CAPÍTULO VIII
MIENTRAS caminaban hacia El Oro Alegre, Guzmán hablaba rápidamente a Lugones.
—No puedo prometerle nada-decía. —La acusación que pesa sobre usted es muy difícil de probar. Estoy seguro de que las pruebas que se guardan en el sumario no se considerarían hoy suficientes para una condena como la anterior; pero, de todas formas, no quiero prometerle nada. Cuando termine el trabajo que he venido a realizar, tendrá usted que acompañarme.
—Estoy dispuesto.
—Ahora quiero pedirle un favor particular que no influirá para nada en mi decisión respecto al asunto Quincey. Ya ha oído decir a Hunter que Bill Burley apoya a ese Póker Trail con todo su dinero. Necesito que usted me apoye con el suyo. Tengo dinero procedente del asalto al Banco; pero no puedo tocarlo. Además, me interesa que usted me apoye delante de todo, el mundo. Quisiera acabar con lo que ahora es este pueblo.
—Disponga de todo cuanto tengo.
Pero, ¿por qué piensa ayudar a su compañero?
—No se trata de ayudarle. Quiero terminar la jugada que él ha empezado. Se trata de algo que he deseado hacer durante muchos años.
—Disponga de todo.
—¿Cuánto representa su rancho?
—Si lo quisiera vender me pagarían inmediatamente un cuarto de millón.
—Es bastante. ¿Cree que ese Burley puede reunir otro tanto?
—Sí. Es rico.
Andaban apresuradamente por la calle, entre los numerosos grupos de hombres y mujeres que entraban y salían de los salones de baile, de las tabernas y de las casas de juego. En el ambiente flotaba la alegría y la fiesta. Era un pueblo dedicado, noche tras noche, a vivir una existencia de orgía continua. Corría abundante el dinero. Sólo los que lo poseían en abundancia podían permanecer en El Cortez; a los pobres, a aquellos que ya habían perdido lo que trajeran, se les echaba al desierto, con una pistola al cinto, por si querían acabar con su miserable existencia, y una cantimplora de agua por si preferían regresar a la civilización a robar más para volver al paraíso de los forajidos.
—¿Está muy lejos El Oro Alegre? —preguntó Guzmán, que mientras andaba iba asegurándose de que sus armas salían bien de la funda.
—Llegamos en seguida-replicó Juan María Lugones. —¿Está dispuesto a jugar?
—Sí-replicó con duro acento el español. —Quiero jugar y ganar.
—¿Y si el juego que tiene su amigo no fuese tan bueno como él cree? ¿No ha dicho que es miope...?
—Sea cual sea su juego, ganaré. Tengo una carta en la manga... y no puede fallarme.
La noticia de que en El Oro Alegre se estaba jugando una partida de póker en la que se iba a apostar una fortuna, había atraído hacia allí a infinidad de curiosos. Cuando Guzmán, Abriles y Lugones llegaron a la entrada de la casa de juego, la más importante del pueblo, todos se hicieron a un lado, abriendo paso a los que llegaban.
El español admiróse de la fantástica rapidez con que circulaban las noticias en el lugar. La decisión de jugar la partida de Wailey había salido de Guzmán; hasta unos momentos antes nadie podía sospecharlo y, sin embargo, nadie se asombró cuando los dos mejicanos y Lugones entraron en el garito y fueron hacia la mesa donde se sentaban seis jugadores con las cartas cubiertas, sobre la mesa, y las miradas fijas en el resto de la baraja.
—¡Oh! ¿Viene usted, don Lorenzo? —preguntó, extrañado, Wailey.
Guzmán le dio unas palmadas en la espalda, y dirigiéndose a Póker Trail, que le miraba suspicazmente, preguntó:
—Supongo que no tendrá usted inconveniente en que termine la jugada de mi amigo, ¿verdad, señor?
Póker era el tipo clásico del tahúr. Enjuto, alto, de ojos negros cómo el azabache, tez pálida, de hombre que vive la mayor parte del tiempo entre el humo de los locales cerrados, manos afiladas, nerviosas, diestras en coger las cartas y las fichas. Su inexpresivo rostro sabía ocultar herméticamente las emociones.
—¿A qué viene eso de querer jugar por su amigo? —preguntó con indiferente voz.
—Él no puede apostar lo que yo —replicó Guzmán.— Tiene un buen juego y es una lástima desaprovecharlo.
—Por mí no hay inconveniente-contestó Trail, encogiéndose de hombros. —He estado esperando que ese viejo se hiciera traer más dinero; no esperaba que le trajesen otro jugador. ¿Cuánto vale usted?
—Yo le apoyo con mi rancho-dijo Lugones.
Bill Burley, que estaba sentado junto a Póker Trail, abrió de par en par los ojos y luego se inclinó al oído de su compañero, muy excitado, y le susurró algo.
—¿Con todo su rancho? —preguntó Póker, al cabo de un momento.
—Sí, con un cuarto de millón-replicó Lugones.
Un murmullo recorrió toda la sala y se propagó hasta la calle. Llegaron más curiosos, y los que no podían colocarse en las primeras filas para presenciar la emocionante jugada, se subían a las mesas para ver desde allí la escena.
Volviéndose a los demás jugadores, Póker Trail dijo:
—No creo que ustedes, señores, puedan sostener las apuestas que se van a cruzar. Si alguno tiene buen juego...
No, ninguno tenía el juego necesario para competir con hombres que iban a jugarse quizá medio millón. Por eso se levantaron de la mesa y se situaron a unos tres metros del círculo que la rodeaba. Instintivamente, todos se habían retirado hasta donde nadie pudiese ver las cartas de los dos jugadores que permanecían en la mesa. Póker Trail quedaba acompañado de Bill Burley, grueso, sudoroso, de porcinos ojillos y ansiosa expresión. Era la imagen del hombre cruel y cobarde, o sea del más cruel.
Póker Trail, por su parte, permanecía impasible, inexpresivo, como si todo su cuerpo estuviese tallado en madera.
Frente a él, cara abajo, tenía las cinco cartas de su mano.
Cuando Guzmán ocupó el asiento de Wailey, éste susurró unas excitadas explicaciones al oído del español, que, sonriendo, le apartó diciendo:
—Aléjese, Wailey. Yo hago la jugada; para usted serán los beneficios. Tú apártate, también, Diego —siguió, dirigiéndose a Abriles.— Imitemos a nuestro adversario. Que sólo queden el jugador y su banquero.
Abriles se retiraba ya, cuando su compañero volvió a llamarle.
—Deja la botonadura de perlas que nos entregó el mesonero como garantía de nuestro oro.
Sin preguntar los motivos que impulsaban a Guzmán a solicitar aquello, Abriles se quitó las gruesas perlas que servían para abrochar su blanca camisa y las dejó sobre la mesa, junto a las cartas. Guzmán le imitó, y luego, sacando de su bolsillo un papel, leyó en voz alta:
»He recibido en depósito la cantidad de ciento cuarenta mil dólares en billetes de Banco, que entregaré a la persona que me presente este recibo y las seis perlas entregadas como garantía. Dichas perlas se valoran por mutuo acuerdo en veinticinco mil dólares cada una. Si faltare alguna, se retirará la citada cantidad del fondo en depósito.»
—¿Qué quiere decir? —preguntó Póker Trail.
—Que además del cuarto de millón del rancho, puedo apostar ciento cuarenta mil dólares más. ¿Puede hacer frente a la apuesta?
—Sí-contestó secamente el tahúr.
—Yo no puedo pasar del cuarto de millón-jadeó Burley, cuyas manos brillaban de sudor.
—No te preocupes-contestó, impasible, el jugador. —Puedo pagarlos.
—No se ofenda, caballero —advirtió Guzmán;— pero quisiera que las jugadas se hicieran claras. El señor Alvarez firmará una cesión del rancho, que se valorará en doscientos cincuenta mil dólares. Que el señor Burley tenga la bondad de hacer lo mismo.
Con el sudor corriéndole a chorros por la cara, Bill Burley extendió una cesión de su local y además hizo traer de la caja de caudales un montón de billetes de banco y sacos de oro. Todo ello se colocó a un lado de la mesa.
En aquel instante un hombre joven, alto y fuerte, abrióse paso por entre los espectadores y se detuvo junto a Juan María Lugones.
—¿Es verdad que te juegas el rancho, papá? —preguntó.
—Algo más que el rancho está en juego, José-replicó Lugones. —Estamos viviendo un momento muy importante... Retírate.
—Podemos empezar cuando ustedes quieran-anunció Guzmán, cuando José Lugones se hubo colocado en la fila de espectadores, junto a Abriles.
Las miradas de todos los presentes iban del frío tahúr al impasible mejicano. Los dos ofrecían un espectáculo emocionante. Uno era el jugador profesional, que ha aprendido a dominar sus emociones y que no las traiciona. El otro era el hombre enérgico, dueño también de sus emociones; mucho más dueño que el tahúr, pues a la forzada frialdad de Póker Trail correspondía con una señorial indiferencia.
—Parece un gran duque —murmuró un minero que en sus buenos tiempos había sido oficial en la Guardia Imperial rusa.— Así jugaban en los casinos de San Petersburgo.
Alguien exigió silencio, pues las palabras le distraían, impidiéndole ver todo el espectáculo.
Guzmán recogió un momento las cartas de Wailey, les echó una rápida mirada y volvió a dejarlas sobre la mesa.
—¿Aumentamos la apuesta o nos descartamos? —preguntó Póker Trail.
—Podemos descartar —replicó Guzmán.— En realidad sólo hay una apuesta a hacer, ¿no?
—Sí, sólo una-sonrió duramente Póker Trail. —¿Cuántas cartas quiere?
—Ninguna. —contestó Guzmán.
Una exclamación de asombro recorrió la sala.
—Yo tomaré una-dijo Póker Trail, tirando un naipe sobre la mesa y recogiendo otro, al que echó una indiferente mirada antes de colocarlo junto a los otros.
—Usted habla-invitó Guzmán.
—Doscientos cincuenta —murmuró Póker Trail.
—¿Doscientos cincuenta qué? —preguntó Guzmán.
—Doscientos cincuenta mil.
El oro corría abundante en El Cortez; pero jamás se había llegado a tal extremo en una jugada. En vez de una exclamación general, reinó un profundo silencio roto, al fin, por la caída de alguien desde lo alto de una mesa.
—¿Doscientos cincuenta mil dólares? —preguntó Guzmán, como si quisiera asegurarse de que había oído bien.
—Sí. Ahí están —y Póker Trail señaló el dinero y el documento firmado por Bill Burley.
Por toda respuesta, Guzmán tiró al centro de la mesa la cesión del rancho de Lugones; luego, levantando una mano, anunció:
—La apuesta no termina aquí. Se aumenta.
Los ojos de Guzmán estaban fijos en su adversario.
—Fíjese en mi juego.
Y sin mirar las cartas descubrió la primera. Era el rey de diamantes. Luego mostró la segunda: la reina de diamantes. La tercera fue la sota del mismo palo, y luego el diez, también de diamantes.
—Queda sólo una carta, Póker Trail —anunció con potente voz Guzmán, dejando sobre la mesa, cubierto, el último naipe.— Fíjese bien en mis palabras. Queda sólo una carta. Puede valer medio millón y puede no valer nada. En la mesa hay doscientos cincuenta mil dólares suyos o, mejor dicho, de Bill Burley, y otro tanto mío. Pero yo soy mano y tengo derecho a aumentar más la apuesta. Van ciento cuarenta mil dólares más sobre esta carta.
Y como si se tratara de una suma insignificante, empujó hacia el centro el recibo y las perlas del posadero. Eran ciento cuarenta mil dólares.
Las manos de Póker Trail no pudieron contener una crispación. Bill Burley jadeaba como un perro cansado. En cambio ni Lugones ni Guzman, daban muestras del menor nerviosismo. Él ranchero se sentaba a la derecha del español, que estaba algo apartado de la mesa, esperando, indiferente, la respuesta de Póker Trail. Al ver que el tahúr no decía nada, advirtió:
—Usted ha dicho tener esos ciento cuarenta mil dólares. Cuando acepte, quiero verlos sobre la mesa. No se ofenda; es una precaución que se toma siempre entre caballeros. Es muy desagradable tener que ir luego reclamando deudas de juego.
Y viendo que Póker Trail no replicaba, Guzmán preguntó:
—¿O es que no los tiene?
—¡Sí que lo tengo! —rugió Póker Trail, lívido como un muerto.— Pero no llevo dos días jugando al póker. Sé cuándo hay que jugar y cuándo conviene no hacerlo. Usted, mejicano, me tiende la trampa y apuesta con demasiada facilidad el dinero ajeno y el propio para engañarme. No, no es usted un loco ni un audaz. Es un hombre que tiene un buen juego y quiere aprovecharlo. He visto a muchos que teniendo el juego mío seguirían adelante hasta perderlo todo, creyendo que no podían perder nada. Mire.
Al decir la última palabra, Póker Trail descubrió sus cartas: cuatro ases y un rey de tréboles.
—Yo soy el único que con un póker en la mano se da por vencido. Ahora tenga la bondad de enseñar a todos ese nueve de diamantes que completa su escalera real. Que vean que cuando Póker Trail se da por vencido es que hacer lo contrario sería una locura.
Una implacable sonrisa se dibujó en el rostro de Guzmán.
—Muy bien, Póker Trail-dijo lentamente. —Por fin te tengo donde te quería. Has perdido. No te atreviste a aceptar mi apuesta. Ahora estás tal como he deseado que estuvieras. Lo he deseado durante ocho años, desde que mataste a Curt Collier.
Las manos de Póker Trail iniciaron un movimiento.
—Un momento-ordenó Guzmán. —No te precipites. ¿Recuerdas a Curt Collier? Le asesinaste, lo mismo que mataste al sheriff de Silver City, como has matado a tantos otros. Ha llegado la hora de rendir cuentas a la Ley, pero no a la Ley representada por un juez y doce jurados. Ahora tendrás que responder ante otro juez, se llama Colt y sus sentencias son de plomo... No, aguarda, no saques la pistola. Quiero que sepas bien por qué vas a ser juzgado: Mataste a Curt Collier porque demostró ser más listo que tú. Le mataste a sangre fría, deliberadamente. Humilló tu orgullo. Te ganó unos miles de dólares con un juego que no va— lía nada. Ese es el crimen que vas a purgar. Yo juré vengar la muerte de Curt Collier. Era su amigo y voy a cumplir mi promesa. Ahora estás arruinado; pero aún te falta saber algo más.
Guzmán hizo una pausa. Póker Trail y Bill Burley le miraban como hechizados. Sonriendo, repitió:
—Pero aún te falta saber algo más, Póker. La ley del juego me permite no mostrarte la última carta. Te has dado por vencido. Perfectamente. Yo me llevo el dinero y podría impedirte que vieses la carta que completa la escalera real. Pero he aguardado demasiados años este momento para privarme de la satisfacción de ver cómo reaccionas ante esta carta.
Y al decir estas palabras, Guzmán colocó junto al rey, reina, sota y diez de diamantes, el nueve de corazones.
¡La escalera real, que hubiera sido completa de ser la última carta el nueve de diamantes, quedaba! convertida en una simple escalera sencilla, infinitamente inferior al póker!
Bull Burley lanzó un gemido y escondió el rostro entre las manos. Pero Póker Trail reaccionó de muy distinta manera. Lanzando una violenta imprecación, se puso en pie de un salto, y sus manos descendieron hacia las culatas de sus dos revólveres, los empuñó, levantó los percusores, y en aquel mismo instante, Guzmán, que no se había movido de su silla, disparó, una sola vez, con su 45, a la altura del pecho, sin apuntar, sonriendo duramente, mientras Póker Trail, en cuyos ojos Se pintaba el asombro y el más profundo horror, dejaba caer los dos revólveres, que se dispararon inofensivos, y luego se desplomaba sobre la mesa, de donde, después de intentar en vano sostenerse, resbaló lentamente al suelo, arrastrando una cascada de billetes, piezas de oro y cartas rojas y negras; rojas, les corazones y diamantes; negras, las picas y los tréboles. Un momento después todas eran rojas, y la sangre transformaba también en rojos los billetes y el oro.
Guzmán se levantó pausadamente, extrajo de su revólver la vacía cápsula, sustituyéndola por un cartucho nuevo, y luego la tiró sobre la mesa, donde quedó humeando; después guardó el arma y dirigiéndose a Bill Burley, anunció, mientras guardaba las perlas y rasgaba la cesión del rancho:
—Mañana por la noche vendremos a buscar el resto. Si no lo tiene, se verá obligado a ceder el local a Wailey.
Burley permanecía con el rostro escondido entre las manos, sin fuerzas para replicar.
—Estaremos en el rancho de Alvarez —siguió Guzmán.— Puede llevarnos allí el resto del dinero.
Luego, volviéndose hacia Wailey, dijo:
—Recoja todo el dinero y la cesión del garito. ¿Cuánto hay?
Fue fácil hacer la cuenta.
—Ciento sesenta mil dólares, mas cuarenta mil en el centro. El establecimiento se valora en noventa mil.
—Gana usted casi trescientos mil dólares. Cómprese con ellos trescientos mil lentes y no vuelva a coger las cartas.
Unos minutos después, Guzmán, Abriles, Juan María Lugones y su hijo, y Wailey, cargado a más no poder, salían del Oro Alegre. Detrás quedaba un cadáver y un hombre que se sentía más muerto que el mismo Póker Trail.