Capítulo I

TRES CABEZAS A PRECIO

El sol caldeaba con toda intensidad las casas de madera y adobe de San Julián del Valle, cabeza de partido del condado de San Onofre, California, y situada en el Valle de San Aparicio, al pie de la Sierra de los Conquistadores, que casi rodeaba todo el condado, aislándolo del resto de la región.

San Julián del Valle reunía una serie de condiciones únicas en la California del 1868. La mayoría de sus habitantes eran españoles puros. El poco tiempo que habían dependido de Méjico no bastó para borrar en ellos las características raciales hispanas. En realidad se enteraron de que el territorio de Nueva España habíase convertido en la República Mejicana gracias a un grupo de soldados yanquis que, avanzando por aquellas sierras, durante la campaña contra Méjico, les comunicaron, al mismo tiempo, la noticia de que no eran ya españoles y de que iban a ser norteamericanos. En efecto: la bandera española, que aún ondeaba, en algunas ocasiones, en lo alto de la torre de la alcaldía, fue sustituida, sin transición, Por la bandera barrada y estrella de la Unión. Pero tampoco esta bandera nueva ondeó mucho tiempo en San Julián del Valle. Los soldados tuvieron que seguir su marcha en dirección a las tierras mejicanas, y, volviendo sobre sus pasos, pues no era posible franquear la barrera que ofrecía la Sierra de los Conquistadores, se llevaron sus barras y sus estrellas y dejaron un pueblo desconcertado, inquieto, y sumido en la mayor de las perplejidades. Pasaron los días, no llegaron más soldados yanquis ni más noticias, y lo antiguo volvió a imponerse. No volvió a ondear la bandera española, pero los habitantes de la región siguieron gobernándose por las leyes que Fray Junípero Serra trajo hasta allí. El alcalde siguió siendo el jefe máximo, y la poca moneda que circulaba siguió siendo española. Claro que la mayoría de las transacciones se hacían en especie: Quien tenía lana la cambiaba por maíz, y luego, si necesitaba cuero, pan u otra cosa, daba por ella maíz, lana u otra materia.

Pasaron los años. Un día se presentó un hombre que dijo ser representante del Gobierno de Washington, hablaba inglés y gritaba mucho. Los habitantes de San Julián del Valle ignoraron su presencia, y el representante de Washington acabó hablando español y siendo uno más de ellos.

Al poco tiempo se descubrió oro en California. De todo el mundo llegaron al antiguo territorio colonizado por los franciscanos los productos de los bajos fondos de Europa, Asia y América del Norte. Cada pepita de oro que salió de las entrañas de la virgen California iba bañada en sangre, y fueron legión los hombres a quienes hubo que enterrar con las botas puestas y un agujero de bala en el corazón. El juez Colt reinó en absoluto en la idílica región pero no llegó a San Julián del Valle. En aquellas tierras escondidas se daban abundantes pastos, magníficos cultivos, canteras de mármol y granito, pero nadie encontró jamás una pepita de oro.

Esto salvó a San Julián. Si algún buscador llegó hasta allí, medio muerto de hambre, pudo calmar su apetito de comida, pero no su sed de oro. Algunos se quedaron, otros volvieron al mundo menos salvaje, y San Julián del Valle continuó ignorado. El único efecto que estas apariciones produjeron en el apacible lugar fue el nacimiento de algunos niños con el cabello rubio, porque muchos de los buscadores de oro que allí se quedaron casáronse y formaron familia en San Julián, olvidaron su idioma y adoptaron el español. La sangre sajona y la latina se mezclaron un poco, muy poco, porque al cabo de unos años la raza española predominó sobre la sajona, y sólo de tarde en tarde unos ojos azul claro, un cutis pecoso y una cabellera rubia o rojiza proclamaban la existencia de unos antepasados irlandeses o norteamericanos.

Vino luego la segunda fiebre del oro. Otra vez llegaron a miles los buscadores del maldito metal. Desparramáronse por toda California, y muchos invadieron el Valle de San Aparicio. Ya no eran desesperados, ni maleantes, sino trabajadores que, cegados por el brillo del oro, habían querido utilizar sus palas, picos y azadones en arrancar a la tierra el oro amarillo. En San Julián no había oro de ese; pero, en cambio, todos vieron, en seguida, que abundaba el oro verde, y las herramientas que habían sido destinadas a calmar el ansia de riquezas se utilizaron en cultivar aquella tierra ubérrima.

La población fue creciendo. Aún predominaban los españoles, pero ya se iban cruzando con los invasores. La Civilización se fue imponiendo. Se abrieron tabernas, salas de juego, un salón donde se bailaba y una tienda donde se vendían revólveres de seis tiros, única ley del Oeste.

Al principio, los españoles veían con repugnancia aquello, pero, poco a poco, todas las cinturas se fueron adornando con los cinturones cananas, de los cuales pendían hermosas fundas por las que asomaban su corva culata los Colts, simple acción, calibre 45.

San Julián del Valle se fue haciendo famoso por sus trabajos en cuero. Allí se hacían las mejores fundas para revólver, y los más hermosos cinturones cananas. En su adorno entraba abundante la plata; y algunas de dichas cananas llegaron a valer hasta ciento cincuenta dólares, y fueron la mejor propaganda del pueblecito olvidado.

La Constitución norteamericana, que nadie entendía, sustituyó a las vagas leyes que hasta entonces habían regido la comunidad. Continuó habiendo un alcalde, y ese alcalde siguió siendo de familia española; pero en una casa hecha de troncos se instaló la oficina del sheriff, y en otra de ladrillos amarillos fijó sus reales un Representante del Gobierno para el Condado de San Onofre.

La gente no entendía nada de eso de Condado, y mucho menos hubiera entendido lo de County, si el representante de Washington no hubiese tenido el buen criterio de traducirlo al español, que seguía siendo el idioma imperante en el país.

Pasaron lentos los años. De pronto, el Representante del Gobierno anunció que la Unión se había deshecho, y que los del Norte luchaban contra los del Sur. Aquéllos por libertar a los esclavos, y los del Sur para impedir que fuesen liberados.

Como este problema no interesaba a nadie, pues allí nunca existieron esclavos, la gente siguió en sus faenas, sin preocuparse por los miles de yanquis o de aristócratas del Sur que caían en Appomatox, Gettysburg o Atlanta.

Llegó la paz, y la anunciaron los desmovilizados, que lo invadían todo, en busca de trabajo, tierras o de algo que robar.

Y en el instante en que en el resto de los Estados Unidos la gente se alegraba por la venida de la paz, la guerra llegó al Condado de San Onofre. Los hombres que llegaban allí venían saturados de sangre y de lucha. Venían sedientos de alcohol, y cuando se habían saturado bien de whisky o tequila, empuñaban sus armas y lucían su destreza como tiradores.

La sangre humana empezó a correr en aquellas tierras. Para los nuevos, los españoles eran algo así como mestizos, a quienes se podía robar y tratar peor que a esclavos. ¡Y eran ellos quienes habían luchado por la libertad de los negros!

Las noches de San Julián del Valle vieron perforadas sus tinieblas por largas lenguas de llama que hablaban con tronar de pólvora. De momento, los descendientes de los españoles retrocedieron, asustados, pero ante las tropelías de los invasores, replicaron pronto de la misma forma, y en pocos meses se impusieron a los yanquis.

Los más levantiscos de éstos dejaron allí sus vidas, en tanto que los menos agresivos, comprendiendo que debía reinar un orden, se pusieron del lado de los latinos y, poco a poco, la paz fue volviendo al Condado de San Onofre.

Pero ahora, en aquel mediodía de agosto de 1868, mientras la calma más absoluta reinaba en el pueblo, algo ocurría en la oficina del sheriff. Éste, un muchacho alto, enjuto, de negra cabellera y ojos de ébano, que proclamaban su raza hispana, estaba vaciando los cajones de su mesa de trabajo. De cuando en cuando leía algún papel y lo guardaba a un lado o lo hacía pedazos. El suelo estaba llena de documentos rotos. Un temblor nervioso agitaba aquel hermoso cuerpo.

Otro hombre, también moreno, aunque de ojos más claros (sin duda producto de sangre sajona y española), observaba, pensativo, al sheriff.

—¿Estás firmemente decidido? —preguntó, después de un largo silencio.

El sheriff miró a quien le interrogaba de aquella manera.

—¿Por qué no he de estarlo? —preguntó a su vez.

El otro se encogió de hombros.

—No sé —replicó—. Creo que cometes tina tontería. La gente se dolerá mucho de tu decisión. Hacía tiempo que no teníamos un jefe de policía tan bueno como don José María de Cáceres. Cuando sepas que les abandonas, todos lo sentirán mucho.

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó José María de Cáceres.

—Aguantar en tu puesto. Tienes a todo el pueblo de tu parte.

—Sí, Eulogio; tengo al pueblo de mí parte, pero tengo en contra una fuerza más poderosa que anula todos mis intentos de acabar con esta situación.

—Ten paciencia. Ya llegará el momento en que la Ley vuelva a imponerse. No es la primera vez que el Valle de San Aparicio tiene que luchar por ella.

Cáceres se echó a reír agriamente.

—No, Eulogio —replicó—. Nunca ha sido como ahora. Antes era necesario luchar con pobres locos que cometían fechorías dando la cara. Ahora, en cambio, tenemos en frente gente astuta, que se oculta tras un poder muy grande, que obra amparándose en las leyes que nosotros no conocemos. Ahora hay en San Julián abogados, jueces y notarios que ante nuestras protestas replican con encogimientos de hombros y recitaciones de tal o cual reglamento, artículo o ley. He detenido a muchos que merecían estar en la cárcel, y mientras los conducía a la prisión se reían de mí, anunciándome que pronto estarían en libertad. Y así ha sido. A los diez minutos de encerrarles se (ha presentado un abogadillo de esos, con un habeas corpus, o como se llame, y una orden del Juez de poner en libertad a unos malhechores a quienes todos sabíamos culpables, aunque sin poder probarlo. ¡Es inútil, Eulogio Molero; José María de Cáceres no puede seguir siendo juguete de todos ésos! Que pongan a otro en mi lugar; que se destapen, y entonces yo, como un ciudadano cualquiera, impondré la Ley tal como la entendieron nuestros abuelos, no como la dictan los señores de Washington.

—Muy bonito discurso —sonrió Eulogio—. Lástima que no te oyeran en Washington o, por lo menos, en Sacramento. California ya es un Estado, tiene sus leyes, y si tú acudieses a la capital como representante de todos nosotros, quizá consiguieras que enviasen a alguien a examinar todo esto.

Una fría llamarada lució en los ojos de Cáceres.

—¿Crees que no lo he hecho ya? —preguntó.

—¡Cómo!

La sorpresa se evidenciaba en la exclamación de Eulogio Molero.

—Sí —continuó el sheriff—. Ya he estado en Sacramento. Fui aprovechando la persecución de la banda del Niño Mac Coy. Por eso no los cogí a todos. Abandoné la pista y a revienta caballo marché a Sacramento. Hablé con el mismo gobernador de California. Le expliqué lo que ocurría. Me prometió enviar a alguien.

—¿Y lo envió?

—Sí. El gobernador es un hombre decente. Su madre era mejicana. Su abuelo paterno fue español.

—¿Y dónde está ese enviado? ¿Llegó aquí?

—Llegó aquí y aquí se quedó.

—¿Dónde? —En el cementerio. La misma noche de su llegada, cuando iba a entrar en la fonda, le acribillaron a balazos. Luego le robaron sus documentos y el dinero. Fue un crimen más, para la gente. Para mí fue el derrumbamiento de mis últimas ilusiones.

Eulogio Molero se pasó una manó por la frente.

—¡Es terrible! —exclamó.

—Sí, lo es. Y no tengo ya ánimos para seguir peleando contra esa fuerza implacable que se oculta en las tinieblas más absolutas. De todos mis alguaciles, tú eres el único en quien tengo confianza. Los demás están vendidos al enemigo. Le avisan siempre que voy a tomar alguna decisión o a efectuar la detención de alguien. Las presas se me escurren de entre los dedos como si fueran anguilas entre el cieno. Corro detrás de sombras impalpables, y cada vez que fracaso me parece oír estrepitosas carcajadas a mi alrededor.

—Pero esto no puede continuar así. Nos están despojando de tierras que legalmente son nuestras. Y si alguien resiste se le mata.

—Y se seguirá matando, Eulogio. Yo no puedo hacer nada porque soy el sheriff, y la Ley, que ha de ser mi fuerza, es, en realidad, un grillete que inutiliza mis manos. Escucha: Cuando al fin consigo detener a algún sospechoso, ya sabes lo que hace. Se ríe, levanta las manos, las aparto lo más posible de sus armas, y se deja conducir hasta la cárcel. Allí espera la libertad. Si no llega el habeas corpus, aguarda unos días más, comparece ante los jueces y el jurado, y aunque se presenten mil pruebas de su culpabilidad, es declarado no culpable y sale tranquilamente, en medio de sus amigotes, que celebran, entre carcajadas y bromas contra mí, la buena suerte del preso.

»No, Eulogio, no aguanto más. Que venga otro a hacer el payaso en mi lugar. Que se burlen bien a las ciaras de la Ley que predican, que se enfanguen en sangre; al fin surgirá la reacción de los nuestros y, entonces, acabaremos con todos ellos.

—Pero tú, desde aquí, podrías hacer mucho. Si no puedes evitar que los culpables sean libertados, podrás, al menos, impedir que se tiranice a los hombres de tu raza.

—¿Por qué dices eso, si tú mismo has visto que nada puedo hacer en favor de los míos? ¡Pero si hasta yo mismo he tenido que obligar a viejos amigos de mi padre y de mis abuelos a salir de sus tierras que otros reclamaban con documentos que demostraban que aquellos terruños nunca habían pertenecido legalmente a quienes los venían cultivando desde que los españoles conquistaron esto!

Eulogio lanzó un suspiro e inclinó la cabeza, mientras Cáceres continuaba revolviendo cajones y documentos.

Por fin acabó su trabajo, dejó sobre la mesa la estrella de sheriff, y, atándose al cinto la canana con los dos revólveres, fue a coger el sombrero de anchas alas que colgaba de la pared, junto a un largo Winchester de doce tiros.

—Vamos —dijo—. Ya he firmado mi dimisión del cargo y la entregarán al representante del Estado de California. Mañana se elegirá otro sheriff. Yo no volveré a serlo nunca más.

Eulogio se puso en pie y, al hacerlo, tiró al suelo un sobre cerrado.

—¡Ah! —exclamó, inclinándose a recogerlo—. Me olvidaba de esto —y tendió a Cáceres el sobre.

El sheriff dimisionario tomó el sobre y vaciló un momento, antes de abrirlo.

—Llegó cuando aún eras sheriff —advirtió Eulogio. Puedes abrirlo sin faltar a la Ley. Aunque el faltar un poco a ella no sería un pecado donde nadie la respeta.

José María de Cáceres rasgó violentamente el sobre y sacó de él un par de hojas impresas. Eran de grueso papel, y en ellas se veían tres toscos dibujos, representando otras tantas cabezas.

—Es mi última orden —sonrió Cáceres—. ¿Sabes a quiénes me encargan detener vivos o muertos?

—¿Al Niño MacCoy y a su banda? —preguntó Eulogio.

Cáceres negó con la cabeza.

—No: Me mandan que detenga a los «Tres». Si lo hago, me ganaré mil dólares por cada cabeza. Tres mil dólares. Una fortuna para un pobre sheriff de California.

Eulogio Molero palideció ahora intensamente.

—¡Los «Tres»! —esclamó—. ¿Están por aquí?

Cáceres asintió con la cabeza.

—Se sospecha que vienen hacía estos lugares. Quizá a esconderse en la Sierra de los Conquistadores.

—¿Qué han hecho?

—Mataron a dos banqueros, les robaron más de cien mil dólares en oro, y viéndose perdidos lo repartieron a manos llenas entre la gente del pueblo. Pero se callan que esos dos banqueros huían con un oro ganado indignamente. Conozco la verdadera historia. Y te aseguro que aquí no se detendrá a los «Tres».

Y José María de Cáceres hizo pedazos las órdenes de detención, metiendo luego los fragmentos en la estufa del centro de la sala y prendiéndoles fuego hasta que sólo quedó un montón de negras cenizas.

—Me hubiera gustado leer lo que se dice de los «Tres» —dijo Eulogio—. Son gente terrible.

—Sí, lo son —asintió Cáceres—. Pero no en el sentido que muchos quieren dar a su implacable comportamiento. Para los canallas, los «Tres» son tres hombres malos. Para mí lo son buenos.

—¿Cómo se llaman? Sé que uno de ellos es mejicano, y el otro portugués, pero el jefe…

—El jefe es español, se llama César Guzmán. Vino a California hace varios años, estableció un rancho, y se casó con una mejicana. Una noche quemaron el rancho, le robaron el ganado, y cuando salió a defender lo suyo, dispararon sobre él. Su mujer se interpuso y recibió la bala.

—¿Murió?

—Sí. No pudo ni pronunciar una palabra. Don César la enterró bajo un árbol y marchó detrás de su asesino.

—¿Lo conoció?

—No pudo verle la cara, pero al fin lo mató.

—¿Cómo supo que mataba al verdadero asesino?

José María de Cáceres permaneció callado unos instantes.

—¿Cómo harías tú para castigar a un criminal, sabiendo que, forzosamente, tenía que ser uno de los veinticinco hombres que tienes delante?

Los ojos de Eulogio se desorbitaron.

—¿Matando a los veinticinco? —preguntó.

Cáceres asintió con la cabeza.

—Sí. En las cuadras de César Guzmán había veintisiete caballos. Fueron robados veinticinco. En cuanto hubo enterrado a su mujer, don César montó en uno de los dos restantes, y marchó en pos de los asesinos. Fue reuniendo informes. Sí, todo el mundo había visto a veinticinco jinetes. En cierto punto la banda se separó en varios grupos. Don César siguió a uno de ellos. Cualquiera. Llegó a un pueblo. A la puerta de la taberna vio los seis caballos que formaban el grupo que perseguía. Comenzaba la tarde. En la taberna no había parroquianos. Sólo seis hombres de aspecto patibulario, rendidos por la larga cabalgada. Don César sólo llevaba un revólver de seis tiros. Al entrar lo tenía cargado. Cuando salió lo llevaba vacío. Dentro quedaron seis cadáveres.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Eulogio.

Cáceres sonrió, continuando su relato:

—Al otro grupo lo sorprendió en un hotel de Palomito. Eran ocho. Necesitó dos revólveres, pero cuando acabó con ellos, aún le quedaron cuatro balas para hacer que se estuvieran quietos los parroquianos que habían asistido a la ejecución. Cada muerto, tanto los primeros como los de Palomito, presentaba una herida característica: Una bala entre ceja y ceja. Es la marca de los Tres.

—¿Y a los demás?

—Los fue cazando en grupos o por separado. Sus caballos los denunciaron siempre. Y por si abandonaban sus monturas, don César averiguó de sus víctimas, antes de acabar con ellas, el nombre de sus compañeros. Al último lo mató en San Francisco, en plena calle Kearney, a la vista de miles de testigos. Y nadie hizo nada por detenerle. Cuando hubo terminado, regresó a su rancho y quiso enterrar junto al cuerpo de su mujer dos revólveres con veinticinco muescas en sus culatas. El capellán se lo impidió. De dijo que era un sacrilegio, y que no añadiera más pecados a los que pesaban sobre su conciencia.

»Y ahora va por estas tierras, imponiendo la Ley tal como él la entiende, o sea, tal como la entendemos nosotros. Y por eso, la Ley escrita le ha colocado al margen de ella, convirtiéndolo en un proscrito, poniendo un precio sobre su cabeza.

—¿Y los otros? —preguntó Eulogio.

—El mejicano se llama Diego de Abriles. Se sabe muy poco de él. Era un mozo alegre. También en su vida hay una mujer. Era su novia. Se le fue con un rural de Tejas. Abriles los persiguió por todo Tejas, por el Cimarrón, por Nuevo Méjico, Arizona y, al fin, los alcanzó en Los Ángeles. El rural y la mejicanita habían abierto una taberna. Se ganaban la vida muy bien. Una noche entró. Abriles. Todos cuantos le vieron comprendieron en seguida que sus manos traían la muerte. La mejicana habló demasiado pronto. Si no se hubiese movido, tal vez nada habría ocurrido, porque Abriles no conocía personalmente al rural. Pero la chica quiso correr hacia el yanqui, avisándole, y así indicó a Abriles a quién debía matar. El rural era rápido, pero Diego lo fue más que él, y cuando el yanqui disparó, lo hizo ya con una bala en el corazón.

—¿Y qué más ocurrió? ¿Qué fue de la mejicana?

—Al ver muerto al hombre que se la había llevado, se echó encima de él, llorando, gritando como una fiera, y apoderándose del revólver de su amante, disparó los seis tiros contra Abriles. Sólo le produjo una leve herida en un hombro, pero en realidad también ella le destrozó el corazón. Abriles parece que tuvo hasta entonces la esperanza de que su novia hubiera sido raptada. Nunca quiso creer que hubiese marchado por su gusto con el rural.

«Salió de Los Ángeles a tiempo de no ser ahorcado, y se echó al monte. Un día tropezó con Guzmán y se unieron».

—¿Y el portugués?

—Se llama Joao da Silveira. Ese es el único que parece no tener historia trágica. Quizá sea el que la tiene más amarga, pero en tal caso la esconde muy bien. Es un tipo alegre, que va por la vida con una canción en los labios, y la mano rápida al cinto. Dicen que es el mejor tirador de los Tres. Cada uno ha practicado bien el tiro a la frente, y van dejando tras ellos un rastro de muertos marcados entre ceja y ceja.

—¿Y roban?

—Recuperan el dinero que fue robado a otros, y lo devuelven.

—¿Bandidos generosos?

—Algo así. Émulos de Joaquín Murrieta. Se les ha ofrecido varias veces el perdón con tal de que se afiliasen a tal o cual partido político y metieran miedo a los rivales. Pero ellos se mantienen puros.

—¿Hasta cuándo? —sonrió Eulogio.

—Hasta que algún coyote los asesine por la espalda.

—¡Suerte que quien habla así ya no es sheriff de este condado! —rió Molero.

—Eulogio: si la orden de detención contra esos tres hombres la hubiese recibido antes de decidir abandonar mi cargo, habría dimitido igualmente, a fin de no tener que enfrentarme con los «Tres».

—Se hubiera dicho que era por miedo.

—Tal vez; pero no lo hubieran dicho delante de mí.

—De todas formas, tres mil dólares son muchos dólares.

—Pero hay que ganarlos con plomo, Eulogio, y cuando un premio se ha de ganar con ese metal, son pocos los dispuestos a entrar en la subasta. Y ahora basta ya de charla. Dejo el cargo y me alegro mucho de poderlo abandonar sin haberme ensuciado las manos. Los que vengan detrás de mí no podrán hacer lo mismo.

—¿Dónde irás?

—A mi rancho.

—¿A defenderlo?

—No me lo pueden robar. Tengo todos los documentos de propiedad. He sido precavido. Antes de que me lo robaran, obtuve una nueva escritura de propiedad.

—¿Y también la obtuviste para el Rancho de los Olmos?

Eulogio había hecho esta pregunta con un deje irónico en la voz.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, con duro acento, José María de Cáceres.

—Nada —se apresuró a contestar Eulogio—. No he pretendido ofenderte. Todos hablan de que el sheriff anda loco por la rancherita de los Olmos. Perdona si me he hecho eco de murmuraciones.

Una leve sonrisa iluminó el rostro de José María.

—Es verdad —murmuró—. Por esa vez la gente ha murmurado con razón. También por ella dejo el cargo. No se puede andar entre barro sin recibir salpicaduras. Y no quiero que María Sol llegue a creer… —Cáceres calló un momento, y luego prosiguió, alterando el curso de sus anteriores palabras—: Sí, también el Rancho de los Olmos está debidamente inscrito. Nadie puede discutir a don Julio Benavente su derecho a las extensas tierras que posee.

—Y que necesitan un hombre joven y fuerte que las vigile y defienda, ¿eh?

José María de Cáceres miró a Eulogio de una forma que hizo estremecer a éste, y luego con voz fría declaró:

—Ya sabes, Eulogio, que no aviso dos veces. Si vuelves a insinuar una cosa semejante, te arrancaré el alma con mis propias manos. Aunque seas uno de mis mejores amigos, nada te salvará.

—Perdona, hombre, no he querido ofenderte. Te lo aseguro.

—Está bien. Nunca me ofende quien no me quiere ofender; pero no repitas lo que acabas de decir, pues entonces no esperaría a saber si me querías ofender o no.

Eulogio quedóse inmóvil donde estaba, y vio salir a su antiguo jefe, cuya elevada figura quedó bañada en el sol que caía de plano sobre el porche de la casa del sheriff.

Un momento después se oía el acompasado galopar de un caballo. Hasta entonces no se movió Eulogio.

Su primer movimiento fue en dirección a la estufa. Escarbó entre los papeles quemados y al cabo de unos segundos lanzó una interjección.

—No se puede aprovechar —murmuró entre dientes. Y añadió—: Pero no importa.

Un momento después, Eulogio Molero Scott partía a todo galope en dirección completamente opuesta a la que había seguido José María de Cáceres.