EL PERIODISTA QUE NO LLEGÓ
Jamás, en sus largos años de experiencia, habíase encontrado el alcaide de Sing—Sing en una situación como aquella. Amarrado en la silla eléctrica, se encontraba un cadáver. Derrumbado sobre un banco se hallaba otro cadáver. La presencia del primero era totalmente lógica. La del seguido, por el contrario, era, no sólo ilógica, sino insultante. Sólo la Ley tenía derecho a matar en aquel recinto, utilizando para ello el más moderno sistema: la electricidad. A los demás les estaba formalmente prohibido.
Pasaron unos minutos sin que nadie supiese qué hacer. Todos se miraban como esperando que a alguno se le ocurriera la idea genial que debía resolver todo el problema planteado.
—El asesino está entre nosotros —dijo, al fin, Duke, volviéndose hacia Max Mehl.
El Jefe de Policía se pasó una mano por la frente abrillantada por el sudor. Aquella situación era la peor que recordaba. Miró a los periodistas y los vio tan alterados como él; pero aquel estado de ánimo pasaría tan pronto como saliesen de allí y pudieran transformar su emoción en sensacionales artículos de Prensa: "Crimen frente a la silla eléctrica".
Esta cabecera aparecería en infinitos periódicos. Y aquellos periódicos explicarían que entre los testigos se encontraba el Jefe Superior de Policía de la ciudad de Nueva York. Seguramente publicarían su retrato y le pedirían a coro que se fuese al diablo y abandonara un cargo para el cual no demostraba ninguna capacidad.
De pronto, las palabras de Duke Straley resonaron de nuevo en sus oídos: "El asesino está entre nosotros". Sí, eso era. El asesino estaba entre los presentes. A excepción del hombre que había muerto en la silla eléctrica, todos los demás eran posibles culpables.
—¡Que nadie salga de aquí! —ordenó de pronto el Jefe de Policía, y esta orden sonó extrañamente en sus propios oídos.
El alcaide volvióse hacia los guardas que estaban junto a la silla eléctrica y dio una orden. En pocos minutos el cuerpo de Tony Corbin fue colocado en una camilla y cubierto con una manta.
—¿Qué salidas existen? —preguntó Max al alcaide.
—Sólo hay tres —replicó éste—. La puerta por donde entraron ustedes, que conduce a las celdas y la que utiliza el verdugo.
Como las dos primeras puertas estaban cerradas y no habían sido abiertas, Max, Duke e Israel Owen—Irish dirigiéronse hacia la cabina desde la cual el ejecutor de la Justicia daba paso a la electricidad. Apenas apartaron la cortina de lona que ocultaba al verdugo, se dieron cuenta de que las emociones y las sorpresas aún no habían terminado por aquella noche. Caído en el suelo, al pie del cuadro de mandos, estaba el verdugo de la ciudad de Nueva York, y la puerta de acero por la cual había entrado se hallaba entreabierta, así como la otra puerta que al final de un breve pasillo comunicaba con el patio.
—Ha huido por aquí —dijo roncamente el agente federal.
No dijo quién había huido, pero no era necesario decirlo, ya que los otros dos hombres sabían perfectamente a quién se refería. Owen—Irish siguió el pasadizo y abrió la puerta. Desde allí se abarcaba casi todo el patio del penal; pero no se veía a nadie. Cerrando la puerta, el agente federal regresó junto al Jefe y Duke.
—Habría que ordenar que no se permitiese la salida a nadie —dijo—. Si el asesino escapó por aquí no es fácil que haya logrado abandonar aún el presidio.
Volviendo a la cámara de la muerte, Max Mehl encargó al alcaide que ordenase el cierre absoluto de las puertas y la más estricta vigilancia. Utilizando un teléfono, Lewis J. Lawes dio las oportunas órdenes, y a continuación ordenó también al sargento de la antesala que abriese la puerta, tomando antes la precaución de cerrar con llave la puerta que comunicaba con el patio.
Todos los testigos salieron de la cámara y pasaron a la antesala, sentándose en las sillas y bancos allí dispuestos. En la cámara sólo quedaron Max Mehl, Duke, el agente federal y los guardas que custodiaban el cadáver de Corbin, así como otros que habían sacado al verdugo de su cabina y, con ayuda de los médicos, estaban tratando de hacerlo volver en si, después de certificar que sólo sufría los efectos de un recio golpe en la cabeza aplicado, sin duda, con un saquillo de arena.
Al cabo de un momento de rebuscar por entre los bancos, Owen—Irish señaló un montoncito de arena y poco más allá Duke encontró un saquito vacío, dentro del cual aún quedaban muchos granos de arena.
John Pomeroy fue colocado también en una camilla y cubierto con un abrigo. Luego Max y sus compañeros volvieren a la antesala. El Jefe de Policía miró a los allí reunidos con una expresión distinta. Seguramente el asesino no estaba entre ellos. Había huido ya. ¿Conseguirían capturarle?
—Buen asunto para usted, señor Straley —dijo Hugh Brice—. Ahora ya no podrán ocultar la existencia del doctor "Muerte".
—¡Cuánto me alegro de no haber estado presente! —dijo Susana, cogiéndose del brazo de Duke—. ¿No sería preferible que nos marchásemos lejos de Nueva York?
En aquel instante sonó el timbre del teléfono de encima de la mesa escritorio y el sargento tuvo que detener con recia mano a los periodistas que se lanzaban hacia el aparato.
—Esto no es para ustedes —dijo.
Llevándose el auricular al oído preguntó:
—¿Quién llama?
La voz de Flancis Graham, director del Herald, llegó hasta el sargento, preguntando:
—¿Es verdad que han asesinado a John Pomeroy?
—¡Eh! —exclamó el sargento—. ¿Qué dice? —y en seguida agregó:— Un momento. Hablará con el jefe
Dirigiéndose a Max Mehl, explicó:
—Graham, el director del Herald pregunta si es verdad que han asesinado a Pomeroy. ¿Qué le digo?
Max Mehl volvióse, furioso, hacia Brice y preguntó:
—¿Cómo ha logrado comunicar la noticia?
El periodista movió negativamente la cabeza.
—Yo no he hablado con mi jefe —replicó—. Estaba deseando hacerlo, pero no he podido acercarme a ningún teléfono.
Max Mehl tomó el teléfono y preguntó:
—Oiga, Graham, ¿qué historia es esa de que han matado a Pomeroy?
—Hola, Max —replicó el director del Herald—. Por el temblor de su voz veo que la cosa es cierta. Han hundido un puñal en la espalda de John Pomeroy, agente federal, en ele mismo instante en que era electrocutado Corbin. El doctor "Muerte" ha cumplido su amenaza. Ya no podremos seguir ocultando la existencia de ese hombre. El público debe conocerla.
—¿Quién le ha dado la noticia?
—La acabo de recibir ahora —respondió Graham—. Se la voy a leer. Escuche:
"A las once en punto de la noche, en el preciso instante en que se cumplía la sentencia contra Tony Corbin, condenado a muerte por haber matado a un agente federal, John Pomeroy, otro agente federal, ha sido apuñalado en la misma cámara de la muerte de Sing—Sing, en presencia de unos veinte testigos, por el doctor "Muerte".
“Este es el mensaje que acabo de recibir por un mensajero especial. Uno de mis espías me ha comunicado que el director de la Gazzette ha recibido un mensaje idéntico. ¿Es verdad?
—Claro que es verdad —respondió Max Mehl—. Pero le agradeceré que no publique...
—Eso es imposible, Max —replicó Graham—. Se trata de la noticia más sensacional del año. No publicarla seria como tirar cien mil dólares. Sólo quería saber si el aviso mentía o no. Le prometo que seremos suaves con usted. ¿Puede permitir a Brice que hable conmigo?
—No. Todavía no.
—¡El asesino dejó sin sentido al verdugo! —gritó Hugh Brice, acercándose lo más posible al teléfono, antes de que Max Mehl pudiera impedírselo.
Francis Graham se apresuró a colgar el teléfono y Max miró, furioso, a Brice, quien trató de desarmarle, diciendo:
—Ahora ya es inevitable, Max. Se ha de saber todo y no puede evitar que el público sea informado. ¿Qué piensa hacer con nosotros?
—Creo que ante todo debemos averiguar cuál de los testigos o periodistas falta —dijo Owen—Irish.
—No falta nadie —declaró Brice—. Estamos todos los que estábamos cuando entramos en la cámara. El único que falta es Pomeroy.
Duke y Susana se habían acercado a la mesa del sargento, y el primero pidió:
—¿Quiere dejarme ver las invitaciones, sargento?
Éste miró interrogadoramente a Max Mehl, quien asintió cansadamente con la cabeza. El sargento sacó del cajón en el que había guardado todas las invitaciones y las tendió a Duke. Éste las cogió y, leyendo el nombre escrito en la primera, preguntó:
—¿Quién es John McKerlie?
Uno de los que estaban sentados junto a la pared se levantó, explicando:
—Yo soy. Me enviaron la tarjeta porque hace tiempo pedí asistir a una ejecución; pero no volveré a hacerlo. Soy corredor de Bolsa. No me gustan esos espectáculos.
—¿Dónde estaba sentado cuando ocurrió el crimen? —preguntó Owen—Irish.
—Por fortuna estaba en el extremo opuesto al banco —respondió el testigo—. No vi nada. No se nada.
—¿Quién estaba a su lado? —preguntó Duke.
—Este señor —y McKerlie, señaló a otro de los testigos.
—¿Quién es usted? —preguntó Duke.
—James Clepham —contestó el interrogado.
Duke examinó las tarjetas hasta encontrar la de Clepham. La apartó a un lado, junto con la de McKerlie.
—¿Vio usted algo que nos pueda conducir al descubrimiento del asesino? —inquirió el millonario.
—No vi nada —declaró Clepham—. Ni siquiera vi cómo mataban a Corbin. Cerré los ojos y me tapé los oídos. Lo único que se es que el señor McKerlie estaba a mi lado. No creo que él matase a nadie.
Duke fue examinando las invitaciones e interrogando a aquellos cuyos nombres figuraban escritos en ellas. George Bignell, John James Ridge, Frederick Jennings, Michael Courcy, Francis Whitney, Flowers Beckett, Stephen Dillon, Thomas Pichards, George Byron, Winlac Edward Scott, William Corke, Vernon Lanphier, James Henry Johnston, William Franklyn Peter. Después de interrogar a este último, que no aportó ningún detalle importante a pesar de haber estado junto a Pomeroy, Duke pronunció otro nombre:
—Henry Cox.
—No ha venido —dijo Hugh Brice—. Es el reportero que debía escribir aquel libro...
—Sin embargo, su invitación está aquí —replicó Duke.
Había encontrado aquella invitación mucho antes; pero la había ido guardando para el final.
—Ahí sólo están las invitaciones que entregaron los testigos —dijo el sargento—. Si la invitación de Cox está entre ellas es que Cox ha estado aquí, aunque yo no lo he visto ni recuerdo haber recibido su invitación.
—¡Alguien ha utilizado esa invitación para entrar aquí! —exclamó Max—. La invitación no puede haber llegado sola. Alguien la ha traído. ¿Quién?
—Henry Cox no ha estado aquí —afirmó Hugh Brice—. Estoy seguro.
Israel Owen recorrió con la mirada a todos los allí reunidos.
—No sobra nadie —murmuró Duke junto a él.
—Lo peor es que no recuerdo a nadie más —dijo el agente federal—. Si me obligasen a jurarlo afirmaría que sólo están los que estaban. ¿Recuerda alguno de ustedes a alguien que ahora no esté aquí?
Todos movieron negativamente la cabeza.
—Sin embargo, la invitación está sellada por los agentes de la primera puerta —declaró el sargento—. Eso quiere decir que alguien entró gracias a esa invitación. Entró en la cárcel y luego entró en esta antesala...
—Y lo peor es que no existe el menor rastro de esa persona —dijo Duke—. La única huella que nos queda de él es la muerte violenta de John Pomeroy.
—Y la tarjeta —dijo Israel Owen—Irish.
—Si, la tarjeta —dijo Max Mehl—. Pero si ese hombre ha llegado hasta aquí, forzosamente ha de estar aún en la prisión.
—Puede haber huido —dijo Susana.
—No —contestó Max—. Estoy seguro de que no ha podido huir,
—Si pudo entrar no veo por qué no ha de poder salir —objetó Susana Cortiz.
—Para entrar necesitó utilizar la invitación de Henry Cox —contestó Max—. Eso demuestra que no le era fácil entrar.
—Puede estar escondido debajo de alguno de los autos —sugirió Duke.
—Sí, eso es posible —declaró Max—. Tal vez se ha ocultado en algún coche para poder salir de Sing—Sing sin ser visto. Pero antes creo preferible telefonear al periódico de Cox. Allí nos dirán qué ha sido de él.
Max fue a la mesa, descolgó el teléfono y marcó un número que antes buscó en el listín telefónico. Su conversación con el director del periódico fue muy breve. Cuando hubo colgado de nuevo el receptor, volvióse hacia todos las que estaban allí y anunció:
—Henry Cox salió con tiempo suficiente para llegar a Sing—Sing y presenciar la ejecución de Tony Corbin. En la Redacción no saben nada de él.
—¿Qué piensa hacer con nosotros, Max? —preguntó Brice—. No puede retenernos aquí hasta que se resuelva el misterio del doctor "Muerte". Y si lo intenta será peor para usted y para todos. Tenemos que advertir al público la existencia de ese loco.
—La Oficina Federal de Investigación puede retenerles el tiempo que quiera —dijo Israel Owen—Irish.
—Pero no lo intentará —replicó Brice.
—¿Por qué no? —preguntó con violenta voz el agente federal.
—Porque de hacerlo se jugaría a una sola carta todo el prestigio que le hemos dado los periodistas.
El timbre del teléfono interrumpió la discusión. El sargento respondió a la llamada y luego tendió el aparato a Max Mehl, explicando:
—El director del Sentinel quiere hablar con usted.
Esta vez la conversación fue más prolongada. Al terminar, el Jefe de Policía colgó cansadamente el teléfono, y explicó con fatigada voz:
—Henry Cox ha aparecido. Le encontraron dentro de su auto, sin sentido y atado al volante por medio de unas esposas de acero.
—¿Dónde le encontraron? —preguntó Duke.
—En Pelham, lo bastante lejos de Sing—Sing para que no haya podido llegar allí desde aquí a tiempo de ser descubierto ahora.
—Creo que el asunto es muy malo —dijo Duke.
—Es pésimo —admitió Max.
—Pero tenemos que hacer algo —declaró Israel Owen—Irish.
—Hacer algo es fácil —replicó Max—. Lo difícil es hacer lo necesario para quedar un poco bien ante la opinión pública. Los periódicos van a crucificarnos.
—Seremos todo lo blandos que nos permita la situación —dijo Brice.
—Eso quiere decir que serán lo menos duros posible —contestó Max—; pero de eso a lo que nos convendría...
—Más duros serán con la Oficina Federal de Investigación —intervino Israel Owen—Irish.
—Especialmente si nos siguen impidiendo comunicar con nuestros periódicos —declaró uno de los periodistas—. Se están interponiendo entre nosotros y la más sensacional información.
Max Mehl lanzó un bufido de rabia.
—Les prevengo que aún no estoy seguro de que entre ustedes no se encuentre un asesino. Les voy a tomar las huellas dactilares, y como las de alguno de ustedes no concuerden con las de sus carnets de periodistas, les prevengo que voy a ser muy duro.
Pero cuando a las tres de la mañana los periodistas recibieron permiso para salir de Sing—Sing y volver a sus ocupaciones, los demás testigos tardaron aún dos horas más en probar su personalidad y en poder regresar a sus domicilios.
El interrogatorio del verdugo no echó ninguna luz sobre el misterio. El ejecutor de la justicia recordaba haber dejado entreabierta la puerta que daba al patio, aunque había cerrado con llave la entrada a la cabina. Habituado a las exclamaciones de los testigos, después de la ejecución, no había hecho ningún caso al oír los gritos de que alguien había muerto.
—Supuse que se referían al reo —dijo—. Me quité los guantes de goma y me dispuse a esperar el permiso para salir de la cabina, cuando de pronto sentí un terrible golpe en la cabeza. No recuerdo nada más. No vi a nadie ni oí nada.
—Por fortuna no le mataron a usted también, Elliot —replicó Max Mehl—. Era lo único que faltaba.
—Sin embargo, le fue de muy poco —observó Owen—. El golpe con un saquillo de arena suele ser mortal.
—Tengo un cráneo muy duro —replicó el verdugo. Y en seguida agregó:—Además, no sé de nadie que tenga sentimientos hostiles hacia mí.
—Es cierto —dijo Max—. Los únicos que podrían alimentarlos están bien muertos.