EPILOGO QUE NO ES EL FIN

EL valle de El Cortez lucía con el esplendor de la recién nacida mañana. El cálido aire del desierto llegaba tamizado por la frescura de los manantiales y perfumado por el aroma de los árboles en flor. En el patio del rancho de los Lugones aguardaban tres hermosos caballos de pura sangre árabe, regalo del estanciero a Guzmán, Abriles y Silveira. Junto a ellos veíanse otros seis animales cargados de abundante impedimenta.

Habían transcurrido quince días desde que el misterio de la muerte de Isaiah Quincey quedara providencialmente resuelto. Guzmán y su compañero regresaban a la civilización.

—Pero volveremos —prometieron.— Traeremos con nosotros una legión de hombres que nos ayuden a implantar la paz en El Cortez. Queremos que esto sea un verdadero paraíso para el bien en vez de ser un refugio del mal. Ahora somos pocos. Seríamos vencidos. El mal ha echado muy hondas raíces en esta tierra.

Edith se quedaba.

—Entregue esta carta a mi padre —pidió al español.— Le cuento toda la verdad. Si es comprensivo, vendrá a darme su bendición y el permiso para mi boda con José Lugones. Si no quiere atender a razones, no volverá a verme... —Sonrió con sus hermosos labios y sus deslumbrantes ojos y añadió:— Pero sé que vendrá. Es un hombre justo... Además usted le convencerá.

—Dígale que yo quiero estrechar su mano-pidió Juan María Lugones, que estaba sentado en un sillón frailuno, a la sombra del tupido emparrado de la terraza

—No les entretengamos más —dijo José.— Les espera una larga travesía de desierto.

Todos, menos el herido, descendieron al patio. El sol arrancaba vivos destellos a la plata de los arneses de los caballos.

—Silveira estará contento —declaró Abriles, acariciando el caballo destinado a su compañero.

—¿Volverá con ustedes? —preguntó Edith.

—Seguramente. Querrá colaborar en la tarea de traer la paz a El Cortez. No será empresa fácil... pero la llevaremos a cabo.

—Yo les ayudaré... —empezó José.

Edith le dirigió una temerosa mirada.

—No, tú no —pidió. Luego, riendo, añadió:— Ya empiezo a portarme como una esposa vulgar...

—No, como una esposa enamorada —rectificó Guzmán.— Cuando su padre sepa que queda al cuidado de dos cuatreros, se va a horrorizar.

—Turner y Wailey me defenderán si es necesario.

—¿Y yo? —preguntó José Lugones.

—Tú no debes exponerte-rió la muchacha.

Pero el sol ascendía rápidamente por el horizonte. Había llegado la hora de marchar.

Sobre sus caballos, Guzmán y Abriles saludaron a los que se quedaban en El Cortez, en espera de que llegase la legión que formarían los que se iban para imponer la Ley y el Orden en el pueblo, en sustitución de la Ley de los 45, que había dictado ya su última sentencia.

Salieron del patio y, cruzando las hermosas tierras, los dos amigos comenzaron a ascender por el camino que conducía a la entrada del valle. Los campesinos los veían partir con inquietud. Ignoraban que volverían pronto a la cabeza de un grupo de hombres dispuestos a que la Ley se respetase en aquel infierno.

A medida que iban ascendiendo, aumentaba el calor. Por fin llegaron a lo alto. El desierto extendióse, interminable, ante sus ojos. Un vapor que parecía elevarse de la tierra quemada, o que tal vez era niebla o polvo, flotaba ante ellos, envolviéndolos en sus impalpables mallas.

Antes de lanzarse hacia el camino de regreso, que habían emprendido ya los animales de carga, Guzmán y Abriles se quitaron los sombreros y dirigieron un último saludo a los que estaban en el rancho, del que sólo veían el blanco edificio central, en cuya emparrada terraza adivinaban a los Lugones, a Edith y a los dos cuatreros.

Los que se quedaban en El Cortez vieron recortarse sobre el deslumbrador fondo del desierto, al borde del alto acantilado, a los dos amigos que se iban y de los cuales, un momento después, sólo quedó una nubecita de polvo levantada por sus caballos.

Pero en la despedida no había angustia. Aquello no era el fin, era sólo la terminación de la primera parte de la lucha por convertir El Cortez en un paraíso de verdad.

Un poco de viento disipó el polvo y todo volvió a estar como antes. Reinaba la calma que precede a las grandes tormentas.

FIN