HORAS DE DERROTA
Arthur Atchinson miró sombriamente a Duke.
—La idea fue suya —comentó—. Los resultados han sido maravillosos. ¿Cómo explicamos al público la verdad? Decirle que el doctor "Muerte" había conseguido asesinar a Raban era ya malo; pero tener que contar que pusimos a Daniel Guerin como cebo en una ratonera y que el doctor "Muerte" se comió el cebo y se marchó tranquilamente, sin que la ratonera funcionase, es mucho peor.
—Cuando usted quiera le entregaré mi dimisión —dijo Owen, escondiendo el rostro entre las manos—. Yo soy el principal culpable.
—Todos somos culpables, y usted, más que ninguno; pero el reconocer las culpas no resuelve el misterio. Hemos de hacer algo. Su puesto, Owen, ¡está en peligro, y yo perderé el mío en cuanto sepan en Washington lo torpe que he sido. Los únicos que no perderán tanto serán el jefe de Policía de Nueva York y el señor Straley. Él no perderá nada.
—Mi conciencia pierde muchísimo —dijo Duke—. En cuanto a ustedes, les doy mi palabra que si pierden sus empleos, recibirán, hasta el día de su muerte, el sueldo que les habría ido correspondiendo de haber permanecido en el Cuerpo. Lo más difícil de recobrar será su prestigio. Pueden decir que la idea fue mía.
—Eso aun sería peor —dijo Owen—. Se reirían de nosotros por haber hecho caso a un detective de afición.
Duke hizo como si no hubiera oído la ofensa. Comprendía cuál debía de ser el estado de ánimo de aquellos hombres.
—Si al menos pudieses recordar la cara del enfermero —gruñó Atchinson dirigiéndose a Owen.
Éste movió negativamente la cabeza.
—No es posible —dijo—. Llevaba la parte inferior de la cara tapada con esas máscaras que usan los operadores y la cabeza cubierta con un casquete blanco. Lo único que recuerdo es que los ojos eran verdes. Y me fijé en ellos precisamente por ese detalle. No había visto nunca a un hombre de ojos tan verdes.
—¿Quiere explicarme cómo ocurrió la cosa, Owen? —preguntó Duke.
Owen respiró profundamente, y luego, con monótona voz empezó, después de mirar de reojo a su jefe y a Max Mehl, con quienes estaba en el salón de la casa de Duke.
—Yo estaba hablando con Guerin, cuando sonaron unos golpes en la puerta, pregunté quién llamaba y me contestaron que de parte del doctor Snell. Entreabrí la puerta, empuñando mi pistola, y vi a un enfermero, quien me dijo que el doctor Snell le enviaba para tomar la temperatura al herido. Pensé que estaría enterado de la verdad y como necesitaba ir al lavabo le dije que estuviera un rato con el enfermo hasta que yo volviese. Él insistió en que terminaría en seguida y que no era necesario que yo me marchase; pero insistí y salí de la habitación. Luego he pensado que le interesaba que me quedase para poderme asesinar.
—Seguramente —dijo Duke.
—Fui al lavabo y no estuve allí ni cinco minutos. Cuando volví a la habitación, la encontré cerrada, y uno de los agentes me dijo que el enfermero había entrado en otro cuarto. Al encontrar cerrado el cuarto que me indicaban empecé a temer lo que había ocurrido y me lancé contra la puerta de Guerin. La eché abajo y al entrar vi que le habían clavado un cuchillo dos veces en el corazón.
—¿Y qué encontraron en el otro cuarto? —preguntó Duke.
—Era una habitación desocupada —contestó Atchinson—. En el suelo encontramos una bata blanca, un gorro también blanco y una máscara de las de operador. El doctor "Muerte" debió de escapar por la ventana que comunica con la escalera de incendios. Ese sistema de escaleras es muy útil cuando hay un incendio; pero ha servido demasiadas veces para facilitar un crimen.
—¿No se ha descubierto nada más? —preguntó Duke.
—Nada más.
—¿Cómo pudo entrar el doctor "Muerte" en el hospital?
—Con una cuerda a cuyo extremo había atado un fuerte gancho de hierro debió de hacer bajar la escalera basculante que le permitió alcanzar la galería del primer piso. Una vez allí debió de subir hasta el tercero y salió por una ventana, después de asegurarse de que nadie le veía. Tanto le quisimos facilitar la entrada que no había ninguna guardia en la parte trasera del hospital.
Max Mehl se puso en pie y paseó nerviosamente con las manos a la espalda.
—La situación es la misma que después del asesinato de Raban, con la agravante de que además han asesinado a otro agente federal. En lugar de seis, tenemos ya siete asesinados. Si el doctor "Muerte" hubiese sabido quién era en realidad el falso herido, nos habríamos ahorrado un asesinato, ya que todo demuestra que ese misterioso doctor sólo mata a los que intervinieron en la muerte de Bob Marty.
—Eso es lo que parece —dijo Duke—. Y eso es lo que él da a entender en sus mensajes; pero también podría tratarse de un odio general contra todos los agentes federales. En tal caso no debía importarle matar a Guerin.
—Si no se han cometido indiscreciones, sólo seis personas conocían la trampa —dijo Atchinson—. Los cuatro que estábamos allí, el doctor Snell y su enfermera.
—Mi mayordomo también lo sabía; pero no importa —dijo Duke—. Es la reserva personificada. Antes se habría dejado matar que decir ni una palabra.
—Es indudable que ese loco creyó de buena fe lo que decían los periódicos y decidió rematar a su víctima —refunfuñó Max Mehl—. Lo hicimos todo tan bien que no pudo salir mejor.
—Se me ocurre una solución —dijo Owen—; pero no quiero explicarla a nadie antes de ponerla en práctica. Al fin y al cabo la culpa principal es mía.
—¿Qué piensas hacer? —gruñó Arthur Atchinson—. Si piensas cargarnos con unos cuantos cadáveres más te aconsejo que no intentes nada. Ya tenemos bastantes líos.
—Yo sé lo que debo hacer y lo haré antes de que me expulsen del Cuerpo.
Cuando quedó solo, Duke dejóse caer en un sillón, y pasándose una mano por la frente, murmuró:
—¡Sin embargo, el plan era perfecto! Si ha fallado ha sido porque alguien se ha portado como un imbécil o alguien ha sido infinitamente listo. Si al menos supiese de quién sospechar. El hallar las pruebas sería muy fácil.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta y casi al instante se oyó la inconfundible voz de Susana Cortiz, que entró corriendo en el salón y dejóse caer en un sillón, frente al de Duke.
—Ya he leído que el doctor "Muerte" os ha dado otro disgusto —dijo—. Pero no debes preocuparte. Ya se quién es el doctor "Muerte".
—¿Quién es? —preguntó, ansiosamente, Duke.
—El hermano de Bob Marty, que fue enemigo público número uno.
—¿Y dónde está ese hermano? —preguntó Duke.
Susana se encogió de hombros y con una carcajada replicó:
—No lo sé; pero, a ti no te costará nada encontrarlo. Me parece que ya he hecho bastante por ti.
Duke miró fijamente a la señorita Cortiz y luego, con voz serena, casi demasiado serena para que fuera realmente serena, declaró:
—Susana, a veces me pareces encantadora; pero en estos momentos te estrangularía con muchísimo gusto.
—Es una forma muy poco fina de agradecer mi ayuda. Si supieses la de groserías que he tenido que aguantar de los distinguidos agentes federales. Hubo uno que me invitó al cine y cuando estuvimos allí tuve que recordarle que estábamos en un cine, no en mis habitaciones. ¿Y sabes lo que respondió? Pues que por su parte estaba deseando conocer el color del papel de mi dormitorio.
—¿Y qué pasó luego?
—Él no se enteró hasta más tarde, cuando lo hicieron volver en sí en el botiquín del cine. Y eso que sólo le di con el bolso.
—¿Y qué llevabas en el bolso?
—Creo que un cenicero de cobre que pesaba dos kilos y que compré en una de esas deliciosas tiendas de antigüedades de Washington.
—¿Y gracias a todo eso conseguiste averiguar que Bob Marty tenia un hermano?
—Si. Gracias a las recomendaciones de diez policías conseguí llegar a casa de un tal Fosco Buffarini, quien después de perderse en consideraciones acerca de una tal Paulina Bonaparte que se dejó retratar desnuda por un escultor muy famoso y que, según ese Fosco, es mi imagen convertida en mármol, acabó por decirme que en una ocasión había oído decir a Marty que tenía un hermano. También me dijo que Marty había reunido casi un millón de dólares que nadie encontró y que deben de estar aún escondidos.
—Esa es una buena idea —admitió Duke—. ¿Qué más averiguaste?
—Nada más. Tuve que cerrarle la boca a aquel Fosco con ayuda de aquel cenicero y de otro igual que encontré en una tienda de antigüedades. Fueron cuatro kilos de cobre, que cayeron sobre él desde una altura de metro y pico. Cuando le dejé estaba echando sangre por la nariz y por los oídos y creo que también la echaba por la boca, junto con algunos dientes que se destrozó al pegar contra el bordillo de la mesa.
—Parece que has descubierto una buena arma —sonrió Duke—. Es lamentable que no puedas utilizarla contra el doctor "Muerte".
—Cuando lo acorralemos yo me encargaré de él —dijo Susana—. En Washington he aprendido mucho. ¿Cómo fue que no pescasteis al doctor ese cuando fue a matar a Raban?
—Es que no mató a Raban, sino a otro agente, llamado Guerin —replicó Duke, explicando a continuación, detalladamente, todo cuanto había ocurrido.
Cuando terminó, Susana miró pensativamente a Duke y declaró:
—Si yo fuese policía, ¿sabes de quién sospecharía en primer lugar?
—¿De quién?
—De ti. Estuviste en la ejecución de Corbin, pudiste cometer todos los demás asesinatos, especialmente el de Raban, y como odias tanto a los antipáticos agentes federales, pudiste aprovechar la oportunidad para matar a otro.
Sonriendo, Duke replicó ante el horror de Susana:
—En eso que has dicho hay mucha más verdad de la que tú imaginas.
—¡Eh!
—Sin ¡eh! ¡Ah! ni ¡Oh! Has dado un martillazo a ciegas y has pegado en un clavo; pero hay tantos clavos que es muy difícil decidir si has acertado o no.
—Pero... ¿tú serias capaz de matar a tantas agentes federales? —preguntó Susana.
—Yo soy capaz de matar a todos aquellos que ofenden a mi prometida.
—¿Quién es tu prometida? —se apresuró a repicar Susana—. ¿La conozco?
—Ya sabes que eres tú.
Susana Cortiz se miró la mano libre de todo anillo y comentó:
—No se nota en nada. Pero si tú lo dices imaginaré que luzco un brillante de cincuenta quilates.
—Ya te lo hubiese comprado, de no ser por ese doctor "Muerte" que ha complicado nuestra existencia. En cuanto capturemos al doctor te compraré el anillo que prefieras.
Soltando una risa de felicidad, replicó:
—Si tuvieses sentido pedirías a Dios que el doctor "Muerte" no se dejara capturar jamás. Tú no sabes lo que yo soy capaz de pedir y escoger.
—Pero tú sí que sabes lo que quedará de mi fortuna según lo que tú pidas. Si te gusta la idea de fregar los platos de la comida con los dedos y los brazos y el cuello, cargados de brillantes, allá tú.
—Por esa cantidad de brillantes una mujer es capaz de muchas cosas, Duke —replicó Susana—. Desde fregar los platos hasta ir al cine con un agente federal.
—Pero si llevabas siempre el monedero de los dos ceniceros acabarían por confundirte con el doctor "Muerte". Ya sabes que su afición son los agentes federales.
Súbitamente seria, Susana preguntó:
—¿Y a ti no te ha amenazado?
—Un poco —sonrió Duke—; pero no te preocupes, chiquilla; soy muy duro de pelar.
—Nunca lo serás tanto como yo deseo.
—Gracias, Susana. Un día de estos pondré en práctica el método de hacer brillantes sintéticos y si da resultado tendrás el mayor del mundo. ¿Quieres que vayamos juntos a cenar en algún restaurante?
—No. Prefiero comer los horrores que prepara Butler. Cada camarero que se acercase a ti me parecería el doctor "Muerte". Y creo que si alguno se acercaba con un cuchillo para cortar algo le tiraría un jarro a la cabeza.
—A pesar de todo prefiero ir a un restaurante. El pobre Butler no ha nacido para cocinero, y cada vez que trata de demostrar lo contrario fracasa estrepitosamente. Además quiero pasar por el Hospital General a recoger alguna información. Tú me ayudarás. —No suelto los ceniceros —declaró Susana cogiendo el monedero—, y además agregaré una de esas pistolas tan pesadas que tú tienes.
Cuando iban a salir, Butler aguardó a que Susana saliera delante y entonces preguntó en voz baja a su amo:
—¿Tan malo soy como cocinero, señor?
—Eres mejor de lo que tú imaginas —replicó Duke—. Y cuando estemos casados y no haya peligro, yo, seré el primero en pedirle a ella que nos quedemos en casa; pero hoy necesito salir y me convenía disuadirla.