Capítulo XII
Si no hubiera tenido la mente ocupada con otra cosa, me habría acordado de que para llegar a una isla uno tiene que ir en barco, y ese barco debe estar en el mar, y que, aunque yo había crecido en la costa de Kerry, le tenía miedo al mar. No fue hasta que llegamos a un pequeño pueblo bien fortificado en lo alto de un enorme acantilado muy accidentado, y miré hacia una isla llana en el norte, y observé la considerable extensión de agua de aspecto peligroso que había entre nosotros y aquel lugar poco hospitalario, cuando sentí cómo el terror se apoderaba de mi cuerpo. Pero de ninguna manera iba a dejar que mi primo o mi tía o ninguno de estos jóvenes y duros guerreros vieran mi debilidad. También había un fondeadero en una bahía. Estaba bien vigilado, por hombres algo mayores que los de la banda de Johnny, y todos ellos de un aspecto muy extraño. No llevaban ni capuchas ni máscaras ni uniforme, sino prendas muy particulares, hechas con pieles de zorro o de conejo, confeccionados principalmente con lo que parecía piel de serpiente, con cuero y plata y bronce. Los mismos hombres eran igual de peculiares, con la misma piel marcada que los guerreros jóvenes, pero cada uno de ellos con un toque personal extraordinario: el pelo hasta la cintura, tal vez, atado de manera pulcra hacia atrás; la cabeza semiafeitada; un anillo perforándoles la nariz o la ceja; un collar de plumas oscuras. A pesar de su aspecto llamativo, se comportaban como profesionales, haciendo su trabajo de forma rápida y silenciosa, sin armar jaleo. Trataron a Liadan como una reina, en cuanto a mí, me mostraron un gran respeto, nunca hubo ningún guiño, comentario o silbido fuera de lugar, después de que Johnny hablara tanto de pretendientes. Sí, sin embargo, me examinaron muy de cerca, sobro todo un tipo cuyo nombre parecía ser Snake, un hombre de aspecto abrumador de mediana edad, cuyos ojos se entrecerraron al ayudarme a subir a una barca más bien pequeña, que se balanceaba de una manera alarmante y se aseguró de que me sentara directamente en el centro, lejos del peligro. Los hombres remaban. La barca se movía arriba y abajo. Me obligué a mí misma a mantener los ojos abiertos y la cara relajada mientras el estómago se me revolvía y las gotas de sudor me cubrían la cara. Me apreté las manos con fuerza y observé cómo la isla se iba acercando cada vez más. No quería mirar hacia atrás. Pensé que había disimulado bien mi supuesta serenidad, hasta que el tipo llamado Snake comentó, mirando en mi dirección:
—Mejor que tengas cuidado con las serpientes marinas. Los días como hoy son sus preteridos.
Lo miré horrorizada, con el corazón latiéndome con fuerza, y luego fijé mi mirada más allá, en las altas crestas de las aguas y entre las olas, oscuras y misteriosas, donde podría estar acechando cualquier cosa, entonces Liadan me miró, y luego a él, y dijo enérgicamente:
—¡Debería darte vergüenza, Snake, tomarle el pelo a la chica de esta manera! Ya eres lo suficientemente adulto como para saber que eso no se hace.
Snake le sonrió.
—Ya casi hemos llegado —dijo en un tono distinto.
Liadan asintió con la cabeza. Ahora tenía la mirada fija sobre la isla, y lucía una especie de gran ilusión que le hacía parecer mucho más joven.
No estaba muy segura de lo que me esperaba. Aunque por lo menos, esperaba que su marido bajara al muelle para recibirla mientras desembarcábamos, aunque no hubiera cruzado las aguas. Pero aunque hubo muchos hombres allí para ayudarnos a desembarcar, para subir nuestros fardos por unos empinados escalones tallados en un pequeño precipicio sobre el fondeadero, no pude ver figura alguna que se ajustara a mis expectativas. Había un joven allí muy parecido a Johnny, con la misma sonrisa encantadora y la mirada fija. Saludó a Liadan con un beso en cada mejilla; era su hijo, entonces, el que las chicas habían dicho que se creía un guerrero. A mí me pareció que tenía toda la pinta de serlo, con su mandíbula marcada y un aire competente, por no hablar del gran cuchillo y de un hacha que llevaba en el cinturón. Y había un niño, aunque éste se parecía en algo a mi tío Sean, con la piel pálida y el pelo oscuro y rizado cayéndole por delante de los ojos. Debía de ser el más joven, Coll. En total eran cuatro, pero uno estaba en Harrowfield. ¿Dónde estaba su padre? Liadan pareció no minutarse. Los hombres se agruparon para darle la bienvenida; no dejaron de sonreír, aunque parecían mostrar una especie de respeto que les hacía mantenerse siempre a una cierta distancia, como si se consideraran poco dignos de acercarse demasiado. Subimos los escalones; había nueve por tres. Las piernas me dolían. En la cima había una meseta, casi sin árboles, y un grupo de edificios bajos rodeados por un sólido muro de piedra. A lo lejos el contorno de la tierra subía y bajaba, y las formaciones rocosas, cubiertas de espuma, parecían custodiar huecos escondidos, playas secretas, tal vez cuevas.
—Es un lugar salvaje —susurró una voz a mi derecha—. Pero es un buen lugar, cuando llegas a conocerlo.
Miré a mi alrededor. El hombre que había hablado tenía la piel oscura como el carbón, y los dientes muy blancos, y le faltaban un par de ellos. Llevaba una pluma en el pelo trenzado.
—Bienvenidas a la isla —dijo—. Tal vez ya hayas conocido a mi hijo.
Le miré fijamente por un momento, recobré mi compostura y adiviné.
—¿Evan? Yo… sí, le he conocido.
Me ofreció la mano en señal de bienvenida y yo la acepté, y enseguida noté la desfiguración; su apretón era fuerte, pero su mano no tenía más de tres dedos.
—Vamos —dijo—, te llevaremos dentro de casa, encontraremos algo de comer y un lugar dónde dormir. Aquí en la isla es una rareza recibir la visita de una joven dama. Me llamo Gull; nos llegarás a conocer a todos con el tiempo.
Liadan había desaparecido; Johnny y sus hermanos se habían unido al grupo de hombres que ahora se dirigían hacia el edificio de piedra más largo. Un poco más lejos pude ver algunas ovejas pastoreando; humo de una chimenea; algunos manteles moviéndose por la brisa. Era una escena hogareña acogedora, por muy lejos que estuviéramos.
—¿Qué tipo de lugar es éste? —me atreví a preguntar, siguiendo a aquel hombre, Gull, hacía el interior de la casa—. ¿Qué hacen aquí?
Se paró y me miró, arqueando sus oscuras cejas.
—¿Has llegado tan lejos sin preguntar? Es una especie de escuela, muchacha. Una escuela como no encontrarás otra desde Wessex a Orkney, desde Munster a las lejanas coscas de Gaul. Una escuela de las artes de la guerra, se podría llamar así. Y más. Y muchísimo más. Ahora debes querer algo de beber, y un lugar en el que descansar, ¡Biddy!
La mayor parte del edificio era un largo espacio abierto, amueblado con grandes mesas y bancos. En una punta estaba el área de la cocina, y allí, una mujer grande, de cara dulce y aspecto competente estaba sirviéndoles sopa a los hombres en unos cuencos con un cucharón, por turnos.
—La dama joven está aquí —le dijo Gull—. La sobrina de Liadan, Fainne.
De modo que sabían que yo venía; incluso sabían mi nombre. Los mensajeras de Johnny eran eficientes.
—Mi esposa, Biddy —añadió Gull—. Ella te cuidará. Ven, siéntate, y descansa.
Pero yo estaba mirando al otro lado de la entrada a la cocina, hacia una pequeña parcela en el jardín, rodeada por un muro: era un lugar protegido, donde tal vez se podía conseguir que las hierbas o las verduras crecieran, desafiando a la espuma salada. A través de la puerta pude ver a mi tía Liadan, y un hombre que debía de ser el Jefe, ya que estaban abrazados, totalmente quietos y con los ojos cerrados, como si fueran unos jovencitos que acababan de descubrir el amor por primera vez. Las manos de él estaban hundidas en el pelo oscuro de ella, que se había escapado de sus ataduras y ahora aparecía suelto, cayéndole por la espalda. Ella tenía la frente apoyada en su cuello. Yo estuve casi segura de que ninguno de los dos se daba cuenta de nada más que de la cercanía de ese contacto, del latir de un corazón sobre el otro. No podía apartar los ojos, y no era solamente la intrincada marca grabada con precisión que parecía cubrir un lado entero del cuerpo de ese hombre, lo que me llamaba la atención, por muy llamativa que fuera. Nunca pensé que los hombres y mujeres de treinta y cinco, o incluso más viejos, pudieran tener aún tales sentimientos el uno por el otro que les llevaran a perder la cabeza. Había pensado que el amor era una fantasía, una ilusión de juventud, como la pasión que había destruido a mi padre y a mi madre, o el rubor y la mirada alicaída de Muirrin y su hombre joven, que de ninguna manera podían durar mucho después de casarse y de perder la gracia de la juventud, con las preocupaciones de los deberes y de la familia. De modo que seguí observándoles, y supe en mi corazón que lo que estaba viendo era algo tan hermoso y duradero como inesperado. Me llenó de una tristeza extraña y aguda.
—No la saludará delante de la otra gente —dijo Biddy en voz baja—. Él no. —Y alargó el brazo para cerrar la puerta, para que nadie más pudiera molestarles con ojos entrometidos. Me ruboricé de la vergüenza—. No pasa nada, muchacha —añadió amablemente—. Veamos, ¿un poco de cerveza? ¿Sopa? Y te encontraremos una cama en algún lado. ¿A qué te puedes dedicar? ¿A remendar? ¿A cocinar? Aquí hay trabajo para todos.
—Yo… bueno, me dicen que soy bastante buena cuidando niños —dije, aferrándome a cualquier esperanza. Estas gentes parecían sumamente competentes, de la misma manera que Liadan y sus hijos. Intenté rebuscar en mi memoria para ver si podía encontrar cualquier cosa que pudiera ser de utilidad. Lo que desde luego no podía decirle era que podía usar magia para encender el fuego de la cocina, o para unir piedras para construir un magnífico almacén, por ejemplo—. Sé leer y escribir, un poco. Y sé pescar con un hilo.
—¿De verdad? —sonrió Biddy—. Con talentos como esos no tardarás mucho en encontrarte un marido. Yo misma tengo dos hijos mayores, además de Evan. Herreros, los dos, dos tipos bien fuertes. Apuesto a que habrá rivalidad, con una cosa bonita como tú paseándose entre las ovejas y las gallinas. Te estás ruborizando. Bébete la cerveza, moza. Aquí estás a salvo, tenemos reglas, y la gente las cumple. Los chavales besan la tierra que pisa Johnny. Ni uno de ellos arriesgaría su lugar aquí en la isla, ni siquiera por la chica más linda del mundo.
Era otro tipo de vida. La gente pensaba, tal vez, que yo estaría a disgusto, y que encontraría difícil adaptarme a este duro lugar de vientos cortantes, con sus acantilados peligrosos y su aislamiento, por no hablar de las actividades misteriosas de sus hombres. Pero, por otro lado, sabían poco de mi educación. Era posible que estuviera al otro lado de la tierra, pero en muchas cosas, Inis Eala era como mi casa. Aquí ningún bosque tapaba la luz. Me despertaba con el sonido del mar, en la cabaña que compartía con otras tres chicas solteras. Tenía mi propio rincón. Descubrieron muy pronto que me gustaba guardar las distancias. De todos modos, siempre había algún trabajo que hacer. Una de las chicas ayudaba a Biddy a cocinar; otra parecía dedicarse a cualquier cosa, ya fuera matar y limpiar gallinas, o a sacar crustáceos de las rocas haciendo palanca con un cuchillo grande. La tercera, Brenna, era una flechera. Debí arquear las cejas en señal de sorpresa; ella misma me dijo, con un discreto orgullo, que había sido el oficio de su padre y que cuando él murió, ella tomó la responsabilidad, por decirlo de alguna manera. Ahora era una de las mejores en Ulster. Si no lo hubiera sido, no habría estado aquí. En la isla sólo se usaban las armas del más alto nivel.
Algunos de los asuntos de Inis Eala se llevaban a cabo de forma bastante abierta. Estaba la panadería y la herrería: estaba el lugar abajo en la bahía donde parecían estar construyendo curraghs tanto grandes como pequeños e ingeniosos; había un cobertizo donde el pescado se secaba y se ahumaba. Había una enfermería, dirigida por el hombre llamado Gull, el que tenía la pluma en el pelo y no más de cinco dedos en total entre las dos manos. Había un cura cristiano y también un druida. Los dos se pasaban casi todo el tiempo juntos discutiendo de forma amistosa. Ambos llevaban a cabo rituales: las gentes asistían a uno o al otro, o a ninguno de ellos, como les convenía mejor. Había una pequeña tenería, y un lugar donde hilaban y tejían y un velero.
Y también estaba el otro negocio, que era el motivo por el que estaban aquí. Se veía algún indicio de él en la fragua, donde dos tipos fornidos llamados Sam y Clem hacían no sólo horcas y palas o herramientas para labrar la tierra pedregosa, sino también una amplia variedad de armas: espadas, puntas de lanza, puñales, hachas y muchas otras cosas, cuyo uso únicamente se podía adivinar. Sam y Clem eran los hijos de Biddy, pero no de Gull. Blancos como la leche, los dos, con las mejillas sonrosadas y con el pelo de un rubio de color ranúnculo y con las extremidades como troncos. Por las noches, después de cenar, Sam tocaba el bodbran y Clem el silbato, y yo me asombraba de que tales gigantes pudieran poseer tal habilidad para tocar. Había una mujer que tocaba el arpa, pero no había ningún gaitero. Mientras el viento invernal soplaba afuera, y el mar le rugía con hambre al aire congelado, las gentes daban palmas y cantaban e, incluso, en ocasiones bailaban, protegidos por ese edificio acogedor y por el calor del fuego de la chimenea. Yo no bailaba. Yo miraba. Y observaba, y pensaba lo diferentes que pueden llegar a ser las cosas de lo que uno se había imaginado. Como por ejemplo ese hombre, el Jefe. Bran era su nombre, pero la única que lo usaba era Liadan. En un principio había creído que él sería una pieza fácil de destruir en este juego; pensé en dejar que Eamonn lo destruyera, rompiendo así la alianza, y perdiendo la batalla. Le había dicho a mi abuela que eso era precisamente lo que haría. Pero ¿qué había sabido de ese hombre hasta el momento? Me habían dicho que era un prófugo, la escoria de la tierra; que le había robado la novia a Eamonn de manera cruel, arruinando así su vida. Se le consideraba, como poco, bastante raro. Se había hecho tantos enemigos a lo largo de los años que no podría volver jamás a Sieteaguas. Y, cosa que era todavía más extraña, había conseguido ser al mismo tiempo señor de unos terrenos bastante grandes en Bretaña. Era una posición imposible de mantener para un sinvergüenza como él. Supuse que era un enigma. Pero nadie me había dicho que la esposa de este hombre le quería más que a la vida misma. No había sabido que sus hijos le respetaban y admiraban; que sus hombres y mujeres le veían como alguien mucho más elevado que las gentes corrientes. Cuanto más tiempo pasaba en Inis Eala, con más claridad veía que Johnny dirigía el lugar, que el taciturno y adusto Jefe era la piedra angular de la comunidad entera, la fuerza unificadora de todo el negocio. Y sí, era una empresa; a pesar de la inclemencia del tiempo, los hombres iban y venían en barco, y detrás de los altos muros de los patios de entrenamiento se perfeccionaban las destrezas una y otra vez, y en el interior de las habitaciones cerradas a cal y canto se enseñaba otro tipo de destrezas: cómo leer mapas, la inteligencia encubierta, venenos y antídotos, subterfugios y disfraces. Uno podía estar allí sin enterarse de nada. Sin embargo, había reglas. Y una de las más importantes era la confidencialidad. Era una suerte que yo ya no tuviera que obtener información para Eamonn, puesto que no lo podría haber hecho sin una transformación total. Y eso era imposible sin levantar las sospechas de Liadan. Me observaba de cerca, si me hubiera puesto enferma de nuevo, me habría delatado. Le estaba inmensamente agradecida a Johnny por haberme traído a Inis Eala, donde ya no tenía por qué pensar en Eamonn.
El Jefe no era gran cosa a la vista. Sí es cierto que tenía esa marca llamativa en el cuerpo; la marca era una obra de arte, y le cubría todo el lado derecho del cuerpo: desde los dedos de los pies, a la cabeza pelada. Pero aparte de eso, se parecía mucho a Johnny; era un hombre más bien bajito, de constitución fuerte y con inteligentes ojos grises. Tenía la expresión seria, sin la sonrisa encantadora de su hijo. Las únicas veces en que le vi suavizar sus rasgos fue cuando miraba a Liadan, e incluso entonces me dio la impresión de que no quería que los demás vieran cómo su imagen severa se debilitaba. Pero quedaba al descubierto con pequeños detalles, en pequeñas miradas. Era evidente que no podían estar mucho tiempo sin verse. Él siempre buscaba su opinión con seriedad; siempre la trataba de igual a igual y, como tal, se le debía consultar y respetar. No me resultaba simpático, pero eso me gustaba.
Aquí había un círculo de personas más allegadas, un grupo de hombres que parecían tener un papel principal en las reuniones y a la hora de tomar decisiones, y parecían tener control sobre algunos aspectos del negocio. Las visitas del jefe eran escasas; su propiedad de Harrowfield requería su presencia, y él y Liadan pasaban la mayor parte de su tiempo en su casa de Northumbría. Eran los demás, dirigidos por Johnny, los que gestionaban el trabajo en Inis Eala. Una de las cosas que compartía este grupo eran sus extraños nombres, que no eran nombres de persona sino de animales salvajes. Además de Gull, el curandero, y Snake, que se ocupaba de los barcos de guerra, había guerreros llamados Spider o Rat o Wolf. Los hombres más jóvenes no sufrían de esta afectación, aunque sus nombres hablaban de una variedad de orígenes: Corentin, Sigurd y Waerfrith; Mikka, Gareth y Godric. Al cabo de un tiempo, Biddy me explicó amablemente que hacía mucho, cuando el Jefe había fundado su fuerza de combate, los hombres que se unieron a él se despojaron de sus viejos nombres y tomaron una nueva identidad. Sus nombres de animales no decían nada de sus orígenes o de su historia; sólo hablaban de las cualidades de cada hombre, de la lealtad de un perro tal vez, de la habilidad de una gaviota de viajar lejos y ver claramente. Con los nombres, recibieron sus respectivas marcas: el dibujo grabado sobre la piel que era a la vez un símbolo de pertenencia y de individualidad feroz. Ahora que estaban establecidos, por así decirlo, no hacía falta los nombres; pero incluso los jóvenes seguían manteniendo la marca. Se podía saber quién había estado con el Jefe desde el principio, por los nombres. Se sabía quién había mostrado su valía, por la piel. Todos respondían ante Johnny; su juventud no era obstáculo para su autoridad.
Había trabajo para mí. De escriba, por ejemplo. Demostré mis habilidades cuando me lo pidieron, y me asignaron tareas. Nada que tuviera que ver con estrategias y actividades de guerra, por supuesto; nada que tuviera que ver con la campaña de verano ni con otras cuestiones secretas. El cura y el druida se ocupaban de éstas. Tampoco me dieron mapas con los que trabajar, aunque los mapas y las cartas de navegación eran muy usados por el círculo de personas más allegadas. No obstante, había libros que copiar, y cartas escritas dentro del mismo país, además de mantener el registro del inventario. Había que llevar las cuentas de la casa, una labor aburrida, pero, para mí, tan fáciles que las podía hacer sin pensar siquiera y aún recibía alabanzas por mi precisión. Me preguntaban sobre quién me había enseñado tan bien, y yo les dije que un druida, e intenté no pensar en mi padre.
Y como había mencionado a los niños, como una tonta, me pusieron a cargo de mi primo Coll. Fue idea de Johnny, no de su madre. Tal vez, pensé muy seria, era una especie de prueba. Descubrí muy pronto que los niños pequeños eran algo diferentes a las niñas pequeñas. No podía esperar que escucharan embelesados los cuentos que tenía en mi repertorio, o que se mordieran el labio por la concentración al coser, o que se entretuvieran con muñecas. Desde luego, yo no había hecho ninguna de esas cosas de pequeña. Riona siempre me había parecido más una compañera de aventuras que un juguete. Era invierno, y Coll estaba inquieto. Era demasiado pequeño para aprender las artes de la guerra; no se concentraba durante mucho tiempo practicando sus cartas con su tabla de cera y su aguja: consideraba que era aburrido; no quería tocar el silbato. En lugar de eso paseaba hasta las contraventanas cerradas y miraba por la tormenta de aguanieve a través de las rendijas, y suspiraba profundamente. Yo veía en sus ojos la añoranza del verano, y sentía en mi propio corazón su eco, como en tantas otras ocasiones.
Estaba intentando copiar un libro sobre la tradición local de las hierbas. Estaba en latín, y lo iba traduciendo a medida que escribía, cosa que requería una gran concentración. Coll no hacía más que interrumpir. Me lo podía imaginar formando equipo con Eilis perfectamente. Al final solté mi pluma y me puse a su lado junto a la ventana.
—Cuando el tiempo se despeje —dije de manera optimista, mirando hacia la tormenta cada vez más gris—, tal vez me puedas enseñar el resto de la isla. Apuesto a que allí hay cuevas, y playas que las visitan selkies. ¿Alguna vez vas al punto más alejado? —En la penumbra exterior, todo el paisaje estaba totalmente cubierto de lluvia, que seguía cayendo.
—A veces —dijo con cautela.
—¿Sólo a veces? ¿Es demasiado peligroso? —Los acantilados allí eran más altos, eso seguro. Las olas creaban una explosión blanca al golpear contra las rocas en la base. De todos modos, no podía ser más escarpado que Honeycomb.
—Claro que no —dijo Coll inmediatamente, frunciendo el ceño. Desde luego era muy parecido al tío Sean: una cara larga y delgada, cejas oscuras, pelo negro rizado. Le miré muy seria. ¿Otro como Sibeal? No podía ser. Este era… era… bueno, para decirlo de manera directa era demasiado niño. Recordé algo que mi abuela había dicho en una ocasión, sobre que niños podrían haber nacido si mi padre hubiera elegido a Liadan en lugar de su hermana. Si Liadan hubiera tenido una hija, pensé con cautela que me podría haber caído bastante bien.
—¿Dónde sueles ir, entonces?
—Hay pequeñas bahías al oeste. Hay un acantilado, con frailecillos. Cuevas. Túneles. Los selkies entran a veces. Se está bien allí. —Frunció el ceño—. Aunque no creo que seas capaz. Hay que bajar un buen trecho.
—Te sorprenderías —dije arisca—. Donde crecí, tenía que subir acantilados como ésos cada vez que quería agua dulce. Ágil como una cabra, así soy yo.
Coll no pareció convencido.
—Lo único es que eres una chica.
—Mmm. Bueno, mi mejor amigo en el sitio de donde vengo era un niño, y cualquier cosa que él hiciera, también la hacía yo. —Esto era de una falsedad tan evidente, que me vi obligada a rectificar—. Excepto nadar. Y la música. Y los caballos.
—¿Y él sabía hacer todo lo que hacías tú?
Intenté sonreír.
—No exactamente —le dije.
Después de eso Coll y yo nos hicimos amigos, y juntos contábamos los días hasta que las tormentas de invierno amainaran y los cielos se abrieran de nuevo a los colores de perla de Imbolc. Llegamos a una especie de acuerdo. Él trabajaría con sus cartas un rato, mientras yo trabajaba con la pluma y la tinta. Le corregiría el trabajo. Después, por turnos, nos contaríamos cuentos que nos hubiéramos inventado, sobre un niño que navegaba a tierras desconocidas en su barquita, y todo tipo de aventuras.
Coll tenía la total seguridad, con la inocente certeza de un niño de siete años, que eso era exactamente lo que él haría en un par de años; no sólo el viaje mismo, sino el descubrimiento de las islas de las especias y la derrota de los monstruos marinos, y probablemente incluso casarse con una princesa, pero esa parte no hasta que fuera realmente viejo, uno y veinte al menos, porque se lo estaría pasando demasiado bien.
Pasó el tiempo y el amuleto siguió estando frío, y yo perdí el miedo constante de que la abuela pudiera aparecer de manera inesperada, posiblemente para regañarme por haber liberado a Johnny de su hechizo. Con cautela, empecé a preguntarme si este sitio era seguro. Tal vez ése era el motivo por el que ella no había querido que yo viniera aquí. Había dicho algo sobre influencias. Pero no hubo señal alguna de las gentes del Más Allá; ni los más grandes ni los más pequeños se habían manifestado desde mi partida de Sieteaguas. Solamente había un fuerte contingente de humanos muy competentes, y una cantidad bastante grande de armas de aspecto peligroso, y el viento, y el mar. No había caballos en la isla, los guardaban en el poblado tierra adentro. Tampoco perros, si siquiera para llevar en manada a las ovejas y a las cabras. Había un gato, que merodeaba en la cocina, y se metía bajo los pies de Biddy. Era la criatura más extraña que yo hubiera visto jamás, con un pequeño hueco en el trasero, donde debería haber tenido la cola, y un modo de andar dando brincos, parecido a un conejo. Coll me dijo que venía de la isla de Manannan, donde ningún gato tenía rabo. Cuando alcé las cejas con incredulidad, me dijo que todo el mundo conocía la historia. Había sido obra de los Finn-ghaill, por sus costumbres de llevar gorras con mucha decoración. Habían desarrollado la moda de colgar una cola de gato de sus cascos como si fuera una especie de pluma, manchada, atigrada o blanca. Y las orillas de Mann ahora estaban llenas de poblados vikingos. De modo que las gatas madres les quitaban la cola a sus pequeños de un mordisco, nada más nacer, para evitar que tal crueldad les sucediera más adelante. Era una historia interesante, y no menos verosímil que algunas de las mías.
Aparte de Coll, la familia mantenía las distancias. El Jefe no era un hombre con el que fuera fácil entablar una amistad, y yo me alegraba de que redujera su discurso hacia mí a un saludo aquí y allá, o una inclinación de cabeza cuando nos topábamos. No obstante, ya había aprendido bastante de él como para saber que en Inis Eala no pasaba nada sin que él lo supiera. Johnny era el más simpático. Siempre tenía para mí una sonrisa o una palabra agradable, y le tomaba el pelo a su hermano pequeño por monopolizar a la chica más guapa de la isla, cosa que, en realidad, era una señal de las pocas chicas que había en la isla. Johnny no había mencionado ni una sola vez lo que había pasado entre nosotros en nuestro viaje al norte, y yo tampoco. No había manera de saber si él pensaba que yo misma había llevado a cabo ese hechizo. El otro hermano, Cormack, estaba tan involucrado en su trabajo del patio de entrenamiento y en la fábrica de armas que no tenía tiempo de hablar. Decían que era tan bueno como su padre en el combate cuerpo a cuerpo, y eso que no tenía más de catorce años.
Y después estaba Liadan. Había oído lo que había dicho sobre que quería tener una hija, e intuí que le habría gustado hablar conmigo, tal vez de mi madre y de los tiempos de su infancia. Pero Liadan estaba ansiosa. Yo pensaba que contaba los días que faltaban para el verano del mismo modo en que lo hacía yo, sin embargo, su cara pálida estaba seria y sus ojos verdes tenían una mirada muy solemne. Sus hombres miraban al futuro y sólo veían retos, y conflicto, y victoria. Liadan, pensaba yo, presentía un verano que también traería sangre y pérdidas, como le dijeron en una ocasión. Se preocupaba por todos ellos, pero especialmente por Johnny. Le observaba con ojos ensombrecidos. Mi tío no me hizo ninguna pregunta comprometida, tal vez porque sabía que no recibiría ninguna respuesta. Sin embargo, dejó que me hiciera amiga de su hijo pequeño. Fue su presencia, alegre, inquisitiva, sin complicaciones, la que me permitió pasar el invierno con la mente en un estado más o menos razonable. Eso, y el silencio de la abuela.
La estación pasó, con lluvia, viento fuerte y noches de temblores, y cuanto más se acercaba la primavera, más claro se iba haciendo mi cometido en mi mente; más claro y más simple. Para satisfacer a mi abuela debía permanecer allí hasta el final, hasta que los aliados estuvieran a punto de vencer a sus enemigos.
Una vez allí, debía tomar cualquier acción necesaria para que la victoria no tuviera lugar. Podía convertir a un ejército en sapos, pensé, aunque el uso de ese hechizo en una escala de tal magnitud estaba, probablemente, fuera del alcance de mis posibilidades. O se podía hacer de la manera simple, como ella había sugerido. Matando al niño de la profecía. No había duda alguna de que sin él la aventura no podía tener éxito, ni aunque muriera en el momento mismo de la victoria. Una profecía era una profecía, después de todo, y todos dependían de ella. ¿Por qué, si no, era Johnny el que iba a dirigir esta aventura, en lugar de Sean de Sieteaguas, o uno de los jefes de Uí Néill, o incluso Bran de Harrowfield, que parecía el tipo de hombre que no había perdido una batalla en su vida? ¿Por qué ni siquiera ese líder influyente, Eamonn de Glencarnagh? Pero esto no será una campaña normal, una simple disputa territorial, que se pudiera resolver con rapidez. Era una lucha antigua, que hundía sus raíces imbuida en el misterio, con un gran simbolismo. Habían perdido contra los bretones en el pasado porque no habían tenido a Johnny. Sólo podían ganar teniendo allí al hijo de la profecía para que les condujera. Todo el mundo lo sabía. Si perdían al niño, perderían su corazón y sus esperanzas.
Muy bien, entonces. Debía seguir con el plan de mi abuela hasta el último momento. Llevaría el amuleto puesto hasta el final mismo; de esa forma ella se creería que yo aún era una de sus criaturas. Entonces, cuando llegara la hora de la verdad, en lugar de hacer lo que ella quería, debía enfrentarme a ella; debía interponerme entre ella y Johnny, para que él pudiera ganar su victoria y salvar las Islas. Supuse que ella me castigaría. Si me mataba, tal vez no sería más castigo que el que me merecía, por las maldades que había hecho.
Le di vueltas y más vueltas, sin mover la pluma sobre el pergamino mientras me imaginaba cómo sería. La batalla tendría lugar en las Islas; las Islas estaban cerca de esa tierra de vikingos de gatos sin cola. Un largo viaje. Muy lejos de Kerry y de la granja de O’Flaherty en Ceann na Mara. Mucho mejor. Había que llegar en barco. Tendríamos que hacer escala en algún sirio donde tal vez las fuerzas del Jefe se unirían a las de Sean y Eamonn y las de Uí Néill, y se prepararían para el ataque final. Entonces habría que nadar; una travesía peligrosa desde un lugar llamado La Aguja, para hundir la flota de los bretones. Un golpe maestro, si lo conseguían. Todo giraba en torno a eso. Después, me imaginaba que simplemente cruzarían en sus, curraghs, desembarcarían y matarían a la resistencia. Desde luego no era el tipo de aventura a la que los hombres solían llevar a ninguna prima. Para poder estar allí, necesitaría transformarme de nuevo. Nada de mariposas nocturnas. Esta vez no. Ni tampoco ayuda; mis amigos Fomhóire parecían haberme abandonado. De todos modos, podría hacerlo. Elegiría otro cuerpo y acompañaría a la misión del Jefe y, entonces… y entonces me tendría que convertir de vuelta, y durante un tiempo estaría demasiado débil para usar la magia. Ese era el gran punto flaco de mi plan. No tenía ni idea de cuánto podía durar una batalla así; cuan armados estarían los bretones, cuan difícil sería el terreno, qué efecto podría tener sobre el enemigo la pérdida de su flota. No sabía cuánto tiempo mi abuela estaría dispuesta a quedarse mirando, a la espera de que yo actuara. Tendría que volver a mi cuerpo de nuevo y luego esconderme hasta recuperar mi fuerza. Johnny podía ganar esta batalla solo, lo veía en sus ojos. Pero al final vendría mi abuela, y él me necesitaría; y sin la magia yo no valía nada.
Estaban empezando a probar sus destrezas en el agua, con tormenta o sin ella. Ya no había barcos a medio hacer en los refugios, aunque sí se iban levantando embarcaciones de muchos tipos en la estrecha playa o ancladas en la bahía. Cada vez veíamos menos a los hombres; me enteré de que desde ese momento hasta el verano, ninguno de ellos visitaría Inis Eala para aprender las artes de la guerra, todos los recursos eran para la campaña. Todos los hombres trabajaban con ese objetivo, y cada uno tenía su propio papel. Cruzaban a tierra firme todos los días que el mar se lo permitía, y había un gran movimiento de hombres y provisiones.
En ocasiones, cuando no llovía, Coll y yo nos sentábamos en lo más alto del precipicio sobre la bahía y los observábamos. Para él era un cambio que recibió de manera grata, un cambio a la acostumbrada disciplina de la escritura, con la que tenía problemas, a pesar de su rápida inteligencia. Para mí era bueno estar al aire libre y sentir el viento en el pelo. Gull le había dejado a Liadan las responsabilidades de la enfermería, y ahora trabajaba todo el día en los barcos. Podía verse su figura oscura moviéndose ágilmente por encima de las cubiertas, y su voz nos llegaba con el viento; dando órdenes secas. Parecían estar ensayando una maniobra determinada, más allá de la punta norte del promontorio donde la marea fluía rápidamente entre los islotes rocosos. El pequeño curragh, remado por seis hombres, se mantenía un poco más allá de las garras de los remolinos de la corriente, usando los remos con gran destreza para mantenerlo quieto hasta que recibían una orden, y dejaban que la marea les llevara a través del boquete hasta el mar abierto. Practicaban eso una y otra vez, entrando y saliendo, y una vez vi hombres en el agua helada, nadando, y a otros subiéndolos a la barca. Incluso a lo lejos pude distinguir a Johnny.
—Tu hermano es un nadador fuerte —comenté, envolviéndome en mi chal, protegiéndome del viento.
—Yo también —respondió Coll de inmediato—. Cuando sea mayor seré mejor que él. Nadaré todo el camino de aquí al continente; nadie nunca lo ha hecho antes.
Me recordó claramente a Eilis. Tal vez este tipo de seguridad en uno mismo corría en la sangre de la familia.
—¿Sabes nadar? —preguntó Coll.
Negué con un movimiento de cabeza.
—No me gusta mucho el agua.
—Yo te enseñaré, si quieres. En verano. Si te apetece. —Pude saber, por su tono de voz, que era un gesto de enorme generosidad.
—Gracias —dije seria—. Posiblemente. No estoy segura de que sea algo que yo pueda aprender.
—Todo el mundo puede aprender —dijo Coll—. Es fácil.
Como montar a caballo, pensé.
—Necesitarás saber nadar si vas a vivir aquí —observó.
—No creo que lo haga. No después del verano.
—Eso no es lo que dijo Johnny. Dijo que te casarías con alguno de los chavales, probablemente con Corentin porque es listo y habla tres lenguas, pero tal vez con Gareth porque es un tipo simpático y paciente, y que te quedarías aquí, en la isla, eso es lo que dijo. Pero no tienes por qué casarte con ellos si no quieres —añadió rápidamente, sin duda percibiendo mi confusión.
Me salvé de tener que responder por la inesperada llegada del Jefe, que venía de la dirección del patio de entrenamiento.
—¡Coll! Tengo un recado para ti, hijo. Baja al muelle y espera a que llegue Gull. Hazle saber que sus provisiones han llegado al pueblo. Querrá que alguien cruce en un barco más grande.
—Sí, Jefe. —Había una expresión de orgullo en la cara de Coll, mientras se escabullía camino abajo, a paso veloz, como las cabras. Empecé a levantarme para irme, pero el Jefe me paró, y a continuación me sorprendió sentándose en las rocas a mi lado, mirando distraídamente hacia la bahía. Durante un rato permaneció en silencio, un silencio durante el cual me di cuenta de que había hecho que Coll se fuera a propósito.
—Tus hombres estarán bien preparados para la campaña —observé al final—. Gull es buen adiestrador.
—Los hombres de Johnny, no los míos —dijo el Jefe con suavidad—. Harrowfield no tiene nada que ver con todo esto; siempre se ha mantenido al margen de esta enemistad. Tienes razón con respecto a Gull. Sus habilidades con respecto a la magia son insuperables—. Sus ojos grises estaban absortos en el curragh que se balanceaba sobre las corrientes entre las dos islas más pequeñas. —Cada uno de estos hombres es el mejor en su oficio.
—Y, sin embargo, parece sorprendente que un hombre con las manos tan lisiadas pueda hacer tanto. Eso debe suponer una extraordinaria fuerza de voluntad.
—Desde luego.
Parecía bastante simpático. Me atreví a hacerle otra pregunta.
—¿Cómo… cómo se hizo Gull una lesión así, tan grave como para perder los dedos de ambas manos?
La boca tensa del Jefe se estiró en una mueca más bien desagradable.
—Un hombre llamado Eamonn se los cortó con un cuchillo afilado —dijo en voz baja. Me quedé helada.
—¿Cómo? —susurré.
—Lo hizo para sacarme información a mí, más que a Gull. Eamonn deseaba vernos a los dos pidiendo clemencia antes de acabar con nosotros. Liadan no te lo hubiera contado, y el mismo Gull tampoco. Mi mujer le prometió a Eamonn su silencio, y Gull ha intentado dejar estas cosas atrás. Pero creo que algunas promesas tienen que ser rotas. Es mejor que lo sepas. El hombre con quien pensaste casarte es un carnicero, Fainne. La mano le huele a sangre y a traición. La historia entera no se contará nunca, creo; pocos la saben. Estás mejor lejos de él, y deberías quedarte lejos.
—Pero… —empecé a decir—. Pero parece un buen hombre, un hombre honrado. —Estuve a punto de decir: es un jefe respetado, y el aliado de tu hijo. Pero me acordé de lo que Eamonn había dicho sobre el Hombre Pintado, y me acordé del brillo en sus ojos cuando se dio cuenta de que yo podía proporcionarle su venganza, y me mordí la lengua.
—Si tu padre quiere un buen matrimonio para ti —continuó el Jefe con la mirada todavía fija en aquel punto donde los hombres ahora se estaban deslizando silenciosamente por la borda del curragh al agua helada, mientras los otros se esforzaban por mantenerla estabilizada—, no necesita buscar más allá de Inis Eala. Me sorprendería que Ciarán se preocupara mucho por cosas como riqueza, respetabilidad y grandes tierras. Él querría para ti un buen hombre, un tipo de hombre estable, y hay más que suficientes aquí entre los que podrías elegir. Tendrás muchos ofrecimientos. Aún no, por supuesto: se les ha dicho que no habrá ningún escarceo de ese tipo hasta el verano, y ellos obedecen las reglas. Pero más tarde, surgirá la oportunidad. Y hay trabajo para ti aquí. A la comunidad le faltan estudiosos.
—Hablas de mi padre como si le conocieras —dije sorprendida.
—Le conocí en una ocasión. Y a tu madre. Hace mucho tiempo, antes de que nacieras.
—¿Me… me lo contarías?
—Todo no se puede contar. Ciarán me impresionó. Era un hombre joven de fuerza considerable, cuyo interior no podía más que adivinar. Un hombre llevado por intensas pasiones, creo; amor, ira, determinación. Nos conocimos bajo unas circunstancias difíciles.
—¿Y mi madre?
Pensó un poco antes de contestar. Aún tenía la mano apoyada en la roca a su lado; el complejo dibujo circular le cubría la piel como si se tratara de un antiguo lenguaje críptico.
—De nuevo, las circunstancias eran poco corrientes. No se parecía a su hermana en nada.
—Quieres decir —dije con amargura, ¿que era débil, estúpida y egoísta? ¿Que la belleza era su única cualidad?
El Jefe se volvió para mirarme. Tenía una mirada muy seria; parecía estar estudiándome sin juzgarme.
—Todo el mundo tiene algo especial que ofrecer —dijo—. En algunas personas, esta cualidad tal vez sea más difícil de encontrar. Yo nunca rechazaría a un hombre o una mujer de ese modo, Fainne. Tu madre estaba en gran peligro cuando intentamos ponerla a salvo. Era hermosa, desde luego, una hermosura que salía más bien de un cuento. Además estaba confundida, herida y asustada, y mi presencia y la de Gull no la tranquilizaron. Niamh no estuvo a nuestro cuidado durante mucho tiempo. Ciarán se aseguró de que así fuera. Aunque sí puedo decirte tres cosas que son totalmente ciertas. Tu madre era una mujer muy valiente. Una persona que continúa tenazmente cuando está profundamente asustada muestra más valentía que un guerrero que entra en combate sin pensar en las desventajas. Ella amaba profundamente a Ciarán. Había un vínculo entro ellos que resistió, a pesar de todo. Un lazo tan fuerte como… se interrumpió.
—¿Tan fuerte como el que hay entre Liadan y tú? —me atreví a decir en voz baja.
Asintió con la cabeza.
—¿Qué era la tercera cosa? —pregunté.
—Puede que esto te duela. Oímos que se había matado. Yo intento juzgar bien a los hombres, Fainne, y a las mujeres. Vi la mirada en los ojos de tu madre cuando se empezó a dar cuenta de que estaba a salvo por fin, y que Ciarán vendría a por ella. No era la mirada de una mujer que echaría a la basura un regalo inesperado o una segunda oportunidad. Fuera quien fuese el que te dijera que se había quitado su propia vida, te mintió.
—Eso es lo que mi padre creía —dije, con la voz temblorosa—. ¿Cómo podría estar equivocado?
—Esto te ha disgustado. Me arrepiento. Pero deberías considerar las posibilidades. Si una muerte como ésta hubiese ocurrido en mi propia casa, la habría investigado a fondo. Una caída por un barranco, sin testigos, podría ser debida a muchas cosas. Un suicidio, es cierto. Un accidente. O asesinato.
—¡Asesinato! ¿Cómo podía ser? No había nadie allí excepto nosotros tres, y yo no era más que un bebé. No estarás sugiriendo…
—Claro que no. Tu madre era el tesoro más preciado de Ciarán. Sin embargo, deberías estar al tanto de mis dudas. Yo no creo que ella lo hubiese dejado a él de buena gana; o que te hubiese abandonado.
Yo me quedé sentada en silencio, mirando fijamente al mar mientras parecía que la cabeza se me llenaba con las lágrimas de una antigua tristeza.
—Hubo una época —dijo el Jefe en voz baja—, en que yo juré que nunca tomaría este camino, el de la familia y la comunidad, ya que tiene sus propios peligros. Las ataduras de amor son muy fuertes. Traen un dolor que sobrepasa cualquier sufrimiento del cuerpo; dilemas que no se pueden resolver sino con angustia y perdida.
—Pero tomaste el camino, de todas formas.
Él asintió con la cabeza.
—Y no me arrepiento. Pero es necesario, ahora, evitar quedarnos paralizados por el miedo. Mis hijos hablan muy bien de ti, Fainne. Te respetan.
Yo no contesté.
—Yo dependo de la opinión de Johnny. Él cree que tú debes estar aquí con nosotros.
—¿Pero?
—No puedo apartar las dudas de Liadan. Sus visiones la incomodan; ella no las quiere contar. Yo entiendo eso, ya que las visiones no siempre muestran la realidad, y si actuara sobre cada uno de sus mensajes, la empujarían a la deriva en un mar de terror. Pero lo que ve le quita el sueño. Encuentro muy difícil de creer que ella pueda tenerte miedo; sin embargo, eso es lo que parece. Por ende, a pesar de mis propias opiniones, está claro que tengo que hacer algo. Quien intente hacer daño a mi esposa, o a mis hijos, tiene que enfrentarse a mí.
—Sus miedos no tienen fundamento. —Al hablar, sentí el amuleto muy pesado sobre mi cuello.
—¿Entonces por qué no decírselo?
—No me creería —dije con un hilo de voz.
Nos acercábamos a Imbolc, la fiesta que anuncia la llegada de la primavera, y yo había estado en Inis Eala el tiempo suficiente como para aprenderme los nombres de la gente y para ganarme un poco de su confianza. También había descubierto que Johnny no hacía amenazas frívolas. Uno de los jóvenes, todavía novato en la vida isleña, había cometido el error de intentar visitar a una chica por la noche, sin haber sido invitado. No fui testigo de lo que pasó entre él y su líder, pero lo vi abandonar la isla custodiado al día siguiente, con la cara pálida, sus ojos traicionando la angustia que sentía por el hecho de que un error tan tonto le hubiese costado su oportunidad de ser parte de esto. Era la única manera, me dijo Johnny. Y no había ningún riesgo de que un nombre como éste fuera a contar lo que había visto. Era parte del entrenamiento, el aprender cuál sería tu destino si eras lo suficientemente estúpido como para revelar los secretos. El poder del Hombre Pintado llegaba muy lejos.
Después de eso, los jóvenes estuvieron muy callados durante un día o dos. El moreno y guapo, Corentin, que en ocasiones me había traído cerveza o contado cosas sobre la vida en su Armorica nativa, ahora mantenía las distancias. En cuanto a Gareth el gracioso, que era uno de los mejores amigos de Johnny, siempre había seguido las reglas. Lo máximo que llegó a hacer alguna vez fue mirarme tímidamente. Ahora incluso Gareth aparecía sombrío. Todos sabían que esas cosas tenían que esperar. Sam y Glem habían hecho planes para el otoño; uno se casaría con Brenna, la flechera, y el otro con Annie, la joven cocinera. Para gente como ésta, la vida a veces podía ser dura, pero al menos era sencilla.
Consciente de la inquietud en el campamento, Johnny propuso un viaje al continente para recoger suministros. Mientras subsistíamos cómodamente con pescado y carne de oveja y repollos, zanahorias y puerros del jardín amurallado, no podíamos cultivar cereales en la isla, ni tampoco pastorear el ganado, por lo que a veces era necesario traer avena y cebada, quesos y mantequilla. Y necesitábamos provisiones más especializadas. Esta vez. Brenna iba a cruzar el mar para examinar y recoger unos equipos que había pedido, y por lo tanto, me permitieron ir a mí también, siendo más adecuado que las dos viajáramos juntas. Fue interesante que Johnny no viera necesidad de una acompañante, como Biddy u otra de las señoras mayores. Lo hace a propósito, pensé; de esta manera demuestra a estos jóvenes que, a pesar de lo que ha pasado, él confía en ellos.
El día era claro, el mar estaba picado. Brenna parloteó felizmente mientras el barco se movía hacia arriba y abajo, y yo apreté los dientes y mantuve los ojos en la costa distante, y tras un rato se terminó el viaje, hasta que fuera hora de volver de regreso. El que Johnny hubiera seleccionado a Gareth y Corentin para cuidarnos era tal vez un poco cruel. Los dos estaban armados hasta los dientes. Brenna desató el bulto que la esperaba en la caseta de almacenamiento, y comenzó a examinar el contenido cuidadosamente, murmullando para sí misma. Yo observé a Johnny y Godric y a los otros mientras levantaban varios paquetes a hombros y bajaban hacia el barco. El asentamiento estaba bullicioso hoy, había carros de bienes que habían llegado hacía poco; los hombres armados patrullaban por todo el lugar. Snake no corrió riesgos, y mantuvo una fuerza substancial en este lado del agua. No se permitía navegar casualmente para cruzar, y tampoco entrar sin aviso a este lugar fortificado. Brenna se estaba tomando su tiempo. Fui a sentarme en un banco afuera, gozando del día claro y preguntándome si tal vez el aire estaba un poquito más caliente. Mis pensamientos se fueron nuevamente rumbo a la isla. Pronto tendría que aventurarme y encontrar un lugar secreto para mí donde poder perfeccionar el ejercicio de transformación, y agudizar mis destrezas para la tarea que tenía por delante. Tal vez mañana, o al día siguiente.
—¿Fainne? —brinqué al escuchar el sonido de la voz de Johnny.
—¿Es hora de irnos? —pregunté, levantándome.
—No exactamente. Los chicos querrán un poco de cerveza primero. Hay un muchacho por ahí que dice conocerte.
—¿Muchacho? ¿Qué muchacho? Debe de ser un error. No conozco a nadie.
Johnny sonrió.
—Algo me dice que conocerás a éste. Ha insistido mucho.
Sentí un escalofrío bajándome por la espalda. Seguí a mi primo sin decir nada a un lugar donde había un par de viejos rocines atados y unos carros vacíos puestos en fila. Y allí, acariciando la cabeza de una yegua muy fea, estaba el larguirucho muchacho con pelo negro hasta sus hombros, un poco de barba, y un anillo de oro en una oreja.
—Hola, Curly —dijo Darragh.
Mi corazón hizo un ruido sordo que estaba más bien compuesto de horror y sólo una pequeña parte de alegría. Si hubiese podido invocar mi ingenuidad, tal vez le hubiese dicho a Johnny que el hombre era un completo extraño, y que le hiciera marcharse. Pero no podía ni tan siquiera pronunciar palabra; me quedé ahí boquiabierta. Y de repente Johnny se había ido, y el merodeador Corentin con él. Maldije el tacto de mi primo.
—Tienes buen aspecto —dijo Darragh.
Logre hablar, finalmente.
—¿Qué haces aquí? ¡No deberías estar aquí! ¿Dónde está Aoife?
Hubo una pausa.
—La vendí —dijo.
No pude haber escuchado correctamente. ¿Venderla, la bella Aoife, que era tan parte de él que ella misma parecía mitad humana? ¿Aoife que era su amuleto?
—¿Venderla? —repetí—. No puede ser.
Darragh miró hacia el suelo.
—Un hombre no rompe un contrato de trabajo, y viaja la mitad del camino para cruzar Erin sin ningún medio, Fainne. Ése fue el trato. Yo obtuve mi libertad; O’Flaherty la yegua. Estará bien cuidada.
—Pero ¿por qué?
Entonces hubo un silencio. Me miró y de nuevo se giró hacia el otro lado. Pensé que había una nueva tristeza en sus ojos, como si hasta él mismo dudase de que hubiera tomado la decisión correcta.
—No hay nada aquí para ti —dije en un susurro feroz, furiosa con él por haber venido, y conmigo misma por los sentimientos que brotaban en mi interior, sentimientos que la hija de una hechicera no tenía tiempo para entretenerse, no cuando había hazañas monumentales que hacer—. No debiste haber venido. Es peligroso. Debes irte a casa, Darragh. Ahora, directamente.
—Ah —dijo casualmente, pero podía ver que su mano temblaba al frotar el largo hocico del caballo con sus dedos suaves—. No creo que vaya a hacer eso.
—¡Tienes que hacerlo! —dije entre dientes—. ¡No puedes estar aquí! ¡Vas a arruinarlo todo! ¡Tienes que irte de inmediato! No puedo hacerlo contigo aquí.
—¿Hacer qué, Curly?
—Hacer lo que tengo que hacer. Por favor, Darragh, por favor, si me quieres aunque sea un poquito, vete ahora, rápido, antes… antes… —Antes de que mi abuela te vea. No podía decirlo.
—Pues bien. No es tan fácil.
—¿Por qué no? —Lo miré enfurecida. Darragh miró por encima de mi hombro, de repente ahí estaban, cuatro de ellos, Johnny y Gareth, Godric y Corentin, armados hasta los dientes y con un aspecto feroz. Cada uno de ellos llevaba una marca en la cara: cada uno de ellos se veía preparado para matar. En este escenario, Darragh era… era como una alondra de pradera entre aves de presa, pensé. Totalmente en el sitio equivocado. Seguramente hasta él debía verlo.
—¿Amigo tuyo? —preguntó Johnny, con una sonrisa que no le llegó a los ojos.
—Conozco a este joven un poco —dije rígidamente—. De hace mucho tiempo.
—¿Tu nombre? —La mirada fija de Johnny estaba evaluándolo con intensidad. Pensé que su comportamiento era un poco raro. ¿No había hablado ya con Darragh?
—Darragh, hijo de Dan Walker, de Kerry.
—¿Y qué motivo tendrías tú para viajar hasta aquí? Estoy sorprendido de que hayas llegado tan lejos.
Darragh me miró.
—Podría decir que estoy buscando a una vieja amiga. Ayudé a un hombre con un caballo, en el camino: me trajo hasta aquí.
Johnny no hizo ningún comentario. Simplemente esperó. Detrás de él Gareth se movía intranquilo, y se oía un pequeño chirriar de metal.
—Oí —dijo Darragh—, oí que tú querías hombres por estas tierras. Una campaña. Vine a ofrecer mis servicios, si me queréis.
—¿Qué? —exclamé atónita antes de que pudiese detenerme—. Los compañeros de Johnny no intentaron siquiera contener su regocijo.
—Ya veo —dijo Johnny educadamente—. ¿Y qué destrezas tienes que crees que podríamos encontrar útiles?
—¡Ninguna! —dije bruscamente antes de que Darragh pudiese abrir la boca para responder. Mi voz no era nada firme—. ¡Ninguna! Este hombre no puede luchar, no sabe utilizar un arma, nunca ha matado a nadie en su vida. Sería bastante inútil. Lo conozco; cree lo que te estoy diciendo.
Johnny me miró calmadamente, y miró de nuevo a Darragh.
—Ya escuchaste a la dama —dijo—. Necesitamos guerreros aquí. Creo que no podemos emplearte, a menos que tengas otras destrezas.
—Puedo tocar la gaita —aventuró Darragh—. Y tengo buena mano con los caballos. Los guerreros necesitan caballos.
—No esta vez —dijo Johnny—. Esta aventura es por mar. Podrías encontrar trabajo en los establos, en el lado terrestre, si pudieras demostrar que vales.
—No. —La voz de Darragh estaba llena de sentimiento. Lo miré fijadamente, asombrada. ¿No podía ver lo imposible que era esto, lo insensato que estaba siendo? ¿Había perdido todo el sentido común?—. Eso no me basta. Quiero estar ahí en la isla. Puedo aprender a pelear. Trabajaría duro. Tú pareces ser un tipo de muchacho justo. Dame una oportunidad, al menos. —Johnny lo miró de arriba abajo.
—No creo —dijo.
—¿Tan hijo de gran señor eres, como para tener a un hijo de nómada como yo en tu banda? No estoy avergonzado de ser el hijo de un viajero. Demostraré mi valor.
—En Inis Eala —dijo Johnny, que estaba prestando ahora una gran atención a Darragh— nos importa poco quién es el padre de un hombre. Es lo que él mismo pueda ofrecer lo que cuenta. ¿Desde dónde has venido?
—Desde el oeste. Desde Ceann na Mara.
—Ya veo. Eres persistente. Aun así, como dice mi prima, no eres guerrero; y una fuente de música, aunque deseable, no es una de mis prioridades principales. ¿Estás seguro de que no hay nada más que puedas hacer?
No lo digas, Darragh, le pedí en mi interior.
—Puedo nadar —dijo Darragh—. Un poco.
—Eso me habían dicho —dijo Johnny suavemente—. Bueno, tendré que pensarlo. Tal vez estaré de vuelta por aquí antes de que se acabe la primavera. Si todavía estás por estas partes, posiblemente hablemos de nuevo. —Y se dio la vuelta y se dirigió camino abajo, hacia el curragh, donde Brenna estaba supervisando cómo guardaban su preciado paquete. Yo seguí a mi primo ciegamente, intentando respirar lentamente, forzándome a no mirar hacia atrás. Había sido cruel, tal vez; pero era la decisión correcta. Darragh no podía venir con nosotros. No debía.
Los hombres tuvieron que remar con más fuerza en el trayecto de vuelta, contra una marea entrante, y nuestro progreso fue más lento. Tenía la mente atormentada, el corazón pesado. Lo más absurdo era que lo que más me angustiaba era no haberme despedido de mi amigo. Al menos podría haberle dirigido una palabra bondadosa, pensé; cogerle una mano o darle un pequeño beso en la mejilla. Hubiese sido mejor no haberlo visto de nuevo, que encontrármelo así y despedirnos tan rápido sin ningún adiós.
Los hombres estaban remando duro, de espaldas hacia la isla. Aun así lograban más o menos seguir una conversación.
—Terco este chico —observó Corentin—. Habría que estar loco para tan siquiera intentarlo —sonrió Godric—. Y más en contra de la marea.
Johnny no decía mucho. Simplemente miraba el mar, de la misma manera que había hecho en el camino de ida, con la misma mirada calculadora que la que había visto, en muchas ocasiones, en la de su padre. Recordé que él había dicho una vez que era un juez justo del carácter de un hombre, o de una mujer. Lo observé, y me quedé petrificada por el horror, al caer en la cuenta de lo que significaban las palabras de los hombres. Me di la vuelta y miré hacia atrás.
En algún lugar entre nuestro pequeño barco y la costa cada vez más alejada, una cabeza oscura aparecía y desparecía, moviéndose sobre las olas en las aguas revueltas. Impecable como un selkie, subía a tomar aire, y entonces desaparecía en las oscuras olas, para aparecer nuevamente después de una vertiginosa e inconmensurable espera.
—Tú habías dicho que él era un buen nadador, lo recuerdo —observó Johnny—. Creo que estamos a punto de descubrir cuan bueno es.
Agarré el brazo de Brenna aterrorizada. ¿Qué hay de las serpientes marinas? ¿Y el frío cortante? ¿Coll no había dicho que nadie había conseguido nunca hacer esto?
—Johnny —dije en voz baja—. Es un tramo muy largo. ¿Tú no…?
—Todo hombre debe pasar una prueba. Aun así, no podríamos permitir que tu novio se ahogara, ¿o sí? Además, lo necesitamos. A mitad de camino, tal vez, o un poco más. Ya ha logrado venir más lejos de lo que ninguno de nosotros podría conseguir, y su progreso es firme. Creo que tal vez desarmemos los remos y permitamos que nos alcance.
—El muchacho no sabe blandir una espada; no tiene estómago para matar a un hombre —gruñó Gareth—. Quizá pueda nadar, pero ¿Y qué pasará después?
—Sólo hay un impedimento —refunfuñó Corentin, tirando de su remo.
—Puede aprender —el tono de Johnny era severo—. Él lo ha dicho, ¿o no? Y tenemos los mejores maestros en Inis Eala.
Pareció una eternidad. La diminuta figura nadando tenazmente se fue volviendo más pequeña y las olas se fueron haciendo más altas, y el aire más frío al irnos alejando cada vez más de la orilla. Cada cresta parecía estar coronada por dedos largos como garras; cada hueco entre las olas oscurecida por amenazantes monstruos de la profundidad, de dientes largos, que se deslizaban, estranguladores. No sabía qué era lo que delataba mi rostro. Johnny me miró de reojo, y su boca se transformó en una pequeña sonrisa rara, pero había preocupación en sus ojos y algo parecido a la sorpresa. Brenna me cogió de la mano y dijo:
—Todo está bien, Fainne. Estamos casi llegando a las rocas. Le esperarán allí.
Gareth miró con el ceño fruncido. Corentin tenía los labios apretados. Godric y Mikka tenían una apuesta sobre si estarían sacando del agua a un presuntuoso tunante, o un cadáver. Me dolía toda la cabeza, de lo fuertemente apretados que tenía los dientes. Cogí la mano de Brenna con fuerza, y mantuve mis ojos sobre aquel distante punto negro a medida que iba apareciendo, se perdía, y aparecía de nuevo, Tal vez ella hizo esto, pensé. Tal vez la abuela lo trajo aquí, y ahora tiene la intención de que yo lo observe mientras se ahoga, y así demostrarme el precio de la desobediencia. Tiene intención de demostrarme lo tonta que fui, al pensar que yo era suficientemente fuerte.
—Tu joven es muy valiente, Fainne —dijo Brenna al llegar a las rocas, y Johnny ordenó a los chicos a que aguantaran el barco quieto contra la marea.
—Muy estúpido, más bien —murmuré, pero ella tenía razón, claro. Él había venido con convicción, como si no conociera el significado de la palabra miedo, como si no entendiera las limitaciones de un hombre mortal. A pesar de mi terror y mi furia, estaba tan orgullosa de él que pensé que mi corazón iba a estallar—. Y no es mi joven.
—¿No? —preguntó Johnny—. Pues hay algo que es cierto. No es la esperanza de que le puedan dar lecciones de esgrima lo que le empuja de ese modo.
Esperamos; los hombres utilizaron la misma técnica que habían estado perfeccionando en la punta, un balance de remos a cada lado que aguantó al curragh estable contra el tirón de la marea entrante. Se mantuvieron a cierta distancia de las rocas. La espera pareció eterna, pero tal vez no fue tan larga; la oscura cabeza dejó de parecer la de una criatura marítima y empezó a parecerse más a la de un hombre, y el movimiento fuerte y rítmico de sus finos brazos marrones se podía ver a través de las olas, y la palidez de la cara, y los oscuros ojos llenos de inexorable determinación. Entonces, finalmente, alcanzó el barco, y lo arrastraron adentro y lo soltaron bruscamente a mis pies, blanco, temblando y poco capaz de decir una sola palabra. Los hombres se cambiaron sus puestos y empezaron a remar de nuevo, y navegamos hacia casa.
Había lágrimas allí, en algún lugar, pero yo no podía soltadas. Lágrimas de felicidad, lagrimas de una terrible tristeza, lágrimas de miedo y de frustración. Desabroché mi chal grueso y lo arropé alrededor de sus hombros temblorosos.
—¿Cómo te atreves a asustarme de esa manera? —dije en voz baja, siseando—. ¡Deberías estar avergonzado!
Entonces se inclinó hacia delante, sólo un poco, y puso su cabeza contra mi rodilla, y le escuché susurrar mientras tiritaba:
—No… no… no me hagas decir a… adiós de nuevo.
Ni la hechicera más poderosa del mundo podría haber detenido el movimiento de mis dedos, en ese momento, para tocar su mejilla fría y descansarlos ahí un momento. Vi una sonrisa torcida aparecer en sus labios; y entonces quité la mano y cerré los ojos con fuerza. No lo miraría; y sin embargo anhelaba hacerlo, anhelaba mirarlo sin parar y retener cada momento, como un tesoro acaparado para futuros tiempos sombríos. Quería calentar sus manos heladas con las mías, aguantarlo cerca, rodeándolo con mis brazos hasta que dejase de temblar. Quería ver el color volviendo a sus facciones congeladas, y ver esa dulce sonrisa y ojos alegres. Quería lo que no podía tener. Era mi gran debilidad, y si no lograba saciarla ahora, se convertiría en mi perdición, y la de Darragh, y en la ruina de la gran campaña de Sieteaguas. Sería el triunfo de lady Oonagh sobre todo lo que era correcto y bueno. En mi deseo, la abuela tenía la herramienta perfecta con la cual manipularme. No podía permitir que esto pasara. De alguna manera, tenía que hacer que Darragh lo entendiera. Así que mantuve mis ojos cerrados, aunque sabía con cada parte de mi cuerpo justo dónde estaba sentado, y cómo estaba, y sentí la necesidad de que se quedara, y la necesidad de que se fuera, rompiéndome en pedazos.
Desde el momento en que Darragh pisó el muelle de Inis Eala, temblando y destartalado, ya tuvo una buena reputación. Uno no escapa fácilmente del efecto de ese tipo de prueba de fuerza y valentía. A esta gente le gustaba eso. Era algo que entendían. Y les caía bien ¿a quién no? Ya fuera la falta de pretensión, la sonrisa torcida, o la disposición de aprender, en unos pocos días fue amigo de todos. Hasta Gareth y Corentin admitieron, a regañadientes, que el chico era muy trabajador. Tendría que serlo; había mucho que llegar a dominar, y muy poco tiempo, Johnny esperaba milagros, tal vez.
Era perfecto para mí que Snake se tomara de forma personal el educar a un nómada en las artes del combate, ya que significaba que Darragh estaría fuera de mi vista la mayor parte del día, escondido detrás de las altas paredes, y todo lo que oía sobre su progreso era durante las conversaciones en la cena. Me aseguré de sentarme lejos de él en la mesa. Mantenía la mirada fija en mi plato, o conversaba con Brenna o Annie, a diferencia de todos los demás. Aunque anhelaba mirarlo, no lo hice. Aunque anhelaba hablar con él, me aseguré de que no hubiese ninguna oportunidad para ello.
El tiempo empezó a aclararse y la estación empezó a cambiar. Imbolc había pasado; ya casi había llegado la primavera, y yo tenía que actuar rápidamente. Encontré a Johnny solo una mañana, mirando mapas en la caseta que usábamos para ejercicios académicos. Era temprano; Coll todavía no había llegado.
—¿Johnny?
—¿Mmm?
—Tengo que decirte algo. Preguntarte algo. Es importante.
Miró hacia arriba, y entrecerró los ojos.
—¿Qué pasa, prima?
—Da… Darragh. Él no debería estar aquí. —Hablé furtivamente, mirando a mi alrededor; fui tonta. Si mi abuela decidiera mirar, podría verme, de eso no me cabía la menor duda—. Quiero que lo envíes lejos de aquí.
Johnny arqueó las cejas.
—Tengo un trabajo para él. Desde luego, a tu amigo le faltan algunas cosas en cuanto a los puntos más importantes del combate; en todos los puntos, para ser sincero. Pero está aprendiendo. Tiene disposición y es listo. Es rápido y ligero. Lo necesito, Fainne.
—Por favor —dije, furiosa al escuchar mi voz quebrarse—. Por favor, envíalo a casa. Darragh no es un guerrero. No lleva dentro el matar. Por favor, Johnny. Puedes encontrar a otro nadador. Esto es… es realmente importante. —Bajé la voz—. Tiene una importancia más allá de lo que… parece.
Me miró por un momento.
—Es una misión de gran importancia, y su revelación puede llegar más allá de lo que ninguno de nosotros pueda comprender —dijo gravemente—. Mi propia parte en ella puede ser tanto mayor como menor que lo que la gente espera. —Había una tristeza en sus ojos que yo no entendí.
—¿A qué te refieres? —le pregunté, de repente arrancada de mi letargo por sus palabras.
—Un hombre podría pensar que es fácil tener un destino impuesto desde que nace; un camino grande y glorioso, el cumplimiento de una profecía antigua, nada menos; la liberación de la tierra sagrada de su pueblo. La gente lo ve claro: la batalla vencida, las Islas restauradas, y el heredero de vuelta en Sieteaguas para guiar y proteger a su pueblo, cuando sea su momento. Eso, lo he conocido desde que era bebé.
—¿Pero no es tan simple, verdad? —aventuré, recordando lo que habían estado contando los Antiguos por partes, y que yo nunca había entendido realmente—. Ganar una batalla no lo es todo.
Johnny asintió con la cabeza.
—Yo pienso así. Hay una parte de esto que se cuenta, una parte que no cumple con las expectativas de esta buena gente; en absoluto. El camino no es todo gloria. Mi madre ve la muerte para mí, aunque ella no lo diga. Yo veo algo que es como la muerte, pero no lo es; algo más allá de la línea recta de un guerrero. ¿Quién sabe cómo va a revelarse todo esto? Me asusta.
—¿Tú, con miedo? —Encontré eso difícil de creer—. Pero si todos ellos tienen gran fe en ti. No tienen ni una duda.
—Nunca tuve la libertad de decidir sobre mi propio futuro —dijo Johnny—. Eso es algo que lamento. Pero haré lo que debo. Ganaré la batalla, y me enfrentaré a lo que venga después con los ojos bien abiertos. Tu Darragh, ahora, es un hombre que sigue su propio camino. Y él quiere éste, Fainne. ¿Tú se lo negarías?
Me mordí el labio.
—El no sabe. No entiende lo que significa. Él quiere ayudarme, o protegerme, y continúa siguiéndome, y no se da cuenta de que es lo peor que podría hacer. Tiene que irse a casa, Johnny. Por favor envíalo lejos.
Johnny fijó su vista.
—Tú has cambiado desde que él ha llegado —dijo suavemente—. Pienso que casi llegarías a sollozar, cuando suplicas por este hombre. Pero es su decisión, prima, y no la tuya. Yo respeto la decisión de un hombre. Además, lo necesitamos. Tiene que haber cinco nadadores; sólo tenemos a cuatro con la fuerza y resistencia para emprender lo que se requiere. Yo, mi padre, Sigurd y Gareth. Fue realmente un milagro lo que nos trajo a este chico a nuestra puerta. No puedo hacer lo que me pides.
Sentí cómo la tristeza me envolvía de nuevo. ¿Quién me ayudaría, si no lo hacía él?
—Fainne. —El tono de Johnny era tierno—. Yo rara vez pierdo hombres; mis fuerzas son insuperables hagan lo que hagan, Y difícilmente pondría a una persona que escasamente tiene el entrenamiento de una sola temporada en mi frente de batalla.
—No es sólo eso, aunque sí en parte. Es que… es que… —No podía decírselo. No podía decirle que si le permitía hacer esto, ella lo pondría en peligro y entonces… y entonces… no sabía si tendría la fuerza para seguir. No sabía si podría aguantarlo. Podría llegar a demostrarse, después de todo, que yo no podía ser nada más que una criatura de mi abuela.
—¿Tú ves visiones? —me preguntó—. Sombras de cosas que se acercan, ¿igual que mi madre?
Moví mi cabeza de lado a lado.
—No. Pero he escuchado avisos, y… no, no puedo contártelo. No debí hablar tanto. Ya veo que no me ayudarás.
—Mi instinto y mi entrenamiento me dicen que mi decisión es sensata —dijo Johnny—. Yo no arriesgaría a un buen hombre a menos que fuera necesario. Aquí llega Coll, y será mejor que me vaya antes de encontrarme con tareas de aguja y cera, que nunca han sido mi ocupación favorita. Hasta luego, prima.
Hablé con el Jefe, pero no me fue muy bien, ya que el único argumento que podía usar con él era la inexperiencia de Darragh como guerrero, y lo poco que él serviría de ayuda en tierra firme, a pesar de su gran fuerza en el agua. Y que yo no quería que se matara a sí mismo todavía. El Jefe escuchó gravemente, y luego me dijo que Snake estaba muy satisfecho con el progreso del chico; para un muchacho flaco, tenía buena fuerza en los brazos y una gran facilidad con el bastón, y no era nada malo en combate desarmado, tampoco. Tal vez esto era algo que se aprendía viajando, en el camino. En cuanto a la espada y la daga, necesitaban más trabajo, pero todavía había tiempo. Cuando intenté protestar, el Jefe dijo que esto era decisión de Johnny, y que él confiaba en el juicio de su hijo. Aparte, ¿no era lo que el chico mismo quería?
Había una última posibilidad. Liadan estaba en la enfermería, moliendo algo amargo con la mano y el mortero. No había nadie alrededor. Los catres vacíos esperaban las víctimas de guerra o de los accidentes domésticos o de la fiebre de temporada. Las ristras de ajo colgaban de las vigas; las jarras de hierbas estaban guardadas en estanterías ordenadas.
—¡Fainne! —exclamó sorprendida cuando entré. No te esperaba—. Tenía puesto su traje largo de siempre y una túnica lisa y recatada, como la ropa de las monjas; tenía el pelo atado con una cinta, aunque los rizos se le escapaban sobre la frente pálida. Frunció el ceño.
—Sin duda, vienes a pedirme que envíe a este joven a casa —dijo mientras dejaba de moler el polvo rojizo en su tazón.
La miré fijamente.
—¿No hay nada privado aquí? —pregunte.
Mi tía sonrió.
—Nosotros hablamos uno con el otro, Fainne. Es lo habitual en las familias. Además, Darragh vino a verme.
—¿Que hizo qué?
—Está muy preocupado por ti. Y sé que estás ansiosa por su seguridad. Darragh ofreció una solución que creo estar dispuesta a apoyar, si tú accedes.
No estaba segura de que quisiera saberlo, pero pregunté de todas formas.
—¿Qué solución?
—Que vosotros dos os vayáis juntos de aquí y viajéis rápidamente de vuelta A Kerry. De esa manera lo conservarás: y él tendrá lo que vino buscando. Los dos estaríais bien lejos antes de que la campaña comenzara. A salvo.
—¿A salvo? —repetí con un poco de amargura. Ella me estaba observando cuidadosamente, sus ojos verdes muy atentos. Yo esperaba que no estuviera leyendo lo que estaba en mi mente. Eso no sería seguro, tía. No será suficiente. Yo tengo que estar aquí: no puedo volver a Kerry. Pero Darragh se tiene que ir. Él no pertenece a Inis Eala. Nunca debió de formar parte de esto. Él, simplemente… él simplemente se puso en medio, sin ser invitado. Eso es lo que suele hacer.
—Me pareció una sugerencia sensata —dijo tranquilamente—. Darragh argumentó bien su caso. Él te quiere, Fainne. ¿No puedes verlo?
—No es amor —salté—. Es sólo… es sólo que es testarudo. El chico no confía en que yo pueda velar por mí misma. No entiende lo que es bueno para él y lo que no. Nunca lo ha hecho.
—¿Y tú qué? —preguntó Liadan. Sus manos dejaron de trabajar y ahora descansaban sobre la mesa frente a ella—. ¿Es amor lo que te hace tan deseosa de verlo lejos de aquí, cuando él ha arriesgado su propia vida para estar a tu lado?
—Nuestra raza no siente amor —murmuré, dándome cuenta, mientras lo decía, de que no era verdad—. Hace que la vida sea demasiado complicada. No… no te deja hacer lo que se supone que tienes que hacer. Como mi padre. El amor arruinó su vida.
—Él tiene una hija —dijo suavemente—. Me imagino que está muy orgulloso de ti, cariño. Eres lista, experta y… sutil, como él. Y eres tan guapa como lo fue Niamh, a tu manera. Y él era testarudo. Pregúntale a Ciarán si él se arrepiente de haber conocido a mi hermana, antes de que descartes el amor tan a la ligera. Mantenlo apartado, y no vivirás una vida, sino la sombra de una vida.
—De todas formas —dije, no queriendo llevar esto más lejos—. Johnny no permitirá que Darragh se vaya. Dice necesitarlo.
Liadan suspiró.
—Si estuvieras preparada para irte también, yo hablaría con Johnny.
Negué con la cabeza.
—Debo quedarme aquí. No puedo irme a casa.
—Sí —dijo de manera cansada, y se sentó en el banco. Supongo que ya lo sabía; aun así, quería intentarlo. Darragh es un buen chico, Fainne. Él no se merece esto.
—Es su propia culpa —dije en un susurro.
Ella asintió con la cabeza.
—Tal vez tengas razón. Estos hombres tienen la costumbre de meterse en la historia, donde no tienen derecho a estar, y a hacerse parte de ella, es inútil, tal vez, el que yo intente cambiar el curso de las cosas, pero nunca he podido… simplemente ponerme en un segundo plano y dejar que las cosas sucedan, como suele aconsejar Conor. Me parece que uno debe soltarse, moverse hacia delante, y hacer que el cuento sea brillante y cierto, si se puede, Darragh lo hace así; tiene gran fuerza de voluntad.
—Él no entiende nada de esto —dije rotundamente.
—¿Y tú sí? —Su voz era triste. Sonaba casi como si sintiera pena de mí.
—Al menos —susurré—, al menos yo sé lo que hay que hacer.
—Y tú estarás ahí al final —dijo Liadan en un tono que me asustó; un tono que hablaba de una verdad irrefutable—. Cómo, no lo sé, pero Johnny estará ahí, y tú estarás ahí. Lo he visto.
Sentí un escalofrío.
—¿Qué viste? ¿Y Darragh?
—Yo no hablo de estas cosas, es demasiado fácil malinterpretarlas.
—¿No puedes decirme nada? ¿Absolutamente nada?
—Mi hijo se enfrentó a la muerte. Tú lloraste. Lloraste como uno llora cuando ha tirado su único tesoro. Nunca había visto tal pena.
Tragué saliva.
—He visto esa parte también. Si va a venir, vendrá, supongo.
Liadan asintió con la cabeza.
—Deberías pedirle a Coll que te baje a la punta norte alguna vez —dijo en un tono muy diferente. Nuestra conversación había terminado, y yo había perdido mi última oportunidad de ver a Darragh irse a salvo—. El tiempo está cambiando: habrá días claros. Necesitas tiempo lejos de tus tareas, aire fresco y ejercicio. Te vendrá bien. —Sonó muy normal, como si fuera la madre de alguien. En algún lugar debajo del revoltijo de miedos que llenaba mi mente, pensé que sería bastante bueno el tener una madre que se preocupara de si estabas recibiendo suficiente aire fresco y ejercicio. Tal vez, si mi madre no hubiese muerto, habría sido así, tal vez, el Jefe tenía razón, ella nunca tuvo la intención de abandonamos; tal vez no había querido hacerlo y había tenido esperanzas para un futuro. Algún día, si tenía el tiempo, intentaría descubrir la verdad sobre su muerte. Se lo debía. Mientras, la recordaría, y recordaría las palabras de Liadan. Me imagino que debe estar muy orgullosa de ti, cariño. Yo mantendría eso en mi corazón, e iba a hacer que el cuento fuera tan brillante y cierto como pudiese; y no importarían las lágrimas. Simplemente no podría hacerlo de otra manera.