CAPÍTULO IV
CONCIERTO DE MUERTE
Diego de Abriles y María Sol Benavente salieron a la terraza de los arcos.
El mejicano miraba con gran atención a la muchacha, aunque de cuando en cuando desviaba su vista hacia el patio del rancho, donde se preparaban los caballos de sus compañeros y el de José María Cáceres. Tal vez por eso no advirtió que la mirada de Marisol estaba continuamente fija en el antiguo sheriff.
A medida que iban avanzando por la terraza, bajo las enredaderas, las palomas que correteaban por allí volaban a los barandales o a las ventanas y huecos de la fachada. De una de aquellas ventanas se elevó de pronto una plomiza paloma, que remontó el vuelo con asombrosa velocidad, hasta quedar muy por encima de la casa, y luego, como si se hubiera orientado, partió en dirección a San Julián del Valle.
Si Abriles se hubiese fijado más en el ave y se hubiera detenido a reflexionar sobre lo extraño de su comportamiento, habría resuelto en pocos segundos un misterio y una traición. Pero el ojo del mejicano estaba ocupado en aquellos momentos por otros pensamientos, en los cuales era Marisol la figura principal.
En silencio presenció cómo sus dos amigos y el joven Cáceres montaban a caballo, y después de hacerlos girar sobre sus patas traseras partían los tres al galope, en dirección a San Julián del Valle.
Marisol permaneció callada hasta que los vio desaparecer por el mismo recodo por el que los viera llegar una hora antes; luego, cuando hubieron desaparecido y el silencio apagó poco a poco el batir de los cascos de los caballos sobre la seca tierra, la joven se volvió hacia Abriles y, sonriendo, le preguntó:
—Le debe de doler no acompañar a sus amigos, ¿verdad?
—Sí y no —replicó el mejicano.
—¿Qué quiere decir?
Diego de Abriles arrancó una ramita a un arbusto plantado en una gran maceta formada con la mitad de un viejo barril, y mientras la iba partiendo replicó:
—Me duele no acompañarles, porque me privo de unas emociones.
—De las cuales ya ha tenido esta tarde su buena ración —rió Marisol—. No quiera quedarse con todas. Deje que sus amigos disfruten de algunas.
—Desde luego; pero no estando yo con ellos, me hace el efecto de que les puede ocurrir algo que no les sucedería si yo pudiese defenderlos.
—¿Es usted el mejor tirador?
—No; es absoluto. César tira mucho mejor que yo; y Silveira nos aventaja a los dos.
—¿Es posible? —sonrió, incrédula, Marisol.
—Lo es. No haga usted caso del aspecto de Silveira. Son muchos los que se han dejado engañar por él.
—¿Y por qué tiene mejor puntería que ustedes?
Abriles siguió partiendo trocitos de rama.
—Porque los remordimientos no le hacen temblar la mano —murmuró.
—¿Tienen ustedes remordimientos? —preguntó, extrañada, la muchacha, acariciando una flor de un frondoso rosal.
—Sí, los tenemos. César menos que yo, pues lo que él hizo era justo. Pero yo no. Yo maté sin deber matar.
—¿Fue su novia la que huyó con…? —empezó Marisol.
—Sí —se apresuró a interrumpir Diego de Abriles—. No tenía derecho a tomar por mi mano una justicia que no llegaba a serlo. A veces, los hombres nos creemos con derecho a imponer nuestro amor a la mujer a quien amamos, sin esperar a convencernos de si ella también nos quiere.
—Pero ella le había prometido amor, ¿no? —murmuró Marisol.
Abriles permaneció callado unos momentos.
—No llegó a prometerlo; pero en el pueblo todos la consideraban mi novia. Cuando se marchó, todas las miradas exigían de mí que hiciera lo que hice. Y mientras todos me han creído fuerte porque demostré mi hombría, yo he sabido, durante años y más años, que fui débil; porque en el fondo estaba convencido y tenía pruebas de que ella no me quería como yo a ella. Por eso mi pulso no tiene la firmeza del de Silveira.
—¿Está seguro de que no hay nada en la vida de su compañero?
—No sé. Juraría que su pasado es casi limpio. Algo habrá que debió de empujarle hasta aquí; pero no es como lo nuestro.
Queriendo romper los tristes recuerdos de su compañero, Marisol siguió:
—Aún no me ha dicho por qué no le duele haberse quedado.
—Sí, es verdad —sonrió el mejicano—. Pero de momento vale más que no le diga por qué no me duele haberme quedado. Tal vez no me comprendiese.
—¿Está seguro? —rió la joven. Y coquetamente añadió—: Lo cortés, en un caballero como usted, sería decir que mi compañía le compensa sobradamente el verse privado de la de sus amigos.
Diego de Abriles quedó callado unos minutos y en sus facciones se evidenció una tensión violentísima, que no pasó inadvertida para la muchacha.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Marisol, un poco asustada.
Y tras una eternidad, Abriles contestó:
—Nada, señorita Benavente, nada. Un recuerdo que ha venido de muy lejos. Ha llegado desde mi juventud. La vida se lleva mucho de nosotros, pero siempre nos deja algo. Ha sido el jardín; estos mismos aromas. Ustedes, la juventud actual, no comprenden que los viejos también han sido jóvenes.
—¿Le he ofendido, señor Abriles? —preguntó, inquieta, Marisol.
Una amplísima y agradable sonrisa iluminó las facciones del mejicano, al volverse hacia la joven.
—Usted debe de tener unos dieciocho o diecinueve años, ¿verdad?
—Acabo de cumplir los veinte.
—Veinte años… Yo los he cumplido dos veces; pero los buenos son los primeros. Detrás de ellos no hay recuerdos. En frente sólo hay ilusiones y esperanzas. En cambio, cuando uno cumple los segundos veinte, sólo tiene recuerdos y ninguna esperanza. Y, por favor, no me haga caso. Es que hace quince años, en un jardín muy parecido a este, yo levanté un castillo muy hermoso. Lo hice con aire, sobre aire… y de un soplo yo mismo lo derribé.
—¡Qué triste y qué solo se debe de sentir usted! —murmuró Marisol, apoyando una de sus hermosas manos en el brazo izquierdo del mejicano.
—Sí, muy solo —suspiró Abriles—. Cuando vea usted uno de esos hombres que parecen ir por el mundo derrochando energía, tenga la seguridad de que lo hacen para no verse obligados a reconocer que son débiles. ¡Cuánto no daría yo por un recuerdo hermoso, puro, amable!
—¿Le haría más fácil el camino por seguir?
—Desde luego.
—Pues piense en mí. Cuando esté lejos, cuando cabalgue por el desierto por la pradera o por las montañas, piense que en el Rancho de los Olmos tiene una amiga. Y vuelva a verme.
—Gracias, señorita Benavente…
Unas lejanas y repetidas detonaciones interrumpieron a Abriles. Instintivamente el mejicano había llevado las manos a las culatas de sus revólveres, retirándolas al comprender lo inútil de su ademán Inclinándose hacia delante escuchó atentamente y, al cabo de unos segundos, murmuró:
—Son ellos.
—¿Quiénes? —preguntó Marisol.
—César y Joao. Ahora han vuelto a disparar.
Y sin añadir ni una palabra más, saltó la balaustrada, cayendo perfectamente en el patio, y gritó, corriendo hacia las cuadras:
—¡Pronto! ¡Mi caballo!
María Sol Benavente sólo quedó inmóvil unos segundos. Inmediatamente corrió hacia el extremo de la terraza, abrió una puerta, descendió a toda prisa unos tramos de escaleras y se encontró en la cuadra, mucho antes de que Abriles se hubiera podido hacer obedecer. La joven abrió un armario, sacó de él una silla de montar, femenina, la colocó sobre el lomo de una hermosa yegua, cuya pura sangre se evidenciaba en todas las líneas de su fino y fuerte cuerpo, apretó la cincha, y cuando Abriles llegó al fin a la cuadra, precedido por el criado, Marisol estaba colocando dos revólveres en las pistoleras que pendían de los delanteros de la silla.
—¿Qué va a hacer? —preguntó el mejicano, ensillando velozmente su fuerte caballo.
—¡Le acompaño! —gritó la joven—. Usted no conoce el camino. Sígame.
Y corriendo una vez más al armario, sacó de él un pesado Winchester y unas cajas de balas para rifle y revólveres, todos del calibre 44, y saltando ágilmente sobre la silla, salió del establo, inclinando graciosamente la cabeza para no topar con el dintel de la puerta.
Un momento después, Abriles salió en tromba detrás de ella, atravesando por entre una nube de palomas, gallinas, patos y un sin fin de pájaros, que acudían ante la cuadra para picotear la cebada que quedaba en el suelo.
Marisol llevaba una ventaja de unos doscientos metros, y aunque Abriles picaba espuelas con toda su fuerza, su caballo no parecía bastante ágil para ganarle terreno a la magnifica yegua de Marisol.
Atravesaron un riachuelo, por un vado, entre una cortina de blanca espuma, escalaron un repecho, siguieron por un trozo de carretera, abandonándolo luego para seguir un atajo, y pronto empezaron a oírse más claramente las detonaciones.
Marisol detuvo, de pronto, su yegua. Abriles se reunió con ella al cabo de un momento.
—¿Está usted loca…? —empezó.
Marisol le hizo callar con un gesto nervioso.
—Están en el Paso del Buitre —dijo—. Los que disparan están arriba. Ellos deben de estar abajo. Tenemos que dar un pequeño rodeo, coger por el bosque de encinas, y siguiendo adelante, quedaremos encima de los emboscados. Mientras hablaba, María Sol iba indicando con la mano y el cañón del Winchester el camino que seguir, que era sumamente quebrado. Luego azotó con la mano la grupa de su yegua, y ésta, sin necesitar más, arrancó de nuevo al galope, mientras Marisol, con la falda flotante, cual negra bandera, y el cuerpo inclinado hacia el cuello del noble animal, parecía una amazona de la antigua Grecia, esquivando obstáculos, ramas y hondonadas. A cada momento Abriles temía verla salir despedida de la silla, pero la joven se sostenía sobre ella con una pericia que hubiese causado sensación en cualquier circo.
El terreno muy quebrado permitió a Abriles mantenerse muy cerca de su guía, ya que el caballo mejicano dominaba aquellos caminos mejor que la yegua, especializada en terreno llano, donde podía desarrollar todo su vigor. El atronador retumbar de los cascos de ambos caballos impedía a los jinetes oír absolutamente nada más, pero cuando ya casi llegaban a la cumbre de la colina que Marisol había indicado, Abriles sintió sobre su cabeza el inconfundible gemido de una bala de grueso calibre cortando el aire.
Marisol también debía de haberlo oído, pues Abriles la vio varias veces pegarse más al cuello de su yegua.
Abriles gritó a su compañera que buscase refugio detrás de las encinas y matorrales, pero no tardó en comprender que era inútil intentar hacerse oír en medio de tal estrépito.
Mirando hacia la derecha, o sea hacia el lugar de donde llegaban las balas, vio varias nubecillas de humo, que le indicaron dónde estaban emboscados sus enemigos. La distancia era demasiado grande para utilizar los revólveres, y el mejicano, sin dejar de galopar, desenfundó el Winchester, y moviendo el cuerpo al compás del galope de su caballo, abrió el fuego sobre sus enemigos.
Ni el mejor tirador del mundo hubiese podido hacer blanco a tal distancia y galopando a aquella velocidad, pero Abriles estaba seguro de que sus balas caerían lo bastante cerca de los que disparaban para ponerles nerviosos e impedir que afinasen la puntería. De esta forma protegía a Marisol, que, formando casi un cuerpo con el de su yegua, galopaba hacia un grupo de rocas.
En pocos segundos, Abriles vació el depósito de su Winchester; pero al ocurrir eso, ya Marisol estaba a resguardo detrás de las rocas, y su rifle comenzaba a vomitar plomo sobre los emboscados.
Diego de Abriles llegó junto a ella, saltó al suelo y, pegando unas palmadas en las ancas de su caballo, lo envió a esconderse detrás de los árboles.
—¡Apunte a las rocas! —gritó a Marisol, que disparaba a una velocidad asombrosa.
—¿Por qué? —gritó la joven.
—¡Para los rebotes! —chilló Abriles, metiendo bala tras bala en el Winchester—. Los silbidos de las balas les asustarán más que si se hunden en el suelo y sólo las oye llegar el que esté cerca.
Marisol comprendió en seguida el consejo de su compañero, y apuntando a las rocas, que se destacaban, blanquecinas, entre la verde maleza, siguió disparando al unísono que Abriles.
César Guzmán, Cáceres y Silveira notaron en seguida que les había llegado socorro. Desde el fondo del desfiladero no podían ver en qué consistía aquel socorro, pero hasta ellos llegaba el continuo silbar de las balas, que rebotando en el granito trazaban mil extrañas trayectorias sobre las cabezas de los bandidos.
Uno de éstos, asustado, salió de detrás de su resguardo, quedando al descubierto el tiempo suficiente para que Silveira le clavara un balazo en una pierna.
El grito de dolor que lanzó el pistolero fue un acicate al pavor que ya dominaba a los demás bandidos, y como si hubiera sido aquella la señal que esperaban, empezaron a batirse en retirada, y unos minutos después cesaba el fuego de los emboscados y, en cambio, se oía el galopar de los numerosos caballos en que huían.
El silencio se hizo en el desfiladero, en su parte superior y en la colina desde la cual habían estado disparando Marisol y Abriles. Guzmán y sus compañeros salieron del providencial refugio que habían encontrado al sonar, demasiado pronto, los primeros disparos de los que les habían tendido la trampa.
Sus caballos se habían refugiado a alguna distancia y acudieron sumisos a las llamadas de sus dueños. Éstos montaron en seguida, y al salir del Paso del Buitre, vieron bajar por la ladera de la colina a Abriles (cuya aparición no les produjo ninguna extrañeza) y a Marisol, que era la persona en quien menos pensaban los tres hombres.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó, desconcertado, Guzmán, a la vez que miraba acusadoramente a Abriles.
—No ha habido manera de detenerla —explicó éste—. Fíjate en el animal que monta. Cuando la alcancé estábamos ya casi en pleno tiroteo.
—Debió detenerla —declaró Cáceres, vaciando el cilindro de uno de sus Colt, y dejando caer al suelo las cápsulas disparadas. Luego, de uno en uno, fue metiendo cartuchos nuevos en las seis recámaras del arma.
—Sólo podía hacerlo matando a la yegua —dijo el mejicano—. Y eso hubiera sido un crimen.
—He corrido menos peligro que el señor Abriles —rió María Sol, cargando su Winchester—. Además, él no hubiera sabido llegar hasta aquí.
—¿Cómo ocurrió? —quiso saber el mejicano, dirigiéndose a sus amigos y a Cáceres.
—Llegábamos como rayos, y nos frenaron con una descarga cerrada —explicó Silveira, haciendo girar lentamente el cilindro de su revólver, para ver si estaba lleno—. Si aguardan un momento más, nos fríen. Nos dieron tiempo a saltar detrás de unas peñas, y estuvimos cambiando tiros sin hacernos mucho daño. Sólo uno de ellos se llevó mi mal recuerdo.
—¿No reconoció a nadie? —preguntó Abriles a Cáceres.
El joven movió negativamente la cabeza.
—No. Llevaban pañuelos sobre la cara. Tengo la impresión de que no intentaban matarnos.
—Eran malos tiradores —sentenció Guzmán—. Vaqueros poco acostumbrados a tirar a matar. No eran los hombres del Niño MacCoy.
—¿Quién pudo avisarles de nuestra llegada? —comentó Silveira.
—Creo que ése es uno de los tantos misterios que se están sucediendo en el Valle de San Aparicio —refunfuñó Cáceres.
—Lo importante es llegar en seguida a San Julián —recordó Guzmán, montando a caballo.
Y como nadie se lo impidió, Marisol siguió a los cuatro jinetes, procurando mantenerse lo más cerca posible de José María Cáceres, que cabalgaba con el ceño fruncido y la atención fija en todos aquellos desniveles del terreno que podían ocultar a algún enemigo armado.
Media hora después divisaban a lo lejos las casas de San Julián. La cabalgada había sido rápida, pero no lo suficiente para llegar a tiempo de evitar la consumación del plan que el español temía.