CAPÍTULO V
UN DESAFIO A LA AMERICANA
Guzmán, Abriles y Silveira abrían la marcha al entrar en San Julián del Valle. Detrás de ellos iban Marisol y Cáceres. Por indicación de este último, se encaminaron hacia la oficina del, sheriff, cuyas ventanas aparecían brillantemente iluminadas.
Era ya casi de noche, y en el pueblo reinaba una animación mucho mayor que unas horas antes, cuando los tres negros jinetes lo atravesaron, en dirección al Rancho de los Olmos.
Los transeúntes observaban, curiosamente, el grupo que formaban los «Tres» y sus dos acompañantes, y algunos, advertidos sin duda de lo ocurrido ante la Taberna del Sol Poniente, se apresuraron a regresar a sus casas, dejando para otro día el paseo al fresco del anochecer. Sin embargo, la mayoría prefirió permanecer en la calle y ver en qué acababa aquella inesperada visita.
Eran muchos los que saludaban a Marisol y a Cáceres, y en sus rostros se leía el pesar que les había producido la dimisión del joven sheriff.
El grupo se detuvo, por fin, frente a la casa donde el sheriff tenía instalada su oficina y la cárcel. Al ruido de los caballos al detener su marcha y los relinchos soltados por la yegua y el caballo de Cáceres, se abrió cautamente la puerta y un rostro asomó un momento, desapareciendo en seguida, como si los ojos que lo animaban hubieran visto un espectáculo pavoroso.
Los cinco jinetes formaban una línea irregular frente a la casa. Cáceres mantenía la mano derecha próxima a la culata de uno de sus revólveres. Marisol acariciaba, igualmente, una de las armas que llevaba en las pistoleras de su montura. En cambio, ni Guzmán, ni Abriles, ni Silveira, hacían intención de acercar sus manos a sus armas. Parecía como si ninguno de ellos temiese nada y, sin embargo, estaban atentos al menor movimiento dentro de la casa y por los alrededores.
Pasaron varios minutos. Los «Tres» y sus dos compañeros permanecían inmóviles, como esperando. Dentro de la casa del sheriff oíase rumor de voces, y en diversas ocasiones se vio una sombra al otro lado de las ventanas. Por fin, volvió a abrirse la puerta, y apareció un hombre sin armas.
—¿Qué quieren? —preguntó en defectuoso español.
—¿Está Eulogio? —preguntó Cáceres, reconociendo en aquel sujeto a uno de sus antiguos delegados.
—No está —replicó el hombre—. Se marchó hace algún tiempo.
—¿Adonde? —preguntó César Guzmán.
El interpelado dirigió una temerosa mirada al que parecía jefe de los «Tres» y contestó:
—Marchó a la Alcaldía. Dijo que volvería de allí, y como no ha vuelto supongo que sigue en el mismo sitio.
—¿Quién le hizo llamar? —inquirió Guzmán.
El hombre tragó saliva y contestó al fin:
—El alcalde, el señor Hopkins, También está el representante del Gobierno.
Se advertía que el hombre había salido comisionado por los de dentro de la oficina del sheriff, poco deseosos de una refriega con los «Tres» y su antiguo jefe.
Sin replicar ni una palabra a lo que el delegado había dicho, Guzmán hizo que su caballo echara a andar, y cuando todos se hubieron separado lo suficiente de la casa, el español llamó a Cáceres y le pidió:
—Guíenos hasta la Alcaldía. ¡De prisa!
Casi al galope siguieron todos a José María Cáceres, que poco después, y en medio de una nube de polvo, se detenía frente al viejo edificio donde, desde la fundación del pueblo, estaba instalada la Alcaldía. Era una casona de tipo colonial español, con una alta torre a un lado y tejado de rojas tejas. Delante de la casa, y por unos porches, paseaban numerosas personas que se apresuraron a dejar paso libre a los recién llegados.
Éstos se disponían a subir por la amplia escalera con baranda de hierro, cuando un rumor de conversaciones y pasos llegó desde arriba, desembocando unos instantes después en la escalera un grupo formado por cinco hombres.
Éstos, al reconocer a quienes iban a subir, se detuvieron y, aunque ninguno llevó las manos a las armas, se notó que todos los brazos se tensaban, dispuestos a convertir, a la menor señal, la escalera en campo de batalla.
El hombre del centro, que vestía, a semejanza de Guzmán, una amplia y negra, levita, camisa blanca y corbata de lazo ancho, también negra, avanzó sonriente hacia Cáceres, y anunció:
—Si venía a la subasta, llegó tarde.
—¿Qué subasta? —preguntó Guzmán.
El que había hablado se volvió hacia él y, con leve sonrisa, dijo:
—No tengo el gusto de conocerle, caballero, pero siendo amigo de nuestro antiguo sheriff, estoy seguro de que nuestra comunidad se sentirá honrada de tenerle entre ella.
Eulogio Molero Scott, que ahora lucía sobre el pecho la estrella de sheriff, avanzó un paso, como dispuesto a decir algo, pero el de la levita se lo impidió con un ademán.
—¿Qué subasta? —repitió Guzmán, sin responder a las palabras de su interlocutor.
—La subasta de la propiedad de Trinitario Rodríguez —contestó el hombre, añadiendo—: Como veo que nadie hace las presentaciones, le diré que soy Tomás Hopkins, alcalde de San Julián. Las personas que me acompañan son nuestro nuevo sheriff, el señor Eulogio Molero; nuestro juez municipal, el señor Pedro Scott —y señaló a un hombrecillo reptilesco, de calva cabeza, sarmentosas manos, brazos larguiruchos y vestido de levita, corbata plastrón y cubierta la cabeza con un sombrero de copa que desentonaba ruidosamente entre los amplios sombreros de los demás—. Este otro caballero —y Hopkins indicó a un hombre todavía joven, de rostro severo, expresión honrada y que parecía algo molesto por la compañía en que se encontraba— es el Excelentísimo Representante del Estado de California. Por último, creo que al señor MacCoy ya le conocen ustedes, ¿no?
Niño MacCoy, que era el quinto del grupo, sonrió lobunamente, mientras con la mano izquierda se rozaba el brazo derecho, por el lugar donde le alcanzó la bala de Abriles.
—Sí, ya le conozco —dijo el mejicano—. Le vi hace un rato en la taberna.
—Ya sé, caballeros, ya sé —dijo con voz tonante el alcalde—. El señor Mac Coy me habló de su broma y de cómo se la tomó usted. Están en paz y no quiero que haya odios entre ustedes. Vayamos a la Taberna del Sol Poniente y allí sellaremos la paz.
Con profundo asombro, Cáceres oyó como Guzmán, con amplia y extraña sonrisa, replicaba:
—Perfectamente. Creo que eso es lo mejor. No hemos venido buscando pelea, pero tampoco la rehuimos. Quizá de una conversación íntima resulten beneficios para todos.
Los qué acompañaban al alcalde descendieron con él la escalera, en tanto que los «Tres» y sus dos acompañantes salían a la calle.
—¿Tiene usted alguien de confianza en el pueblo? —preguntó Guzmán a Marisol.
La joven asintió con la cabeza.
—Pues vaya a casa de ese alguien y procure no moverse hasta que el señor Cáceres la vaya a buscar. ¡No pierda tiempo!
Había tal imperio en la voz del español, que la joven obedeció a pesar de la repugnancia que le producía el separarse de sus compañeros.
Apenas acababa de montar en su yegua, salieron de la Alcaldía el alcalde Y sus compañeros. Abriles, que tenía la mirada fija en la puerta, notó en seguida la odiosa expresión que adquirieron los ojos de MacCoy al fijarse en la hermosa figura de la joven ranchera.
Esta expresión duró sólo unos instantes, pues al notar el bandido que el mejicano le miraba con tanta fijeza, cambió la pasión por indiferencia y, con una sonrisa, se encaminó hacia donde estaba atado su caballo, montando en él con tal agilidad que pareció como si de pronto una figura humana hubiese brotado del lomo del noble bruto.
Montaron también los demás, y juntos, los nueve hombres se encaminaron hacia la carretera y calle principal de San Julián del Valle, cabalgando, sin cambiar palabra, hasta la taberna del Sol Poniente, que en aquellos momentos rebosaba de público. El local, iluminado por abundantes lámparas de petróleo, apestaba a humo, tabaco rancio, cerveza agria y licor corrompido. En un rincón se jugaba al faro, a los dados y a la ruleta. Las voces de los ganadores o perdidosos vencían el inarmónico gemir de los violines de una orquesta típica que ejecutaba, con poco arte, una serie de canciones vaqueras que unos cuantos borrachos coreaban con carraspeante voz.
El lado izquierdo de la enorme sala estaba ocupado por un largísimo mostrador de madera, al que se hallaban acodados numerosos consumidores de cerveza, whisky, ginebra y tequila. Algunas mujeres chillonamente vestidas con trajes de lentejuelas bailaban a los vagos sones de la orquesta con vaqueros jóvenes y viejos, que daban una pobre exhibición de su arte como bailarines. Otras mujeres consumían el licor a que les habían invitado aquellos que, reconociendo su nulidad como bailadores, preferían la conversación con aquellas mujeres a pisotearlas los pies en la pista de baile.
El resto de la estancia se veía ocupado por varias mesas llenas de bebedores y jugadores de póker. Un par de camareros iban de mesa en mesa sirviendo las consumiciones encargadas.
La entrada de los nueve hombres produjo sensación. Los violines dieron una nota más falsa que fue como el indicativo general de que algo nuevo e interesante ocurría. Todas las miradas se volvieron a la puerta, y cesaron el baile, los juegos y el beber.
—¿Qué significa esto, muchachos? —preguntó el alcalde, con amplia sonrisa—. Continuad, por favor.
Y dirigiéndose al dueño del bar, gritó lo bastante alto para que todos le oyeran:
—Sirve a todos la bebida que puedan consumir durante cinco minutos, y carga el gasto a mi cuenta.
Fue un alud general hacia el mostrador. Los últimos en llegar fueron los jugadores de póker, que se entretuvieron el tiempo suficiente para embolsar sus ganancias, no atreviéndose a dejarlas sobre la mesa por la casi seguridad que tenían de no hallarlas al volver.
—Acérquense —siguió el alcalde, dirigiéndose a los «Tres» y a Cáceres.
Hopkins fue hacia el mostrador, y al verle llegar, se abrió un amplio espacio para él y sus acompañantes, mientras los clientes se esforzaban en aprovechar lo mejor posible aquellos cinco minutos de bebida gratuita.
El dueño del bar también procuraba que se hiciera el mayor consumo posible, y por ello, mientras varios de sus empleados subían cajas enteras de licor barato, aunque muy fuerte, él iba repartiendo copas y botellas enteras, que eran destapadas con el expeditivo sistema de partir el gollete con el cañón de un 45.
—Tráenos de lo bueno —ordenó Hopkins al propietario, que, saludándole profundamente, sacó de debajo del mostrador dos botellas de whisky escocés, sin destapar y con todos los acreditativos de su legitimidad de origen.
Una vez destapadas las botellas y colocadas las copas frente a los consumidores, Hopkins sirvió a todos, empezando por Guzmán y sus compañeros y terminando por MacCoy.
—A su salud, señores —brindó Hopkins.
Guzmán, Abriles y Silveira vacilaron sólo un momento, bebiendo en seguida el excelente licor. Cáceres fue a decir algo, pero una fulminante mirada de Guzmán le obligó a tragarse el whisky sin expresar su disgusto.
Los demás vaciaron de un trago sus copas, a excepción del representante del Gobierno, que paladeó lentamente la suya.
—¿Otra? —propuso Hopkins. Abriles movió negativamente la cabeza.
—No —dijo Guzmán—. El mucho licor es malo para el pulso. Agradecidos.
Hopkins iba a decir algo, pero le interrumpió la algarabía que se armó entre los parroquianos al anunciar el dueño del bar que habían transcurrido sobradamente los cinco minutos de bebida gratuita; añadiendo que si alguien deseaba continuar bebiendo tendría que hacerlo por su cuenta.
Hubo una desbandada general, aunque en la retirada fueron varios los que, incapaces de tenerse en pie, cayeron junto al mostrador o a mitad de camino hacia sus mesas.
Los más «afectados» parecían ser los músicos, cada uno de los cuales se había hecho con una botella entera, cuyo cadáver yacía en el suelo, junto a su consumidor. Varias veces intentaron arrancar algún maullido a sus violines, pero al fin desistieron de ello, rodando por el suelo y quedando allí en repugnante exhibición del vicio que se había apoderado del antes apacible pueblo.
—¿Cuánto es todo? —preguntó Hopkins al dueño del bar, que había estado contando las cajas vacías que se apilaban detrás del mostrador.
—Aún no he terminado, Excelencia —contestó el hombre—. Creo que sobre unos, ochocientos dólares…
—Está bien, toma mil y deja de contar.
Y mientras decía esto, Hopkins sacaba una abultada cartera de cuero negro, rebosante de billetes, uno de los cuales tiró sobre el mostrador para verlo desaparecer en seguida entre las manos del obsequioso tabernero.
—Aún no me ha contestado por entero a mi pregunta, señor alcalde —recordó Guzmán.
—¿La de la subasta? —preguntó Hopkins.
—Sí —contestó Guzmán, con la mirada fija en Hopkins—. Me gustaría saber los pormenores de esa subasta.
—Se trata de un asunto muy enojoso, caballero —replicó el alcalde, junto a quien acababa de colocarse Molero—. Preferiría olvidarlo para siempre; pero un alcalde tiene la obligación de dar cuenta de todos sus actos, y mi vida ha de ser siempre, para cuantos habitan este pueblo, un libro bien abierto.
—Pues empecemos a leer —rió Joao da Silveira.
Hopkins pasó por alto la ironía del portugués, y continuó:
—Les supongo enterados del accidente ocurrido al viejo Trinitario Rodríguez.
Nadie asintió, pero los ojos de los cuatro hombres que se enfrentaban con Hopkins y sus compañeros decían bien claro que sabían toda la historia.
—Yo siempre había tenido a Trinitario por un hombre excelente —siguió Hopkins—. Cuando me dijeron que me había estado robando ganado, no quise creerlo, y lamenté muchísimo que la noticia de esos robos llegara acompañada por la del linchamiento de Trinitario. Soy contrario a ese salvaje sistema de imponer la Ley. Hubiese preferido que se juzgara al delincuente y se le impusiera un castigo menos definitivo.
—Pero la noticia llegó tarde, ¿no? —preguntó Silveira, que parecía ensimismado en la contemplación del fondo de su copa de whisky.
—Sí, llegó tarde —prosiguió, siempre con la misma amabilidad, el alcalde—. Me encontré ante un hecho consumado, y como, al fin y al cabo, soy, además de alcalde, ganadero, y en mi juventud he ayudado en más de una ocasión a imponer esa ley, di por bien muerto al muerto, y decidí que se me resarciera de algún modo de las pérdidas sufridas.
—¿Cómo? —quiso saber Abriles.
—Procediendo, según marca la Ley, a la subasta pública de las propiedades del muerto, sobre la base del importe total de las vacas robadas y muertas.
—¿Cubrió sus pérdidas? —preguntó Guzmán.
Él alcalde negó con la cabeza.
—No. Las tierras de Trinitario no valían gran cosa. Su escasa fertilidad se debía, principalmente, a la bondad de don Julio Benavente, que permitió la desviación de un ramal de su acequia hasta las tierras esas. Ahora, muerto Rodríguez, don Julio, de acuerdo con su derecho, cortará el agua, y aquello se convertirá en un erial, aunque yo espero que don Julio se avendrá a un convenio entre nosotros, para permitir que el agua siga llegando a mis nuevas tierras.
—¿Sus nuevas tierras? —preguntó Guzmán—. ¿Cómo es eso?
—Nadie se presentó a pujar. —Suspiró el alcalde—. Y el señor juez —e indicó con un movimiento de cabeza a Scott— decidió acordarme, como compensación a mi pérdida en reses, las tierras del muerto, tasándolas en dos mil dólares, aunque en subasta pública nadie había ofrecido un centavo por ella, ni puede decirse que valgan quinientos dólares, ¿no es cierto señor Cáceres?
—Sí, es cierto —contestó el antiguo sheriff—. Pero Trinitario tenía algunos animales suyos. ¿Qué fue de ellos?
—Allí están. —Enunció Molero, mirando, inquieto, al que poco antes aún era su jefe—. Pero hay muy poco ganado legalmente propiedad de Trinitario. Son muchas las reses cuya primitiva marca ha sido rectificada.
—En resumen —interrumpió Guzmán, dirigiéndose al alcalde—. Usted valora sus pérdidas en ganado en unos tres mil dólares, ¿no es cierto?
—Exacto, Puede que sea algo más, Pero rió tiene demasiada importancia. Me habría conformado con los tres mil dólares, si alguien hubiese querido darlos. —Pero como nadie los dio, usted, según, sus propios cálculos, ha perdido dos mil quinientos dólares, ya que sólo valora en quinientos el valor real de las tierras que le han sido adjudicadas.
—Desde luego; pero no me importa Replicó Hopkins. —Daría con gusto todo ese dinero porque Trinitario Rodríguez estuviese aún vivo.
—Desea usted un imposible —sonrió Guzmán—. Pero en agradecimiento a su licor y a su amabilidad, haré algo que le evitará perder ni un centavo ¿Ha comprado usted las tierras de Trinitario Rodríguez?
—Me han sido adjudicadas —rectificó el alcalde.
—Bien ¿Se ha realizado legalmente la operación?
—Tengo en mi bolsillo la escritura judicial de traspaso de las tierras.
Atraídos por la conversación que se cambiaba entre el alcalde y los tres hombres aquellos, cuya identidad había sido ya reconocida por todos, los clientes del bar se habían ido acercando, y en aquel momento formaban un amplio círculo alrededor de los nueve hombres.
Guzmán, sin apartar la vista del rostro del alcalde, dijo con voz lo bastante fuerte para ser oída por todos cuantos allí se encontraban:
—Puesto que todos los documentos están en regla, y en estos momentos se encuentra usted dueño de unas tierras que no desea, que le serán un estorbo, que sin el agua que suministra el Rancho de los Olmos puede decirse que no valen ni quinientos dólares, estoy seguro de que considerará usted un excelente negocio cederme dichas tierras por la suma de cinco mil dólares, que estoy dispuesto a pagarle ahora mismo por ellas. El señor Pedro Scott, juez municipal de esta población, podrá rectificar los documentos y traspasarme el título de propiedad.
Mientras decía esto, César Guzmán había sacado una cartera de fina piel negra, y de su interior extrajo cinco billetes de Banco de a mil dólares cada uno, que depositó con seco, golpe sobre el mostrador, guardando en seguida la cartera y esperando, indiferente, la respuesta del alcalde.
Éste retrocedió como si hubiera recibido un balazo en el pecho. Por varios segundos no pareció capaz de coordinar sus pensamientos, y tras larga vacilación carraspeó y quiso decir algo.
Fue el representante del Estado de California quien habló en su lugar.
—Caballeros —dijo con voz fría—. No acostumbro a entrometerme en los asuntos que no me conciernen. Por eso no hablaría ahora, si no fuese porque mi cargo y mi representación me lo exigen.
César Guzmán miró al norteamericano con entornados párpados.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Poca cosa, señores. Usted acaba de proponer a nuestro alcalde comprarle las tierras que le han sido adjudicadas. Le ofrece un precio tan exagerado, que nuestro buen Hopkins se ha quedado sin voz. Pero yo no puedo permitir semejante transacción.
—¿Por qué no? —preguntó, belicosamente, el juez municipal, avanzando hacia el delegado del Gobierno—. Usted, señor Samuels, no tiene autoridad para impedir algo, que se encuentra por entero dentro de la Ley de California.
—No pretendo discutir de leyes con usted, mi buen juez —sonrió Samuels—. Nunca, aunque soy abogado, querría enfrentarme con usted en un tribunal; pero este caso se aparta de su jurisdicción para entrar en la del sheriff y la mía.
—¿Puede explicarse con más claridad, señor? —preguntó Abriles, apoyando, indiferentemente, la mano en la culata del revólver derecho.
—Le prevengo, ante todo, que hoy no llevo armas, señor Abriles —advirtió Samuels.
Frunciendo el ceño, el mejicano retiró la mano de su arma, y preguntó, al mismo tiempo:
—¿Me conoce?
—Les conozco a los tres, señores Guzmán, Abriles y Silveira. Les conozco, y ese es el motivo que me obliga a oponerme a toda operación de compra o venta en que intervengan. En estos momentos son ustedes huéspedes de esta población. Son huéspedes libres, porque nuestro antiguo sheriff, en un momento de malhumor, rompió cierta orden de detención dictada contra ustedes. Si dicha orden estuviera en poder del señor Molero, ustedes no se encontrarían aquí, sino en la cárcel, en espera de ser trasladados a donde les han de juzgar. Pero la orden no existe y nada podemos hacer contra ustedes. Marchen en paz y olvídense de que en el mundo existe este lugar, pues nada nos complacerá tanto como no volverles a ver jamás por aquí. Y márchense pronto, porque no tardará muchos días en llegar una nueva orden de detención contra ustedes; una orden que pone un precio de mil dólares sobre cada una de sus cabezas. Pudiera haber alguien que sintiese deseos de cobrar ese premio. Pero ahora no se trata de detención ni de premio. Váyanse en paz y no vuelvan.
—Eso no tiene nada que ver con lo de las tierras de Trinitario Rodríguez. —Intervino Cáceres.
—Tiene mucho que ver, José María —dijo Samuels—. Toda compra de terreno debe ir avalada por mí. Y yo no puedo conceder el título de propiedad de unas tierras a unos hombres a quienes persiguen las autoridades de California, Nuevo Méjico y Nevada. Sería jugar con mi cargo, y no quiero perderlo.
—Pero nadie puede oponerse a que yo compre esas tierras —dijo entonces Cáceres.
—Desde luego —aprobó Samuels—. ¿Tiene usted el dinero?
Cáceres vaciló.
—Puede coger mis cinco mil dólares —dijo Guzmán.
Samuels negó con la cabeza.
—No; eso sería aceptar dinero que acaso no sea honrado. Es decir —se apresuró a agregar—. Mis superiores podrían no considerar limpio ese dinero. Por ello prefiero oponerme…
—Un momento, caballeros —intervino Hopkins, que se había serenado ya del todo—. Me duele ver entablarse entre amigos míos una discusión tan desagradable. Y como soy lo bastante rico para permitirme una pérdida de dos mil quinientos dólares, dejemos todo eso y bebamos otro trago. Yo me quedo con las tierras de Trinitario, y las utilizaré para guardar en ellas algunos animarles heridos hasta que se repongan. Zanjemos esta enojosa cuestión y…
Un hombrecillo menudo, de arenoso bigote, que le caía lánguidamente a ambos lados de la boca, pero de ojos centelleantes, se adelantó por entre los curiosos y llegando ante el alcalde rugió:
—¡Eres un canalla, Hopkins! Has hecho asesinar a mi viejo compadre, por que ambicionabas algo. Tú sabrás el qué. Te consta, como a todos nosotros, que Trinitario no era cuatrero ni lo fue nunca. Si alguien podía haberle reclamado algo, no eres tú, sino don Julio Benavente. Pero te estorbaba, le plantaste tus vaquillas en sus tierras, aprovechando que él estaba fuera, las marcaste con su hierro, que encontraste en la casa, y luego dejaste allí unas cuantas dé tus propias pieles. Y de esa forma pudiste hacerle ahorcar, y ahora… —El hombre dejó la frase sin terminar, y añadió un potente—: ¡Canalla! ¡Asesino! —que hizo que Hopkins llevara instintivamente la mano a una de sus armas.
Los que estaban junto a él le contuvieron, en tanto que otros varios hacían lo mismo con el hombrecillo.
—¡Sinvergüenza! —rugía éste—. No moriré sin verte colgar de un álamo.
—Señores, he sido insultado, y por un momento dejo mi cargo para convertirme en un hombre ofendido —tronó el alcalde—. Reclamo mis derechos de hombre para castigar a ese canalla.
—No deseo otra cosa —replicó el promotor de la algarabía—. Nadie puede decir que Juan Badenas haya rehuido jamás una pelea. Tengo un revólver de seis tiros y tú tienes otro. La calle es ancha y nadie nos puede impedir saldar nuestras cuentas como hombres. A mí no puedes acusarme de cuatrero.
El alcalde miró a todos como poniéndolos por testigos de la terrible ofensa que se le estaba infiriendo.
Guzmán y sus compañeros asistían impávidos a la discusión.
Samuels se encogió de hombros y retiróse a un extremo de la sala. Molero se interpuso entre ambos adversarios y dijo:
—Está bien; puesto que los dos desean ventilar como hombres su enemistad, pueden arreglarlo a tiros. Usted, señor Hopkins, ha sido el ofendido. Tiene derecho a elegir la clase de armas y el lugar donde debe celebrarse el desafío. —Cualquier sitio es bueno para mí— dijo el alcalde.
—Y para mí también —gruñó Badenas.
—Entonces, lo mejor es que se encierren en el almacén de Purvis y liquiden en él su cuestión. Cada uno entrará con un revólver de seis tiros, sin más cartuchos de repuesto, ni ninguna otra arma. Una vez disparados los seis tiros, si nadie ha resultado herido, deberán salir y darse la mano, quedando tan amigos como antes.
—Yo nunca he sido ni seré amigo de ese lobo con piel de cordero —gruñó Badenas.
Hopkins hizo intención de lanzarse sobre él, y tuvo que ser violentamente contenido.
—¡Basta ya! —ordenó Molero—. Dejen de insultarse y dispónganse para la pelea. Sí es que no les asusta el desafío a la americana. Si a alguno de los dos le falta valor para entrar en el almacén, que se marche y cargue con la vergüenza de su cobardía.
Ni Hopkins ni Badenas dieron muestras de quererse marchar.
—Bien —siguió Molero—. Aunque tengo plena confianza en los dos, y sé que no me engañarán, prefiero convencerme por mí mismo de que no ocultan ni más armas, ni más cartuchos ni cerillas. Si hay algún amigo de Badenas, que se encargue de registrar al señor Hopkins. ¿Tiene usted inconveniente en ello, señor alcalde?
Hopkins movió negativamente la cabeza, y se dejó registrar por un viejo llanero, amigo de Badenas, que le liberó del peso de todos los cartuchos, menos de los seis que iban dentro del cilindro de su 45. Entretanto, Niño MacCoy procedía a hacer lo mismo con Badenas, bajo la atenta mirada de Molero y de los «Tres» y su compañero.
Al cabo de unos minutos terminó el registro, y dentro de dos grandes pañuelos vaqueros se guardaron los objetos propiedad del alcalde y del hombre que le había insultado. Los contendientes sólo conservaban sus pistoleras y uno de sus revólveres.
—¡Al almacén de Purvis! —gritó alguien.
Todos abandonaron la taberna en ensordecedora algarabía. Avanzaron calle abajo, hacia un edificio alargado, especie de largo corral, que se levantaba a un centenar de metros de la taberna. Tenía dos entradas: una en cada extremo.
—Que entre alguien a ver si se filtra algo de luz —ordenó el sheriff.
No menos de veinte hombres entraron en el vacío almacén, recorriéndolo de extremo a extremo, sin encontrar en él ningún resquicio que pudiese dar paso a la luz.
—¿No puede resolverse por las buenas esta cuestión? —preguntó Samuels, acercándose a los adversarios—. Piensen que dentro de unos momentos pueden morir los dos, ya que será la mano de Dios la que guíe sus armas…
—No se esfuerce, amigo —dijo Badenas—. Es usted una persona decente y se ensucia intercediendo por ése coyote.
De no intervenir los compañeros del sheriff. Hopkins hubiera terminado allí mismo la pelea.
En seguida los dos hombres fueron conducidos a cada una de las puertas, y mientras con varias mantas se improvisaban unas cortinas para impedir que la luz de las estrellas y la luna guiara el arma de alguno de los adversarios, hicieron entrar a éstos en el almacén, cerraron las puertas y corrieron a ponerte en seguro, por si alguna bala atravesaba los tablones que formaban las paredes del almacén.
Silenciosos, los «Tres» asistían a aquel terrible drama. Sus rostros no revelaban la menor emoción. En cambio, Cáceres evidenciaba una profunda impresión. Mentalmente se imaginaba lo que estarían viviendo aquellos hombres encerrados en densas tinieblas, sin atreverse a hacer el menor movimiento, ya que el más leve ruido, captado por el aguzado oído del adversario, podía servir de guía al plomo mortífero. Ambos estarían deseosos de disparar, pero les contenía el saber que el primer disparo serviría, de no dar en el blanco, para guiar la réplica del adversario.
En todos los espectadores de aquel salvaje espectáculo se advertía la misma emoción. Todos vivían lo que estaban viviendo los dos hombres encerrados en plena oscuridad, dentro del almacén. Aquel tipo de desafío, tan en boca en todo el oeste americano, era el más terrible que podía haber ideado el cerebro humano.
Pasaban los minutos. Parecía como si hubieran transcurrido varias horas desde que las puertas se cerraron detrás de cada uno de los adversarios.
Guzmán y Abriles permanecían impasibles. Silveira entornaba los ojillos y miraba fijamente a Niño MacCoy, que evidenciaba visible nerviosismo.
De pronto, la tensión fue rota por dos detonaciones casi simultáneas. Había empezado la lucha dentro del almacén. Al sonar los dos estampidos, todos les espectadores, menos Guzmán y sus compañeros, se encogieron instintivamente.
Después de las dos detonaciones, transcurrieron otros varios minutos de silencio. Dentro del almacén podía haber un muerto o dos. O tal vez dos hombres vivos, que empuñando sus revólveres, esperarían otro nuevo disparo para reanudar la lucha.
Siguieron pasando los minutos. La espera podía ser larga. Podía durar hasta el amanecer. Acaso los dos enemigos, avanzando pegados a las paredes, para ver de colocarse en situación favorable, tropezarían y, a quemarropa, vaciarían, uno sobre el otro, sus Colts. Entonces, al abrir las puertas, se podría encontrar dos cadáveres abrazados en los últimos estertores de la agonía.
Un nuevo disparo resonó dentro del almacén. Todos se inclinaron hacia delante, esperando la respuesta. Silencio. Varios minutos más. Al fin, se oyó una llamada a una de las puertas.
—¡Abrid! —pidió una alterada voz.
Nadie pudo precisar bien a quién pertenecía.
Varios vaqueros y curiosos corrieron a abrir la puerta donde había sonado la llamada.
Se encendieron linternas, y a su luz pudo verse, vacilante, enmarcado en la puerta, el alcalde, con un revólver en la mano derecha, mientras con la izquierda se secaba el sudor que perlaba su frente y le corría a chorros por las mejillas.
—Ya está —murmuró, moviendo la cabeza hacia atrás.
Y mientras todos le abrían paso, el alcalde dirigióse, vacilante, hacia la taberna del Sol Poniente, donde el tabernero le sirvió un whisky triple, que Hopkins tomó lentamente, mientras se apoyaba con fuerza en el mostrador.
El cadáver del viejo Badenas presentaba una herida en el vientre, y su muerte debió de ser casi instantánea. Manos piadosas lo sacaron del interior del almacén y lo llevaron a la funeraria. Luego, todos se dirigieron hacia el Sol Poniente, a calmar con alcohol la emoción de los minutos que acababan de vivir.
Guzmán, Abriles y Cáceres, también marcharon hacia allí. En cambio, nadie pudo ver a Joao da Silveira, que, como una sombra, se filtró dentro del almacén.
Lo estuvo recorriendo a oscuras, sin luz alguna para guiarse, y si alguien le hubiera podido observar, habría visto como de pronto, lanzando una exclamación, se arrodillaba al suelo y examinaba de cerca unas briznas de paja, en el lugar mismo donde una mancha oscura indicaba el punto donde cayó Badenas.
Transcurridos unos minutos, brilló la llamita de una cerilla en manos de Silveira. Entonces hubiera sido mucho más fácil ver la extraña sonrisa que transformaba en un rictus cruel la habitual placidez del rostro del lusitano. Durante algunos minutos estuvo buscando el revólver del muerto y no pudo encontrarlo. Apagando la última cerilla que había encendido, Silveira salió del almacén y dirigióse a casa del enterrador.
—¿Qué se le ofrece, amigo? —preguntó el propietario, hombre alto, enjuto, vestido de negro y que parecía oler a muerto.
—Quisiera que a Badenas lo enterraran como Dios manda —dijo el portugués.
—Pues… —empezó el enterrador, moviendo significativamente las manos—. El entierro tiene que pagarlo la alcaldía, y no anda muy sobrada de fondos.
—El entierro lo pago yo —declaró Silveira, sacando un fajo de billetes de Banco tendiendo dos de a cien dólares al hombre—. ¿Habrá bastante?
—¡Ya lo creo! —exclamó, alegremente, el fúnebre personaje—. Tengo un ataúd de roble forrado de raso…
—Está bien, está bien —interrumpió Silveira—. Ponga lo mejor, y no me estafe, pues no soy tonto. ¿Puedo ver el cuerpo?
—Desde luego, desde luego —aseguró el propietario de la agencia de pompas fúnebres—. Desde luego. Verá usted cómo queda satisfecho de su encargo. ¡Pobre Badenas! ¡Morir así! ¡En fin! De alguna manera se ha de morir. Y en los años que llevo al frente de este negocio, le aseguro que he enterrado más hombres perforados que enteros. Si su amigo tiene este mediodía algo más de buen tino, hubiéramos enterrado a dos…
—Todo se andará, amigo mío —rió Silveira—. ¡Aún estaremos algún tiempo aquí! Antes de marcharme le vendré a cobrar una comisioncita.
—Con mucho gusto, caballero —aseguró el negro cuervo—. Pase por aquí. Al señor Badenas lo habíamos colocado en un ataúd de pino, pero será trasladado…
—Déjese los detalles, hombre —interrumpió Silveira—. ¿No comprende que el día menos pensado yo también puedo?… ¿Eh?
—¡Desde luego! Pero estoy seguro de que será tarde. Me parece usted un hombre de tiro mortal.
—Lo soy, pero no tengo ojos en la espalda.
—¡Es verdad! —suspiró el de las pompas fúnebres—. Si el hombre tuviese ojos en la espalda serían muchos menos los que yo habría enterrado con un balazo en la espina dorsal. Pero, mire, aquí está.
Silveira contempló unos instantes el cuerpo de Badenas, luego se volvió hacia el enterrador y preguntó:
—¿Tiene las armas del muerto?
—Un revólver y las pistoleras. ¿Quiere verlo?
—Sí. Démelo.
El enterrador corrió a un cajón y sacó de él un cinturón canana con dos pistoleras. Una estaba vacía, pero en la otra descansaba un Colt 45, modelo fronterizo, acción simple.
Silveira examinó arma y futidas, y saliendo del fúnebre cuarto, pidió, al llegar al despacho:
—¿Tiene algún cuarto oscuro?
El propietario del establecimiento abrió mucho los ojos, pero notando que su cliente hablaba en serio, replicó:
—Sí, ese de la derecha. Es el almacén de las maderas.
Silveira entró en él, y al cabo de varios minutos reapareció. Un gesto amenazador ensombrecía sus facciones.
—Tenga —dijo tendiendo al dueño el cinturón canana con las fundas y el revólver en una de ellas—. Guárdelo. Y en beneficio propio, le aconsejo que no diga a nadie que me ha dejado ver esto. Pudieran no tomárselo a bien y hacerle probar las cualidades de sus propios ataúdes.
—¿Qué quiere decir? —tartamudeó el de la funeraria.
—Nada más que lo dicho. Calle y no se arrepentirá. Es un consejo de amigo. Y tenga la seguridad, que, si habla, no seré yo quien haga callar para siempre su boca. Serán otros. Serán los mismos que han asesinado a Badenas.
—¿Asesinado? ¿Qué quiere decir? ¿No ha sido un duelo…?
—¡Un duelo! —Silveira soltó una agria carcajada—. ¡Un duelo! Sí, lo parece; pero llegará día en que yo dé a esas víboras una ración de su propio veneno. Buenas noches, amigo.
Y el portugués salió de la funeraria, dejando a su dueño con los ojos desorbitados y la boca entreabierta. El pobre hombre no salió de su abstracción hasta que le arrancó de ella el violento chocar contra el suelo del cinturón canana que había pertenecido a Badenas. Dando un respingo, lo recogió y fue a guardarlo al sitio de donde lo había sacado; pero, dominado por súbita inspiración, metióse antes en el cuarto oscuro donde Silveira había entrado y allí estuvo examinando durante cinco minutos el cinturón y el revólver.
Pero no obstante sus desesperados esfuerzos, el de la funeraria no pudo traspasar las densas tinieblas, y al cabo de los cinco minutos salió del cuartito, convencido de que su cliente estaba un poco loco.
Pero, de todas formas, el hombre decidió no decir ni una palabra del extraño comportamiento del portugués, pensando que es muy cierto el adagio español de que en boca cerrada no entran moscas; aunque al hombre lo que le decidió callar no fue el temor de que entrasen moscas en su cuerpo; más bien temía la entrada violenta de moscones de plomo, impulsados por cinco gramos de pólvora negra a lo largo del cañón de un 45.