CAPÍTULO V
MIENTRAS reanudaban el avance hacia el Rancho del León, Guzmán y Abriles envolvieron cuidadosamente los pesados sacos de billetes. Luego el mejicano acercóse a Edith y le recomendó:
—Recuerda que eres mi hermana y la hija de don Lorenzo Marqués. Eres mejicana, de Chihuahua. Y, sobre todo, no olvides que no debes hablar, excepto cuando nosotros te preguntemos algo.
—¿Dónde vamos?
—Pasaremos la noche en el rancho. Nos tomarán por gente mala; pero mientras paguemos no se meterán, con nosotros.
La entrada de los tres caballos en el corral del rancho provocó una algarabía de cacareos, huida de gallinas y patos y, por último, la aparición de un muchachito que, asomando la cabeza por la puerta, examinó a los recién llegados para desaparecer en seguida sin preguntar nada. Un momento después, cuando Guzmán ayudaba a Edith a saltar al suelo, apareció una mujer alta, enjuta, de grises cabellos y bondadosos ojos. De cuando en cuando se echaba hacia atrás los rebeldes mechones que pugnaban por caerle sobre el rostro. Luego, secándose las manos en el oscuro delantal, saludó:
—Buenas tardes, forasteros.
—¿Cómo está usted, señora? —replicó Guzmán, saludándola con una inclinación.— ¿Podría ofrecernos alojamiento por esta noche?
—Son ustedes los segundos que lo solicitan hoy. —replicó la mujer.
Edith se dio cuenta de que esto era un aviso. Si ellos no querían compañía podían marcharse sin entrar en la casa, evitando así ser vistos por los que estaban ya dentro.
—¿Son gente de Silver City? —preguntó, indiferente, Abriles.
—Vienen de Méjico-contestó la mujer, clavando la vista en los dos hombres.
—¿Son muchos? —inquirió Guzmán.
—Dos.
—¿Mejicanos?
—No, sólo vienen de Méjico.
—Entonces creo que entraremos-decidió Guzmán.
—Un momento, forastero —interrumpió la mujer.— ¿Busca usted pelea contra esos dos? Si fuera así, recuerde que una casa ajena no es el mejor sitio para liquidar viejas querellas.
—No buscamos pelea... huimos de ella —sonrió Abriles.
La mujer también sonrió, precediendo a los recién llegados al interior de la casa.
—Mi chico cuidará de los caballos —dijo.— Les dará buena cebada y paja.
Antes de entrar en el edificio Edith observó que ninguno de sus compañeros había vuelto a asegurar los revólveres. Seguían dispuestos a empuñarlos en cuanto fuera necesario.
Al ruido que produjeron al entrar en la sala principal del rancho, dos hombres que estaban sentados junto al fuego se volvieron lentamente y saludaron con un movimiento de cabeza a los recién llegados.
—Buenas noches, amigos-dijo uno de ellos, alto, seco, de curtido rostro y lánguidos bigotes de un blanco teñido de nicotina.
Su compañero, más bajo, más grueso y de aspecto más alegre, saludó con un ademán lleno de cordialidad, al mismo tiempo que su mirada se clavaba, llena de admiración, en Edith. Sin embargo, no le dijo nada a la joven. Debía de conocer a los mejicanos y sabía lo expuesto que era decir algo que pudiese molestar a una mujer.
—Buenas noches-replicaron Guzmán y Abriles.
—¿Quieren sentarse junto al fuego? —preguntó el más alto.
—Gracias, no traemos frío.
—¿Un cigarrillo? —ofreció el más bajo.— Es mejicano puro.
—Después de cenar tendremos mucho gusto en aceptarlo-replicó Abriles.
—¿Vienen de muy lejos? —siguió preguntando el más alegre de los dos desconocidos.
—Sí, de muy lejos-contestó Guzmán, colocando sobre una silla los dos sacos de billetes.
—¿Está usted herido? —continuó preguntando el más charlatán de los dos hombres.
—Un rasguño.
—¿De bala?
—Un arañazo de jaguar.
—Pues...
—¡Cállate, Turner! —interrumpió el más viejo.— Por lo visto, aún no has perdido la costumbre de hacer preguntas. ¿Quieres que la próxima vez te peguen en medio de los sesos?
—No he preguntado, nada malo, Wailey-protestó el llamado Turner.
—No le hagan caso, caballeros-rogó Wailey. —No vivirá mucho tiempo.
—¿Está herido? —preguntó Edith, olvidándose de la recomendación que le hicieran.
—No; pero tiene la lengua demasiado larga, que es mucho peor. No comprende que el hablar con exceso es malo para la salud.
—No ha preguntado nada improcedente. —sonrió Guzmán.— Puesto que ya sabemos sus nombres, señores, nos presentaremos: Lorenzo Marqués, para servir a ustedes, mi hijo Juan y Guadalupe, mi hija.
—Encantados —aseguraron Turner y Wailey.
—¿Cómo está Méjico? —preguntó Abriles.
Turner y Wailey le miraron, inquietos. El mejicano sonrió, divertido, explicando:
—Han hablado, de ofrecernos tabaco mejicano puro, las fundas de sus revólveres son obra de un guarnicionero de Chihuahua, las espuelas son nuevas y también mejicanas, y lo mismo puede decirse de sus pañuelos y camisas.
—¡Caray, qué vista! —rió Turner.— ¿Puedo hablar?
—Desde luego. ¿Qué desea preguntarnos?
—¿Les ha sido fácil huir de los que les perseguían?
—Desde el momento en que estamos vivos... —replicó Guzmán.
—Pero a usted por poco le destrozan un ala.
—Llegó sin fuerza. Y, a propósito, señores, ¿se sigue pagando bien en Méjico el ganado tejano?
Turner y Wailey soltaron una alegre carcajada.
—Somos lobos de la misma manada —declaró Turner.
—Nuestra especialidad no son precisamente, los caballos-replicó Guzmán.
—¿A qué se dedican? —preguntó Turner.
—Al producto directo —sonrió Abriles.
—¿Bancos? —preguntó Wailey.
—Quizá. ¿Han obtenido mucho de su último embarque de reses?
—Lo bastante para pasar un par de meses en El Cortez-declaró Turner. —Luego volveremos a las andadas. Tenemos un sistema infalible.
—¿De cosechar ganado? —preguntó Abriles.
—Eso mismo. Es cuestión de tiempo; pero no hay peligro y el negocio merece la pena.
—Esa manía de hablar te costará cara —interrumpió Wailey.
—No seas tonto-gruñó Turner. —¿No comprendes que son de confianza? Tengo, la suficiente experiencia para darme cuenta de cuándo estoy hablando con gente de la nuestra y cuándo con agentes de la Ley.
—Haz lo que te parezca; pero algún día sufriremos las consecuencias de tu manía. Y si el señor —señaló a Guzmán-te parece uno de los nuestros, entonces no sólo eres tonto, sino que además estás ciego.
—No se preocupen por nosotros-declaró Guzmán. —Están seguros. También pensábamos dirigirnos a El Cortez; pero hemos perdido la impedimenta y tendremos que ir a Mogollón o a Gila a buscar bidones para el agua y víveres.
—Los del pueblo nos persiguieron antes de lo que esperábamos-explicó Abriles.
—Eso es lo malo de su negocio-rió Turner. —Yo lo hago todo con más seguridad. Soy un especialista en cambiar marcas de ganado. He estado ensayando muchos años y creo que no hay técnico mejor que yo.
Edith escuchaba, asombrada, las palabras del cuatrero. Su vida en Boston parecía una cosa lejana o perteneciente a otra persona. ¡Qué mundo tan distinto aquel en que se estaba moviendo!
—Mi último triunfo ha sido encontrar una sobremarca para el ganado del Sindicato del Capitolio de Tejas.
Guzmán y Abriles demostraron interés. Si lo que Turner decía era cierto se habría conseguido una de las empresas tenidas por más difíciles por los cuatreros.
—Mi hija no conoce la historia del Sindicato-explicó Guzmán.
Turner se apresuró a explicarla:
—Es muy interesante, señorita. Cuando Tejas quiso construir un Capitolio para su Parlamento, las arcas del Tesoro estaban tan vacías que no había ni para pagar los planos. Pero Tejas es el Estado más grande de la Unión. Al Gobierno del Estado le sobraba tanta tierra como le faltaba oro. Alguien les dijo: «¿Por qué no pagáis con tierra?» Y la idea pareció tan buena que se formó un Sindicato que se comprometió a levantar por su cuenta el Capitolio, que es el más grande después del de Washington, recibiendo a cambio tres millones de acres de terreno. ¿Sabe qué hizo con ellos el Sindicato? Pues un rancho. El más formidable del mundo. Sembró unas cuantas vacas y toros, y en unos años aquello estaba lleno de terneros y... de ladrones de ganado. Los del Sindicato decidieron idear una marca que no pudiera ser contrahecha. ¿Sabe usted lo que es borrar una marca: sustituyéndola por otra? A todos los caballos y reses sus dueños los marcan con un hierro candente. Así, cuando a uno le encuentran con una res que lleva la marca de otra ganadería, saben que la ha robado y proceden a ahorcarle sin más contemplaciones.
—Pero los ladrones de ganado son gente lista y buscan la manera de borrar las marcas y cambiarlas por otras, de forma que los dueños no puedan reconocerlas ni reclamar-indicó Abriles.
—Eso es, señorita-siguió Turner. —Su hermano lo ha explicado bien. Tiene usted, por ejemplo, la marca del rancho L-cruzada, o la del T-anclada, que son así:
Turner buscó un papel y, sacando un trozo de lápiz, trazó estas marcas:
—Suponga usted que me he apoderado de mil o dos mil cabezas de ganado que luzcan estas marcas y deseo transformarlas en una marca nueva. Para ello, antes, habré tenido la precaución de inscribir mi marca en el registro de ganaderos. Será una marca de suerte. La del rancho Dólar, que es así.
Sobre el papel, Turner trazó el signo:
—Ahora sólo queda por hacer que transformar la L-cruzada y la T-anclada en unos hermosos dólares. ¿Se ve usted con ánimo de hacerlo?
Edith reconocióse incapaz de semejante proeza.
—Pues es sencillísimo. Fíjese:
Y, rápidamente, Turner disfrazó las dos marcas, así:
—¡Es increíble! —exclamó la muchacha.
—Eso es muy fácil. Lo difícil, lo que parecía imposible, era alterar las marcas del Sindicato Ganadero del Capitolio. Los muy bandidos no se entretuvieron, como otros, en buscar marcas bonitas. Cogían a una vaca y le plantaban casi en el lomo, o en el costado, las letras X, I, T, formando el famoso XIT, la marca más difícil del mundo.
—Esas letras, en Tejas, quieren decir Diez, y significan los diez condados que recibió el Sindicato ganadero por haber construido el Capitolio de Austin —explicó Guzmán.
—Eso es-asintió Turner-Para ser de Méjico está usted muy enterado de los asuntos de Tejas.
—Me gusta conocer la tierra donde trabajo-contestó el español. —Pero siga usted con su interesante conferencia. ¿Cómo conseguiría transformar las marcas del XIT en un dólar.
—Es difícil-sonrió Turner. —Me ha costado muchos años de trazar dibujos en la arena; pero al fin he conseguido transformarla en dos marcas distintas, la Dólar y la Estrella. Observen y tengan en cuenta que las marcas del ganado no son de un dibujo perfecto, ni mucho menos, y que al crecer el animal se deforman mucho. Por lo tanto, según los casos, las marcas XIT se pueden transformar en estas dos:
—¡Es usted un genio, amigo! —declaró abriles, contemplando los dibujos trazados por Turner.— Los del Sindicato del Capitolio le deben de tener verdadero pánico.
Turner movió tristemente la cabeza.
—Por desgracia, no puedo trabajar contra ellos.
—¿Por qué?
—Porque les vendí el truco. Hace un par de años me cogieron con quinientas cabezas de ganado recién marcadas con la estrella. Yo tenía registrada la marca y declaré que los animales eran míos. Los del Sindicato protestaron, diciendo que eran reses suyas con las marcas alteradas. Me llevaron delante del juez y de un Jurado de ganaderos, gente práctica en el asunto de marcar, y después de varios días afirmaron que la marca del XIT era inalterable y que las reses eran mías o (habían sido robadas a otra persona. Como nadie más reclamaba, me absolvieron. Cuando salí del tribunal me esperaba la plana mayor del Sindicato del Capitolio.
» —A los jueces podrá usted engañarlos, amigo-me dijo el presidente;— pero a nosotros, no. Usted ha encontrado al fin una contramarca y va a estarnos fastidiando mucho tiempo. ¿Cuánto quiere por enseñarme cómo se las ha compuesto para convertir nuestras marcas en un dólar y una estrella?
»Yo aseguré que era inocente; pero ellos no lo querían creer. Al fin me dijeron, que me darían diez mil dólares si averiguaba la forma de transformar su marca en la estrella, que era la más perfecta. Contesté que la cosa me parecía bastante fácil, y en cuanto tuve los diez mil dólares en el bolsillo cogí un papel y les descubrí el juego, detallando las operaciones de esta forma:
»Se quedaron viendo visiones. Y, como ya estaba absuelto, nadie me encausó por haber transformado el XIT en Estrella-Cruz; pero perdí una buena fuente de ingresos.
—¿No puede seguir explotando la marca Dólar? —preguntó el mejicano.
—Imposible. Me conocen, y en cuanto me vieran formar otra ganadería, no se tomarían la molestia ni de llevarme ante el juez. Procederían a ahorcarme sin contemplaciones. Ahora voy a gastarme alegremente el dinero en El Cortez. Si quieren acompañarnos, iremos más divertidos. Les contaré otras historias ganaderas. Nadie sabe tantas como yo.
—¿Y el agua? —preguntó Guzmán.
—La dueña del rancho puede proporcionarnos algunos barriles. También nos puede vender algún caballo... —Turner se interrumpió y, moviendo la cabeza, comentó:— ¡Que yo tenga que comprar un caballo! ¡Es indigno!
—Lo compraremos nosotros —dijo Guzmán.— Incluso dos, si nos los pueden vender. Nos interesa dejar pronto estos lugares.
La mujer se declaró dispuesta a proporcionar unos cuantos barrilitos de agua, harina, manteca, tocino, unas sartenes, café y azúcar. Con ello podrían llegar a El Cortez. También accedió a vender dos viejos caballos que aseguró resistirían hasta su destino.
Guzmán estuvo examinando un mapa de la región, calculó las distancias que mediaban entre Gila, Mogollón y Silver City y, por fin, decidió:
—Nosotros, para no tener ningún tropiezo, debemos salir a las cuatro de la mañana, alcanzar el desierto a las seis y cruzar la Sierra Seca a las ocho. Antes de esa hora no podrá llegar nadie a la linde del Capitán; pero si nos retrasamos más...
Quedó decidido por todos que la marcha se emprendería a la hora indicada.
El rato que tardó en llegar la cena lo pasaron escuchando las historias de Turner, que parecía conocer todos los secretos y leyendas de las tierras ganaderas. La historia del buey Asesino hizo estremecer a Edith, que desde entonces miró con prevención a todo animal solitario.
Años antes, dos amigos, Gilliland y Poe, riñeron por la propiedad del animal. Gilliland empuñó el revólver antes que Poe y éste cayó con un balazo en el corazón. Aunque la intención de Poe era también matar a su contrario, como éste disparó cuando el otro aún no tenía su revólver en la mano, se consideró que había cometido un crimen, por lo cual Gilliland escapó a todo el correr de su caballo. Los vaqueros que habían presenciado la escena acusaron de asesino al buey causante de la pelea y lo marcaron con esta palabra grabada en su costado izquierdo. El animal escapó luciendo el epíteto de Asesino, y al poco tiempo empezó a decirse que al buey Asesino le rechazaban en todas las manadas. Luego se agregó que su aparición era anuncio de muerte, y que más de un vaquero había dejado de existir después de haber visto al bicho, que, según la leyenda, pastaba cerca del lugar donde tiempo después murió Gilliland.
—Y sigue apareciéndose a los vaqueros que van a morir-terminó el alegre cuatrero.
—¿Le ha visto usted? —preguntó Edith.
—Si le hubiera visto no estaría aquí —sonrió Turner.— Quiera Dios que no lo vea nunca.
—Pues si no contienes un poco la lengua, sospecho que lo verás muy pronto —refunfuñó Wailey.— Yo tengo la suerte de ser miope.
Edith comprendió entonces el motivo de que Wailey entornase los ojos para aguzar más la mirada.
—¿Por qué no usa lentes? —preguntó la joven.
Wailey la fulminó.
—¿Quiere usted que me convierta en el hazmerreír de toda la región? —preguntó.— ¡Un vaquero con lentes! Sería digno de verse.
Aquella noche, cuando todos se hubieron retirado a descansar durante las breves horas que mediaban hasta las tres y media de la madrugada, Guzmán y Abriles interrogaron a la dueña del rancho.
—Sí, en Silver City hay un nuevo sheriff —contestó la mujer.— Al anterior lo mataron hace quince o veinte días.
Quiso arrestar a un tahúr llamado Póker... No recuerdo bien el nombre.
—¿Póker Trail? —preguntó Guzmán.
—Exacto. Sí, Póker Trail.
Sin añadir ningún comentario, Guzmán y Abriles retiráronse a su habitación, que comunicaba con la de Edith. Mientras el español se tendía a dormir, el mejicano, después de asegurarse de que sus revólveres estaban bien cargados y dispuestos a salir de la funda cuando se les exigiera, sentóse en su camastro y procedió a contar el producto del robo al banco de Silver City. Cuando hubo terminado, comprobó, con verdadero horror, que tenían allí ciento sesenta y tres mil quinientos cincuenta dólares. No era extraño que les hubieran perseguido tan encarnizadamente.
Volvió a guardar cuidadosamente los billetes, colocó tres cartuchos en el suelo, junto a la puerta, de forma que se sostuvieran sobre su base, y sobre ellos colocó un jarro lleno de agua. Si alguien intentaba abrir, sólo podría hacerlo tirando al suelo el jarro, armando así el ruido suficiente para que Abriles despertara y pudiese defender con sus armas la entrada al dormitorio.