CAPÍTULO II

...UNA MUJER LLEGA A FUENTE CEDROS...

EN el hogar de los Quincey había un dueño visible, que se hacía oír hasta desde la calle, y uno invisible, que se hacia obedecer hasta del propio cabeza de familia. El primero, o sea el trueno y el relámpago, es decir, luz y ruido, era Washington Quincey. El segundo, o sea el rayo, es decir, fuerza y eficacia, Edith Quincey.

Edith parecía arrancada de un cuadro de Gainsborough. Era toda finura, delicadeza, fragilidad. Todo menos los ojos. Quien se fijara en aquellos ojos comprendería en seguida que Edith no era, precisamente, una muchacha frágil y débil. Al contrario, era enérgica, aunque sin pretender pasar por hombruna.

—Quiero esto —solía decir, especificando claramente lo que deseaba.

Y los que la conocían cedían en seguida, sin pretender luchar o demostrar que el «esto» era una locura. Cuando Edith lanzaba un ultimátum era que estaba segura de conseguir lo pedido. Y si una negativa le cerraba el paso, lanzaba todas sus fuerzas al ataque, y ganaba, humillantemente para los demás, el fin propuesto.

Por eso, cuando Washington Quincey, sentado a la mesa, después de una excelente comida, anunció que, después de diecinueve años de persecución, habíase localizado al asesino de Isaiah Quincey y toda la familia, reunida frente a él, lanzó una exclamación de asombro, a nadie sorprendió que Edith anunciase:

—Quiero estar delante cuando lo detengan.

A nadie sorprendieron estas palabras, porque entre los Quincey se había hecho culto del odio contra Juan María Lugones, el asesino del gran Isaiah Quincey, el creador de la fortuna familiar. No era, pues, extraño que Edith, la nieta del senador, declarase que deseaba ver como era detenido el asesino. Tampoco hubiera extrañado que Edith afirmase desear ver como se ahorcaba al odiado Lugones. La segunda causa de que nadie se sorprendiera de la decisión expresada por la joven era su reconocida intrepidez. Era la mejor amazona de Boston, sabía gobernar perfectamente su balandro, tiraba a pistola con la precisión de un oficial y desde niña habíase adiestrado en el manejo del lazo.

Washington Quincey escuchó las palabras de su hija y sonriendo burlonamente cometió el error de decir:

—Eso es superior a tus fuerzas, Edith. El Cortez es el peor antro del Sudoeste. Los hombres que han localizado a Lugones dicen que ni por todo el oro del mundo irían allí. Saben que el hombre está en ese sitio, pero no se atreven a comprobarlo personalmente.

—Pues si ellos no se atreven; a ir, yo sí me atrevo... e iré.

Edith dijo esto con una suavidad que no engañó a nadie. Washington trató de poner alguna objeción; pero una mirada de su hija le convenció de que valía más no insistir.

—Tienen que hacerse varias gestiones-se limitó a decir. —Lugones no escapará. Y no podemos enviar contra él a la Policía, como se haría si estuviera en Boston, Chicago o Nueva York.

—¿Qué sitio es El Cortez? —preguntó Lee Quincey, de los Quincey de Virginia, que estaba de visita en Boston para convencerse de que los norteamericanos del Norte no eran unos incivilizados salvajes.

—El Cortez ha sido siempre un infierno —explicó Washington.— En los tiempos en que vivíamos en Los Ángeles, cuando yo mismo perseguí a Lugones, tuve noticias de lo que era El Cortez. Para llegar hasta allí se necesita una energía y un valor nada corrientes. Se trata de un oasis en medio de un desierto, donde el agua sólo se encuentra a la entrada y en el medio, o sea en El Cortez. Está rodeado por todas partes de unas trescientas millas de arena, polvo y roca. Es el famoso Desierto del Capitán, que de extremo a extremo alcanza las setecientas millas en el punto más ancho y las quinientas cincuenta, en el más estrecho. El Cortez es una especie de isla en medio de semejante desolación. Hay quien dice que en El Capitán hay más polvo de huesos humanos que de roca. El que pretenda llegar hasta El Cortez tiene que ir muy bien provisto de agua, de comida y de una brújula. Ese lugar está, en realidad, en el fondo de un enorme cráter, o sea que es sumamente fácil pasar a unas millas del borde del cráter y no descubrir la hondonada en cuyo fondo se levanta la población. Si no se conoce el emplazamiento exacto, se puede pasar de largo y entonces la muerte aguarda al viajero, pues por mucha agua que se lleve nunca se puede hacer acopio de la suficiente para alimentar a hombres y bestias durante toda la travesía. Si el viajero no encuentra El Cortez, está condenado.

—Pues parece un sitio encantador-comentó Lee.

—Creo que tiene sus atractivos-suspiró Washington Quincey, que recordaba con añoranza las aventuras corridas cuando andaba persiguiendo a Juan María Lugones. —Esa población, tal vez por estar situada en el fondo de un cráter extinguido, tiene mucho de infierno, Los hombres que llegan allí van, casi siempre, cargados de oro, ya sea arrancada al desierto, a la caja de un Banco o cobrado por la venta de reses robadas. Es dinero fácil y se gasta también con facilidad. El vicio en todas sus formas se cobija en El Cortez.

—¿Por qué le llaman El Cortez? —preguntó Edith,

—No sé-replicó su padre. —Creo que llegó hasta allí alguno de los hombres de Cortés, el conquistador de Méjico.

—No importa-replicó la joven, —Supongo que los habitantes del pueblo podrán decírmelo.

Esto significaba que las palabras de Washington no habían hecho mella en el ánimo de su hija.

Pasaron los días y Lee Quincey volvió a su Virginia. Cuando, al fin, un telegrama anunció que se había encontrado a dos hombres dispuestos a sacar a Lugones de su cubil, Edith Quincey, cargada de maletas y equipaje, emprendió el camino hacia Fuente Cedros.

—Debe de ser un lugar delicioso —dijo a las amigas que fueron a despedirla y a admirar y criticar luego el magnífico vestido de viaje encargado a la mejor modista de Nueva York.— El nombre es muy romántico. ¡Fuente Cedros! Me imagino una pradera llena de fuentes y poblada de altos cedros. Las casas serán blancas, destacándose del verde de la hierba. Estarán llenas de flores que embalsamarán el aire.

El interminable e incómodo viaje enturbió un poco el bucólico cuadro que Edith se había formado acerca del Oeste y Sudoeste. Los vaqueros con quienes se cruzó parecían bandidos de la peor especie. Los indios iban sucios, y aunque no resultaban tranquilizadores, tampoco correspondían a la idea que de ellos habíase formado Edith a través de las páginas de las novelas de Fenimore Cooper.

Por fin, magullada, abatida, sudorosa y hasta un poco arrepentida, aunque no quisiera reconocerlo, la joven tomó el tren que debía conducirla a Fuente Cedros.

Le faltaba conocer a otro de los tipos pintorescos del Oeste: el trabajador del ferrocarril, que, junto con el cazador de búfalos, era la nueva figura que, pasajeramente, ocupaba un puesto en aquellas tierras. Cuando las principales líneas estuvieran construidas y los búfalos fueran exterminados, ya desaparecerían los cazadores y los obreros. Luego, cuando la civilización exigiese más ferrocarriles, los obreros que los tendieran serían de otra clase. No tendrían que trabajar con el revólver al cinto y el rifle al alcance de la mano para rechazar los ataques de los pieles rojas. Por ello ganarían menos, ya no temiendo morir durante la semana próxima, los sábados por la noche no convertirían en infiernos las tabernas de los campamentos ferroviarios, al gastarse en unas horas el sueldo de toda la semana anterior, a fin de que, si perdían la vida, no les enterrasen con dinero encima.

Cuando el encargado del tren avisó a los pasajeros de primera clase que dentro de media hora llegarían a su destino, Edith, sacando fuerzas de flaqueza, abrió el maletín, donde llevaba sus objetos de tocador y procedió a embellecer, frente al espejito que ocupaba la parte interior de la tapa del maletín, su hermoso rostro. Con agua de Colonia limpióse de hollín y carbonilla. En seguida, peinó su negrísima cabellera, perfumándola con uno de los perfumes más caros que su padre le había regalado. Luego, encerrada en su compartimiento, se quitó el traje de viaje y lo sustituyó por uno que había reservado para que su entrada en Cedar Springs fuese lo más sensacional posible.

Completando su tocado con un sombrerito inverosímil, amasijo de plumas, flores artificiales y cintas colocadas con el arte que sólo nace en París, Edith Quincey, perfumada, linda como una visión de ensueño, fresca como un capullo húmedo de rocío, salió al pasillo. Cuando el tren se detuvo en la estación bajó del coche e hizo su entrada triunfal.

Homer McNamara, el jefe de estación, desorbitó los ojos, abrió la boca, dejando caer al suelo su negra pipa y, como alelado, siguió con la vista el avance de aquella beldad que parecía caída del cielo.

Por su parte, Edith acababa de convencerse de que el Oeste era muy distinto de lo que esperaba. Cierto que los hombres llevaban armas, incluso demasiadas, pero no eran los vaqueros que había imaginado. Sus ropas estaban sucias, no eran bonitas, pues las descoloría el sudor y el polvo. Sus sombreros no eran los que había visto lucir a su padre y a otros hombres del Oeste de paso por Boston. Eran cosas deformes, sucias, rotas, desagradables. ¿Dónde estaban las espuelas de plata, las cananas repujadas y llenas de incrustaciones de oro?

¿Y los fragantes perfumes de las flores? Allí sólo se olía a vaca y buey, a cuerno quemado, a polvo, a moscas...

Las desilusiones de Edith aumentaban con creciente rapidez. ¿Dónde estaban los hermosos cedros? Como no fuera que los hubiesen convertido en tablones para levantar aquellas negras y viejas casuchas...

Homer McNamara, arrancado de su alelamiento, accedió a hacerse cargo del equipaje de Edith, quien, protegiéndose de los rayos solares con una sombrilla de encajes, salió de la estación. Una vez en la calle, avanzó por el centro, sorteando las inmundicias que la llenaban. Hubiera podido utilizar las aceras, pero no se atrevió a hacerlo por no pasar junto a la serie de hombres que se sentaban con las sillas apoyadas contra las paredes de las casas y las manos ocupadas en sacarle astillas, con unos cuchillos que parecían sables, a trozos de madera.

De cuando en cuando pasaban, afanosas, algunas mujeres vestidas de percal, con la cabeza cubierta por una papalina y que no respondían, ciertamente, al tipo de las heroínas de Cooper.

La noticia de la llegada de Edith propagóse tan deprisa que toda la calle se llenó de curiosos, varones en sus cuatro quintas partes, muchos de los cuales nunca habían visto nada parecido a aquello. Linda Maury 2, que hasta aquel momento había detentado el cetro de la elegancia, nunca pudo (en realidad, no quiso) lucir trajes como el que llevaba la forastera. ¡Y cómo olía! ¡Y qué sombrero! Todos los corazones masculinos se enternecieron. Si Edith hubiera conocido mejor el Oeste, hubiese corrido a refugiarse a cualquier rincón, interpretando debidamente el nerviosismo que recorría a los espectadores masculinos.

Por fin llegó el estallido de la tormenta. Apareció a caballo, procedente de la entrada del pueblo, de los corrales de la Sociedad Ganadera de Tejas. Era un vaquero tejano, vestido con una deslumbrante camisa a cuadros, pañuelo rojo al cuello, chaleco de cuero adornado con bordados multicolores. Lucía un sombrero de anchísimas alas y tanto sus botas como su silla de montar eran una muestra del arte de los repujadores de cuero. En resumen, era muy parecido a los sueños de Edith. El hombre llegó en medio de una nube de polvo, pasó junto a la muchacha y lanzó un alarido terrible. Detuvo su caballo, haciéndole incorporarse sobre las patas traseras, y saltando al suelo retrocedió hacia la joven, se detuvo frente a ella, la miró, moviendo incrédulamente la cabeza, luego tiró al aire su sombrero, lanzó otro grito de guerra, y avanzando un paso más, rodeó con sus brazos a la aterrada Edith, en cuyos labios estampó un beso prolongado y asfixiante. Luego, emitiendo otro grito de triunfo, recogió su sombrero y marchó hacia su caballo, dejando a Edith sin saber si estaba en el Oeste o en una jaula de locos.

Cuando empezaba a recobrar la visión, oyó una voz fuerte e imperiosa que gritaba:

—¡Un momento, amigo!

Volvióse y descubrió a un mejicano vestido de negro que avanzaba hacia el atrevido jinete.

«Ahora se van a matar», pensó la joven.

Aumentó su convicción de que era esto lo que iba a ocurrir al ver que el vaquero dirigía las manos a las culatas de los dos revólveres que pendían de su cinturón canana.

—¿Qué hace usted con las armas encima? —siguió diciendo el mejicano.— ¿No sabe leer?

El vaquero acercó más las manos a sus armas, y los que estaban detrás del mejicano emprendieron una prudente fuga a derecha e izquierda.

—No sea tonto, Tejas-siguió el mejicano. —Pórtese como un buen chico y tire los hierros.

—Tendrá que quitármelos usted, Abriles-replicó el vaquero.

—Por lo visto quiere que la señorita se lleve una impresión aún peor de nosotros, ¿verdad? —preguntó Abriles.— ¿Quiere regalarle el espectáculo de cómo muere un chiquillo? Ya ha hecha bastante ofendiéndola. Ahora obedezca las ordenanzas, tire las armas y váyase.

Y entonces Edith acabó de complicar las cosas.

—¡Apártese usted! —ordenó a Silveira, empujándole a un lado.— Yo le daré a ese mal educado una lección de urbanidad.

Y empuñando la sombrilla como si fuese una espada, adelantóse hacia el tejano, recogiéndose la falda con la mano izquierda y blandiendo con la derecha su arma de seda y encaje.

—¡Ahora verá...! —empezó, dirigiéndose al vaquero.

Pero éste no quiso ver y emprendiendo una precipitada y vergonzosa fuga, saltó sobre su caballo y salió huyendo, mientras los espectadores lanzaban potentes alaridos y saltaban, evidenciando así su entusiasmo por el espectáculo presenciado.

Edith, que empuñaba aún su sombrilla, empezó a sentirse en ridículo. Al ruborizarse se hizo aún más linda.

Abriles, comprendiendo lo que estaba pasando, acercóse a ella y le preguntó:

—¿Quiere usted acompañarme, señorita Quincey? Podemos ir a la oficina del sheriff.

—¡Ah! ¿Es usted el señor Diego de Abriles?

—Yo mismo, señorita. La esperábamos, pero no creímos que su llegada fuera tan espectacular.

Había cierto reproche en la voz del mejicano, que se inclinaba hacia la joven ofreciéndole su brazo. Edith lo aceptó y los dos dirigiéronse hacia la nueva oficina del sheriff seguidos por las miradas y los comentarios de los espectadores.

—¿Les avisaron de mi llegada? —preguntó Edith.

—Sí, señorita. Hace unos días recibimos un telegrama de su padre.

—¿He hecho mal viniendo sola?

—Ha hecho mal vistiéndose así. En estas tierras no estamos acostumbrados a ver mujeres tan bonitas como usted y mucho menos tan elegantes. Ha podido usted enloquecer a todos les hombres del pueblo y me extraña que alguno no le haya pedido que accediera a casarse con él.

—¡Pero me han ofendido! —exclamó Edith, recordando al vaquero tejano.

—No le guarde rencor al muchacho —sonrió Abriles.— No ha podido resistir el entusiasmo que le ha producido usted.

—¿Entusiasmo? Señor Abriles, tiene usted una manera muy extraña de calificar la grosería de aquel hombre.

—Soy comprensivo-explicó Abriles. —Ese joven es uno de los vaqueros de la Sociedad Ganadera de Tejas. Llegó ayer después de seis meses enteros de cabalgar conduciendo una manada de longhorns, o cuernos largos. Esos animales están destinados a desaparecer, pues tienen unos cuernos cada uno de los cuales es casi del tamaño de un hombre. No hay manera de meter a los langhorns en un vagón de ferrocarril, y es necesario traerlos andando, con lo cual pierden carnes... Bueno; pero a usted eso no le interesa, ¿verdad?

Edith aseguró que le interesaba mucho, y al ver que avanzaban hacia ella dos individuos de patibulario aspecto, apretó con más fuerza el brazo de su compañero, quien, sonriendo, saludó a los dos hombres, que replicaron con estas palabras que hicieron estremecer a Edith:

—¡Vaya mujer que lleva usted, Abriles!

Cuando se alejaron, el mejicano explicó:

—Sólo han querido halagarla. Lo mismo que el tejano. Como le decía, ese muchacho llegó ayer, después de seis meses pasados en las llanuras de Tejas, Nuevo Méjico y Arizona, sin ver más mujeres que las indias, si es que a ellas se las puede llamar mujeres. En cuanto encerró a los animales en los corrales fue a cobrar su sueldo atrasado y a dormir. Hoy se ha comprado ropa nueva, unas botas y una silla de montar. Luego ha salido a pasear sus galas. Lo primero que ha hecho ha sido verla a usted. Es como si a un sediento le presentasen un jarro de agua.

—Es usted muy comprensivo, señor Abriles-dijo, secamente, Edith, soltando el brazo del mejicano.

Este sonrió.

—Lo soy.

—Desde luego. Me ha causado usted un gran desengaño. Creí que los Caballeros sabían defender a las mujeres.

—¿Esperaba usted que matase al pobre chico? —preguntó Abriles.— ¿Por qué tenía que hacerlo? El no quiso ofenderla. Rindió homenaje a su belleza. La culpa es de usted por lucir ese traje. ¿Cómo quiere que si se unta de miel las abejas no acudan a usted?

—Veo que la cortesía de los hombres del Oeste es un mito tan grande como el de que esta tierra es hermosa.

Abriles dirigió una mirada de asombro a la joven.

—¿No le parece hermosa? —preguntó.

—La encuentro horrible.

—¿En qué sentido?

—En todos. Estas casas, este polvo, estos olores...

—Perdone: ¿es realmente usted la señorita Edith Quincey?

—Sí. ¿Por qué?

—Porque no lo creo. Las noticias que teníamos de usted eran muy distintas. Nos dijeron que era muy hermosa, y eso es verdad. Pero lo que no es verdad es que sea usted audaz y que tenga el espíritu de su padre. Creo que se pasó varios años cabalgando por estas tierras persiguiendo al asesino de Isaiah Quincey.

—Sí, es cierto. Tanto me ha hablado las bellezas del Oeste que yo esperaba encontrar algo completamente distinto. Ni los indios, ni los vaqueros, ni los bandidos, han resultado como papá los describía. Sólo me falta comprobar si los sheriffs corresponden a la imagen que me trazaron de ellos.

—Estoy seguro de que Silveira la decepcionará. No tiene aspecto terrible ni es de esos sheriffs que mascan tabaco y se pasean arqueando el pecho y haciendo de hombres terribles.

—Por lo menos, si se parece a usted, será limpio. ¿Por qué van todos tan sucios en este pueblo?

—Le aseguro que, comparado con los demás lugares del Sudoeste, Cedar Springs es de una limpieza deslumbra dora. Piense que en la mayoría de los lugares el agua tiene que irse a buscar a muchos kilómetros de distancia.

—Eso me demuestra que los hombres del Sur no son prácticos. ¿Por qué, pudiendo levantar los pueblos junto a las fuentes, lo hacen lejos de ellas?

—Por la sencilla razón de que resulta más práctico levantarlas cerca de donde está el oro que perder seis o siete horas diarias en ir a los sitios de trabajo. Nadie se molestará en atacar a un carro cargado de barriles de agua; en cambio, pocos mineros llegarían a sus casas si todas las noches tuviesen que recorrer el mismo camino.

Edith calló, un poco avergonzada de la repulsa que su crítica había merecido. Abriles, comprendiendo lo que pensaba la joven, siguió:

—No es extraño que se asombre usted de las cosas que ve. La vida aquí es muy distinta de la que se lleva en el Este. Por eso no debiera haber venido. Valdría más que regresara junto a su padre. Nosotros realizaremos la operación sin necesidad de acompañantes. Lo haremos bastante mejor yendo solos.

—Y a última hora decidirán que Lugones es inocente y se volverán, sin él.

—Si comprobásemos que era inocente no le detendríamos-replicó el mejicano.

—¿Y cómo pueden comprobarlo si el crimen se cometió hace diecinueve años?

—Un asesino es siempre un asesino, y aunque durante diecinueve años no cometa ningún crimen, si se presenta la ocasión volverá a serlo.

—¿Piensan ofrecer a. Lugones la oportunidad de asesinarles? —preguntó Edith en el momento en que entraban en la oficina del sheriff.

—Pensamos comprobarlo.

—Hola-saludó Silveira, levantando de su mesa y acudiendo al encuentro de la joven. —¿Cómo está usted, señorita Quincey? Ya he tenido noticias del efecto que ha causado su llegada. Tiene al pueblo revuelto.

Edith miró al hombre que tenía enfrente. Silveira vestía pantalones y camisa negros e iba con la cabeza descubierta. No llevaba armas, pero encima de la mesa, junto a los documentos que había estado consultando, veíase un pesado revólver con incrustaciones de plata y cachas de nácar. De una percha pendía un sombrero de ala algo corta, un chaleco también negro y una canana con dos revólveres enfundados.

—Uno de los de Tejas, que llegaron ayer, la ha besado-explicó Abriles, quitándose el sombrero.

—No me extraña —rió Silveira.— Si yo no fuera sheriff y la hubiera encontrado en mi camino no sé si habría resistido la tentación. Le aseguro, señorita, que es usted la mujer más hermosa que ha llegado a nuestro pueblo desde que se fundó. Si Linda me oyese diría que le hacemos traición.

Edith miraba boquiabierta a Silveira. ¿Aquello era el Sheriff de Cedar Springs? ¿Era aquél el hombre que se había impuesto en la terrible población de la Ruta de Tejas?

—¿Usted? —pudo murmurar, al fin.

—¿Qué dice usted, señorita? —preguntó Silveira.

—No, nada-tartamudeó Edith. —Es que me asombraba de que fuera usted el sheriff. Me habían dicho que en un tiempo fue usted un hombre malo.

—Malísimo, señorita Quincey —dijo otra voz.

Edith volvióse hacia la puerta que conducía a las celdas, y vio entrar a un hombre alto, de enjuto y alargado rostro, vestido con una levita estilo príncipe Alberto.

—Le presento a nuestro amigo César Guzmán-dijo Abriles.

—¿Cómo está usted, señorita? —saludó el español, inclinándose a besar la mano que inconscientemente le tendía la joven.

—¡Qué extraños son ustedes! —exclamó, al fin, Edith.— Les creí muy distintos. Imaginaba que serían más... más feroces.

—¿Por qué? —sonrió Guzmán.

—Es que... dicen que han matado a tantos hombres... Pensé que tendrían otro aspecto. Son ustedes... como... como la gente que yo trato.

—Tanto la familia de Guzmán como la mía pertenecen a la aristocracia española-declaró Abriles, —y en cuanto a nuestro sheriff, si quisiera, podría lucir un título nobiliario portugués.

—¿Y qué hacen aquí? —siguió preguntando Edith.— ¿Han venido a ganar dinero?

—Tenemos mucho más del que necesitamos-replicó Guzmán.

—Entonces..., ¿hay un misterio en sus vidas?

—¿Qué vida no lo tiene, señorita? —replicó el español.— Usted misma tendrá sus secretos. Pero nosotros ya casi no tenemos pasado misterioso. Todo se ha descubierto. Todo se sabe.

—Pues, ¿a qué han venido?

—En esta vida todos tenemos que ocupar un puesto y cumplir una misión —sentenció Guzmán.— El vaquero que conduce sus rebaños, cumple su parte de trabajo asignado por Dios. El obrero que construye el ferrocarril que traerá el progreso, también realiza una labor importantísima. Y los hombres que tratan, con sus pobres fuerzas, de que la gente de paz pueda vivir al amparo de los ataques de los maleantes, también realizan una misión suprema. Por eso estamos aquí.

Edith movió la hermosa cabeza, como queriendo librar a su cerebro de las brumas que lo enturbiaban, y declaró, sonriendo:

—Me confunden ustedes con sus palabras y con su comportamiento. Empiezo a creer que, al fin y al cabo, el Oeste es un lugar asombroso.

—Es que empieza a verlo tal como es en realidad. —sonrió Silveira.— Usted se ha educado en la capital, pero se ve a la legua que no pertenece a ella. Es linda como una flor de invernadero; pero tiene el vigor que le falta a lo que se cría artificialmente. Es usted, y perdone la comparación, una flor silvestre de las que alfombran en primavera nuestras tierras, y ha sido trasplantada al ambiente ciudadano, donde las plantas crecen tristes. Ahora ha llegado a su verdadero ambiente. Tal vez al volver a la ciudad derrame usted lágrimas de añoranza.

Maquinalmente, Edith se quitó el Sombrero y lo dejó sobre la mesa, junto al revólver. El conjunto formó un contraste tan violento como el que ofrecían aquellos tres hombres, fuertes, recios, casi primitivos, y la mujer, que llevaba el sello del modernismo y la civilización en todas las prendas que cubrían su cuerpo.

—Así no podrá usted ir a El Cortez —dijo Guzmán.

—¿Cómo? —preguntó Edith.

—Con ese traje.

—Tengo otros. He traído varias maletas y baúles...

—Temo que nada de cuanto usted haya traído sea utilizable, señorita: —interrumpió Abriles-Si quiere acompañarnos y correr los riesgos que correremos nosotros, tiene que adoptar otra indumentaria.

—¿Cuál?

—Una mucho más sencilla y lógica. Si quiere vestir con algún lujo, puede hacerlo; pero no con modas de París.

—¿Cómo quieren que me vista? —preguntó, asustada, Edith.— ¿Con trajes de percal y papalinas?

—Sería lo mejor; pero resultaría un poco ilógico que una mujer así nos acompañara a El Cortez.

—Entonces...

—Un momento-interrumpió Silveira observando a la joven. —¿De dónde ha sacado usted ese cabello tan negro? Es casi azul.

—De mi madre. Dicen que me parezco mucho a ella.

—¿Su madre? ¿Cómo se llamaba?

—Guadalupe Zabala, era mejicana.

—¡Ah! —exclamó, complacido, Abriles.— Tiene usted rasgos inconfundibles. Ha sacado el cutis de sus antepasados ingleses y los ojos, el cabello y el cuerpo de las abuelas españolas. ¿Se ha vestido alguna vez a la moda mejicana?

—De pequeña. Mi madre me hacía vestir como una señorita. Luego, cuando ella murió y nos trasladamos a Boston, no volví a ponerme aquella ropa.

—¿Le gustaría volver a llevar prendas de mejicana?

—¿Por qué?

—Porque Guzmán y yo vestiremos de mejicanos. Si usted nos acompaña no puede ir como una damita de las que pasean por los Campos Elíseos. Atraería demasiado la atención hacia nosotros. Tendrá que pasar por mi hermana. Guzmán será nuestro padre.

—Pero... si es tan joven como usted.

—Gracias, señorita, por llamarme joven. Pronto dejaré de serlo; pero complace oírle decir a una mujer tan hermosa que no soy viejo. No tema que se descubra mi disfraz. Mañana tendré tantas canas y arrugas, que se asombrará de lo mucho que habré envejecido. Ahora lo importante es que nos acompañe a casa de Sol Levi, el judío. Es un bandido; pero es el único que puede proporcionarle la ropa que necesita. Después iremos al barrio mejicano y podrá comprar pulseras, adornos y todo cuanto quiera ponerse encima. Cuanto más cosas lleve, más en su papel estará.

—¿Saldremos mañana?

—Sí, antes de que nazca el día. ¿Qué tal tiradora es usted?

—¿De pistola?

—De revólver.

Por toda respuesta, Edith empuñó el revólver de Silveira y cogiendo su sombrero, salió a la calle. Ante el grupo de hombres que esperaban su salida para deleitar con la juvenil frescura de la joven sus ojos, cansados de sequedad y polvo, tiró al aire el complicado sombrerito, y levantando el percusor del arma hizo seis disparos tan rápidos que todos tuvieron la impresión de que se trataba de uno solo y prolongado. Plumas, pétalos de flores y cintas se desintegraron en el aire. Cuando el sombrero, después de dar una infinidad de vueltas, a consecuencia de los impactos, cayó al suelo, de él quedaba muy poco utilizable.

—¡Caray! ¡Vaya niña! —exclamó uno de los curiosos, estremeciéndose.— ¡Cualquiera la molesta!

Y desapareció con los demás.

—¿Qué les ha parecido? —preguntó Edith, gozosa.

—Muy bien-aprobó Silveira. —Si alguna vez se arruina y necesita un empleo, venga y la nombraré delegada mía.

—Ahora vayamos a casa de Levi —indicó Silveira.— Pronto se hará de noche.

Sol Levi era un judío de untuosos modales, que se frotaba continuamente las manos como si se las lavara de las manchas que el oro y la plata de sus clientes dejaban en ellas. Nadie sabía de dónde había llegado. Una mañana se presentó en el pueblo guiando un carromato cargado de géneros. Fue poco después de la catástrofe que arruinó la Calle. Compró una parcela de terreno sacada a pública subasta, levantó un cobertizo, instaló un mostrador y sobre él puntillas, peinetas, cintas, pipas... En resumen, instaló un bazar en miniatura. Un año después, tenía la mejor tienda de todo Cedar Springs.

—Muy buenas tardes, señor Silveira —saludó cuando los Tres y la joven entraron en el establecimiento.— ¿A qué debo el honor de su visita?

—La señorita necesita un traje mejicano-dijo Silveira. —¿Tienes algo bueno?

Levi aseguró poseer lo mejor de lo mejor y presentó un traje que se acercaba bastante a la imagen descrita por el judío.

—¿Tienes algo más?

Sí, Sol Levi tenía de todo, y Edith pudo salir de la tienda siendo poseedora de dos trajes magníficos y otro más sencillo, para el viaje. También pudo comprar ropa interior del tipo utilizado en Méjico, cintas para el cabello, collares, una peineta de carey, una larga y blanca mantilla y un hermoso camafeo que se abría de forma que dentro pudiera colocarse una miniatura.

—Guardaré en él un retrato de mamá-explicó Edith.

También pudo comprar la joven unos cuantos pares de zapatos mejicanos y medias de algodón...

—¿Cuánto vale todo? —preguntó, cuando Sol Levi se disponía a empaquetar las adquisiciones.

El judío se abismó en una serie de complicados cálculos, y al fin anunció que, tratándose de una amiga del señor Silveira, le podría ceder aquello por dos mil dólares. Antes de que Edith pudiese decir si le parecía caro o barato, explicó que los transportes encarecían horriblemente la mercancía, y que en Méjico aquello mismo sólo le hubiera costado mil quinientos dólares...

—No te molestes, Sol —interrumpió Silveira.— Nos conocemos de antiguo. Eres un hombre honrado y sabes que nosotros también lo somos. Por lo tanto, la señorita, te pagará setecientos cincuenta dólares y tú rogarás a Dios que te envíe cada día un cliente así, ¿eh?

El judío se deshizo en juramentos de que si vendía aquello por mil quinientos dólares no ganaría ni un centavo...

—Sí, sí, ya lo sabemos-interrumpió nuevamente Silveira. —Nos conocemos. Tú has pensado: Silveira me conoce, y cuando me oiga decir dos mil dólares, dirá a la señorita que me pague sólo mil, y de esa forma gano doscientos cincuenta más de lo que hubiera ganado de vender los géneros a alguien de aquí. Por lo tanto, acepta los setecientos cincuenta y no te molestes en hacer creer a la señorita que te estafa.

Sol Levi replicó que las palabras del sheriff le ofendían terriblemente, pero que, tratándose de él, se las perdonaba y, además, regalaba mil doscientos cincuenta dólares a la señorita para que tuviese un buen recuerdo de Cedar Springs.

—¿De veras no le hemos robado? —preguntó Edith, cuando, después de encargar a Sol Levi que enviara dentro de una hora el paquete a la oficina del sheriff, se dirigieron los cuatro hacia el barrio mejicano.

—Lo que le ha vendido no vale ni quinientos dólares-sonrió Abriles. —En la ciudad de Méjico lo hubiera encontrado usted por unos trescientos. Pero aquí le hubiera resultado más difícil. Sol se estará frotando las manos. Ha hecho un buen negocio; más no se le puede obligar a que lo reconozca.

El barrio mejicano ofreció a Edith la oportunidad de adquirir un sin fin de objetos y chucherías deliciosos. Aquella noche, después de depositar en la oficina todas los géneros adquiridos, y vestida Edith con un traje que ella calificó de sencillísimo, aunque cuantos la vieron opinaron lo contrario, Guzmán y Abriles la llevaron a cenar en un restaurante mejicano.

—Le conviene conocer un poco de la cocina mejicana-dijo Diego de Abriles. —Además, la dueña del restaurante y su marido nos tienen que ayudar.

Aquella noche, a las diez, Edith y sus compañeros regresaron a la oficina del sheriff. Éste les esperaba paseando de un lado a otro de su despacho.

—¿Qué ocurre? —preguntó Guzmán, al notar el nerviosismo de su compañero.

—¿Sabéis quién se supone que está en El Cortez? —preguntó Silveira, deteniéndose frente a Guzmán.

—¿Quién?

—Póker Trail, el asesino de Curt Collier.