CAPÍTULO III
EL RANCHO DE LOS OLMOS
María Sol Benavente estaba apoyada contra uno de los arcos que se levantaban sobre el amplio barandal de la terraza que rodeaba la casa. De lejos, aquellos arcos hacían creer en un claustro, mas no era así, porque la baranda de Piedra sobre la que se curvaban los arcos estaba adornada con grandes macetas de olorosas flores, y por otra parte, los arcos no eran más que arcos, sin estar unidos a la casa, pues desde ellos hasta los muros del edificio sólo había unos leves cordeles por los que se enroscaban las enredaderas.
La joven tenía la mirada perdida en la lejanía. Comenzaba a declinar el sol, y sus rayos, envueltos en un polvillo de oro flotante, tenían una intensidad más fuerte que en las horas más ardorosas del día. María Sol vestía el que había sido traje típico del país: amplia falda hasta los pies, corpiño ajustado y un ligero pañolón de seda que ocultaba parte del cuello y del pecho que dejaba al descubierto el breve escote. Sus cabellos peinados hacia atrás quedaban recogidos en un grueso moño. De las orejas colgaban unos largos pendientes.
En torno a ella revoloteaban unas palomas, de las que abundaban en las terrazas del rancho. De cuando en cuando María Sol les tiraba un puñadito de simientes o migas de pan.
Pero la atención de la joven no estaba fija en las aves. Parecía esperar algo o a alguien. Por un momento su mirada se iluminó al percibir en el recodo del camino que conducía al rancho un jinete que avanzaba al lento paso de su negro caballo. Pero cuando, unos segundos después, otros dos jinetes se unieron al primero, la muchacha inclinó la cabeza, y la decepción se pintó en su semblante.
Arrancando una flor de una maceta cercana, María Sol la deshojó distraída, a la vez que sus pensamientos vagaban por regiones que nadie hubiera podido adivinar.
Los tres jinetes se iban acercando al rancho, en medio de la curiosidad de los peones y vaqueros que se cruzaban con ellos, y que detenían su marcha para examinarlos mejor, cambiando luego, entre sí, comentarios en voz baja.
Por fin llegaron a la parte que correspondía a las viviendas y corrales de las gallinas y otras aves, y que, edificadas al estilo colonial español, mostraban un derroche de flores y plantas trepadoras.
Cuando se detuvieron ante la escalera que conducía a las habitaciones de los dueños, un viejo criado vestido de blanco descendió corriendo los escalones y al llegar al patio saludó profundamente a los recién llegados.
—Bienvenidos, caballeros —dijo en puro español—. ¿Nos concederán los señores el honor de pasar la noche en esta casa?
—¿Está el dueño? —preguntó César Guzmán, sin responder directamente a la pregunta que le había sido hecha.
—Don Julio Benavente bajará en seguida a recibirles —replicó el criado—. Si los señores quieren desmontar, haré que los caballos sean conducidos a la cuadra, donde se les dará un buen pienso…
Con un imperioso ademán, don César cortó la palabra al viejo.
—Espera —dijo—. Aguardaremos a que baje don Julio.
—¿Por qué? —preguntó una voz femenina.
Los tres jinetes descubrieron, en aquel momento, a María Sol, que se había refugiado tras una de las arcadas, y que al oír hablar a Guzmán abandonó su escondite, mostrándose en toda su belleza a los tres hombres.
Éstos se quitaron al unísono los sombreros, y dedicaron a la joven un profundo saludo.
—Soy la hija de don Julio —siguió María Sol—. Si han venido hasta aquí buscando alojamiento, desmonten, pues dudando de nuestra hospitalidad ofenden ustedes a los Benavente. Si es que han venido a hablar, entonces desmonten también y acepten un jarro de buen vino, de sidra o de licor.
La mirada de Diego de Abriles se había fijado en la muchacha con una intensidad que hizo enrojecer a Marisol. Al notarlo, el mejicano desvió la vista y acarició el cuello de su caballo.
Fue César Guzmán quien siguió hablando.
—Agradezco infinito sus palabras, señorita Benavente; pero nunca hemos querido aprovechar la ignorancia de los demás, para refugiarnos en su hospitalidad.
—¿Qué quiere usted decir, señor? —preguntó la joven.
—Quiero decir, señorita, que nuestra presencia en este rancho podría resultarles a ustedes perjudicial y causarles molestias. Por ello, antes de saltar al suelo, queremos que sepan quiénes somos.
María Sol fue a replicar, pero antes de que pudiese decir ni una palabra, sonaron unos pasos rápidos y un hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años empezó a bajar la escalera. Se iba arreglando la corta chaquetilla de terciopelo, como si se estuviese acabando de vestir. Al ver a los tres jinetes evidenció un profundo asombro, y exclamó en seguida:
—¡Bienvenidos a mi pobre casa, señores! ¿Cómo es que me ofenden permaneciendo a caballo?
—Señor Benavente… —empezó Guzmán.
Don Julio Benavente le interrumpió con un ademán.
—Por favor, don César, no me siga ofendiendo. Y que tampoco lo hagan don Diego ni don Joao Silveira. Los tres —y en este punto acentuó significativamente la palabra— son y serán siempre los bienvenidos en esta humilde casa.
Una sonrisa iluminó los rostros de los negros jinetes. Marisol miró, desconcertada, a su padre y a los visitantes.
—¿Les conoces, papá? —preguntó.
Don Julio volvió la cabeza hacia la pérgola donde estaba su hija.
—Sí, Marisol; somos viejos amigos —dijo.
—Pero…
Don Julio no la dejó seguir.
—Te presento a don César Guzmán, a don Diego de Abriles y a don Joao da Silveira. Señores, mi hija Marisol.
De nuevo los jinetes saludaron a la muchacha, que les respondió con un cortesano y femenino saludo lleno de gracia y hasta de un poco de coquetería.
La mirada de Diego de Abriles estaba clavada firmemente en la joven.
Los tres jinetes saltaron al suelo y entregaron las riendas al viejo criado; pero antes de que éste se retirase, Silveira indicó:
—Será mejor que no les quite las sillas.
—Nada de eso —se apresuró a decir don Julio Benavente—. Pueden quitarles sillas y bridas. Tengo más de medio centenar de peones, y el Rancho de los Olmos está abierto a los amigos como cerrado a los enemigos.
Don César acogió estas palabras con una deferente inclinación de cabeza.
Un momento después, los tres hombres y el dueño de la casa entraban en un amplio salón adornado al estilo Renacimiento Español, con las paredes encaladas y cubiertas con mantas indias y loza mejicana. Aunque don Julio no había pronunciado una palabra, varios servidores entraron trayendo copas y platos, y un momento después, el viejo criado que se hiciera cargo de los caballos entró con unas botellas cubiertas de polvo y telarañas.
—Jerez legítimo —anunció el dueño de la casa—. Hace casi medio siglo que lo guardábamos en nuestra bodega en espera de una ocasión como ésta.
—¿Seco? —preguntó Silveira.
—Como las arenas del desierto —rió don Julio—. ¿Estarán muchos días en esta casa?
—¿Cuántos cree usted que prudentemente podemos permanecer aquí? —inquirió Abriles.
Las facciones de don Julio se ensombrecieron ligeramente.
—No tornen a ofensa mis palabras —dijo—. Hace algún tiempo les habría dicho que podían permanecer toda la vida. Hoy debo contestarles que no lo sé. Soplan vientos de tempestad sobre el Valle de San Aparicio.
—¿La Ley?
A la pregunta de Guzmán, don Julio se encogió levemente de hombros.
—Ya no hay Ley en San Julián del Valle —dijo—. Mejor dicho, ojalá no la hubiese.
—¿Por qué? —inquirió Abriles.
—Porque en vez de ampararnos, nos perjudica. Hace unos días, aún podíamos tener esperanza, pero Cáceres, nuestro sheriff, dejó su cargo, y el que va a sustituirle…
Don Julio interrumpió significativamente la frase.
—Hemos visto a Niño MacCoy —dijo César Guzmán, como si no hubiera observado la preocupación de su huésped—. Me extrañó mucho encontrarle.
—Es malo —suspiró don Julio—; pero no es el peor.
—¿Cómo le permiten estar aquí? —preguntó Abriles.
—Le han ofrecido un perdón completo si ayuda a las autoridades a acabar con los ladrones de ganado —explicó don Julio.
—¡El Niño MacCoy acabando con los ladrones de ganado! —sonrió Silveira.
—Se va a tener que ahorcar él mismo.
—¿Quién le ha ofrecido el perdón? —preguntó Abriles.
—Nuestro alcalde, el representante del Gobierno y el nuevo sheriff.
—Pero, ¿ya está nombrado? —preguntó César—. Creí…
—Van a elegir a Eulogio Molerá Scott —explicó el dueño del rancho.
—¿Mal sujeto? —preguntó Silveira.
—Su sangre es una mezcla de la nuestra y de la yanqui. Ha reunido lo peor de las dos razas, y algo más que ha puesto él mismo. Cáceres le creyó un buen amigo, y ahora ha jurado matarlo. Pero si intenta nada contra él lo lincharán.
Marisol, después de cambiar su alegre traje por uno enteramente negro, sin más nota de color que unas rosas rojas a la cintura y un crucifijo de oro al cuello, había entrado en la sala, y al oír las palabras de su padre se detuvo, apoyándose, vacilante, contra un hermoso vargueño. El leve ruido que hizo atrajo hacia ella la atención de todos.
—¿Qué ocurre? —preguntó su padre, incorporándose a la vez que los invitados.
—Nada, papá; un ligero mareo. Debo de haber estado demasiado tiempo al sol.
Con paso grácil fue a sentarse en un sillón frailuno y sonrió a los tres hombres. Notando su vacilación, dijo:
—Sigan hablando, por favor. No me emocionan los comentarios sobre violencias y crímenes. Estoy muy habituada a ellos.
—Mi hija es una amazona maravillosa —declaró don Julio, orgullosamente—. Pocos hombres montan mejor que ella, aunque me disgusta un poco que para hacerlo se vista de hombre.
—¡Papá! —protestó Marisol.
—Es verdad —siguió el estanciero—. Monta como un hombre y maneja el revólver y el rifle mejor que muchos vaqueros.
—Si el país está revuelto, es una buena cosa que así lo haga —declaró Abriles.
—Desde luego —asintió don Julio—. Han venido ustedes en muy malos tiempos. Si buscaban paz…
—La paz no puede ir con nosotros —replicó, con extraña resignación, César Guzmán—. Parece empujarnos un viento de tragedia.
—Es verdad —replicó don Julio—. Les han puesto precio a sus cabezas.
—Mil dólares a cada una —declaró Silveira. Y notando el asombro de Marisol, añadió, dirigiéndose a ella—: Señorita, tiene ante, usted tres terribles hombres malos.
—¿Son ustedes los… los «Tres»? —preguntó, casi sin voz, la joven.
—Así nos llaman, señorita —contestó Abriles. Se dice mucho malo de nosotros. Parte es verdad, y parte no lo es.
—Lo que yo he oído es todo bueno —declaró Marisol, respirando profundamente.
—Todo depende de quien lo explica —sonrió Guzmán—. Por lo visto quien le ha hablado a usted de nosotros es amigo nuestro.
—Ha sido nuestro antiguo sheriff —declaró don Julio—. Por cierto, ahí viene.
En efecto, José María de Cáceres acababa de cruzar ante una de las ventanas del salón, y unos segundos después entraba en la amplia estancia. Al ver a los tres hombres se detuvo en seco, aunque, llenos sus ojos del sol que aún brillaba en el exterior, tardó unos instantes en reconocerlos.
—¡Ustedes! —exclamó, indeciso.
—Les presento a José María de Cáceres, el último de los sheriff honrados que hemos tenido —dijo el estanciero.
Los «Tres» se habían puesto en pie y respondieron con una inclinación al torpe saludo del joven.
Éste permaneció indeciso aún durante unos instantes, y al fin tendió la mano a los tres hombres, que la estrecharon efusivamente. Luego, dirigiéndose a don Julio, anunció:
—Acaban de terminar con Trinitario Rodríguez.
—¡Eh! —el rostro del dueño de la casa había adquirido una feroz expresión.
—Sí don Julio. Ya han emprendido el ataque a la descarada.
—Pero, ¿de qué pueden acusar a ese pobre viejo?
—Cuatrero —explico Laceres—. Encontraron en sus terrenos quince vaquillas de Tomás Hopkins escondidas en una hondonada y marcadas con el hierro de Rodríguez. También encontraron en la casa diez cueros de Hopkins. Dicen que Rodríguez mató las reses y guardó los cueros para venderlos, pero se olvidó de borrar las marcas.
—¿Y qué han hecho? —preguntó Marisol, acercándose al antiguo sheriff.
Éste soltó una dolorosa carcajada.
—Ha entrado en acción la justicia rápida: la del juez Lynch.
—¿Lo han ahorcado? —preguntó, con incrédulo horror, el dueño del rancho.
Cáceres inclinó la cabeza.
—Sí. Cuatro delegados del sheriff nuevo descubrieron las vacas. Dicen que vieron salir humo de la hondonada, y creyendo que se trataba de alguno que había entrado a matar alguna vaquilla para hacer carne, bajaron allí y se encontraron con las reses, una hoguera, los hierros de marcar aún calientes y unas mantas mojadas. Como las vaquillas llevaban la marca de Rodríguez, pero debajo se notaba aún la de Hopkins, fueron al rancho de su vecino, le detuvieron, registraron la casa, dieron con los cueros, y sin esperar a más, ahorcaron al pobre Trinitario.
—¿Y nadie se lo impidió? —pregunto, furioso, don Julio.
—Nadie —replicó Cáceres—. Eulogio Molero Scott acaba de ser nombrado nuevo sheriff y ha jurado destituir a sus delegados por no haberle entregado el preso, pero Hopkins le ha convencido de que no debe quedarse sin unos exiliares tan valiosos, sobre todo ahora que han entrado en el Valle los «Tres».
Al decir esto, Cáceres miró significativamente a César y a sus compañeros.
—¿Ha corrido ya la voz de nuestra llegada? —pregunto Silveira.
—¿Creen que después de herir al Niño MacCoy iban a pasar inadvertidos? —sonrió Cáceres.
—¿Cómo? —preguntó don Julio, mientras su hija miraba asombrada a los tres visitantes.
—Sí, el Niño es un gran bromista —siguió Cáceres, sin hacer caso del disgusto que expresaban los rostros de Guzmán y Abriles—. Quiso gastar una de sus divertidas bromas a don Diego. Le arrancó el sombrero de un tiro y, en contestación, recibió dos tiros en el sombrero y otro en el brazo.
Volviéndose hacia Abriles, Cáceres siguió:
—¡Lástima que no haya tenido el buen acierto de volar la cabeza de MacCoy!
—Él no tiró a matar —recordó Abriles.
—Pero tirará la próxima vez que le encuentre a usted —dijo el antiguo sheriff—. Y puede tener la seguridad de que no le esperará frente a frente, sino que lo hará escondido detrás de alguna ventana o árbol.
—Si lo hace, que procure acertar con el primer disparo —declaró Silveira—. No tendrá tiempo de disparar dos veces.
—Es la guerra —comentó don Julio—. Tenía que estallar. Más vale que sea ahora.
—Pero no será una guerra honrada ni noble —gritó Cáceres—. Procurarán herir como en el caso de Rodríguez.
—Pero, ¿por qué le han elegido a él? —preguntó el estanciero—. ¿En qué podía estorbarles?
—No lo sé —admitió el sheriff—. No me lo explico. Rodríguez era un pobre viejo, sus tierras apenas tenían valor.
—No, no lo tenían —dijo don Julio Benavente—. Les faltaba agua. Para que pudiese alimentar unas pocas vacas y un par de caballos, tuve que prolongar hasta ellas mi acequia. De tarde en tarde une cuereaba algún becerrito, pero nunca se lo tuve en cuenta. En realidad no era ningún cuatrero.
—Pues por eso le han ahorcado —gimió Cáceres.
—¿Qué otras tierras hay más allá del rancho de ese Trinitario? —preguntó César Guzmán.
—Ninguna —respondió don Julio—. Están como enclavadas en las mías. Se llega a ellas por un pequeño desfiladero, que sirve de camino, y a la derecha queda la montaña, casi a pico. Se extienden hacia la izquierda como cosa de unos mil metros de ancho por mil quinientos de profundidad. Todo lo demás es mío. Hasta el monte.
—¿Y qué será de esas tierras? —preguntó César.
—Se subastarán —dijo Cáceres— Hopkins, el alcalde, lo exigirá. Según la ley, los herederos de Trinitario Rodríguez tienen que abonarle el valor, de las reses que Rodríguez le robó y cuereó. Como no hay herederos, se subastarán públicamente, adjudicándose al mejor postor. Con lo que se saque de ellas se pagará a Tomás Hopkins el daño que Trinitario le causó.
—¿Cuál es el valor de las tierras de Rodríguez? —preguntó Abriles.
—Mil dólares sería un precio exorbitante —sonrió don Julio—. Sobre todo si, como tengo derecho, quito el agua.
—¿Qué otras tierras lindan con las de usted, don Julio? —quiso saber Guzmán.
—Las de Cáceres. Forman otra cuña dentro de las mías, como en el caso de Trinitario. Mi rancho, que es el mayor del Valle de San Aparicio, ocupa una extensión enorme; casi todo el fondo del valle, a excepción de los dos trozos de Trinitario y José María, y además se extiende hasta las cumbres de la sierra.
—¿Y cómo es que no son suyos esos dos trozos de terreno?
—No sé —contestó el ranchero—. Mis abuelos cedieron esos trozos de tierra a unos criados suyos. Luego, cuando esos criados murieron, sin herederos, se subastaron las tierras, y pedían tan poco por ellas, que dejamos que Trinitario se hiciese con las de la derecha, y luego que Cáceres comprase las de la izquierda, que estuvieron en venta durante un sin fin de años.
—Don Julio —dijo, muy serio, César Guzmán—: cometió usted un error terrible al no recuperar esas tierras. —Se había puesto en pie, y dirigiéndose a Silveira, dijo—: Vamos, Juan. Volveremos al pueblo. Tú, Diego, quédate aquí. Vale más que no te vea el Niño Mac Coy. No conviene que vuelvan a hablar las armas.
—¿Puedo acompañarles? —preguntó Cáceres.
—Desde luego —asintió César—. Vamos en son de paz.
Pero no serían clarines ni tambores quienes lanzarían al aire las notas alegres de la paz, sino los «Colts» y los «Winchesters», los cuales, con sus plomizos mensajeros de muerte, romperían la armonía que Guzmán y sus compañeros querían imponer.