CAPÍTULO IX
EN torno a la mesa dispuesta en la terraza del rancho de los Lugones se sentaban el dueño del rancho, su hijo, Guzmán, Abriles, Wailey, Turner y Edith. La joven había sustituido su rico traje de la noche anterior por otro de hilo más en concordancia con la hora. Aunque durante todo el rato procuraba no levantar la vista del plato, si lo hacía, aunque sólo fuese por un momento, sus ojos descubrían, fijos en ella, a los de José Lugones.
Desde la noche anterior, cuando Guzmán y sus compañeros regresaron al Alhambra, la joven no había pronunciado más palabras que las imprescindibles. Cuando Guzmán le anunció que irían a comer al rancho de Lugones, Edith había preguntado:
—¿Le va a detener ya?
—Todavía no-replicó Guzrnán. —Estaremos unos cuantos días más aquí.
El recorrido desde el mesón hasta el rancho, a través de las pintorescas calles de El Cortez y luego por los ubérrimos campos, lo realizó la joven sumida en un pensativo silencio, sin fijarse en las miradas de admiración que, le dirigían los hombres y las mujeres con quienes se cruzaban. El suceso de la noche anterior en el Oro Alegre se comentaba en todo el pueblo, y los curiosos afluían a las puertas para ver pasar a los principales actores del drama que, por la importancia de la suma en juego, se apartaba de la vulgaridad de las discusiones a pistola que todos los días mediaban entre los habitantes de El Cortez.
Wailey y Hunter, enterados de la verdadera personalidad de Guzmán y Abriles, dirigían continuas y temerosas miradas al español y al mejicano, que vestían un fresco traje de dril, también de estilo mejicano.
—Ahora comprenderás que tenía razón al decirte que, como los peces, tú morirías por la boca-refunfuñaba Wailey.
—¡No me vengas con críticas! —replicaba Hunter.— Un cegato que confunde un nueve de corazones por uno de diamantes no tiene derecho a hablar.
Pero siguieron hablando y al final de la comida habían hecho reír repetidas veces a los demás con su ininterrumpido pelear.
—No se sulfuren más-aconsejó Guzmán. —Donde van a ir tendrán tiempo suficiente para serenar los cascos.
Wailey y Hunter se miraron, desconsolados.
—¿Para eso me hizo ganar trescientos mil dólares? —preguntó, abatido Wailey.
—El dinero no estorba en ningún sitio-comentó Abriles.
—Está bien-gruñó Wailey —¿A qué presidio me enviarán?
—Ya lo decidiremos más tarde. De momento tenemos que pensar lo que puede hacerse con Hunter —replicó el mejicano.— ¿Saben ustedes que ese hombrecillo que parece la ingenuidad personificada...?
—Lo parece y lo es-declaró Wailey. —Si se hubiera callado...
—No interrumpa, Wailey, o le dirán que un hombre que confunde los diamantes con los corazones no debe jugar al póker-advirtió Guarnan.
—¡Basta ya con el demonio del póker! —chilló Wailey, tirando su servilleta contra el suelo.— Además yo quería... Bueno, no, no quería nada —rectificó Wailey.— Iba a decir que pensaba blufar, pero, no, mis ojos no están ya bien.
—Tienes razón-suspiró Turner. Tus ojos fallan y mi lengua se mueve demasiado. Somos un par de imbéciles.
—No, usted no es ningún imbécil —dijo Abriles.— Como iba diciendo, ese hombrecito que parece un ser feliz y que pasa por la vida con la sonrisa en su mofletuda cara, es el mejor transformador de marcas de ganado del mundo entero. Ningún ganadero, aunque marque sus terneros con su nombre de pila y siete apellidos, puede tener la seguridad de que su marca no será transformada, por ese genio, en un barco de vapor o en cosa más inverosímil aún. Ha convertido la marca del XIT en una estrella y en un dólar. Es el único que hasta ahora ha conseguido realizar semejante hazaña.
—Creí que la marca del Sindicato del Capitolio era intransformable —declaró Juan María Lugones.
—El amigo Turner lo transforma todo.
—Yo pensaba patentar una marca —dijo en aquel momento José Lugones.— ¿Sería fácil de alterar?
—Dibújela en un papel-dijo Turner, que a pesar de su delicada situación se moría de ganas de demostrar su destreza.
José Lugones, sacó un lápiz y una libreta, de la cual arrancó una hoja, dibujando en ella la marca que pensaba patentar. Era la unión en una sola de la J y L.
—¿Esa es la marca? —preguntó Turner, mientras asomaba a sus labios una sonrisa.— Si alguna vez marca sus novillos con eso, se va a quedar sin ellos antes de un mes. De todo el Sudoeste acudirán los cuatreros a vaciarle los corrales. En primer lugar la marca se puede transformar en un dólar. Fíjese.
Y Turner dibujó la marca y la transformó luego en el símbolo del dólar.
—También se puede transformar en estas otras marcas, y quizá en un centenar más. Es la marca más ingenua que he conocido. Haría las delicias de un cuatrero. Fíjese las alteraciones que se le pueden hacer:
Cuando hubo terminado, José Lugones declaró;
—Reconozco que es usted maravilloso. ¿Puede recomendarme una marca que no se pueda alterar?
—Es difícil encontrar una marca que no se pueda transformar en otra. Necesitaría unos cuantos días de trabajo; pero si el señor Guzmán me lo permite, lo haré.
—Desde luego-sonrió el español. —Precisamente ese es el castigo que le tengo dispuesto.
—¿Cómo?
Turner miró, sin comprender, a Guzmán.
—Sí-continuó éste. —Los Sindicatos ganaderos de todo el Oeste y Sudoeste están asustados de la actividad de los ladrones de ganado. El ladrón de ganado no prosperaría si resultase imposible alterar las marcas de los animales. Nadie se atrevería a comprar reses con la marca de una ganadería ajena, sabiendo que le sería imposible desfigurarlas ¿Comprende? Si un ganadero tiene en sus cercados una serie de reses con marcas que no son las suyas, se expone a morir colgado de un álamo. Por lo tanto, el ganadero que piensa aumentar sus rebaños con animales ajenos tiene que elegir antes la ganadería que piensa saquear, y patentar luego una marca que le permita alterar a su favor la marca del otro.
»Mas, para evitar semejantes depredaciones, hace falta un hombre que sea técnico en el arte de transformar marcas. Los que existen consideran mucho más provechoso ejercitar a su favor su arte y no querrían ni oír hablar de un empleo en la Asociación de Ganaderos. Pero los criadores de ganado han decidido gastar lo que sea preciso para terminar con ese desangramiento continuo que les está arruinando. Me encargaron hace tiempo que buscase al hombre capaz de descubrir en seguida qué marcas pueden ser transformadas más fácilmente.
»Por ejemplo, supongamos que un ganadero de California envía a la Asociación todo este grupo de marcas-y Guzmán cogió el papel en que Turner había dibujado las distintas variaciones que admitía la marca propuesta por José Lugones. —Hasta ahora, la Asociación de Ganaderos examinaba los archivos de marcas, veía si alguna de las propuestas por el ganadero estaba ya patentada, y en caso contrario elegía una de ellas y le comunicaba la decisión.
«Pues bien, ahora las cosas tienen que cambiar. Cuando se reciban las distintas propuestas de marcas, un técnico comprobará no sólo si ya están patentadas, sino si son susceptibles de alterar alguna de las marcas ya registradas. O sea que, en este caso, usted debería averiguar lo más pronto posible que todas las marcas propuestas tienen, en común, que permiten alterar la marca registrada por el señor Lugones.
—¿Quiere decir que me convertiré en un oficinista?
—En algo parecido —sonrió Guzmán al notar el horror de Turner.— Puede instalarse en Phoenix, San Antonio, Dallas, Las Vegas, o recorrer a caballo los ranchos. Estará en libertad de hacer lo que quiera, con tal de que cumpla con su trabajo, por el cual cobrará mil dólares mensuales, más doscientos cincuenta que le pagará cada ganadero que envíe a registrar su marca. Lo único que se le prohíbe es que tenga usted ganadería propia. Además, de momento, tendrá que revisar todas las marcas registradas y anular aquellas que puedan ser utilizadas en perjuicio de otros ganaderos.
—¿Y cobraré doscientos cincuenta dólares de todos los ganaderos? —preguntó Turner con los ojillos iluminados por el entusiasmo.
—Sí-contestó Guzmán. —Tiene trabajo para años. Va a ser usted un dictador a quien tendrán que obedecer todos los ganaderos.
—¿Hasta los del XIT?
—Incluso ellos; pero conviene que no se ponga a mal con el Sindicato del Capitolio; ellos son los que me sugirieron que usted podía ocupar el cargo de revisor o inspector de las marcas ganaderas. Les dejó asombrados con su destreza. Desde entonces le han estado buscando para ofrecerle el cargo.
—Así ¿sabía usted ya la historia de la Estrella-cruz? —preguntó Turner.
—Sí, es famosa ya en todo el Sudoeste.
—¡Y yo que en cuanto veía a un vaquero de la XIT me apresuraba a poner tierra de por medio! —suspiró Turner.
—Creí que me buscaban para colgarme de un árbol.
—¿Y a mí a qué piensa destinarme? —preguntó Wailey.
—A que vigile a Turner y no le permita descarriarse ni irse de la lengua-replicó Guzmán. —También le colocaremos en la Asociación de Ganaderos para que visite los ranchos y escuche las reclamaciones de los ganaderos. Será un cargo casi honorífico, pues sólo se le proveerá de caballo y armamento. La comida se la proporcionarán en los ranchos que visite, y cuando esté descansando, vivirá del sueldo de su amigo.
—¡Es usted grande! —exclamó Wailey, lanzando un chillido vaquero.— Estaba temiendo que me condenase a no salir de casa.
—Pero no juegue al póker —sonrió Juan María Lugones, levantándose de la mesa.
Bajaron al jardín que rodeaba la casa principal. Guzmán se colocó al lado del viejo, y Edith, después de vacilar un momento, permitió que José Lugones se pusiese junto a ella. Abriles y los dos cuatreros quedaron en la terraza.
—¿Cuándo nos marchamos? —preguntó el propietario del rancho.
—Pronto-contestó Guzmán. —Hemos de devolver el dinero que sacamos del banco de Silver City, y luego...
Luego entregarme a la Justicia, ¿eh? Guzmán no contestó.
—No se preocupe tanto-sonrió Lugones. —Me haré defender por un buen abogado.
—Si yo tuviera alguna prueba... —empezó el español.
Le interrumpió un estremecimiento de la corteza terrestre.
—¿Qué es esto? —preguntó, inquieto.
—Ligeros temblores de tierra-explicó Lugones. —Esto fue un volcán y a veces se agita un poco.
—¿No hay peligro?
—Siempre ha habido ligeros temblores de tierra; tal vez algún día esto desaparezca para siempre. Últimamente se ha notado que de las fuentes termales el agua manaba más ardiente que de costumbre. Esto es un infierno sobre otro infierna.
Siguieron paseando por el jardín, entre macizos de laureles y sauces llorones.
—Sobre todo me duele por mi hijo —comentó, al cabo de un rato, el estanciero.— Está verdaderamente enamorado de la muchacha.
—Es la realidad imitando a la novela-dijo Guzmán. —El odio de razas o familias que se termina con la unión de ambas. Un odio de tantos años sólo puede terminar bien así.
—Pero Washington Quincey nunca permitirá que su hija se case con un Lugones.
—Tal vez cambie de opinión algún día.
—No puede cambiar porque yo no podré demostrar nunca que no asesiné a Isaiah Quincey...
Antes de que el nombre de su enemigo acabase de salir totalmente de sus labios, Juan María Lugones lanzó un gemido y llevóse la mano al pecho, al mismo tiempo que sonaba una detonación de arma de fuego y luego, en seguida, otra. La segunda bala iba destinada a Guzmán; pero el movimiento hecho por el español al sostener al viejo le hizo colocarse a tiempo fuera de la trayectoria del proyectil, que silbó inofensivo, arrancando, a su paso, hojas de laurel y colgantes ramitas de sauce.
Rápidos como el pensamiento, Guzmán y José Lugones desenfundaron sus 45 e hicieron cuatro o cinco disparos hacia el sitio de donde habían partido las balas. Oyóse un grito de muerte y un quebrar de ramas que señalaba la caída de un cuerpo humano entre los macizos de laureles.
—No es nada-dijo Juan María Lugones, apoyándose en el tronco de un árbol. —La bala debe de haber resbalado sobre una costilla.
Dejando al anciano, Guzmán, José y Edith se metieron por entre los laureles, llegando al fin donde yacía el agresor.
Tenía la cara ligeramente vuelta a un lado, y Lugones y Guzmán reconocieron en él a Bill Burley, el dueño del Oro Alegre. Había ido a pagar su deuda con plomo y también él había encontrado la sentencia de la ley de los 45. No hacía falta examinarle para comprender que estaba muerto.
—¡Dios mío! —gimió Edith, abrazándose a José.— ¡Es horrible!
—No, no lo es —declaró Guzmán.— Con su muerte, Burley ha resuelto un viejo pleito. Aunque por una parte será doloroso para usted, señorita Quincey, por otra se sentirá feliz.
—¿Qué quiere decir, Guzmán? —preguntó José Lugones.
—Procure hacer llegar hasta aquí a su padre-replicó el español. —Él debe ser el primero en recibir la buena noticia.
Sin comprender el significado de las palabras de Guzmán, José Lugones acudió junto a su padre y le ayudó a llegar hasta donde yacía Burley.
—¿Era él? —preguntó el viejo, al ver el cadáver.— No me extraña que un cobarde como él recurriese al asesinato para no pagar su deuda.
—Ha dicho bien, señor Lugones —dijo Guzmán al mismo tiempo que Abriles, Turner y Wailey llegaban empuñando sus armas.— Era un cobarde. Y ha muerto como mueren los cobardes cuando se enfrentan con los hombres valientes.
—¿Qué quiere decir...? —empezó el estanciero.
—Mire ese cadáver-replicó Guzmán. —Vea por donde entraron las balas.
—¡Por la espalda! —exclamó Edith, comprendiendo al fin.
—Sí, por la espalda. Tres balas de José Lugones y dos mías. Y nosotros no somos asesinos. No disparamos por la espalda, sino frente a frente...
—Pero él huía... —murmuró Edith.— Como huyó, hace diecinueve años, mi abuelo, después de tender la embosca a su rival Juan María Lugones. No, señor Lugones, no fue culpa de usted que la bala entrase por la espalda...
Y rompiendo en convulsivo llanto, la joven buscó consuelo en los brazos del hombre amado, del hombre a quien ya podía querer abiertamente, porque la sombra del crimen se había disipado para siempre.
—Los caminos de Dios son inescrutables-murmuró el viejo Lugones. —Ha tardado mucho; pero su justicia ha brillado al fin.
—Usted no podía ser un asesino-declaró Guzmán. —Lo comprendí en seguida; pero necesitábamos un testigo. El tiempo lo ha proporcionado.
—No me importa haber esperado tanto-musitó Lugones. —Con la justicia ha llegado la felicidad para el ser a quien más amo en el mundo.
Y no pudo seguir, porque la sangre que había perdido le hizo caer en brazos de Turner y Wailey, que, ayudados por José y Abriles, lo llevaron hacia la casa.