CAPÍTULO II

TRES JINETES NEGROS

Nadie iba de paso a San Julián del Valle. La población, situada en el extremo del Valle de San Aparicio, ocupaba el final de la carretera que, cruzando todo el Valle y los pueblecitos o rancherías que en él se levantaban, atravesaba al fin el Desfiladero del Fraile y dejando atrás la Sierra de los Conquistadores iba a enlazar, sesenta kilómetros más allá, con la carretera principal que ponía en comunicación con la estación del ferrocarril de Pointer, simple apeadero, situado a setenta kilómetros justos de la salida del Desfiladero del Fraile.

Por todas estas condiciones, el Condado de San Onofre era uno de los mejores centros de producción ganadera. No quiere decir que el ganado que allí se daba fuese mejor que el de otros puntos del Oeste. Lo había tan bueno y mejor en infinidad de lugares; pero nadie lo embarcaba en más buenas condiciones, a pesar de lo lejos que se encontraba la estación más cercana.

El que vacas, bueyes y becerros pudiesen llegar con todas sus carnes, frescos y relucientes, a Pointer, se debía exclusivamente, a lo abundante de los pastos que se encontraban por el camino, que, hasta su enlace con la carretera, era un verdadero vergel, regado por las aguas de los mil riachuelos que nacían en la Sierra de los Conquistadores y vertían su caudal por todas sus vertientes, regando prados y campos, dentro y fuera del Valle de San Aparicio.

La comunidad había hecho suyas las tierras que se extendían en varios kilómetros a la redonda del camino, y de esta forma podían transportarse los ganados en unas condiciones ideales, ya que sólo tenían que recorrer unos diez kilómetros de terrenos secos, y resultaba fácil cargar unos cuantos carros de alfalfa y llevarlos delante, a Pointer, disponiéndolos en los corrales donde debía permanecer el ganado hasta su embarque en el tren.

Por aquella carretera, luego por el camino, después por el desfiladero y últimamente por las tierras del Valle de San Aparicio, habían ido avanzando tres jinetes. En el momento en que los encontramos mediaba la tarde, y una dorada neblina flotaba sobre las tierras del Valle, contrastando con los enormes campos de alfalfa y trébol, en los que pastaban toda clase de ganado, aunque predominando vacas y bueyes, y en minoría corderos y cabras. También se veían numerosos caballos de buena estampa.

Los tres jinetes habían cruzado ya las rancherías y pueblecitos que bordeaban el camino, y, en aquel instante, estaban próximos a entrar en la población de San Julián.

Todos cuantos se habían cruzado con ellos cambiaban un cortés y obligado «Buenas tardes» y habíanse vuelto varias veces a contemplarlos. Difícilmente hubiérase podido dar un grupo más notable, curioso y, al mismo tiempo, más estremecedor.

Los jinetes eran negros, y sus monturas también. En contraste con lo verde y risueño de cuanto les rodeaba, su aspecto era como una amenaza de muerte. La única nota algo clara en ellos eran sus bronceados rostros. Lo demás todo era negro. Cubrían sus cabezas negros sombreros de ala ancha, vestían negros trajes y pantalones, calzaban negras botas con pavonadas espuelas, montaban negros caballos; negras eran las sillas y las bridas, así como las mantas arrolladas detrás de las sillas; negras eran sus camisas, y negros los guantes que cubrían sus manos. Y negros como la muerte eran los revólveres que asomaban por sus pistoleras.

Era indudable que aquel fúnebre ennegrecimiento no obedecía a la casualidad, sino que estaba logrado con un propósito definido.

El jinete que cabalgaba en medio hubiera respondido, de llamársele, al nombre de César Guzmán. Vestía, empezando por la cabeza, un sombrero negro, de copa aplastada, ala ancha, asegurado bajo la barbilla por una suave correa trenzada. Su rostro era enjuto, de pómulos sumidos, y sus ojos, que habían sido negros, tenían ahora esa palidez característica de quienes han vivido bajo el sol, el polvo y en las grandes extensiones. Aunque lo fúnebre de su atuendo le daba un aspecto siniestro, se adivinaba que era y, sobre todo, había sido, un hombre atractivo, si no guapo. Vestía una camisa negra, chalina del mismo color, chaleco igualmente negro, una levita tipo Príncipe Alberto, de flotantes faldones, abierta, que dejaba ver el hermoso cinturón canana, con su doble hilera de cartuchos, y las dos fundas en que descansaban dos negros Colts del 45. Los pantalones eran algo ajustados, y quedaban embutidos en unas altas botas tejanas, con el extremo superior bordeado de estrellitas negras, y una estrella mayor al frente. Eran de suave cuero, trabajadas por un buen zapatero, y ofrecían la particularidad de tener el tacón más bajo de lo corriente. Don César no debía de ser un vaquero, pues entonces hubiese calzado botas de tacón alto, que permiten asegurarse mejor en los estribos cuando se ha cogido con el lazo a un ternero rebelde, y luego permiten afirmarse en la tierra, hundiendo en ella los largos tacones. Eran unas botas con las cuales se podía cabalgar, pero no realizar faenas campestres.

El resto de su equipo era lujoso, pero carecía de esa estridencia que tanto aman los vaqueros, enamorados de los colores chillones.

El compañero de su derecha lucía un traje mucho más llamativo que el del español, y, no obstante vestir también de negro, su aspecto era más notable que si hubiera vestido de color.

Este jinete lucía el hermoso traje charro mejicano, chaquetilla corta, pantalón ajustado, botas de montar altas hasta medio muslo, camisa negra, corbata del mismo color, pañuelo igualmente negro, y un sombrero de copa puntiaguda y ala ancha, vuelta hacia arriba y adornada toda ella con un complicado dibujo. Todo el traje, muy bien conservado a pesar del polvo, estaba adornado con bordados en seda y lana, y era un verdadero prodigio, así como las dos pistoleras y el cinto de que pendían. Su caballo era indio, resistente, ideal para carreras largas.

Diego de Abriles era un hombre alto, elegante, bien formado, de rostro atractivo y juvenil. Sus pupilas eran algo más oscuras que las de don César, y tenían, en algunos momentos, un brillo siniestro. Su rostro, aunque delgado, no era enjuto.

El tercer jinete, o sea el que cabalgaba a la izquierda de César Guzmán, era el portugués Silveira. Si no en el traje, que en líneas generales se parecía al de sus compañeros, tenía con éstos un marcado contraste en su aspecto físico. Tanto en Guzmán como en Abriles se advertía una tragedia oculta en sus almas. En cambio, en Joao da Silveira imperaba la alegría. Sus ojos, negrísimos, parecían reír constantemente, y su inquieta mirada buscaba de continuo a su alrededor algo que le divirtiese, sin evidenciar disgusto al no descubrirlo. Vestía un negro chaleco de cuero, camisa de alpaca del mismo color, guantes negros, pantalón embutido en botas de buena piel, algo más altas que las de Guzmán, pero menos que las de Abriles, llevaba un sombrero de alas poco anchas, y dos grandes revólveres del 45, enfundados en dos pistoleras sencillísimas, muy abrillantadas por el uso, pendían de un cinturón canana que era una simple tira ancha de cuero, cortada sin rebordes ni adorno de clase alguna. A la espalda llevaba, bien cubierta, una guitarra, que contrastaba con el «Winchester» de doce tiros que pendía de la silla de montar.

Hacía rato que ninguno de los tres negros jinetes pronunciaba una palabra. Cada uno de ellos parecía sumido en hondas meditaciones, y así pasaron ante las primeras casas de San Julián del Valle.

En el pueblo reinaba la más completa calma. Algunos de sus habitantes estaban sentados a las puertas de sus casas, arreglando alguna silla de montar, o cosiendo sacos de maíz o fríjoles. Los recién llegados cambiaron algunos saludos, y fueron seguidos por las asombradas miradas de los espectadores.

—Parece que aquí podremos descansar —comentó Silveira.

—Malos son los informes que nos han llegado —replicó César.

—Sin embargo, todo aparenta paz —dijo a su vez Diego de Abriles.

—Todo menos eso —replicó Guzmán, indicando con un movimiento de cabeza la galería delantera de una taberna sobre la cual se veía un grande y tosco letrero con esta inscripción «EL SOL PONIENTE», mientras sobre el tablado, y en las más diversas posturas, encontrábanse unos doce sujetos de rostros patibularios, agrupados en torno a un hombre de elevada estatura, amplio tórax, y rostro aniñado.

—¿Le conoces? —preguntó Abriles, inclinándose hacia Guzmán.

Antes de que el español pudiera contestar, Silveira comentó, riente:

—¡Pero si es el famoso Niño MacCoy! ¡Casi no le conocí!

Indudablemente el conocimiento entre los tres jinetes y el llamado Niño MacCoy no debía de ser personal, pues el famoso bandido no dio señales de reconocerles. Al contrario, inclinándose hacia uno de los de su banda, dijo unas palabras que corrieron de oído en oído y provocaron risas estrepitosas.

—No comprendo cómo se ha atrevido MacCoy a bajar a San Julián —dijo Abriles.

—Cáceres, el sheriff, lo estuvo persiguiendo sin descanso —continuó Silveira.

—¡Mal indicio! —dijo Guzmán—. Eso significa que hay un sheriff honrado menos en el mundo.

—¿Crees que lo habrán matado? —preguntó Abriles.

—O ha muerto, o se ha vuelto como la mayoría de los que andan por estas tierras, o ha dimitido. De cualquier forma, hay un sheriff menos en el mundo.

Los «Tres» estaban ya frente a la taberna, y las risas de los clientes del exterior sonaban cada vez más altas. Los jinetes dirigieron una mirada distraída a los secuaces del Niño MacCoy y siguieron adelante, como si nada de aquello fuese con ellos.

Pero los «Tres», en una demostración de valor sereno, —no de ese atrevimiento suicida del que se lanza al peligro ciegamente, con afán de lucir un valor que casi nunca lo es—, continuaron avanzando, hasta que, de pronto, el acompasado chocar de los cascos contra el polvoriento suelo de la carretera se vio cortado en seco por el agudo ladrido de un Colt de pequeño calibre.

Una bala rasgó, silbando, el aire, y arrancó de la cabeza de Diego de Abriles el magnífico sombrero, enviándolo sobre el polvo, con la copa limpiamente perforada.

Detúvose el mejicano, y siguieron adelante sus amigos, como si nada hubiese ocurrido. Abriles, con las manos bien a la vista, sobre las riendas de su montura, hizo que ésta se volviese, y, con una amplia sonrisa en su bronceado rostro, preguntó, dirigiéndose al Niño MacCoy, que jugueteaba con un revólver del calibre 38, bastante desusado en aquellas fierras:

—¿Se le disparó el arma, amigo?

Una leve sonrisa aleteó por los finos labios de MacCoy.

—Sí, se disparó —dijo.

—Suerte que el sombrero era alto —rió Abriles—. Si la copa llega a ser más baja, me peina.

Niño MacCoy miró fríamente al mejicano. Sus compinches empezaban a reírse de aquel hombre que hablaba con la boca en vez de hacerlo con los revólveres. Todos empezaron a creerlo uno de esos cobardes que quieren disimular que lo son proveyéndose de un exceso de armamento. MacCoy fue el único que se dio cuenta, en seguida, de la calidad del hombre a quien había ofendido. Quizá lamentó un poco no haber elegido otra víctima más propiciatoria. Pero era ya demasiado tarde, y no podía volverse atrás.

—No se apure —replicó, sin dejar de juguetear con el revólver, que ahora hacía girar, por el guardamonte, sobre el índice de la mano derecha—. Aunque hubiese llevado un gorro de dormir, se lo habría arrancado sin tocarle la cabeza.

Abriles fingió asombro.

—¡Oh! Entonces… ¿disparó intencionadamente? —preguntó.

Niño MacCoy miró hacia el mejicano y luego hacia los otros dos jinetes vestidos de negro, que estaban detenidos a unos treinta pasos, asistiendo, impasibles, a la escena.

—Desde luego —contestó, al fin—. Pero tenga la seguridad de que Niño Mac Coy le disparó al sombrero. Si hubiera sido un tiro a matar, ahora sus amigos llevarían luto por usted.

—Entonces, señor Niño MacCoy, tendrá usted que pagarme un sombrero nuevo —sonrió Abriles—. Ése me costó cincuenta pesos, en Nogales. Como el viaje es un poco largo, me tendrá que dar cien dólares y así podremos quedar tan amigos como antes de este lamentable suceso.

Una divertida sonrisa floreció en el rostro de Niño MacCoy.

—¿Habla usted en serio? —preguntó, entre las risas de sus compañeros.

—¿Por qué no he de hablar en serio? ¿No es lógico que si intencionadamente me ha estropeado usted un valioso sombrero, me compre uno nuevo?

—¿Y si me niego a comprarlo?

El rostro de Abriles fingió una ofendida incredulidad.

—¡Pero usted no se negará a una cosa tan justa! Usted parece un caballero…

Niño MacCoy ensombreció el gesto, y con acento amenazador, a la vez que hacía girar con más fuerza el revólver, ordenó:

—Recoja su sombrero, comedor de fríjoles, y lárguese de aquí antes de que esto vuelva a hablar.

Al llegar aquí, MacCoy hizo que el revólver cesara en sus giros y apuntase por un momento el corazón del mejicano. Luego volvió a girar velozmente, mientras la mirada del bandido no se apartaba ni un momento de Abriles.

Este lanzó un suspiro, miró al cielo como poniéndolo por testigo de lo injusto de aquel fallo, y cruzando una pierna por encima de la silla, saltó al suelo, de espaldas a su caballo y de cara a la galería de la taberna. Luego, lentamente, avanzó hacia donde yacía su sombrero, y recogiéndolo examinó los dos agujeros abiertos por la bala. Manteniendo siempre las manos bien a la vista, sacó de lo alto de una de sus botas de montar un pañuelo blanco, con el que sacudió cuidadosamente el polvo que ensuciaba el sombrero. Después se lo puso, ajustó el barbuquejo y guardó el pañuelo, encaminándose hacia el caballo, al que montó de un salto, haciéndole luego corvetear, y al dar la vuelta, y cuando menos lo esperaban todos, desenfundó con centelleante movimiento uno de sus revólveres y lo disparó tres veces.

Casi a la par que sonaban los disparos, Niño MacCoy hizo tres movimientos: El primero fue llevarse la mano izquierda al brazo derecho, que inmediatamente se manchó de sangre; el segundo fue soltar el «Colt» del 38, que rebotó sobre las tablas, y el tercero abrir mucho los ojos al sentir que el sombrero le volaba de la cabeza, arrancado por una bala.

Lo que no vio MacCoy, pero sí observaron los demás, fue que una vez en el aire, el sombrero era atravesado por otro balazo, de forma que al caer tenía cuatro limpios agujeros. Dos en la copa, y otros dos en las alas.

Niño MacCoy no cometió la imprudencia de llevar la mano izquierda a la culata, de uno de los dos revólveres que aún pendían de sus costados. El negro ojo del «Colt» de Abriles le miraba amenazador, y, por mucha que hubiese sido su velocidad, nunca habría podido superar la de la bala.

Sus compañeros, tras un momento de vacilación, echaron a correr hacia el interior de la taberna, derribándose unos a otros en sus prisas por cruzar el umbral. Unos minutos después, Niño Mac Coy era el único que quedaba en la galería. Su actitud era la misma que al recibir el balazo. Seguía apretándose el brazo derecho y, ligeramente inclinado hacia delante, miraba fijamente al mejicano.

Abriles sonrió de nuevo y, como antes había hecho su adversario, comenzó a hacer girar su revólver.

—Estamos en paz, amigo —dijo—. Su sombrero está también estropeado. Tendrá que comprarse uno nuevo. Pero como vale mucho menos que el mío, por eso he añadido, para completar la cuenta, una heridita en el brazo. Espero que el sierrahuesos que se la cure le cargue bien la mano.

Niño MacCoy había entornado los ojillos, y permanecía callado.

—Y ahora —siguió Abriles— le aconsejo que suelte sus herramientas y no haga nada por recogerlas. Mis amigos tienen mejor puntería que yo, y podrían intervenir en la discusión, con resultados muy desagradables para usted.

MacCoy no hizo nada para obedecer la orden del mejicano.

—¡Pronto! —ordenó éste.

Niño MacCoy apretó fuertemente los labios, pero siguió sin someterse a la humillación de rendir sus armas.

Lo que ocurrió a continuación fue demasiado rápido para que la mirada pudiese captarlo. El pesado «Colt» que Abriles hacía girar sobre su índice detuvo sus giros y escupió dos llamaradas. Al instante los dos revólveres que Mac Coy conservaba en las fundas salieron disparados por el aire, alcanzados en las culatas por las dos gruesas balas de plomo, y chocaron pesadamente contra el suelo.

Cuando MacCoy volvió a mirar a Abriles, éste estaba soplando dentro del cañón de su revólver, para hacer salir el humo que aún quedaba dentro.

—¡Maldito mejicano! —rugió el bandido—. Me pagarás muy cara esta burla.

Abriles arqueó las cejas.

—¿De veras? —preguntó—. Lo siento, señor MacCoy. Creí que lo mismo que sabe gastar una broma sabría aceptarla. Pero, como dicen en cierto drama muy famoso, hace mal en provocar a un león con un mal palo. Guárdese las amenazas para cuando tenga un arma al costado. Ahora no puedo replicarle, porque está desarmado, y aunque debiera aplastarle como a una serpiente de cascabel, no puedo hacerlo; pero si la próxima vez que volvamos a cruzarnos en nuestro camino, quiere repetir esas gracias, tendré mucho gusto en responderle más certeramente que hace un momento. ¡Adiós, amigo!

Y haciendo que su caballo se incorporase sobre sus patas traseras, Abriles lo lanzó al galope, en dirección hacia donde esperaban Guzmán y Silveira, ambos con sus «Winchesters» en las manos, y la mirada fija en la inmóvil figura de la galería de la taberna de «EL SOL PONIENTE».