CAPÍTULO VIII

LA BUENA PUNTERÍA DE SILVEIRA

Al quedarse solos, Guzmán y sus compañeros se interrogaron con la mirada.

—Creo que esto da comienzo a la guerra —comentó el portugués.

—Parece nuestro sino —suspiró el español—. Hemos de derramar más sangre.

—Pero es sangre que no merece circular por las venas que circula —dijo, sombrío, el mejicano.

—Es verdad —asintió Guzmán—. Ante todo debemos trazar un plan de acción. Tendremos que dividirnos. Uno de nosotros tiene que ir al pueblo, otro al rancho y otro debe seguir a los cuatreros.

—Yo tengo, muchas ganas de volver a San Julián —se apresuró a decir el portugués—. Necesito asistir al entierro de Badenas.

—Me gustaría seguir a los cuatreros —declaró Abriles.

—Yo me quedaré en el rancho —dijo Guzmán.

—Entonces, carguemos con Cáceres y empecemos a andar. Nos ahorraremos tiempo.

A la indicación de Abriles, Guzmán y Silveira cargaron con las parihuelas en que descansaba el desmayado Cáceres, y dirigiéronse hacia la empalizada, en el momento en que don Julio se disponía a cruzarla.

—¿Qué ocurre? —preguntó al ver al herido—. Mi hija no quiso detenerse a decirme nada.

—Han herido a Cáceres —explicó Abriles, que había cruzado la valla antes que sus compañeros y que procedía a echar abajo uno de los travesaños, a fin de que pudiera pasar por el hueco la camilla—. Sin duda los cuatreros, antes de entrar en acción, quisieron limpiar el terreno de posibles testigos peligrosos.

—¿Está mal herido?

—No, sólo un tiro de suerte. Un par de centímetros más abajo le habría perforado los sesos.

—Yo les ayudaré —dijo el estanciero, cuando la camilla estuvo al otro lado.

—Bien —asintió Guzmán—; así Silveira podrá marchar hacia el pueblo.

El portugués entregó a don Julio el extremo de las parihuelas, y despidiéndose con un movimiento de cabeza de sus amigos, saltó sobre su caballo, le obligó a girar sobre sus patas traseras, y picando espuelas partió al galope hacia la destrozada cerca que antes había defendido las tierras del rancho, y que no pudo ser obstáculo suficiente para los cuatreros.

Joao da Silveira galopó sin cesar hasta la entrada del pueblo. Comenzaba la tarde cuando llegó ante el almacén principal de San Julián. Desmontando, saltó al suelo y entró como un huracán en la tienda, donde se vendía absolutamente todo cuanto puede venderse en el Oeste. Había herramientas de labranza, aperos de pesca, sillas de montar, barriles de harina, frutas secas, armas de fuego y licores.

—¿Qué se le ofrece, amigo? —preguntó el propietario, mirando curiosamente al portugués.

—¿Es usted honrado? —preguntó Silveira, mirando con fijeza al hombre, cuyo rubicundo rostro enrojeció más intensamente aún.

—¿Por qué me pregunta eso? —inquirió el tendero.

—Porque necesito que me ayude. ¿Puede hacerlo?

Por toda respuesta el hombre sacó de debajo del mostrador una escopeta de dos cañones y dijo:

—Vamos.

Al mismo tiempo empezaba a quitar se el blanco delantal con que se cubría el pecho y el vientre.

—No se trata de tiroteo —sonrió Silveira—. Necesito una botella de whisky.

—¿Eh?

—Sí, una botella de whisky —repitió el portugués.

—¿Se burla de mí?

—No, amigo. Hablo en serio.

—¿Quiere una caja llena de botellas?

—No, sólo una botella, pero ha de ser una botella especial.

—Explíquese.

—Quiero una botella que contenga un par de copas de whisky, y que el resto sea té o algo que parezca, por el color, y, pero que no lo sea.

—¡Entiendo! —rió el tendero—. Quiere usted gastar una broma a alguien, ¿eh?

—Una broma de muerte —replicó Silveira.

—Bueno. Entre usted en la trastienda. Hablaremos con mi mujer.

La esposa del tendero escuchó la demanda del portugués. Era una mujer de rostro bondadoso y comprendió en seguida la intención de Silveira.

—Le interesa hacer creer que está borracho, ¿eh?

—Exacto. Quiero que me vean beber tanto, que todos crean que no puedo tenerme en pie.

—Podemos destapar una botella, sacar la mayor parte del licor y sustituir el resto por… —La mujer quedó meditabunda—. No, té no irá bien. Se enturbia. —De pronto lanzó una exclamación—. ¡Ya lo tengo! —dijo—. La acabaremos de llenar de jarabe. Es del mismo color que el whisky.

En un momento se trajo una botella de licor, se quitó la cápsula de estaño y los precintos de garantía después de humedecerlos, y con un sacacorchos se destapó. Dejando un par de dedos de whisky, se llenó el resto de la botella del jarabe que la mujer sacó de una gran botella. Era del mismo color que whisky. Una vez llena la botella, volvió a taparse, se colocaron la cápsula y los precintos, y al cabo de media hora nadie hubiese sospechado que aquel frasco contenía otra cosa que lo anunciado en la etiqueta, o sea un whisky puro de maíz, elaborado en Kentucky, y de una graduación alcohólica sumamente elevada.

—Déme otra llena de whisky legítimo —pidió a continuación Silveira.

El tendero le entregó otra botella igual a la primera. Silveira la guardó en el bolsillo derecho dé su chaleco, mientras la otra la colocaba en el izquierdo.

—Ahora necesito algo más —añadió, e inclinándose al oído del tendero le dijo algo en voz baja.

—Sí, sí, lo tengo —replicó el hombre, sumamente asombrado—. ¿Cuánto quiere?

—Muy poco. Lo necesario para ponerme un poco en el dedo.

—Tendré que ponérselo en una caja y prepararlo, pues absolutamente puro sería muy peligroso.

—Tómese el tiempo necesario —replicó Silveira—. Puedo esperar hasta las siete. Entretanto me convendría que alguien buscara al amigo de Badenas que registró a Hopkins, antes del duelo, y le dijese, de parte de los «Tres», que me espere en la Taberna del Sol Poniente. No tendrá que hacer más que beberse una botella de whisky puro y emborracharse a conciencia.

—No es trabajo difícil —rió el tendero—. Enviaré a mi esposa. ¿Se trata de vengar a Badenas?

—Sí.

—Entonces le sirvo con mayor gusto. Estoy convencido de que aquello no fue un desafío decente, sino un asesinato.

—Tiene razón, amigo, pero no se entretenga. El tiempo apremia.

Eran las siete y cuarto de la tarde, y comenzaba a anochecer, cuando Silveira salió de la tienda con una botella de whisky en cada bolsillo del chaleco, bien a la vista de todos, y un paquetito que nadie podía ver.

Encaminóse directamente al Sol Poniente, y en cuanto entró, vio sentado a una mesa el mismo viejo llanero que la noche antes había registrado a conciencia los bolsillos del alcalde.

—¡Hola, amigo! —saludó el hombre cuando vio entrar a Silveira.

Este replicó con un leve movimiento de cabeza y, tras aparente vacilación, fue a sentarse frente a él.

—¿Qué hay? —preguntó en voz alta—. ¿Han enterrado ya a Badenas?

—Sí, han enterrado al mejor de los hombres. No merecía morir en duelo.

Y el llanero inclinó la cabeza, como emocionado.

—¡Duelo! —rió Silveira—. ¡Le asesinaron, dirás!

Todas las miradas Se volvieron hacia los dos hombres. El bar, aunque no rebosante, estaba lo bastante concurrido para que se elevara un ruidoso murmullo.

—¿Estás seguro? —preguntó el llanero.

—¡Claro que lo estoy! —¿Quieren algo?— preguntó un camarero, acercándose.

—Tráenos de comer —pidió Silveira—. Huevos con tocino, tortillas de maíz, carne asada, mucho pan, y más huevos.

—¿Beber? —inquirió el empleado, limpiando la mesa con un sucio trapo. Por toda respuesta, Silveira colocó sobre la mesa las dos botellas de licor, alargando hacia el llanero la que contenía whisky puro y reservándose para él la otra.

—Beberemos de esto, que es mucho mejor que el veneno que aquí se vende. Tráenos vasos limpios.

El camarero se retiró, frunciendo el ceño, pero sirvió todo cuanto le habían pedido.

Sacando uno de sus 45, Silveira golpeó el gollete de las botellas y las destapó por tan expeditivo sistema. Sirvió un vaso lleno a su compañero, y por su parte se sirvió otro vaso de la mezcla de licor y jarabe.

—Cuidado con los cristales —advirtió a su invitado, y luego, gritando, siguió—: ¡Por la eterna condenación de los asesinos que se disfrazan con piel de cordero!

Una hora más tarde, el escándalo que Silveira armaba en la Taberna del Sol Poniente atrajo, al fin, hacia allí, al alcalde, acompañado del sheriff.

La multitud, que escuchaba los desvaríos del portugués, abrió paso a la primera autoridad civil del pueblo.

Hopkins llegaba con el ceño fruncido, el gesto amenazador y el paso firme. El espectáculo que se ofreció a sus ojos le hizo sonreír levemente. El llanero que había compartido el licor y la comida con Silveira yacía de bruces sobre la mesa, completamente vencido por el alcohol. Su botella aún conservaba dentro unos tres dedos de whisky.

La de Silveira estaba casi vacía, y en aquel momento el portugués se estaba echando al vaso las últimas gotas.

—¡A la salud de nuestro alcalde! —gritó al ver a Hopkins. Y de un trago vació el resto del licor.

Dejó el vaso sobre la mesa y con un dedo tembloroso amenazó a Hopkins, mientras un perceptible velo nublaba sus ojos.

—Eres un mal sujeto, Hopkins —dijo con voz estropajosa—. Has hecho ¡muchas cosas malas! Pero yo te mataré. ¡Hip! Sí, te mataré… como tú mataste al pobre… ¡Hip! Al pobre… No, no me acuerdo. Pero no importa. ¡Hip! No importa, porque te mataré igual que a él.

Y seguido por la fría mirada del alcalde, Silveira hizo como que buscaba sobre la mesa la botella de whisky. Cogió la suya e hizo como si fuese a echar licor en el vaso. Al ver que no caía nada, miró, vacilante, la botella al tras luz, y gruñó:

—¿Quién se ha bebido mi whisky? ¡Hip!

Y de un violento movimiento lanzó contra la pared la vacía botella.

—Aquí hay más —le dijo un parroquiano, señalando la otra botella.

Silveira se apoderó de ella con alegre ademán, la miró al trasluz, vio que estaba aún con whisky dentro, y gritó:

—¡Ya sabía yo que no me lo había bebido todo!

Con un brusco movimiento empezó a echar licor en el vaso, y con los movimientos de la mano derramó fuera gran parte del contenido, de forma que, al llenar el vaso, la botella quedó vacía. El portugués la dejó caer al suelo y bebió una parte del contenido del vaso, dejándolo luego sobre la mesa. A continuación metió una mano en el bolsillo derecho, rebuscó hasta dar con un pañuelo, y con él se secó los labios.

El espectáculo de aquel borracho resultaba tan atractivo, que casi nadie se dedicaba a jugar, prefiriendo todos la contemplación de aquel hombre que, famoso en toda la frontera, se demostraba dominado por el vicio tan corriente en ella.

Silveira, después de secarse, fijó los entornados ojillos en Hopkins y avanzando trabajosamente hacia él, le dijo:

—Si tienes valor de hombre, te vas a desafiar aquí conmigo. Y te meteré una bala aquí.

Al decir esto apretó el dedo índice contra la frente del alcalde, que retrocedió, pegando un golpe al brazo del portugués.

—Ve a dormir esa borrachera —dijo, con voz áspera.

—No estoy borracho —replicó Silveira, a la vez que tenía que apoyarse en una silla, para no caer—. Y te lo voy a demostrar, pérfido cuatrero. ¿Ves aquel reloj?

Señaló un pequeño reloj que pendía de la pared, al otro extremo de la sala.

—Pues si lo ves, dentro de un momento no lo volverás a ver, porque lo voy a destrozar de un balazo.

Y uniendo la acción a la palabra, desenfundó Silveira uno de sus 45 y, sin apuntar, disparó dos veces.

Sin saber por qué, todos esperaban ver caer hecho pedazos el reloj. Por ello fue general la decepción al ver que las balas sólo habían rozado la máquina, tundiéndose a menos de un centímetro de ella, pero sin tocarla. Silveira hizo como si no se diera cuenta de haber errado el blanco y comentó:

—Había dos, no uno, pero los he roto los dos, ¿verdad, cuatrero, asesino de peones?

—¡Basta ya! —gritó Hopkins—. Aunque estés borracho te pegaré una paliza.

Iba a abalanzarse sobre Silveira, cuando éste le presentó el cañón de su revólver.

—No, a mí no me pegas —dijo, dificultosamente—. Yo te pegaré a ti. Pero no con la mano, sino un tiro en la frente. Te dejaré mi marca para la eternidad. Y cuando desentierren tu calavera todo el mundo dirá: «¡Caramba! ¡Qué sinvergüenza tan grande era ese muerto! Lo mató uno de los Tres». ¿Quieres que salgamos a la calle?

—Vamos —rugió Hopkins—. No puedo tolerar que se me insulte así. Ayer uno pagó con su vida un insulto, y, por lo visto, hoy tú quieres pagar también…

—Bueno —replicó Silveira—. A mí no me importa ir a pegarnos unos tiros en el almacén de Purvis. Tú estarás a oscuras, pero yo veo tantas luces, que podré pegarte un tiro entre las cejas. Vamos al almacén. ¡Tengo mucha prisa!

Molero y Hopkins se miraron, y entre ellos se cruzó una leve sonrisa.

—¡Está bien! —dijo el sheriff—. Creo que el señor Hopkins tiene derecho a responder como es debido a las ofensas de este borracho, que debiera estar ahorcado. En beneficio del mismo hombre, aunque no se lo merece, el desafío puede celebrarse en el almacén de Purvis. Así ese borracho tendrá alguna probabilidad de salir con vida. Yo le registraré para que no lleve cartuchos de repuesto, ni nada con que hacer luz. Que otro registre al señor Hopkins.

Como la noche anterior, Hopkins se dejó librar de todo cuanto pudiera proporcionarle alguna ventaja en la lucha, en tanto que Molero registraba los bolsillos de Silveira, y pasaba, insistentemente, las manos por las fundas de los revólveres.

Luego, en medio de gritos y comentarios, todos se dirigieron al almacén de Purvis. Hopkins se dispuso a entrar por la puerta que daba al Norte, mientras que Silveira entraba por la del Sur. Antes de entrar, el portugués, ante el asombro de todos, se desabrochó el cinturón y empuñó su 45. Un instante después la puerta se cerraba a su espalda. Si alguien le hubiera podido ver dentro del oscuro almacén, hubiese notado que, apenas estuvo dentro, el portugués tiró lejos de sí el cinturón con las pistoleras, y se alejaba lateralmente, como si conociera bien el terreno. Ya no vacilaba, y su revólver era empuñado con férrea firmeza.

En el rincón donde habían caído las fundas de los revólveres se notaba un leve resplandor, semejante a una fosforescencia marina.

Los pasos de Hopkins sonaban muy tenues, pero el portugués los oía con toda claridad.

Tres rápidas detonaciones rasgaron el silencio, y tres balas se hundieron en el suelo, en torno al cinturón.

A la par que los disparos, sonó un grito de rabia y una carcajada. El grito procedía de la garganta de Hopkins. La carcajada la había lanzado Silveira.

—Estás perdido, alcalde. A mí no me podrás asesinar como a Badenas. Muy bien ideado el truco. Un poco de fósforo en las fundas de los revólveres, y de esa forma la víctima se destaca, muy clara, en la oscuridad. Un blanco fácil. Pero adiviné el truco. Este desafío será limpio. Tendrás que luchar con armas iguales a las mías. Y recuerda que has gastado ya tres cartuchos. Sólo te quedan otros tres. Si quieres salir de aquí con la pluma de victoria de haber matado a uno de los «Tres», deberás ahorrar mucho esos tiros. En cambio, yo puedo permitirme el lujo de disparar algunos al azar. Tengo seis. Pero no dispararé más que uno. Y ése será suficiente.

Por lo precipitado de los pasos del alcalde, Silveira adivinó la verdad de sus intenciones.

—No seas loco, alcalde —dijo—. Si quieres que te abran, firmarás tu sentencia de muerte. Tu cuerpo se recortará sobre el fondo del cielo, cuando abran la puerta, y te mataré con toda comodidad. Haz lo que te parezca.

Hopkins no se decidió a seguir adelante. Por el leve chirriar de los muelles de su revólver, Silveira comprendió que bajaba el percusor.

—Haces bien —rió—. Si se te dispara solo, perderías una bala más.

Hopkins permanecía callado, inmóvil. Entonces fue cuando Silveira empezó a moverse como lo haría un indio. No producía ni un leve rumor, ni un roce contra el suelo. Pero mientras avanzaba iba sonriendo. Su mirada estaba fija hacia delante, hacia un leve punto luminoso que marcaba, exactamente, el sitio donde debía disparar.

—Tus despojos me pertenecen, Hopkins —dijo en voz baja, pero lo bastante alta para que el alcalde la oyera—. Me pertenecen por derecho de victoria. Porque ahora te voy a matar. Estoy delante de ti, a menos de treinta metros. Si disparas recto, podrás alcanzarme antes de morir. Pero si no sabes disparar bien, estás perdido. Cuando llegue a la cuenta de tres dispararé. Te aviso porque no quiero cometer un asesinato. ¡Una! ¡Dos!

Una lengua de fuego brotó del revólver de Hopkins. En el mismo instante la clara voz de Silveira cantó:

—¡Tres!

Y el número fue subrayado por un seco disparo, al que siguió el batir de un pesado cuerpo contra el suelo. Luego silencio profundo. Unos pasos lentos hacia el rincón donde yacían las pistoleras de Silveira. La fosforescencia de encima de ellas fue borrada en un momento. Luego los pasos sonaron de nuevo en dirección al punto donde había caído aquel pesado cuerpo. Oyóse un crujir de papeles, y después el silencio. Otra vez los pasos, y una llamada a la puerta.

Los espectadores del invisible drama corrieron a abrir la puerta Sur. Un grito de asombro escapóse de todos los labios al ver salir al sonriente Silveira, que continuaba empuñando su revólver. Todos habían esperado que el alcalde fuese el triunfador.

—Lo he dejado ahí dentro —sonrió el portugués, y dirigióse con paso lento hacia el bar, donde el propietario desorbitó los ojos como si estuviera delante de una aparición. El único que no dio ninguna muestra de asombro, alegría o incredulidad, fue el llanero, que dormía a pierna suelta.

Silveira recuperó sus cartuchos, sustituyó por uno cargado el vacío, enfundó el otro revólver, y luego pidió.

—Una taza de buen café y una lima.

El tabernero se apresuró a cumplir los encargos del terrible cliente.

Mientras tanto, los espectadores, precedidos por el sheriff, habían entrado, con luces, en el almacén de Purvis, en cuyo centro vieron, con inconcebible asombro, a Hopkins, caído de espaldas, con los brazos muy abiertos, con un revólver disparada cuatro veces, junio a la mano derecha, y un balazo entre ceja y ceja. Sobre el pecho, destacándose del negro fondo de la levita, vieron una tarjeta prendida con un alfiler. Molero, inclinándose, leyó, con voz alterada:

JOAO DA SILVEIRA

—¡La marca de los «Tres»! —susurró alguien, señalando el característico balazo.

Luego todos corrieron hacia la taberna.

Al entrar encontraron a Silveira ocupado en marcar, con ayuda de la lima, una nueva muesca en la culata de su revólver.

—¿Cuántos van, Silveira? —preguntó alguien.

—Es una cuenta muy larga —replicó el portugués, enfundando su revólver—. Vale más olvidarla.

—No parece ya borracho —dijo otro.

—Es que he seguido, como ordena el adagio, el consejo del enemigo. Lo he seguido en el beber y en el fosforear.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el tabernero.

—Nada. Es una idea muy profunda. —Silveira rió duramente y añadió, luego—: Aunque una taberna no es el lugar más indicado para encontrar personas decentes, creo que entre ustedes habrá unos cuantos de quienes será posible fiarse, ¿eh?

Un viejo de rostro honrado avanzó entre los grupos.

—No está bien que yo lo diga, pero nadie podrá negar que siempre he sido honrado —dijo.

—¿Es verdad eso? —preguntó Silveira, dirigiéndose a los demás.

Todos dijeron que sí con la cabeza.

—Entonces —siguió el portugués— voy a hacer entrega a este caballero de una importante cantidad que al morir me legó el señor Hopkins. Me dijo que todo su dinero lo dejaba para levantar una escuela que fuese orgullo de este pueblo, y un hospital para niños. Aquí va lo que me entregó. El señor es responsable de ello. Y como yo me entere de que no ha cumplido el encargo del moribundo, vendré desde donde sea preciso a hacérselo cumplir.

El fajo de billetes que recibió el viejo le hizo desorbitar los ojos. Había, por lo menos, cincuenta mil dólares.

En aquel momento un muchacho entró en la taberna y dirigióse hacia donde estaba Silveira.

—Señor —dijo, con acento emocionado—. Fuera le están esperando el sheriff, el juez y varios hombres más. Quieren matarle cuando salga.

Una amplia sonrisa distendió la boca del portugués.

—La Ley se pone contra mí —dijo.

—No tenga miedo —dijo alguien—. Nosotros le defenderemos. ¡Que se atrevan a entrar!

—¡Eso es! —dijo otro—. Podemos resistir un año aquí dentro. Y cuando se haga de día, Molero y los suyos tendrán que largarse o los asaremos a tiros desde aquí.

—No hace falta —interrumpió Silveira—. No quiero esperar a mañana. Saldré ahora mismo. No me gusta hacer esperar, ni a los que desean asesinarme.

Antes de que nadie pudiera impedírselo, Silveira se aseguró bien las pistoleras, anudadas a las piernas, empuñó el revólver de uno que estaba a su lado y disparó contra las lámparas de petróleo que daban luz al local, que inmediatamente quedó sumido en tinieblas, sin más luz que la llegada de la calle. Devolviendo a su dueño el revólver que acababa de utilizar, Silveira cruzó la estancia en cuatro zancadas, empuñó sus dos 45, y de un salto lanzóse a la calle, yendo a caer detrás dé uno de los pilares que sostenían la techumbre de encima del porche de la taberna.

Todo esto lo hizo en menos de un segundo, y cuando varios disparos resonaron en la calle, las balas fueron a hundirse en el vacío, pues la figura sobre la cual habían disparado las armas no se encontraba ya visible.

Silveira podía ver claramente a dos de los pistoleros, y disparó sobre ellos, Pudo haberlos matado, pero sabía que no eran ellos los principales culpables. Por ello apuntó cuidadosamente al brazo derecho de cada uno de ellos. Sonaron los disparos, dos gritos, y el caer de dos revólveres sobre las tablas de la acera.

Varios disparos fueron dirigidos contra Silveira, pero éste, inmediatamente después de disparar, había saltado a un portal próximo, librándose, por segunda vez, de la muerte.

De pronto, vio Silveira moverse una sombra. Era un hombre vestido de negro, cubierto con un sombrero de copa y empuñando un humeante revólver.

—Buenas noches, señor juez —gritó Silveira, a la vez que de un disparo enviaba por los aires el incongruente sombrero.

Lanzando un chillido de miedo, el juez dejóse caer de rodillas y, tirando lejos de sí el revólver, suplicó:

—¡Perdón, señor, perdón! ¡Yo le diré quién es el culpable! Ha sido el she…

—¡Canalla! —rugió Molero, desde el punto donde se refugiaba—. ¡Te voy a cerrar tu cochina boca!

Y saliendo de su escondite, el sheriff abalanzóse sobre el juez, descargando contra su cabeza un fuerte golpe con el cañón de uno de sus revólveres.

Luego, revolviéndose, disparó dos veces sobre Silveira, que, fríamente, dejó caer el percusor de uno de sus revólveres, y tumbó de espaldas al sheriff que se había permitido jugar con la Ley. Un negro agujero marcaba su frente.

Silveira, sin dejar de empuñar con la mano derecha un revólver, sacó con la izquierda una tarjeta y la prendió, con un alfiler, sobre el pecho del hombre a quien acababa de matar.

Mientras él se inclinaba para realizar esta operación, una sombra destacóse de un portal y, con todo cuidado, apuntó a la espalda del portugués un pesado revólver del 45.