. Estática e inmutable. Observaba los guijarros vibrar y rodar, desplazarse obedientes sobre el terreno frente a mí.
—¿Qué? —mi concentración se había interrumpido. Las piedras se habían detenido, quedando en un círculo perfecto.
—Ven —dijo—. Dame la mano.
Hice lo que me pedía, perpleja, y él me deslizó en el dedo un pequeño anillo de cola de ratón trenzada; estaba hecho con tanta destreza que parecía privada de nudos o puntos de unión.
—¿Para qué es esto? —le pregunté, haciendo rodar el circulito de hierba sedosa, elástica. Ahora su mirada había vuelto a la bahía y se había detenido sobre las pequeñas embarcaciones de mimbre que regresaban de pescar.
—Para que no te olvides de mí —explicó en tono descuidado.
—No seas tonto —respondí—. ¿Por qué tendría que olvidarme de ti?
—Nunca se sabe —dijo Darragh volviéndose hacia mí. Señaló el ordenado círculo de piedrecitas—. Podrías tener la mente repleta de otras cosas.
Aquella respuesta me ofendió.
—Sabes que no sería posible. Nunca.
Darragh dio un suspiro y se encogió de hombros.
—Eres joven. No puedes saberlo. El invierno es largo, Fainne. Y… sería mejor que alguien se ocupara de ti.
—¡No es cierto! —rebatí enfadada levantándome de un salto. ¿Quién se creía que era, cómo se permitía hablarme con aquel tono de hermano mayor?
—Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma, gracias. Y ahora tengo que irme a casa.
—Te acompaño.
—No estás obligado a hacerlo, si no quieres.
—Quiero acompañarte. Es más, hagamos una carrera. A ver quién llega primero a aquellos enebros de allí abajo. Vamos.
Permanecí impasible, mirándolo ceñuda.
—Te daré ventaja —me provocó Darragh—. Contaré hasta diez.
No me moví.
—Entonces hasta veinte. Vamos, corre —me dedicó una de sus sonrisas amplias, irresistibles.
Me puse a correr, suponiendo que mi andar torpe y cojo pudiera llamarse correr. Me levanté la falda con una mano y logré ganar cierta velocidad, aunque la superficie empinada y pedregosa requiriese un poco de cautela. Sólo había llegado a medio camino cuando oí su paso rápido y ágil detrás de mí. Ninguna carrera podría ser tan desequilibrada, y ambos lo sabíamos. Él podía cubrir una determinada distancia en un cuarto del tiempo que yo necesitaba. Sin embargo, las cosas sucedieron de otra manera, ya que ambos alcanzamos los matorrales en el mismo instante.
—De acuerdo, hija de un mago —exclamó Darragh sonriendo—. Ahora caminemos, recuperemos el aliento. Mañana irá mejor.
* * *
¿Cuántos años tenía entonces? ¿Seis, quizá, y él uno o dos más que yo? El día en que los nómadas levantaron las tiendas para marcharse, yo llevaba el pequeño anillo en el dedo; aquel día me tocaría despedirme de él y empezar la espera. Ah, pero para él todo estaba bien, en todo caso. Había lugares donde le esperaban y cosas por hacer, y estaba impaciente por subirse al poni y ponerse en camino. Sin embargo, encontró el tiempo para despedirse de mí, y vino hasta la colina que estaba más allá del campamento, sabiendo que yo no me acercaría al punto en que su gente se reunía para cargar los carros y hacer los preparativos para el viaje. Yo me sentía abrumada por la timidez, incapaz de sostenerles la mirada a los chicos y a las chicas, o de responder a las preguntas amables y prudentes de Peg. Allá abajo estaba mi padre, una figura alta envuelta en una capa que hablaba con Danny Walker, dándole mensajes que debía entregar, encargos que despachar. A su alrededor, la gente había dejado un amplio círculo vacío.
—De acuerdo, entonces —dijo Darragh.
—De acuerdo, entonces —repetí como un eco, intentando adoptar el mismo tono descuidado, pero fracasando míseramente.
—Hasta luego, ricitos —dijo, alargando una mano para tirar amablemente de un mechón de mi largo pelo rizado, igual que el de mi padre, de un intenso color rojizo—. Nos veremos el próximo verano. Trata de mantenerte lejos de los problemas hasta mi vuelta. —Me repetía aquella frase cada vez que partía, siempre la misma. En cuanto a mí, me quedaba siempre sin palabras.
* * *
Los días se hicieron más breves, y empezó el período más oscuro del año. Sin la compañía de Darragh no tenía ningún motivo para salir al exterior, por eso me volcaba en el trabajo, tratando de no hacer demasiado caso al frío que hacía dentro de Honeycomb, y que sentía casi más que el helado viento otoñal que azotaba la cima de la colina. Era un dolor punzante que calaba hasta los huesos y que me pesaba como un fardo. Pero nunca me lamentaba de ello. Mi padre me había enseñado cómo enfrentarme a él, y eso se esperaba de mí. Porque también un mago sentía el calor del fuego o el mordisco del viento del norte. Después de todo, un mago era un ser humano, no una criatura del Otro Mundo. Lo que hacía falta era enseñarle al propio cuerpo cómo pactar con el frío, para no ceder al malestar volviéndose lento o ineficiente. Era una habilidad ligada a la respiración, más que a otra cosa. No sabría decir más. Durante un tiempo mi padre fue un druida. Pero me dijo que una vez abandonada la hermandad lo había dejado todo atrás. No obstante, un hombre no puede olvidarse en un día de tantos años de adiestramiento y disciplina. Comprendía que muchas de las cosas que aprendía eran secretas, y sólo podían ser compartidas con otros miembros de nuestra misma especie. No es posible depositar ese género de conocimientos a los pies del ignorante, o de quien cuya mente está cerrada. Incluso ahora hay algunos secretos que no puedo revelar y que no revelaré nunca.
En el interior de Honeycomb había numerosas cámaras. Teníamos que encender las lámparas durante todo el año, y en la gran habitación donde trabajaba mi padre ardían muchas velas, porque allí era donde guardaba pergaminos y libros, objetos grotescos y fantásticos dentro de recipientes, y pequeños saquitos llenos de polvos de olores punzantes. Había un basilisco momificado, una copa labrada en un cuerno ondulado cuya base estaba incrustada de piedras rojas. Había una pequeña calavera, parecida a la de un gnomo, con cavidades vacías en lugar de ojos. Allí había un grueso manual de magia cuya cubierta de piel se había oscurecido por la edad y el uso continuo. En esa habitación mi padre pasaba los días y las noches en soledad, perfeccionando su arte, aprendiendo, sin parar.
Yo sabía leer en más de una lengua y escribir usando distintos tipos de alfabeto. Sabía recitar innumerables historias, y más hechizos todavía. Y me había hecho falta muy poco para aprender que la magia más grande no estaba escrita en ningún libro, ni reproducida sobre pergamino alguno. Los hechizos más poderosos no se hacen moviendo las manos, mezclando pociones y filtros mágicos o repitiendo antiguas fórmulas. Lo comprendí cuando vi a mi padre trabajar con el máximo empeño, pero quedándose sencillamente inmóvil en el centro de un espacio vacío, con los ojos negros como moras y fijos en el vacío. Porque la magia más grande es la de la mente, y sus tradiciones no se escriben sobre pergamino o sobre piel de oveja, ni se graban en corteza, o en piedra o en cualquier otro lugar. Mi padre aprendió sus primeros rudimentos de los grandes sabios: los druidas del bosque. Luego los desarrolló con dedicación a través del estudio. Pero el talento para la magia corría por nuestras venas. Mi padre era hijo de una gran bruja, de la que aprendió ciertas habilidades que usó con parquedad, ya que eran tan poderosas como peligrosas. Decía que era necesario tener cuidado, evitar llegar demasiado lejos y despertar a las fuerzas oscuras que era mucho mejor que permaneciesen dormidas. No tengo un recuerdo nítido de mi abuela. Me viene a la mente una criatura elegante, vestida con una túnica azul, que me había mirado a los ojos y me había provocado dolor de cabeza. Creo que me hizo preguntas a las que contesté irritada, molesta por su intrusión en nuestro reino ordenado. Pero aquello ocurrió hace mucho tiempo, cuando todavía era poco más que un bebé. Mi padre raramente hablaba de ella, si no era para decir que nuestra sangre había sido contaminada por su línea de descendencia, una estirpe de magos que no aceptaba que ciertos confines no debieran ser cruzados. Sin embargo, me decía mi padre, era poderosa, astuta e inteligente, y siempre sería mi abuela; una parte de ella estaba en nosotros, y no podíamos olvidarlo. Por su culpa nunca podríamos vivir nuestra vida como personas normales, con amigos, una familia, un trabajo honesto. Aquella herencia nos había dado poderes extraordinarios, pero encaminó nuestros pasos hacia una senda de tinieblas.
* * *
Tenía ocho años. Era Meán Geimhridh, y el viento del norte azotaba los árboles sin piedad. Mandaba las olas a estrellarse contra las rocas, empujando la helada espuma hacia las concavidades subterráneas de Honeycomb. La orilla pedregosa estaba salpicada de algas enredadas y fragmentos de conchas. Los pescadores sacaban sus redes vacías, y la gente pasaba hambre.
—Concéntrate, Fainne —me exhortó mi padre mientras mis helados dedos atrapaban y perdían la presa—. Usa la mente, no las manos.
Entonces apreté los dientes, agudicé la vista y empecé de nuevo. Un juego, eso era. No tenía que ser difícil. Alarga los brazos, fíjate en la esfera de vidrio brillante colocada sobre el estante de la pared más lejana, que refleja el resplandor de las velas sobre su superficie tramposa. Supera la distancia con la mente. Imagina el salto. Quédate quieta. Deja que sea la esfera la que soporte el esfuerzo. Imponte a la esfera que sea ella la que llegue a tus manos. Imponle a la esfera que se reúna contigo. Ven. Ven aquí. Ven a mí, frágil y delicada, redonda y encantadora, ven a mis manos. Hacía frío, me dolían los dedos, oh, qué frío. Sentí las olas estrellarse en el exterior. Sentí la esfera de cristal romperse contra el suelo de piedra. Los brazos me cayeron a los lados del cuerpo.
—Muy bien —dijo mi padre con dulzura—. Coge una escoba, bárrelo todo afuera. Después explícame por qué no lo has conseguido.
Su voz no expresó juicio alguno. Como siempre, quería que fuera yo misma quien me juzgara. Así aprendería con mayor rapidez.
—Yo… me he distraído, he pensado en otra cosa —expliqué, inclinándome para recoger las afiladas esquirlas—. He dejado que se interrumpiera el contacto. Lo siento, padre. Sé que lo lograremos. La próxima vez lo conseguiré.
—Lo sé —me respondió, volviéndose para retomar su trabajo—. Ejercítate cien veces con algo irrompible. Después, ven a donde esté yo y me lo enseñas.
—Sí, padre.
De todos modos hacía demasiado frío para poder dormir. Así que podría pasar la noche haciendo algo útil.
* * *
Tenía diez años. Estaba inmóvil en el centro de la habitación de trabajo de mi padre, con los ojos fijos en el vacío. La frágil esfera se balanceaba sobre mi cabeza, suspendida por fuerzas invisibles. Respiré lentamente, muy lentamente. A cada espiración un pequeño ajuste. Arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha. Rueda sobre ti misma, le ordené a la esfera, y empezó a rodar, resplandeciente a la luz de las velas. Detente. Ahora rueda alrededor de mi cabeza. Mis ojos no seguían su movimiento fluido. No necesitaba mirarla para ver cómo obedecía a mis órdenes. Detente. Ahora desciende. Una pausa infinitesimal, después el descenso; frente a mí una estela de brillo, la caída hacia la destrucción. Detente. La esfera se detuvo a un palmo del suelo. Se mantuvo suspendida en el aire, expectante. Parpadeé, y me incliné para recogerla en mi mano.
Mi padre asintió con gravedad.
—Tus poderes están aumentando. Naturalmente se trata de trucos demasiado simples, aunque para hacerlos bien se requiere disciplina. Me alegro de tus progresos, Fainne.
—Gracias.
Estas alabanzas eran, cuanto menos, raras. Habitualmente lo que hacía era reconocer que había alcanzado el propósito de mi intento, y me exhortaba a dar el siguiente paso.
—No te duermas en los laureles.
—No, padre.
—Es hora de que te apliques a una rama del arte mucho más estimulante. Para hacerlo, sin embargo, deberás buscar dentro de ti nuevos recursos. Puede ser extenuante. Tómate algunos días de descanso. Empezaremos en Imbolc. ¿Qué mejor momento? —Su tono era áspero.
—Sí, padre.
Pero no le pregunté de qué se trataba. Sabía que fue en la fiesta de santa Brighid donde él vio a mi madre por primera vez; no es que hablara demasiado de ello, por lo menos no deliberadamente. Ocultaba aquella historia en su interior, y mantener secretos era una habilidad en la que sobresalía. Había recogido aquí y allá lo poco que sabía, jirones de información de vez en cuando, en el curso de los años. Hubo un comentario de Peg que oí por casualidad mientras esperaba a Darragh bajo los árboles de detrás del campamento, escondida de las miradas ajenas.
—Era muy bella —le había dicho Peg a su amiga Molly. Estaban sentadas a la luz de la mañana, y trenzaban sus complicados cestos haciendo volar los dedos rápidamente—. Alta, esbelta, con una mata de pelo cobrizo que le caía sobre la espalda. Parecía un hada. Pero se comportaba siempre… se comportaba siempre como si estuviera un poco ida, ¿sabes a lo que me refiero? Él la vigilaba como una loba a su cachorro, pero no pudo evitar lo que sucedió. Podías verlo en sus ojos, desde el principio.
—Mmm —había sido la respuesta de Molly—. Entonces la niña ha salido a su padre. Una extraña criaturita.
—No tiene la culpa de lo que es —respondió Peg.
Recuerdo, también, un verano particularmente caluroso en el que Darragh no logró dominar su impaciencia frente a mi rechazo categórico de acercarme al agua.
—¿Por qué no quieres que te enseñe a nadar? —me había preguntado—. ¿Es por ella? ¿Por aquello que le sucedió?
—¿El qué? ¿Qué quieres decir?
—Ya lo sabes. Hablo de tu madre. Es por culpa de… bueno, a causa de lo que hizo. Eso es lo que dice la gente. Que tú tienes miedo del agua porque ella se lanzó desde Honeycomb y se ahogó.
—Claro que no —respondí, sin poder tragar saliva—. Es sólo que no quiero, eso es todo.
¿Cómo podía saber que hasta aquel momento nadie me había dicho cómo había muerto?
Revolví en los recuerdos en busca de uno que concerniera a mi madre, tratando de traer a la mente la bella figura que Peg había descrito, pero no me vino nada. En todos mis recuerdos sólo aparecían mi padre y Honeycomb. Algo había ocurrido mucho tiempo atrás y en algún lugar lejano, algo que había dañado a mi madre y herido en el ánimo a mi padre, y lastrado el camino de todos nosotros de un modo inevitable. Mi padre nunca me había hablado de ello. Sin embargo, en todo lo que me enseñaba se escondía una lección tácita.
* * *
—Es hora de empezar —anunció mi padre mirándome severamente—. Este será un trabajo serio, Fainne. Quizá sea necesario limitar tu tiempo libre este verano.
—S-sí, padre.
—Bien —comentó asintiendo—. Permanece a mi lado. Mira el espejo. Observa mi rostro.
La superficie era de bronce, pulido hasta ser capaz de brillar y reflejar las imágenes. Nuestras caras se reflejaron una junto a la otra; eran parecidas, exceptuando leves diferencias. Los rizos rojo oscuro; los ojos intensos, oscuros como moras silvestres maduras, la piel pálida y falta de pecas. Pensé que la cara de mi padre era bastante bonita, aunque algo amenazadora en su expresión. El mío era un rostro de niña: informe, insignificante y algo gordinflón. Miré mi reflejo frunciendo el ceño, luego encontré la mirada de mi padre en el espejo. La respiración se me detuvo en la garganta.
La cara de mi padre estaba cambiando. La nariz se estaba haciendo aguileña, el pelo se fue cubriendo de un blanco velo de escarcha, la piel se arrugó y manchó como una manzana dejada demasiado tiempo en la despensa. Lo miré, estupefacta. Levantó una mano, la mano de un viejo, nudosa y retorcida, que acababa en unas uñas parecidas a las garras de una fiera. No lograba separar los ojos de aquella imagen reflejada.
—Ahora mírame —me dijo con voz sosegada, su voz habitual.
Obligué a mis ojos a mirar de lado velozmente, pero el corazón se me encogía al pensar que aquel que tenía a mi lado podía no ser el hombre recto y gallardo que había sido mi padre sino sólo su envoltura vieja y encorvada. En cambio, allí estaba, igual que siempre, con su mirada segura fija en la mía, con sus cabellos brillantes que se le rizaban en las sienes. Miré de nuevo el espejo.
Ahora su rostro estaba cambiando de nuevo. La imagen vaciló durante un instante, después se detuvo. Esta vez la diferencia era más imperceptible. Los cabellos eran un poco más claros, y apenas más lisos. Los ojos de un azul intenso, no la característica tonalidad que cambiaba al violeta oscuro que compartíamos ambos. La espalda un poco más ancha, la altura aumentada un palmo, la nariz y el mentón con un toque de grosería que no tenía antes. Era mi padre, pero también un hombre distinto.
—Esta vez —dijo—, cuando apartes los ojos del espejo verás lo que yo quiero que veas. No tengas miedo, Fainne. Seguiré siendo yo. Este es el Sortilegio que nosotros utilizamos para volvernos irreconocibles cuando tenemos la necesidad. Si se utiliza con pericia, es un instrumento poderoso. No se trata tanto de un cambio en el aspecto de uno mismo, como de una modificación en la percepción del otro. Es una técnica que debe ser practicada con extrema atención.
Esta vez, cuando lo miré, el hombre que tenía a mi lado era el hombre del espejo: mi padre, pero no exactamente él. Parpadeé, pero él mantuvo su semejanza. El corazón me golpeaba en el pecho, y me sudaban las palmas de las manos.
—Bien —dijo mi padre con calma—. Respira lentamente, como te he enseñado. Enfréntate a tu miedo y déjalo a un lado. Esta habilidad no puede aprenderse en un solo día, en una estación o en un año. Tendrás que trabajar muy duramente.
—Entonces, ¿por qué no has empezado a enseñármela antes? —conseguí rebatir, aún profundamente turbada por aquella mutación. Quizás hubiera sido más fácil si se hubiera transformado en un perro, un caballo o incluso en un pequeño dragón, en vez de en aquella… aquella versión inquietante de sí mismo.
—Antes eras demasiado joven. Ahora tienes la edad justa. Ahora ven. —De repente, en el tiempo de chasquear los dedos, era de nuevo él mismo—. Un paso cada vez. Usa el espejo. Empezaremos con los ojos. Concéntrate, Fainne. Respira con la tripa. Mira el espejo. Fija el punto exacto entre las cejas. Bien. Imponle a tu cuerpo la inmovilidad absoluta… Olvídate del fluir del tiempo… Para las primeras veces te daré algunas palabras que deberás pronunciar, pero con el tiempo tendrás que aprender a trabajar sin espejo, y sin fórmula mágica.
Al anochecer estaba exhausta, con la cabeza vacía como una calabaza seca, el cuerpo frío y empapado de sudor. Descansamos sentados el uno frente al otro en el suelo de piedra.
—¿Cómo sé —pregunté—, cómo puedo distinguir lo que es real de lo que es imaginario? ¿Cómo consigo saber que el modo en el que te veo es el real? Podrías ser un viejo feo y arrugado camuflado de mago gracias al Sortilegio.
Mi padre asintió; su pálido semblante se oscureció:
—No puedes saberlo.
—Pero…
—Una persona muy hábil en este arte sería capaz de hacer durar ese camuflaje durante años y años, si fuera necesario. Podría engañar a todo el mundo. O a casi todos. Como ya te he dicho, es un instrumento muy poderoso.
—¿A casi todos?
Permaneció en silencio durante un instante, después me hizo una seña.
—Con este tipo de magia no conseguirías engañar a un alto practicante de nuestro arte. Creo que sólo tres tipos de persona pueden ser siempre capaces de saber cuál es tu verdadera identidad: un mago, un adivino y un inocente. Pareces cansada, Fainne. Será mejor que descanses, y que empecemos mañana desde el principio.
—Estoy bien, padre —respondí, ansiosa por no desilusionarlo—. Puedo continuar, de verdad. Soy más fuerte de lo que parezco.
Mi padre sonrió: extraña visión. Aquélla me pareció una trasformación más profunda que cualquier otra que el Sortilegio hubiera podido producir nunca; tenía la impresión de estar mirando a un hombre distinto, el hombre que podría haber sido si el destino hubiera sido más generoso con él.
—A veces me olvido de lo joven que eres, hija mía —dijo dulcemente—. Y yo soy un maestro muy exigente, ¿no es cierto?
—No, padre —respondí. Los ojos me escocían de un modo extraño, como si las lágrimas pugnaran por salir.
—Oh, sí, seguro —rebatió, con una nueva expresión severa en la boca—. No tengo la más mínima duda. Ven, entonces, comenzamos desde el principio.
* * *
Tenía doce años, y por un tiempo breve mi altura superó a la de Darragh. Aquel verano mi padre no me dejó salir demasiado. Las pocas veces que me concedía un poco de diversión, yo salía de Honeycomb y me subía a la colina, sin saber si eso me estaba permitido pero titubeante ante la perspectiva de pedirle permiso, por miedo a que me fuera negado. Allí encontraba a Darragh esperándome, a veces practicando con la gaita, pues Dan le había enseñado bien y aquel ejercicio era para él más un placer que un deber. Ahora ya no explorábamos las grutas, ni paseábamos por la playa en busca de conchas, ni encendíamos pequeñas hogueras. La mayoría de las veces nos sentábamos a la sombra de los grandes monolitos de piedra, o bien en alguna oquedad en el límite del arrecife, y hablábamos, tras lo cual volvía a casa con el sonido melodioso de la gaita que se iba propagando por el aire, a mis espaldas. He dicho que hablábamos, pero lo que ocurría en realidad era que Darragh hablaba y yo escuchaba, feliz de estar tranquilamente sentada en su compañía. Es más, ¿de qué podría haber hablado yo? Las actividades que me ocupaban eran secretas, no podían explicarse. Además, el mundo de Darragh se me antojaba cada vez más desconocido, ajeno, un tipo de sueño excitante que nunca se realizaría.
—¿Por qué nunca te ha devuelto a Sieteaguas? —preguntó un día, de un modo bastante ingenuo—. Nosotros hemos estado una vez o dos. Hay una vieja tía de mi padre que aún vive allí. Y allí reside toda tu familia: tienes tíos, tías e infinidad de primos. Estoy seguro de que te acogerían con los brazos abiertos.
—¿Y por qué tendría que llevarme? —pregunté parándole los pies, puesto que encontraba difícil digerir cualquier crítica a mi padre, por mucho que fuera expresada indirectamente.
—Porque… —Darragh parecía no encontrar las palabras—. Bueno, porque en las familias suele hacerse así. Se crece juntos, se hacen las cosas juntos, se aprende unos de otros, se cuidan unos de otros, y… y…
—Yo tengo a mi padre. Él me tiene a mí. No necesitamos a nadie más.
—Esto no es vida para ti —murmuró Darragh—. No es vida para una chica.
—Yo no soy una chica. Soy la hija de un mago —dije desafiándolo mientras levantaba las cejas—. No tengo ninguna necesidad de irme a Sieteaguas. Mi casa está aquí.
—Lo estás haciendo de nuevo —dijo Darragh al cabo de un instante.
—¿El qué?
—Eso que haces siempre que estás enfadada. Los ojos te empiezan a brillar, y en tus cabellos crepitan pequeños destellos de luz, como llamitas. No me digas que no lo sabes.
—Mejor —respondí, pensando que debería haberme ejercitado más en mantener bajo control mis sentimientos.
—¿Mejor qué?
—Mejor que se vea. Que no soy una simple chica. Así quizá dejes de planificar el futuro por mí. Ya sé hacerlo sola.
—Uy, uy.
No me preguntó, no quiso saber más detalles. Continuamos sentados en silencio, observando las gaviotas revoloteando sobre las barcas que regresaban de pescar. El mar estaba oscuro como la pizarra; antes del ocaso habría borrasca. Pasado un rato empezó a contarme cosas sobre una yegua de poni blanco que había bajado de las colinas, de cómo su padre quería sacar un buen precio en la feria de ganado, y de cómo él no estaba seguro de lograr quitárselo de la cabeza, puesto que entre él y el animal se había establecido una relación extraordinaria. Su relato me absorbió tanto que cuando acabó me había olvidado completamente de que estaba enfadada con Darragh.
* * *
Tenía catorce años y el verano llegaba a su fin. Mi padre estaba orgulloso de mí, se lo leía en los ojos. El Sortilegio era insidioso, pero permitía obtener resultados sorprendentes. Mi padre conseguía transformarse en una gran cantidad de sujetos distintos: una zorra leonada de ojos brillantes o bien una extraña criatura, un tipo de espectro parecido a una borrosa voluta de humo. Para esta última me dio la fórmula, pero no me permitió intentar la transformación. Si se usaba de manera inexperta era peligrosa. El riesgo consistía en no tener poder suficiente para anular el hechizo. Había por tanto la posibilidad de que uno no lograra volver a la misma forma original. Mi padre me dijo también que una transformación de ese tipo agotaba notablemente los poderes de un mago. Cuanto más se alejaba de la propia imagen, más intenso era el empobrecimiento de su poder. Si, por ejemplo, uno se transformaba en un feroz monstruo marino, o en un águila de afiladas garras, y luego recobraba el propio aspecto, durante algún tiempo después de aquel ejercicio no podría llevar a cabo magia alguna. La transformación podía durar un día y una noche, y en esa situación el mago era extremadamente vulnerable.
Esa era la razón por la que no me permitió probar las variantes más elaboradas del hechizo, que incluían aspectos no humanos. Sin embargo descubrí que tenía un talento innato para otras mutaciones más sutiles. Al principio era un trabajo muy duro, y me dejaba exhausta y alterada. Pero me apliqué con voluntad, y con el tiempo logré hacer y deshacer el Sortilegio en un abrir y cerrar de ojos. También aprendí a esconder mi agotamiento.
—Debes comprender —me explicó mi padre en tono serio— que aquello que creas es sólo una ilusión a los ojos de los demás. Si tu transformación es leve, nada más que un modesto cambio de tu aspecto, la gente no será consciente de que algo ha cambiado. Se preguntarán sencillamente por qué nunca antes han notado lo fascinante que eras, o qué digna de confianza era tu expresión. Ni siquiera sabrán que están siendo manipulados. Y cuando vuelvas a ser tú misma ni siquiera se darán cuenta de que te han visto diferente. Una transformación completa, en cambio, es algo muy distinto. Hay que ser extremadamente cauteloso, porque puede generar dificultades notables. Siempre es mejor crear un aspecto lo más cercano posible al propio. Así será más fácil retomar la propia imagen y recobrar las fuerzas con mayor rapidez. Perdóname un momento —y volvió el rostro, reprimiendo un violento acceso de tos.
—¿Te encuentras mal? —pregunté. Generalmente nunca se resfriaba, ni siquiera en pleno invierno.
—Estoy bien, Fainne —respondió—. No te preocupes. Procura recordar lo que te he dicho acerca del Sortilegio. Si usaras las formas más extremas correrías un grave riesgo personal.
—Pero podría hacerlo —protesté—. Transformarme en un pájaro o en una serpiente. Estoy segura de que lo conseguiría. ¿No podría probarlo al menos una vez?
Mi padre me miró.
—Alégrate de no tener la necesidad de hacerlo. Es peligroso, créeme. Un hechizo para usar sólo como último recurso.
No podía restarle tiempo a mis estudios. Durante todo el verano apenas había visto la luz del sol, ya que mi padre se había ocupado de que una muchacha del lugar nos trajera a Honeycomb las modestas provisiones de pan, pescado y hortalizas que necesitábamos. Había un manantial de agua en una de las profundas gargantas, y ahora era mi padre el que iba a buscarla con un cubo. Yo me quedaba dentro, trabajando. Estaba intentando habituarme a que eso no me importara. Al principio sufría mucho, porque sabía que Darragh estaría por allí fuera, buscándome, esperándome. Más tarde, cuando dejó de esperarme, sufrí aún más. Me escapaba durante un rato a la roca sobre el mar, un lugar oculto, sólo accesible desde los subterráneos de Honeycomb. Desde aquel punto de observación se divisaba la bahía en toda su extensión, a partir del extremo occidental donde nosotros estábamos, con sus arrecifes cortados a cuchillo y los gigantescos rompeolas, donde el largo promontorio ofrecía amparo a las chozas dispersas y al campamento multicolor y desordenado del pueblo nómada. Veía a los chicos correr por la orilla y oía sus risas, que el viento del oeste me traía junto a los gritos de las gaviotas. Darragh estaba allí, entre ellos, ahora más alto, ya que durante el invierno había dado un buen estirón. El viento le apartaba el oscuro pelo del rostro, y su sonrisa era tan torcida como de costumbre. Ahora siempre iba acompañado de al menos una chica, y a veces de dos o tres. Había una en particular a la que veía a menudo, una menudita con la piel morena del sol y una larga trenza a lo largo de la espalda. Fuera donde fuera Darragh, ella nunca estaba demasiado lejos, los dientes blancos brillando en una sonrisa, la mano en la cadera, los ojos fijos sobre él. Incluso sin tener motivo para ello, la odiaba.
Los chicos solían zambullirse desde las rocas del promontorio, sin siquiera sospechar mi presencia sobre la roca de más arriba. Estaban atravesando aquella edad en la que se creen invencibles, en la que se cree poder ahuyentar a cualquier monstruo que se cruce en el camino. Las rocas que elegían eran angostas y resbaladizas, y el mar de debajo, oscuro, frío y peligroso. El lanzamiento debía ser calculado en el último instante, para evitar ser alcanzado por una ola y arrastrado contra los escollos que formaban la base de Honeycomb. Se lanzaban una y otra vez, tres o cuatro chicos, esperando el momento justo, los pies prensiles que se agarraban a la roca, los cuerpos bronceados como nueces expuestas al sol, mientras las chicas y los niños más pequeños los miraban desde la playa en silencio y gran expectación. Entonces, de un modo repentino y arriesgado, aunque ya lo hubieran hecho otras veces, se zambullían en las amenazadoras aguas.
Aquel verano los vi en dos o tres ocasiones. La última vez que estuve allí vi a Darragh dejar atrás los riscos, trepar ágil como un cangrejo por las grietas del arrecife desnudo y encaramarse hasta detenerse por fin sobre el más exiguo asidero, el punto de lanzamiento. El miedo me cortó la respiración. ¿No iría a…? ¿Seguro que no era capaz de…? Me mordí los labios y noté el sabor salado de la sangre; apreté los puños tan fuerte que las uñas me cortaron las palmas de las manos. Qué idiota. ¿Por qué intentar una empresa como aquélla? ¿Cómo podía pensar qué…?
Por un instante se quedó en equilibrio, mientras su público permanecía mudo y petrificado, seguramente presas de la misma horrorizada fascinación que también me invadió a mí. Mucho más abajo las olas rompían produciendo un sonido de remolino, mientras desde arriba las gaviotas gritaban sus advertencias. Darragh no levantó los brazos al zambullirse. Sencillamente, se dobló hacia adelante y cayó en el agua cabeza abajo, recto como una flecha, los brazos extendidos a lo largo de las caderas, abajo, cada vez más abajo, hasta que su cuerpo se deslizó en el agua con un movimiento preciso, parecido a un alcatraz volando en picado hacia un pez. Me quedé a mirar mientras una gran ola se abatía sobre el punto donde se había hundido, y luego otra y una tercera. El corazón me golpeaba enloquecido en el pecho. Pero de pronto, mucho más cerca de la orilla, una cabeza oscura y brillante emergió del agua. Darragh empezó a nadar. Los chicos de los riscos y las chicas de la playa elevaron una ovación, y cuando él salió del agua, goteando, ella estaba allí para acogerlo y ofrecerle el chal que llevaba sobre los hombros para que se secara.
Aquel día no logré concentrarme; mi padre me echó una mirada siniestra, pero no dijo nada. Después de aquel episodio, elegí no volver a presenciar aquellos saltos. Lo que mi padre me había enseñado era cierto. Un mago, o la hija de un mago, no lograrían desarrollar las tareas requeridas ni practicar correctamente su arte si se distraían con cualquier otra cosa.
Faltaba poco para Lugnasad, hacia finales del verano, cuando por fin mi padre me contó su historia. Estábamos sentados frente al fuego después de un largo día de trabajo, y bebíamos nuestra cerveza. Generalmente, en aquellos momentos nos manteníamos en silencio, cada uno absorto en sus propios pensamientos. En aquella ocasión estaba mirando a mi padre que, a su vez, miraba fijamente el fuego, y pensé en que había perdido peso, los huesos de la cara le afloraban agudos contra la piel. Estaba incluso más pálido de lo normal. Enseñarme las artes de la magia no siempre era fácil; no había que asombrarse de que estuviera agotado. Debería esforzarme más.
—¿Sabes que descendemos de una estirpe de magos, Fainne? —empezó de repente, como siguiendo el curso de sus pensamientos.
—Sí, padre.
—¿Y comprendes lo que significa?
Aquella pregunta me pareció extraña.
—Que somos distintos de los demás, y que siempre lo seremos. Que somos un grupo aparte, y no pertenecemos ni a unos ni a otros. Que podemos practicar este arte, para el que hemos sido elegidos. Pero algunos elementos de la magia van más allá de nosotros. Podemos llegar a rozar el Otro Mundo, pero en realidad no formamos parte de él. Vivimos en este mundo, pero nunca formamos parte de él.
—Excelente, Fainne. Veo que en teoría lo comprendes muy bien. Pero no es lo mismo moverte por el mundo real y descubrir lo que significa todo esto. No puedes ni imaginar cuáles son las penas causadas por una existencia vivida a medias. Dime, ¿te acuerdas de tu abuela? Ha pasado mucho tiempo desde que vino aquí; más de diez años. Quizá la has olvidado.
Arrugué la frente, concentrándome.
—Creo que puedo recordarla. Tenía los ojos como nosotros, y me miró hasta que me dolió la cabeza. Me preguntó cuánto había aprendido y cuando se lo dije se echó a reír. Quería que se fuera.
Mi padre asintió y sonrió con amargura.
—Mi madre ha elegido no salir al mundo exterior. No por ahora. Se esconde en lugares tenebrosos. No podemos librarnos de ella, ni tampoco de sus artes mágicas. Nos guste o no, nosotros dos llevamos dentro su herencia, y a causa de ella tenemos algo más y algo menos que las personas normales. No quería hablarte de esto, pero ha llegado el momento en que debo hacerlo. ¿Escucharás mi historia?
—Sí, padre —susurré abrumada.
—Muy bien. Debes saber, entonces, que pasé dieciocho años de mi existencia en los templos arbóreos, bajo la protección de los Grandes Sabios. Lo que ocurrió antes de aquello no sabría decirlo, ya que cuando era muy pequeño habitaba en el corazón del gran bosque, en Sieteaguas. Mis compañeros de juego eran las encinas y los fresnos; dormía sobre cañizos de serbal, la mejor madera para escuchar la voz del espíritu, y vestía las túnicas sencillas de los iniciados. Fue una infancia de orden y disciplina; frugal en la satisfacción de las necesidades del cuerpo, pero rica en alimentos para la mente y el espíritu, del todo privada de los elementos más bajos de la vida de un hombre, rodeada de la belleza de los árboles y de los torrentes de agua, del lago y de las piedras recubiertas de musgo. Crecí con el amor por el conocimiento, Fainne, un amor que he tratado de transmitirte desde que eras pequeña.
»Debo gran parte de mi adiestramiento de druida a un hombre llamado Conor, que durante mi permanencia allí se convirtió en el jefe de los Grandes Sabios. Él se tomó mi instrucción con particular interés. Conor era un maestro muy exigente. Nunca daba una respuesta directa a una pregunta. Me orientaba siempre en la dirección justa, pero me dejaba a mí buscar la respuesta. Aprendí con rapidez, pero siempre quería saber más. Hice progresos; crecí y me convertí en un hombre. Conor no era persona de elogio fácil, pero estaba satisfecho de aquello en lo que yo me había convertido, y justo antes de que completara mi adiestramiento y pudiese llamarme por fin con el nombre de druida con plenos derechos, me permitió acompañarlo a la gran casa de Sieteaguas como su ayudante en la celebración de los ritos de Imbolc.
»Era la primera vez que salía de los templos arbóreos y del bosque profundo. Era la primera vez que veía a personas diferentes de mis hermanos, los Grandes Sabios. Conor celebró el ritual y encendió el fuego sagrado, y yo sujeté la antorcha por él. Era el momento culminante de tantos y tan largos años de adiestramiento. Después de la cena me permitió contar una historia a la compañía reunida. Estaba orgulloso de mí: se lo leía en la mirada, por mucho que fuera muy hábil en esconder sus verdaderos sentimientos. Aquella noche sentía una extraña serenidad espiritual en el corazón, como si la mano de la diosa hubiera tocado mi espíritu y estuviera dirigiendo mis pies por un camino de felicidad que duraría el resto de mis días. Desde aquel momento en adelante, me prometí a mí mismo que me dedicaría a caminar al encuentro de la luz.
»Sieteaguas es una gran casa, una gran túath. El jefe del clan se llamaba Liam, y era hermano de Conor. Tenían una hermana, Sorcha, de la que se contaban empresas prodigiosas. Ella misma era una hábil narradora y una renombrada sanadora, y su historia era la más extraña de todas. Sus hermanos habían sido transformados en cisnes por una bruja malvada, y Sorcha logró retornarles sus semblantes humanos por actos de increíble valentía y sacrificio. Al mirarla, era difícil creer que fuera cierto, ya que parecía una mujer frágil y diminuta. Pero yo sabía que era verdad. Me lo había dicho Conor, porque también él había quedado atrapado en el cuerpo de un cisne durante tres largos años. Se trata de una familia de considerable poder e influencia, y en posesión de habilidades que trascienden lo ordinario.
»Aquella noche todo era nuevo para mí. Una gran casa, una fiesta con tanta comida como nunca había visto antes, platos de exquisiteces y cerveza que corría como ríos, además de las luces, la música y la danza. Me parecía todo… extraño. Ajeno. Pero aguardé y observé. Vi a una joven bellísima, con sus largos cabellos cobrizos sueltos sobre los hombros y la tez reluciente y dorada bajo el resplandor de las antorchas, que bailaba dando vueltas y riendo. Más tarde, en el salón, fue a ella a quien dediqué mi historia. Aquella noche no soñé con la diosa o con mis bellos ideales, sino con Niamh, hija de Sieteaguas, que giraba y giraba en su vestido azul, lanzándome miradas y sonriéndome. No era eso lo que Conor creyó que ocurriría cuando decidió llevarme a la fiesta. Pero una vez empezado, no hubo modo de volver atrás. Yo la amaba; ella me amaba. Nos encontrábamos en el bosque, en secreto. No había duda de que tendríamos dificultades si nuestra relación se conocía. Un druida puede desposarse, si quiere, pero es una elección muy insólita. Y además, Conor ya había hecho proyectos para mí, y sabía que no se tomaría bien aquella idea. Niamh no estaba prometida, pero me dijo que su familia no vería con buenos ojos la perspectiva de darla como mujer a un joven de origen desconocido. Después de todo era la sobrina de lord Liam. Sin embargo, para nosotros no había otra elección: no podíamos imaginar un futuro en el que estuviéramos separados. Por eso nos encontrábamos bajo las encinas, lejos de los ojos indiscretos, y cuando estábamos juntos se desvanecían todos los problemas. Éramos jóvenes. Entonces nos parecía que teníamos todo el tiempo del mundo.
Se detuvo para toser y beber un trago de cerveza. Comprendía que contarme aquella historia lo cansaba mucho, por lo que permanecí callada.
—Un tiempo después fuimos descubiertos. Cómo, no tiene importancia. El sobrino de Conor llegó al galope a los templos arbóreos y habló con su tío, y yo oí lo suficiente como para saber que Niamh estaba en un apuro. Cuando llegué a Sieteaguas fui introducido en una pequeña estancia, donde me encontré a Conor al lado de su hermano, el jefe de la túath, y al padre de Niamh, el bretón. Esperaba tener que enfrascarme en una discusión, y deseaba poder tener la oportunidad de convencerlos para que me concedieran la mano de Niamh. Por lo menos habría tenido la ocasión de presentar mis escasas credenciales y de exponer mis razones. Pero las cosas fueron de un modo diferente. El matrimonio no se celebraría. Ni siquiera se dignaron escuchar lo que tenía que decirles. Fue un golpe durísimo para mí. Pero hubo otro. La razón que impedía nuestra unión no era la que me esperaba. No se trataba de la carencia de un nombre o de riquezas, sino de una cuestión de uniones de sangre, ya que yo no era, como creía, un chico de oscura descendencia, adoptado por los Grandes Sabios. Había una larga mentira; una verdad fundamental mantenida oculta. Yo era descendiente de una bruja enemiga de Sieteaguas. Al mismo tiempo, yo era también el séptimo hijo de lord Colum, jefe de la túath tiempo atrás.
Lo miré. El hijo del jefe de un clan, de noble descendencia, y ellos no se lo habían dicho. Qué injusticia. El hijo de lord Colum; pero… pero eso significaba…
—Sí —dijo mi padre, estudiándome la mirada con expresión grave—. Yo era hermanastro de Conor, de lord Liam, el jefe del clan, y de Sorcha. Por mis venas corría sangre maldita, y el grado de consanguinidad entre Niamh y yo era demasiado estrecho. Era hermanastro de su madre. Nuestra unión estaba prohibida por la ley. Así, de una sola vez, perdí a mi amada y mi futuro. ¿Cómo podía el hijo de una bruja del mal aspirar a un camino de luz? ¿Cómo podía el descendiente directo de una criatura como aquélla convertirse en un druida? Mi resplandeciente visión se oscureció, la pura llama de la esperanza se apagó. En cuanto a Niamh, su futuro ya había sido planificado. Se desposaría con otro, un poderoso jefe de clan que se la llevaría oportunamente lejos, para no obligarla a recordar cómo había estado a un paso de ensuciar el honor de la familia.
Su tono estaba lleno de amargo resentimiento. Dejó su cerveza al lado del fuego y empezó a frotarse las manos.
—Pero es terrible —susurré—. Terrible y triste. ¿Y fue eso lo que ocurrió? ¿La mandaron lejos?
—Niamh se casó, y se fue a vivir al norte, a Tirconnell. Su marido la trataba con crueldad. No supe nada durante mucho tiempo, porque me había alejado en busca de mi pasado. Pero ésa es otra historia. Finalmente, ella huyó. Su hermana había comprendido la situación y la había ayudado a escapar. Yo recibí un mensaje y fui a buscarla. Pero el daño ya estaba hecho, Fainne. Nunca se recuperó del todo.
—¿Padre?
—Dime, Fainne —su voz sonaba terriblemente cansada, una voz débil y áspera.
—¿Mi madre no era feliz aquí en Kerry?
Por un instante pensé que no me respondería. Tenía la impresión de que para encontrar las palabras debía alcanzar lo más profundo de su interior.
—La felicidad es algo relativo. Había momentos de alegría, y tu nacimiento fue uno de ellos. Por fin pensaba que había hecho algo bueno. En aquella época creí que se había recuperado, por eso me cogió completamente desprevenido lo que ocurrió al final. Pero, evidentemente, no logró restablecerse de lo que había perdido, y quizá su respuesta final fuera la única que podía dejar.
—Es una historia muy triste —dije—. Pero estoy contenta de que me la hayas explicado.
—No podía hacer menos, Fainne —dijo mi padre con dulzura—. Desde hace poco pienso en tu futuro, y creo que para ti ya ha llegado el momento de cambiar.
—¿Qué quieres decir con cambiar? —Estaba alarmada, y el corazón me golpeaba el pecho—. ¿Es hora de que empiece a estudiar alguna otra rama de la magia? Estoy impaciente por aprender más, padre. Trabajaré con empeño, te lo prometo.
—No, Fainne, no es eso a lo que me refiero. Es el momento de que te alejes un poco, de que conozcas a la familia de la que te he hablado, pues ya habrán olvidado completamente la existencia de Niamh y lo que les ha causado tanta incomodidad y molestias. Es tiempo de que te vayas a Sieteaguas.
—¿Cómo? —Palidecí. ¿Dejar Kerry, abandonar la bahía, recorrer todo aquel camino para acabar justo en medio de quienes habían tratado a mis padres de aquel modo tan abominable que no les habían permitido volver nunca más a su propia casa? ¿Cómo podía sugerirme algo como eso?
—Ahora, Fainne, calla y escúchame. —Mi padre adoptó una expresión grave; el resplandor del fuego le resaltaba los surcos y las arrugas de la cara, una anticipación del viejo que sería dentro de algún tiempo. Yo detuve en la garganta un río de ansiosas preguntas—. Estás creciendo —afirmó—. Eres la sobrina del jefe de un clan del Ulster, y la otra mitad de sangre que corre por tus venas no cambia ese hecho. Tu madre nunca habría querido que tú crecieras aquí sola conmigo, sin conocer otra cosa que este círculo estrecho de pescadores y nómadas, pasándote la vida entera practicando la magia. Existe un mundo más amplio, hijita; debes ir a tomar el lugar que te corresponde. La familia de Sieteaguas me debe un favor, y honrará esa deuda.
—Pero, padre… —Para mí, aquellas palabras no tenían sentido alguno; sólo experimentaba el terror de ser enviada lejos, de tener que dejar el único sitio seguro que conocía en el mundo—. El arte de la magia, eso que tú me estás enseñando… eso es lo único importante. He trabajado mucho para aprender, ahora soy hábil, muy hábil, tú mismo lo has dicho.
—Calla, Fainne. Respira lentamente. Cálmate. No es necesario alterarse tanto. No debes temer perder tus capacidades o no tener la ocasión de utilizarlas una vez que te hayas alejado de aquí. Te he adiestrado demasiado bien para que pueda suceder eso.
—Pero… ¿Sieteaguas? Una casa tan grande, llena de extraños… Padre, yo… yo… —No fui capaz de decirle cuánto me aterrorizaba aquella idea.
—No tienes que agitarte tanto. Es verdad, Sieteaguas ha sido un lugar de dolor y pérdida tanto para mí como para tu madre. Pero los miembros de aquella familia no son todos malos. No guardo ningún rencor hacia la hermana de tu madre. Una vez Liadan me hizo un gran favor. Si no hubiera sido por ella, Niamh nunca habría podido escaparse de aquella farsa de matrimonio. Y yo no lo he olvidado. Eligiendo casarse con un bretón, Liadan ha seguido el ejemplo de su madre. Ha ido contra la voluntad de Conor: se ha unido a un proscrito y se ha llevado a su hijo lejos del bosque. Tanto Liadan como su marido son buenas personas, aunque podrá pasar mucho tiempo antes de que los veas, pues ahora habitan en Harrowfield, en ultramar. Pero sería apropiado que te encontraras con Conor. Quiero que lo conozcas. Cuando estés lista. Digamos el próximo verano, así que tienes un año entero para prepararte. Lo que no consiga enseñarte yo, te lo enseñará mi madre. —Sus labios se torcieron en una sonrisa sin alegría.
—Oh —dije con un hilillo de voz—. ¿Va a venir aquí mi abuela?
—Más adelante —respondió mi padre fríamente—. Puede que no nos guste ni a ti ni a mí, pero mi madre tiene un papel en todo esto, e indudablemente posee muchos dones que podrán serte útiles. En un lugar como Sieteaguas tendrás que ser capaz de comportarte como si fueras la hija del jefe de un clan. Y todo eso no podrás aprenderlo de mí. He aprendido mucho en los templos arbóreos, pero nunca he descubierto cómo comportarme asumiendo el papel de hijo de lord Colum.
—Lo siento, padre —afirmé a sabiendas de que mi pena no era nada comparada con la suya—. Creía… creía que un día podría ser como tú, una erudita y una gran maga. Todas las lecciones que me has enseñado, las largas sesiones de práctica y estudio, todo eso ¿no acabará en nada si me alejo para convertirme en una especie de… gran dama?
Los labios de mi padre se curvaron.
—Creo que en Sieteaguas tendrás bastantes oportunidades de usar tus habilidades —declaró—. Te he enseñado el arte de la magia como mi madre me lo enseñó a mí… Oh, sí —añadió, viendo cómo mis ojos se abrían por la sorpresa—, en algunas ramas de la magia ella es una experta sin igual. Y los que son como ella no deben, necesariamente, estar presentes para enseñar.
Pensé en su habitación cerrada, en las largas horas de silencio. Había mantenido muy bien el secreto.
—No la invito a venir aquí a la ligera, Fainne. Mi madre es una mujer peligrosa. Te he mantenido lejos de ella el mayor tiempo posible, pero ahora la necesitamos. Es la hora. No te preocupes demasiado. Eres mi hija, y yo estoy orgulloso de tus capacidades, de aquello en lo que te has convertido. El hecho de que te haga partir es una señal de la gran confianza que he puesto en ti, Fainne; confianza en tu talento, en tu capacidad de ponerte al servicio de una buena causa. Espero que un día comprendas mis intenciones. Y ahora ya es tarde, mañana por la mañana tenemos trabajo que hacer. Será mejor que nos vayamos a dormir, hija mía.
La explicación de mi padre me había afectado profundamente y sentía un gran desasosiego interior. De todos modos aún faltaba un año, un período largo. Podrían ocurrir muchas cosas. Quizá ni siquiera tuviera que partir. Quizá cambiara de idea. Mientras, no me quedaba otra cosa que hacer que continuar estudiando las artes mágicas, porque si ocurría lo peor y mi padre me enviaba a Sieteaguas sola, deseaba aprender lo máximo posible para fortalecerme. Dejé a un lado mis malos presentimientos y me puse a trabajar.
El tiempo era decididamente más caluroso, pero mi padre todavía sufría una tos persistente y mucha dificultad para respirar. Intentaba escondérmelo, pero cuando ya era noche cerrada, mientras yo aún estaba despierta en la oscuridad de la cama, lo oía toser.
Estaba ejercitándome en prescindir del espejo. Gradualmente, logré reducir la fórmula a un par de palabras. Cambiaba el color de mis ojos al azul, al verde o al gris del cielo de invierno, o cambiaba su forma: alargados y almendrados, redondos como los de un gato, saltones, hundidos o legañosos. A medida que avanzó la estación arriesgué con los demás rasgos: la nariz, la boca, los huesos de la cara. Los cabellos. Los vestidos. Una venerable anciana cubierta de harapos, quizás el aspecto que tendría de vieja. Una seductora de hombres con las manos en jarras, con sonrisa seductora de dientes blanquísimos. Una Fainne parecida a mí, casi una gemela, pero ligeramente diferente. Los labios más dulces, las cejas más arqueadas, las pestañas más largas. El físico más delgado y curvilíneo. La piel lisa y pálida como una perla translúcida. Una Fainne peligrosa.
—Bien —dijo mi padre observándome mientras pasaba de un aspecto ficticio al otro—. Estás hecha para esto, no hay duda. Todas las apariencias son convincentes. Sin embargo, me pregunto si lograrás mantenerlas.
—Claro que lo conseguiré —repliqué al instante—. Ponme a prueba, si quieres.
—Sólo haré lo siguiente. —Y dicho esto cogió un envoltorio que contenía pergaminos y cartas y una bolsa cerrada de piel de cabra, que podía contener cualquier cosa—. Toma, coge esto. La caminata te hará bien.
En un instante se adentró en el pasillo que conducía al exterior, los pies calzados con las sandalias, silenciosas sobre el suelo de piedra.
—¿Dónde vamos? —Me había pillado por sorpresa, y me apresuré a seguirlo todavía con mi aspecto ficticio.
—Dan partirá hacia el norte por la mañana. Tiene asuntos que despachar por mí y mensajes que entregar. Mantente así como estás. Mantén este aspecto hasta que volvamos. Quiero ver de qué eres capaz.
—Pero… ¿no notará que soy… distinta?
—No te ve desde hace un año. Las chicas crecen rápido. No hay motivo para preocuparse.
—Pero…
Mientras descendíamos de Honeycomb y nos encaminábamos por el sendero del desfiladero, mi padre me echó un vistazo por encima del hombro. Su expresión era neutra.
—¿Tienes algún problema? —preguntó.
—No, padre.
No tenía problemas; aparte de Dan y Peg, y de todos los demás hombres y mujeres, con sus miradas inquisidoras y sus comentarios. Aparte de las chicas, con sus risitas ahogadas, y los chicos con sus bromas. Aparte del hecho de que nunca había estado en el campamento sin Darragh a mi lado, ni una sola vez en todos los años en que la gente de Dan Walker venía a pasar el verano en la bahía. Aparte del terror que me invadía estando entre la gente a pesar de ser la hija de un mago, dado que mis trucos de magia no conseguían compensar ni remotamente mi desgraciada manera de andar cojeando y mi desastrosa timidez.
Sin embargo, siguiendo a aquella figura envuelta en la oscura capa mientras caminaba a lo largo de la senda hacia abajo por la ladera de la colina hasta la pequeña bahía, pensé que aquel día no era la misma chica, la Fainne de siempre. Era en cambio aquello que quería ser: otra Fainne, envuelta en el Sortilegio como en una suave indumentaria que le confería una cierta gracia, los cabellos, habitualmente rizados, ahora en una brillante cascada sedosa, el paso recto y regular, los ojos enmarcados por las largas pestañas curvadas, la bonita sonrisa reservada. Dan, Peg y todos los demás me verían, me admirarían, y no notarían ninguna diferencia.
—¿Lista? —me preguntó mi padre en voz baja, mientras nos adentrábamos en el camino y aparecía el grupo de personas ocupadas en preparar a los animales y en reunir las vituallas para la partida del día siguiente bien temprano. Los perros corrieron por el campo ladrando, los niños se perseguían entre los carros, entre los ponis y entre las piernas de los hombres y las mujeres que se ocupaban de sus tareas. Cuando nos acercamos y nos vieron se apartaron como por costumbre, dejando un espacio vacío alrededor de mi padre y de mí. Él continuó caminando impertérrito, con largos pasos, hasta que localizó a Dan Walker, ocupado en un trabajo de precisión con unos arreos. Un par de chicos que tiraban de las riendas de los ponis cerca de la orilla miraron en mi dirección. Con un movimiento natural me puse una mano en el costado, y entorné las pestañas, como le había visto hacer a aquella muchacha, aquella con la sonrisa radiante. Uno de los dos bajó los ojos, como si se sintiera incómodo, y pasó de largo. El otro, en cambio, soltó un silbido de admiración.
—Y deja esto en Saint Ronan —le estaba diciendo mi padre a Dan Walker—. Te estoy muy agradecido, como siempre.
—No hay de qué. De todos modos tengo que pasar por allí este año. Y está cerca de Sieteaguas. No puedo pasar por aquellos parajes sin visitar a mi vieja tía, no me lo perdonaría nunca. Tiene ya muchos años, pero aún está lúcida, como siempre. ¿No tienes mensajes para nadie del lugar? —La pregunta fue formulada en tono descuidado.
Los rasgos de mi padre se contrajeron de un modo casi imperceptible.
—Esta vez no.
Di un paso adelante, luego otro, y fui consciente que desde el punto donde se encontraban, junto a los arbustos donde tendían la colada a secar, Peg y las otras mujeres me observaban. También los ojos de Dan me miraban, y tenían un aire de admiración. Yo aparté la mirada y miré hacia el mar.
—La niña está creciendo de una manera que te honra, Ciarán —dijo Dan. Había bajado la voz, pero lo oí de todos modos—. ¿Quién lo hubiera dicho? Está convirtiéndose en una verdadera belleza, como su madre. Será mejor que le encuentres un marido pronto.
Se hizo el silencio.
—Con todo el respeto —añadió Dan sin énfasis.
—Tu sugerencia está fuera de lugar —le respondió mi padre—. Mi hija aún es una niña.
Dan no hizo comentario alguno, pero sentí sus ojos siguiéndome mientras me dirigía hacia la fila de ponis cansados, inmóviles a la sombra de los árboles, pastando hierba. Me sentía observada por muchos ojos: esta vez no eran divertidos, compasivos o desdeñosos, sino curiosos, admirados, hechizados. Notaba una extraña sensación.
Levanté una mano para acariciar el largo morro de un tranquilo poni gris, y un chico silbó mientras se ponía a mi lado. Era un tipo desgarbado y lleno de pecas, algunos años mayor que yo. Lo había visto muchas veces al lado de los demás, pero nunca habíamos cruzado una palabra. Tras él, esperando, había otro par de chicos.
—Se llama Silver.
Esa información se me ofreció con un poco de desconfianza, como si el que la diera no estuviese seguro de cómo sería recibida. Hubo una silenciosa pausa. Estaba claro que esperaban una respuesta. No me era difícil mantener el Sortilegio, continuar personificando a aquella extraña yo misma que todos parecían querer mirar e interrogar. Mi técnica estaba a la altura. Sin embargo, también debía estarlo mi capacidad de actuación: encontrar las palabras, ostentar la sonrisa, llevar a la práctica los pequeños gestos. Encontrar el coraje. Metí una mano en el bolsillo de la falda, repetí una vieja fórmula para mis adentros, en silencio, y extraje una manzana arrugada que no se encontraba allí cuando salimos de casa.
—¿Puedo ofrecérsela? —pregunté en tono persuasivo, arqueando las cejas y dibujando apenas una tímida sonrisa.
El chico asintió y sonrió. Ahora tenía cinco a mi alrededor, apoyándose en la pared con simulada despreocupación, o que se escondían a medias unos detrás de otros y echaban miradas curiosas en mi dirección intentando disimular. Mantuve la manzana en la palma de la mano, y el caballo se la comió. Tenía las orejas gachas. Estaba incómodo, y yo sabía por qué.
—¿Es verdad que sabes encender el fuego con las manos? —preguntó de repente uno de los chicos.
—Cierra el pico, Paddy —le reprochó el primero con un gesto severo—. ¿Cómo te permites preguntarle algo así a la señorita?
—No es asunto nuestro —intervino otro, aunque tanto él como los demás hubieran chismorreado de lo lindo conjeturando sobre lo que hacíamos durante aquellos largos meses dentro de Honeycomb.
—El mago es mi padre, no yo —declaré sumisamente sin dejar de acariciar el morro del caballo con dedos delicados—. Yo soy una chica como todas las demás.
—No te he visto salir en todo el verano —fue el comentario del chico pecoso—. Te tiene muy ocupada, ¿verdad?
Asentí y adopté una expresión abatida.
—Sólo somos nosotros dos. —Me imaginé en el papel de hija devota, absorta en cocinar suculentos almuerzos, en zurcir, barrer y cuidar a mi padre, y leí la misma imagen en sus ojos.
—Es una verdadera pena —dijo uno de los chicos—. Deberías bajar aquí de vez en cuando. Aquí en el campamento bailamos, jugamos y nos divertimos. Es una pena perderse todo eso.
—Quizá… —empezó el otro chico, pero nunca supe qué iba a decir porque en aquel momento me llamó mi padre, cosa que tuvo el efecto de dispersar a los chicos como la nieve al sol, dejándome sola con el caballo. Y cuando me volví para seguir obediente a mi padre hacia casa, en la lejanía, más allá de las filas de los caballos, vi a Darragh cepillando a su yegua poni. La había llamado Aoife, y el permiso para tenerla se lo había arrancado a Dan tras largas y extenuantes discusiones. Pero, finalmente, lo había conseguido. Darragh me echó una mirada y apartó los ojos, pero dio señal de haberme reconocido: ni siquiera levantó la ceja o me hizo una seña con la mano.
—Muy bien —declaró mi padre mientras nos dirigíamos hacia casa, caminando contra el viento frío que se levantaba de occidente—. Muy bien, de verdad. Te estás convirtiendo en una verdadera experta. Aun con todo, esto es sólo el principio. Querría que te especializaras en la transformación. La necesitarás en Sieteaguas. Los que habitan allí son muy diferentes de estos pescadores y nómadas de ánimo simple. Tenemos que empezar a trabajar.
—Sí, padre.
—Creo que podríamos empezar antes de lo previsto. En cuanto se haya ido la gente de Dan, pasaremos a la siguiente fase. Puedes tomarte un día de descanso. Te lo has ganado, pero no podremos permitirnos más. Úsalo con sabiduría.
No tenía elección; nunca la había tenido.
—Sí, padre —respondí, y mientras trepábamos por la empinada senda y recorríamos las oscuras galerías de Honeycomb me deshice del Sortilegio y volví a ser una vez más la Fainne de siempre, torpe y coja. Había hecho lo que me había pedido mi padre. ¿Por qué, entonces, me sentía tan infeliz? ¿No había demostrado, acaso, que podía convertirme en lo que más me gustaba? ¿No había demostrado, acaso, que podía obligar a la gente a que me admirara, que podía doblegarla bajo mi poder? No obstante, más tarde, tendida sobre la cama, miré la oscuridad y me sentí invadida por un vacío que nada tenía que ver con sortilegios, hechizos o con la maestría de las artes mágicas.
Fue una noche de sueño inquieto. Me desperté antes del alba, temblando bajo la manta de lana. Escuché el ulular del viento y el fragor del mar azotando los riscos de Honeycomb. Un día poco adecuado para salir por ahí. Quizá Dan Walker y su gente decidieran quedarse un poco todavía. Pero eso no había sucedido nunca antes. Seguían su ritmo con la misma puntualidad con la que los pájaros emigraban en invierno, las llegadas y las partidas eran precisas como los movimientos de las sombras dentro de un círculo sagrado. Tan precisos que basándose en ellos se podía conocer la época del año. Los días luminosos, los días grises. Me parecía como si hablara el viento. Soplaré hasta arrancar todas las cosas… todas las cosas. Me lo llevaré todo… todo. Y el mar que le respondía de igual modo. Estoy hambriento… dame… dame….
Me tapé las orejas con las manos y me acurruqué. Después de todo, era un día de fiesta. ¿Por qué no dormir en paz, al menos hasta que saliera el sol? Las voces, sin embargo, no me dejaron, así que me levanté y me vestí, insegura de lo que me traería el día pero decidida a mantenerme ocupada para intentar ignorar la sensación de malestar, de vacío que tenía en el estómago. Fue mientras me ponía las botas cuando oí otro ruido, muy débil porque lo amortiguaba el aullar del viento. Una nota o dos, algún fragmento de una melodía que emergía del incesante ruido de fondo. Un sonido de gaitas. Aún no se habían ido, entonces. Sin detenerme a pensar agarré el chal y salí afuera, remonté la colina y me dirigí hacia los monolitos, mientras el viento me azotaba el pelo haciéndolo revolotear en todas direcciones y la espuma del mar trataba de alcanzarme desde los riscos, alargando sus dedos helados.
Cuando me vio, Darragh dejó de tocar. Había encontrado un rincón resguardado entre las rocas y estaba sentado con las piernas estiradas y la espalda contra el imponente dolmen que llamábamos el Centinela, en una posición no irrespetuosa, casi como si él perteneciera a aquel lugar, como si fuera uno de los conejos salvajes que lo habitaba. Lo alcancé tropezando y quitándome los cabellos de los ojos y me senté a su lado. Me puse el chal sobre el pecho. Aún no había amanecido, y en el aire se notaban las tímidas señales de un invierno todavía lejano.
Necesité un momento para retomar aliento.
—Bueno —dijo por fin Darragh, un principio no exactamente cordial.
—Bueno —repetí yo.
—Has salido de buena hora.
—Te he oído tocar.
—He tocado aquí arriba muchas otras veces este verano. Pero tú nunca has salido. Partimos esta mañana. Pero presumo que tú ya lo sabías.
Asentí, sintiendo la infelicidad extenderse por todo mi ser.
—Lo siento —murmuré—. He estado ocupada. Demasiado ocupada para salir. Yo…
—No te excuses. No tienes que excusarte a la fuerza —me interrumpió en tono ligero.
—Pero yo deseaba salir… pero no tenía elección —le dije.
Los ojos castaños y serios de Darragh se fijaron directamente en los míos, y una ligera arruga le encrespó la frente.
—Siempre hay que elegir, Fainne —afirmó controlando la voz.
Estuvimos sentados en silencio durante un rato, hasta que volvió a coger la gaita y empezó a tocar; no reconocí la melodía, pero era tan triste que haría aflorar las lágrimas a los ojos. Pero yo nunca habría llorado por un motivo tan insignificante. Ni siquiera aunque hubiera podido.
—Hay palabras que acompañan a esta música —aventuró Darragh—. Podría enseñártelas. Es muy bonito oír la gaita y la voz juntas.
—¿Y yo cantaré? —Aquel pensamiento me despertó de mi infelicidad—. No, no es una buena idea.
—Nunca lo has intentado, ¿verdad? —replicó Darragh—. Qué extraño. Nunca he conocido a nadie que no tuviera dentro el sentido de la música. Sospecho que sabrías cantar tan bien que hasta las focas del océano saldrían para escucharte con sólo probarlo. —Su tono era persuasivo.
—No me va eso —respondí sin interés—. Sé hacer otras cosas. Cosas más importantes.
—¿Como por ejemplo?
—Cosas. Sabes que no debo explicadas.
—Fainne.
—¿Sí?
—No me gusta verte hacer aquello que… que… verte hacer eso que hiciste ayer. No me gusta nada.
—¿Hacer el qué? —Arqueé las cejas con la expresión más altanera que pude lograr, y lo miré directo a los ojos. Él me sostuvo la mirada.
—Coquetear con los chicos. Flirtear. Comportarte como… como una niña estúpida. No es justo.
—¡No sé de qué me hablas! —rebatí en tono desdeñoso, aunque aquella crítica me hubiese golpeado directo en el corazón—. Y, en todo caso, tú ni siquiera me miraste.
Darragh dibujó en su boca una de sus sonrisas torcidas, pero sin alegría.
—Al contrario. Te miraba, y cómo. Hiciste de todo para que todos te miraran.
No le respondí.
—Mi padre tenía razón, sabes —prosiguió al cabo de un rato—. Deberías casarte, tener una carnada de críos, asentarte. Necesitas a alguien que cuide de ti.
—Tonterías —me defendí—. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—Necesitas a alguien que eche un ojo —insistió Darragh—. Quizá no te des cuenta, y tu padre tampoco, pero tú eres un peligro para ti misma.
—Qué absurdo —repliqué, amargamente resentida porque me encontrara tan impropia—. Y además, ¿con quién podría casarme aquí en la bahía? ¿Con un pescador? ¿El hijo de un calderero ambulante? Difícil.
—Tienes razón, naturalmente —convino Darragh tras unos instantes—. Sería del todo inapropiado. Lo comprendo. —Dicho esto se puso de pie, cargándose la gaita al hombro con gesto preciso. En el año recién transcurrido había crecido mucho, y el mentón empezaba a mostrar una tímida señal de barba oscura. Y al igual que su padre, ahora el lóbulo de una oreja exhibía un pequeño aro de oro.
—Ahora será mejor que me vaya. —Me miró sin sonreír—. De buena gana te metería en el bolsillo y te llevaría conmigo, si sólo fueses un poco más pequeña. Yo te mantendría alejada de los problemas.
—En todo caso estaría demasiado ocupada —contesté, mientras la desolación de la separación se abatía de nuevo sobre mí como una ola. Alejarme de él nunca había sido fácil, año tras año, y saber que yo misma partiría el siguiente otoño volvía la situación aún más penosa—. Tengo trabajo que hacer, Darragh. Un trabajo muy difícil.
—Mmm. —Parecía que no me escuchara, que sólo me mirara. Entonces alargó una mano para darme un tirón de pelo, no demasiado fuerte, y repitió la habitual despedida—. Hasta luego, ricitos. Nos vemos el próximo verano. Intenta mantenerte alejada de los problemas hasta mi retorno.
Asentí, las palabras ahogadas en la garganta. De algún modo, a pesar de las muchas cosas aprendidas durante la estación, a pesar de haber alcanzado el dominio de las artes mágicas, de repente me parecía haber desperdiciado el verano de una manera terrible, me parecía haber despilfarrado algo muy preciado e insustituible. Me quedé a observar a mi amigo mientras atravesaba el círculo de piedras. El viento le tironeaba la ropa desgastada y le azotaba el pelo oscuro, ondeando en su nuca. Descendió siguiendo la otra ladera de la colina y desapareció. Hacía frío, un frío que penetraba hasta los huesos, un frío que ningún fuego crepitante o piel de oveja habría logrado mitigar. Me dirigí hacia casa, mientras el sol todavía no había hecho todo su recorrido por el cielo de oriente, una roja presencia que se entreveía tras cúmulos de nubes tormentosas. Al entrar en Honeycomb, sujetando un candil encendido para abrirme paso a lo largo de los oscuros subterráneos, le impuse a mi respiración un ritmo regular. Inspirar a fondo y largamente, con la barriga. Espirar a bocanadas consecutivas como una gran catarata que bajara a saltos. Control, a eso se reducía todo. Necesitaba mantener el control. Sin aquello, el ejercicio de la magia no tenía sentido. Era la hija de un mago. Y la hija de un mago no tenía ni amigos ni sentimientos; no podía permitírselo. Bastaba con ver a mi padre. Había intentado llevar una vida distinta, y todo lo que había conseguido había sido amargura y dolor. No, era mucho más sabio concentrarse en la magia, y olvidarse del resto.
Una vez en mi habitación me obligué a imaginar al pueblo nómada cargando los carros, poniéndoles los arreos a los caballos, encaminándose hacia la senda del norte, con los perros corriendo al lado y los chicos cerrando la procesión. Me obligué a pensar en Darragh montado en la silla de su poni blanco, y traje al recuerdo sus palabras. No me gusta verte hacer aquello… Hiciste de todo para que todos te miraran… Eres un peligro para ti misma…. Si era así como me veía, tanto mejor que nuestros caminos se separaran. Lo había esperado año tras año, estación tras estación, recobrando mi esperanza y felicidad en su retorno. Y a veces me había parecido no estar viva de verdad si no lo tenía cerca. Ahora, en cambio, estaba a punto de llegar mi abuela, y yo estaba a punto de ser enviada lejos; todo estaba cambiando. Haría bien quitándome a Darragh de la cabeza y continuando con mis cosas. Tendría que aprender a prescindir de él. Y además, ¿qué podía saber un muchacho nómada de brujería, de transformaciones, o de las artes de la mente? Todo aquello era un mundo diferente, un mundo que él no podía ni siquiera imaginar. Era un mundo donde era necesario ser fuerte, para poder avanzar solo.