UN AGENTE FEDERAL MENOS

Lockwood Baxter se sentía muy poco feliz. Había ganado popularidad y creyó que dicha popularidad le iba a colocar muy alto en su carrera. Durante más de dos años había intervenido en muchas operaciones con sus compañeros. Era valiente y poseía una inteligencia privilegiada. Sus padres le habían dejado una herencia lo bastante grande para que pudiera vivir sin apuros económicos. La renta de aquel capitalito habíase ido acumulando porque Lockwood Baxter tenía ya suficiente con lo que ganaba como agente federal.

Había estudiado la carrera de leyes y en el momento de elegir su camino en la vida, una invitación de J. Edgar Hoover, el jefe de la Oficina Federal de Investigación, le llevó a aceptar el cargo de agente federal. Durante unos meses estuvo instruyéndose en la escuela de los federales. Y aprendió a disparar y a meter la bala en el blanco. Sabía luchar y vencer utilizando sólo las manos. Conocía todo el complicado mecanismo de las investigaciones policíacas y era capaz de tomar e identificar unas huellas dactilares, así como de realizar complicados análisis.

El dominio de las leyes le permitió enviar a la isla de Alcatraz a varios de los más famosos contrabandistas de licores. Ni Al Capone ni los demás podían ser acusados con pruebas de ningún delito de sangre. Parecía que su astucia los había colocado por encima de la Justicia; pero todos habían descuidado algo: el pago de los impuestos de la renta. ¿Quién iba a imaginarse que un día el Gobierno les acusaría, precisamente, de no haber pagado el tanto por ciento de los beneficios adquiridos robando, faltando a las leyes y traficando con alcohol prohibido, estupefacientes y con la prostitución? Un día aquellos contrabandistas, que vivían como príncipes, se vieron sorprendidos par la visita de unos agentes recién nombrados que en lugar de preguntarles cómo habían adquirido sus millones les pidieron las comprobantes de los pagos a la hacienda pública. Existían unas leyes muy inocentes y de tan fácil quebrantamiento que a nadie se le había ocurrido cumplirlas. Un breve examen permitió a aquellos agentes demostrar que Al Capone había ganado ocho millones de dólares, había gastado cinco o seis y no había pagado ni un céntimo al fisco. Y Al Capone, el rey de los traficantes en alcohol, fue condenado a diez años en el presidio de Alcatraz, no por haber asesinado o mandado asesinar a casi un centenar de hombres (de esto no existía prueba alguna), sino por haber defraudado a la Hacienda al no pagar su impuesto sobre la renta (de lo cual existían múltiples pruebas). Y así ocurrió con los otros. Los agentes federales terminaron con la mayoría de los reyes del crimen y, pocos días antes, Lockwood Baxter había acompañado a San Francisco, para encerrarlo en la vieja fortaleza de la isla de Alcatraz, a Frankie Fiazzi, el último de los viejos traficantes de licores. Piazzi había logrado disimular sus ingresos y parecía a salvo; pero Baxter consiguió descubrir sus libros de contabilidad y reunir las pruebas suficientes para que le condenaran a diez años más.

¡Y el premio de aquel último éxito había sido una desagradable conversación con su jefe, que le había ido a esperar a Nueva York!

—Has tenido mucho éxito, Baxter. Muchos éxitos.

Esto lo había dicho el jefe después de estrecharle la mano.

—Gracias. Hice lo posible por triunfar.

—Sí, ya lo sé. Muchos éxitos Y el que menos publicidad te dio fue el caso de Bob Marty.

Si, el caso de Bob Marty no le dio mucha fama.

—Los periódicos han publicado muchas fotografías tuyas. Y los del Oeste demasiadas.

—¿Por qué demasiadas?

—Los periódicos tienen que publicar algo —dijo Baxter, queriendo quitar importancia a sus éxitos.

El jefe se había acariciado la barbilla y luego mirando con preocupada expresión a Baxter replicó:

—Baxter, tú eres de esos agentes que se prestan idealmente para que los periódicos publiquen fotografías suyas. Eres atractivo. Las mujeres gustan de ver tu fotografía. Por eso los periódicos la publican. No te pareces en nada al rudo policía ni al agente de rostro poco agradable y expresión estúpida, que viste con pésimo gusto. Tú, además de ser un agente a lo Hollywood, eres valiente. Sabes estar oportunamente en todos los conflictos que te pueden dar popularidad. Te hemos visto retratado al lado de varios cadáveres. Estabas junto al de Malty, entre Taylor, Story y otros. Tu cara es tan conocida como la de Clark Gable.

—¿Es malo eso?

—Es peor. Ya no te podemos utilizar, porque sería como utilizar a Clark Gable. Se te conoce demasiado. Eres un aviso para todos los delincuentes. En cuanto te ven ya saben quién eres. Les federales debemos ser hombres sin nombre y sin cara. Somos una entidad, no una personalidad. El anónimo es nuestra mejor arma. Por eso necesito que dimitas. Dedícate a la abogacía.

¡Dedicarse a abogado! ¡Qué horror! Sería como si a un aviador de guerra le aconsejaran que se dedicase a conducir un taxi.

—Pero... yo esperaba... ¿No habría manera...? No quisiera dimitir.

—No debiste aceptar el halago de la publicidad. Ahora ya sólo nos servirías como instructor si quieres...

¡Instruir a otros novatos! Prepararlos para unas luchas en las cuales él jamás intervendría. Renunciar a la fama...

—¡No! No puedo hacer eso.

Había dimitido. El jefe guardaba ahora su carnet, su placa y su pistola.

—Lo siento de veras, Baxter —le había dicho, al final, el jefe—. Mis órdenes vienen de muy arriba Tu cara te ha anulado como agente federal. Lo lamento. Podría habértelo dicho por carta. Me hubiese ahorrado un mal rato; pero creo que así es mejor. Era una cobardía.

Hasta el día siguiente no se daría estado oficial a su cese en el cargo. El jefe le había entregado una pistola y un permiso especial para uso de armas. Y le había ofrecido una recomendación para que ingresara en el cuerpo de Policía uniformada.

Todo aquello era injusto. Demasiado injusto. No aceptaría aquella compensación que lo era todo menos una compensación. Se dedicaría al detectivismo privado y cosecharía tantos laureles que sus jefes se maldecirían por la estupidez cometida al expulsarle. Sería un...

Lockwood Baxter interrumpió sus pensamientos. Un hombre que hasta entonces había caminado ante él acababa de detenerse y se estaba tambaleando como un borracho. Pero no estaba borracho, porque hasta entonces su paso había sido enteramente normal. Más bien debía de estar enfermo.

El transeúnte empezó a buscar a tientas un punto donde apoyarse para no caer. La calle estaba desierta. Sólo se encontraban en ella el hombre y Baxter. Éste decidió acudir en auxilio del desconocido.

En cuatro zancadas estuvo junto a él, en el instante en que parecía a punto de desplomarse. Con fuertes brazos lo sostuvo Baxter, diciendo:

—Serénese, le llevaré...

El desconocido levantó la cabeza y miró a Baxter. Éste iba a lanzar una exclamación de asombro; pero la que brotó de sus labios fue muy distinta. El hombre, que ya no era un desconocido para Baxter, se fue levantando en tanto que su mano derecha ejecutaba un corto movimiento. De la garganta de Baxter salió un agónico estertor y al caer su cuerpo en tierra se libró por sí mismo del acero hundido en su vientre.

Una vez en tierra, el agente federal comenzó a quejarse débilmente. Luego sus quejidos se apagaron y el cuerpo quedó inmóvil. Los labios se cerraron y Lockwood Baxter, el predilecto de los periodistas, se llevó al más allá el secreto de la identidad del doctor "Muerte".

Cuando una hora más tarde un policía encontró en su ronda el cadáver de Lockwood Baxter halló prendida en la ropa del interfecto una de las trágicas recetas del doctor "Muerte".

"Extracto de un diario íntimo. Y van cinco. Ya faltan muy pocos. Mi hermano ya debe sentir una paz infinita en su tumba. Él me legó esta venganza. Yo la estoy cumpliendo. Lockwood Baxter ha muerto. Tenía una cara hermosa. Pero mañana por la mañana, cuando publiquen su fotografía, ya no se parecerá a un astro del cine. Estará horrible. Y a mí nunca me parecerá tan hermoso como ahora, con los ojos vidriosos, la boca torcida, el cabello desordenado y la ropa manchada de sangre. Hasta ahora siempre le habían retratado de pie junto al cadáver de sus víctimas. Esta vez retratarán a otros junto a su cuerpo. Esta vez será la víctima.

"Te faltan muy pocos. Dos más y todo habrá terminado. Pero me gustaría agregar a otros. Este estúpido de Max Mehl, con su cara de zanahoria, seria una víctima ideal. Le dedicarían una página entera en los periódicos. Y a Duke también me gustaría hundirle un cuchillo en el corazón. Creo que terminaré haciéndolo. Pero antes he de calmar a mi hermano. Sólo cuando él repose en paz podré continuar en otros la justiciera obra que he emprendido.