CAPÍTULO VI

...LLEGA A EL CORTEZ...

LA inmensa llanura reverberaba bajo el implacable sol. En todo cuanto podía alcanzar la vista no se percibía la menor sombra. Sólo rocas, polvo, arena y plantas espinosas. La desolación era incomparable. No se advertía la menor señal de vida humana ni animal. En contraste con la multicolor decoración de la sierra de Mogollones, el Desierto del Capitán sólo era blanco, calcinado y amarillo. Oleadas de calor parecían asaltar a los cinco jinetes que avanzaban por la vacía extensión. Ardía la tierra y todos sentían agrietárseles la epidermis, secárseles la garganta y desaparecer de sus cuerpos hasta la menor partícula de humedad.

Era imposible sudar, pues en cuanto los poros se abrían un poco, el fuego del desierto los secaba, llenándolos de finísima arena.

Ésta se hallaba en todas partes. Edith tenía la impresión de que sus manos eran de pergamino, de que su boca estaba llena de polvo y de que su cabello se había convertido en una masa de hierba seca, anhelante de humedad.

De cuando en cuando pasaban junto a la calcinada osamenta de alguna res que había muerto de sed.

—Muchos animales se extravían al internarse en el desierto-explicó Turner. En las pocas horas que llevaban de marcha el hombre parecía haber perdido varios kilos de peso. —A veces los matan los coyotes, que los siguen de noche; pero en la mayor parte de las ocasiones mueren de sed.

Aunque cuanto abarcaba la vista parecía una infinita llanura, esta impresión era engañosa. El Desierto del Capitán era una alta y enorme meseta llena de cortaduras, a cuyo fondo era necesario bajar para salvarlas.

En esas hondonadas el calor aumentaba en varios grados. Hubo momentos en que Edith sintióse a punto de perder el sentido. Luego, cuando se volvía a la meseta, se encontraba un ligero alivio, como si en aquel horno pudiera existir una sombra de frescura.

Con la noche todo cambió por completo. Sopló un viento frío, que arrastró con él numerosos haces de chispas de las hogueras encendidas por los caminantes. Se preparó la cena, compartiéndola todos amistosamente, y, a la hora de dormir, Guzmán montó la guardia junto a la hoguera, observando a Turner y a Wailey.

Este tenía que relevar al español. A las doce y media despertóse y, desperezándose, alcanzó su Winchester; luego arrastró su manta basta junto a la hoguera.

—Puede seguir durmiendo si quiere —indicó Guzmán.— No tengo sueño.

—Le falta sueño y confianza, ¿eh? —rió el viejo.— No, no somos de fiar. Pero con ustedes obramos honradamente. Hemos ganado dinero con el último golpe y no tocaremos sus sacos de oro. —Wailey soltó una seca carcajada y continuó:— Ya he notado el cuidado con que tratan esos sacos. No se preocupen. Respetamos a los compañeros. Ustedes son de los nuestros. Robamos caballos, ustedes asaltan Bancos. Tanto da. Se castiga con lo mismo. Pero yo estoy ya listo. Ya no volveré a cruzar el Río Grande empujando delante de mí unos cientos de cabezas de ganado. Se acabó. Dentro de unos años estaré casi totalmente ciego. Es mucho el tiempo que llevo aquí. Soy una rata del desierto. El sol me ha secado la sangre. Cuando llegué, esto era aún de España. Parece mentira, ¿verdad? Se hablaba de que los franceses se habían apoderado del reino y comenzó a prepararse la revolución. Vi como Méjico hacíase independiente. Ya era un nombre cuando Tejas se separó de Méjico. Ingresó en la Unión, luchó contra el Norte y fue vencida... Entonces yo era ya viejo. Tal vez no tarde mucho en dejar mis huesos aquí. He querido huir muchas veces. He encontrado oro y he llegado hasta San Francisco. No puedo con la civilización. Ahora soy una carga para Turner. También a él, algún día, lo matarán. Es una lástima. Es más inteligente de lo que parece... y muy bueno...

En aquel instante se oyó a lo lejos un acompasado galopar de caballos. La luna, en su plenitud, plateaba el desierto, pero no dejaba ver si los que se acercaban eran dos o más.

Rápidamente, Guzmán empuñó su rifle y corrió a un lado, en tanto que el viejo Wailey pisoteaba la hoguera, apagándola. Un momento después el español descubrió, desde detrás de un macizo de arbustos de creosota, a un jinete que montaba un blanco caballo al que seguía otro animal pesadamente cargado.

—¿Quién llega? —gritó el español, cuando el otro redujo la velocidad de su carrera.

—¡Gente de paz! —replicó el jinete— ¿Puedo seguir adelante?

—Sí; pero tenga cuidado —advirtió Guzmán.— Sentiría hacerle daño.

—¿Van a El Cortez? —preguntó el desconocido.

—Quizá.

—Yo también voy allí.

—Por lo visto este desierto está muy concurrido-comentó Edith, que se había despertado y observaba la llegada del viajero.

Éste continuó avanzando hasta donde brillaban los rescoldos de la extinguida hoguera. Mientras Wailey procedía a encender otra con las espinosas ramas de la creosota, desmontó, estiró brazos y piernas, como para desentumecerse después de una larga cabalgada, y saludó con un cordial «Buenas noches, forasteros».

—Buenas noches-replicó Wailey.

—¿Viene de muy lejos? —preguntó Turner.

—Sí, de bastante lejos-replicó el recién llegado.

Su voz era juvenil y potente. Cuando se acercó a las llamas, para calentar junto a ellas sus manos, Edith pudo verle el rostro. Era curtido, moreno y de facciones correctas y acusadas. No tenía aspecto de vaquero ni de minero. Tampoco parecía un fugitivo de la Justicia.

—Voy al mismo sitio que ustedes —anunció.

—¿Cómo sabe a dónde vamos? —preguntó Abriles.

—Por este desierto sólo se va a dos sitios-replicó el desconocido.

—¿A cuáles? —preguntó Turner.

—A la muerte o a El Cortez. Supongo que van al último sitio, aunque no deja de ser uno de tantos caminos para llegar al primero.

—¿Quién le persigue? —preguntó Guzmán, que había dejado junto a sus mantas el rifle.

—Nadie. No tengo cuentas pendientes con la Justicia.

—Entonces ¿a qué va a El Cortez? —preguntó Edith.— ¿A ver a su novia?

—¿Eh? ¿Una mujer? —El recién llegado parecía sorprendido.— ¿Qué hace usted aquí... señorita? ¿O señora?

—Por ahora soy señorita-rió Edith. —Me acompañan mi padre y mi hermano.

—¿Son ustedes los que se llevaron el dinero del Banco de Silver City?

—Hace usted muchas preguntas, joven-reprendió Abriles.

—¿Es usted el hermano?

—Sí.

—Les felicito por el trabajo de Silver City. Van a hablar del asalto hasta que la ciudad desaparezca o se convierta en una metrópoli. Es la primera vez que por estas tierras aparecen mujeres capaces de guardar la espalda a sus hombres.

—No hemos oído bien su nombre, ¿verdad, Lupe? —comentó Abriles.

—Soy José Alvarez, de El Cortez. Mi padre y yo poseemos el único rancho de verdad que hay allí.

—¿Son ustedes los únicos habitantes fijos? —preguntó Guzmán.

—Casi. Narleen Hunter, el dueño de la mejor taberna, es otro de nuestros ciudadanos fijos; pero no lleva tanto tiempo como nosotros.

—¿Cuántos años? —preguntó Abriles.

—Muchos-contestó Alvarez.

—¿Nació allí? —inquirió Turner.

—No, llegué cuando era casi un niño.

—¿Ha cenado? —preguntó Edith.— ¿Quiere unas tortillas?

—Gracias, si usted me las prepara...

—No le sabrán a gloria, pues soy muy mala cocinera-rió la joven.

La tensión habíase reducido en el pequeño campamento. Los modales o el acento de José Alvarez habían tranquilizado a todos. Guzmán fue el único que, alejándose unos centenares de metros del campamento, pegó el oído al suelo, tratando de percibir si se acercaban más jinetes. Al cabo de un rato decidió que si detrás del llamado José Alvarez venía alguien, debía de hacerlo al paso y llevando a los animales con los cascos protegidos con arpillera.

Mientras freía unas tortillas, Edith miraba al recién llegado. Vestía pantalón, rayado y embutido en unas ricas botas tejanas, camisa de franela, pañuelo grana al cuello y sombrero de copa baja y ala ancha. De la rica canana pendían dos hermosos Colt del 45 con las cachas de marfil. Del bolsillo de la camisa le colgaba la plaquita metálica de la bolsa de tabaco.

Comió las detestables tortillas, bebió el apetitoso café y al terminar lió un cigarrillo, después de ofrecer tabaco a los demás. Wailey y Turner aceptaron, cargando el primero su enorme pipa y liando el segundo un cigarrillo. Guzmán y Abriles declararon preferir la picadura de Turner.

—¿Cómo está El Cortez? —preguntó Wailey.

—Tan bueno o tan malo como de costumbre-replicó Alvarez. —Depende de cómo se mire. Para ustedes, mejicanos, estará bien. Y supongo que a sus compañeros les parecerá lo mismo.

—Yo estuve allí hace años. —suspiró Wailey.— Entonces era muy hermoso. Y yo era muy joven.

—Los viejos dicen que está igual. No es un sitio bueno y no puede, tampoco, ser peor de lo que es.

—¿Estaba usted en Silver City cuando mataron al sheriff? —preguntó Guzmán.

—¿A qué sheriff, señor...?

—Perdone. Me llamo Lorenzo Marqués. Aquí mi hijo, Juan, y mi hija, Guadalupe.

—Encantado de conocerles. Parece que somos compatriotas.

—¿Es usted de Chihuahua?

—No, pero como si fuese de Méjico. Toda mi familia procede de allí. De noche parece usted más joven, don Lorenzo.

—La luna disimula mis canas-replicó el español. —¿Cómo dice que murió el sheriff?

—Lo asesinó un tahúr llamado Póker Trail.

—¿Qué entiende usted por asesinar a un sheriff? —preguntó Turner.

—Matarle sin que tenga la oportunidad de defenderse. El sheriff no pudo ni llevar la mano a su revólver. Cometió la ingenuidad de decirle a Póker que se fuese a hacer trampas a otro sitio, y el tahúr replicó llenándole de plomo. Fue un verdadero crimen.

—Creo que está en El Cortez-comentó Guzmán.

—¿Quién? ¿Póker?

—Sí.

—Allí tendrá que ir con más cuidado con las armas.

—¿Por qué?

—Porque son muchos los que disparan contra los tahúres antes de denunciarles como tramposos.

—Póker Trail tiene fama de jugar limpio.

—Pues en Silver City jugó sucio.

—¿Y cómo pudo escapar?

José Alvarez se encogió de hombros.

—Sospecho que muchos vieron con gusto la muerte del sheriff. Era de los pocos honrados que quedaban. Y en estas tierras un sheriff decente es, muchas veces, un estorbo. Desde luego no se dieron tanta prisa en perseguir a Póker como a ustedes. Por cierto, señorita Marqués, que se ha ganado usted una fama envidiable como tiradora. Dejó varios sombreros estropeados.

—Muchas gracias, si es que pretende usted halagarme.

José Alvarez clavó su mirada en los ojos de Edith, que al cabo de un momento los apartó sintiendo que un intenso rubor coloreaba sus mejillas.

—Debe de estar usted cansado-dijo Guzmán.

Alvarez hizo un gesto vago.

—Pensaba continuar cabalgando toda la noche,

—¿Tiene prisa?

—No; pero la travesía del desierto no es divertida. De todas formas, si no les importa, me quedaré con ustedes.

—Puede hacerlo —replicó Guzmán, mientras se envolvía en la manta.

Abriles instalóse junto al fuego, dispuesto a montar la última guardia. Durante las tres horas que quedaban de noche, permaneció con la mirada pensativamente fija en Turner, Wailey y, sobre todo, en José Alvarez.

—Está en El Cortez desde niño-se dijo. —Tal vez ese apellido no sea, realmente, el suyo.

Con la primera luz del sol, y después de un frugal y rápido desayuno compuesto de café y tocino frito, los seis viajeros reanudaron la marcha hacia el interior del desierto. Edith cabalgaba a la cabeza, junto al nuevo compañero de ruta.

—No parece usted tan peligrosa, señorita-comentó al cabo de un rato Alvarez. —Viéndola así, nadie la supondría capaz de agujerear la copa de un sombrero.

—¿Quiere hacer la experiencia? —preguntó Edith.

Alvarez se quitó el sombrero y, mostrando la baja copa del mismo, replicó:

—Aunque usted quisiera, no podría agujerearla sin despeinarme.

—¿Está usted así peinado? —sonrió Edith, mirando la negra y revuelta cabellera del joven.

—Tiene usted razón al burlarse; pero este es uno de los inconvenientes del desierto. No hay agua y durante toda la travesía es imposible peinarse bien, lavarse y afeitarse. Cuando lleguemos a El Cortez no me conocerá. Luciré una barba patriarcal.

—Tampoco yo debo de estar muy presentable-sonrió Edith.

—Al contrario-replicó el jinete. —Es usted hermosísima. Nunca me hubiera figurado que una asaltadora de Bancos pudiera ser tan bella.

—¿Por qué no ha de poder serlo?

—Porque las pocas mujeres, de su... —Alvarez se turbó y por unos momentos no supo cómo seguir. Por fin terminó:— Quiero decir que las mujeres compañeras de salteadores que he conocido eran horribles. Usted no lo es.

—En eso estriba mi éxito-rió Edith.

Cabalgaron un rato en silencio. De pronto, Alvarez volvióse hacia la muchacha.

—Guadalupe —dijo.— ¿De veras le gusta la vida que lleva?

—Es hermosa —replicó Edith.— Me emociona.

—Pero también es peligrosa. Los hombres del Oeste se rigen por un código y unas leyes un poco contradictorias. No se puede atacar a ninguna mujer... pero a la que se coloca fuera de la Ley dejan de considerarla femenina y la tratan como al peor de los hombres. Dicen que la hembra de la especie es siempre más feroz y, por lo tanto, conviene exterminar a aquellas que olvidan que han nacido para amar, no para odiar.

—¿Por qué vive usted en El Cortez si tiene esas ideas tan puritanas?

—En la vida no todos podemos hacer lo que queremos. Algún día saldré de ese infierno para no volver a él.

—¿Le persigue la Justicia?

—No; puedo entrar y salir cuando quiera.

—¿Por qué no se marcha? —insistió Edith.

—Porque aún no puedo hacer lo que deseo.

—¿Qué hará cuando pueda marcharse?

—Compraré un rancho en Tejas o California y criaré los mejores bueyes y vacas de todo el país. Construiré una casita de tipo colonial, pintada de blanco y de rojo tejado. Por las noches, sentado en la galería, pensaré en cierta niña que se llamaba Guadalupe y que iba huyendo de la Justicia.

—¿Y qué pensará? —preguntó Edith, con la mirada fija ante ella, sin volver se hacia el hombre que cabalgaba a su lado.

—Pensaré que le hablo de amor, que le digo que es hermosa, que ella se ruboriza, como usted ahora, y que me con testa que me ama... y que quisiera ver esa casita mía.

—¿Hay muchas mujeres en El Cortez? —preguntó Edith, sintiendo muy dentro de su corazón un glorioso doblar de campanas de plata.

—Hay mujeres... pero no la mujer que yo he soñado.

—¿Cómo es la mujer soñada por usted?

—¿Le interesa que se la describa?

Edith encogió ligeramente sus hermosos hombros.

—A toda muchacha le gusta conocer el ideal del hombre que habla con ella, Es la curiosidad que Dios concedió como defecto principal a la mujer.

—¿La curiosidad que hizo pecar a Eva?

—Sí, y la que estuvo a punto de costarle la cabeza a la esposa de Barba Azul.

—¿Conoce el cuento?

—Lo he leído infinitas veces. ¿Es rubia su mujer soñada?

—No. Es morena, con el cabello como el ala del cuervo, con los ojos como el azabache, con los dientes como perlas y una tez que debajo del cobre del sol es clara como el nácar.

—¿Y la ha encontrado ya? —susurró Edith.

—Sí. La encontré una noche de luna, junto a una hoguera. Una noche en que yo no sabía qué imán me obligaba a espolear a mi caballo. ¿Vienes de muy lejos, Guadalupe?

Sin notar el tuteo, la joven replicó; como en sueños:

—Sí, de muy lejos. He cruzado muchos ríos y muchos abismos... También a mí... Pero... ¡Qué tontería!

Edith soltó una breve carcajada.

—¿A qué llamas tontería? —preguntó Álvarez.

—A lo que está ocurriendo. Me está usted hablando de amor y no me conoce. Sólo sabe que a la entrada del deserto esperan unos hombres dispuestos a ahorcarme...

—No, eso so-interrumpió el joven.

—Esa parte de tu vida pertenece a un pasado que ya ha muerto. El Destino nos ha unido y no nos separaremos más. Dentro de un año yo estaré libre, podré ir a mi placer por el mundo, con mi verdadero nombre. Lo recuperaré después de veinte años tristes de no poder usarlo...

Con el horror pintado en los ojos, Edith se volvió hacia el joven.

—¡No! —gimió. No, no puede ser.

—¿Por qué? ¿Es que hay otro hombre...?

—No sigamos adelante. ¡Es una locura! Este sol me ha trastornado. De lo contrario no hubiera querido escuchar sus palabras...

—¿Piensas en tu pasado? No me importa lo que hayas podido ser. No eres mala; lo leo en tus ojos. Son el espejo de un alma pura...

—¡Calle, no siga! Es inútil, señor Lugones.

—¿Cómo?

Alvarez palideció intensamente.

—¿Sabe mi verdadero apellido?

Edith se mordió el labio inferior. A pesar de comprender que todo estaba perdido, en los últimos segundos había rogado a Dios con toda su alma que sus sospechas resultaran falsas.

—¿Es usted el hijo de Juan María Lugones? —preguntó conteniendo su angustia.

—Sí. ¿Y tú quién eres?

—Soy alguien que nunca debía haberle conocido; pero el Destino se complace, a veces, jugando con los seres humanos como si fuésemos marionetas. Nos ha traído de muy lejos para... hacernos entrever una posible felicidad y reírse luego de nosotros.

—¿Qué importancia puede tener que yo sea el hijo de Juan María Lugones?

—Mucha; los pecados de los padres pesan sobre los hijos hasta la quinta generación. Lo dice en los Evangelios. Y es verdad. Antes de pecar, un padre debiera cortarse las manos, arrancarse los ojos y destrozar su lengua. Porque mucho más que él sufrirán los hijos, que no tienen ninguna culpa.

—¡Pero...! No entiendo, Lupe. ¿Qué misterio es este? ¿Qué importancia tiene lo que hiciera mi padre hace tantos años?

—No pregunte. Márchese. Usted conoce el camino, su caballo es ligero. Vaya a El Cortez, recoja lo que allí guarde y aléjese antes de que nosotros lleguemos. Váyase a Tejas, compre su rancho, levante su casa y piense en... Pero no, no piense, olvídela. No hace ni siquiera doce horas que nos conocemos. Un grano de arena no puede desviar una vida. Continúe usted la suya...

—Por favor, Lupe, dime la verdad. ¿Quién eres? ¿Qué relación puede haber entre los pecados de mi padre y tú? Cuando él se encerró en El Cortez tú aun no habías nacido. Mi padre no estuvo nunca en Méjico...

—Deje las cosas tal como están. Márchese y no trate de volverme a ver. Y llévese con usted a su padre. Tal vez él comprenda.

José Lugones siguió un rato en silencio. Su corazón latía al mismo compás que el paso de su caballo. Estaba ante, la habitación secreta y, al contrario de la mujer de Barba Azul, no se atrevía a abrir la puerta que daba paso al misterio.

Sin mirarle, Edith le tendió una temblorosa mano.

—Adiós-dijo. —Ahora aún es fácil Ha hecho bien en hablar antes de que fuera demasiado tarde.

—¿No quiere decirme la verdad?

Las lágrimas enturbiaban los ojos de la muchacha.

—No, no puedo. Pero ocurra lo que ocurra, no me odie...

—¿Odiarla yo? ¿Cómo podría albergar en mi pecho ese sentimiento? Sería como pretender odiar al sol que nos da vida, o a la luna que nos hace soñar con otros mundos.

—Como se odia al huracán que destruye los castillos levantados por nuestra fantasía-dijo Edith.

—¡Pero tú me quieres! Lo leo en tus ojos y en tus palabras.

—¿Cómo puedo quererle si casi no nos conocemos? El amor a primera vista pertenece sólo a las novelas románticas.

—Si no me quieres, ¿por qué lloras?

—Porque... porque... Es el sol., arena... ¿Por qué he de llorar? Usted es un viajero del desierto. Siga su camino. Yo seguiré el mío. Nuestro encuentro ha sido casual. No volverá repetirse. El rayo no cae dos veces sobre el mismo árbol. Adiós, José Lugones.

—Por favor...

—Márchese. ¿No comprende que me hace sufrir? ¿No se da cuenta de que yo debiera odiarle y... estoy llorando. Esto no es propio de una mujer que agujerea a balazos los sombreros de la hombres... —Edith forzó una angustiada risa.— Adiós —repitió.— Si se marcha ahora, le bendeciré toda mi vida por no haberme obligado a decirle la verdad. También yo levantaré algún día mi hogar, y pondré en él una galería emparrada... y si tengo hijos, les contaré que una vez su madre fue una mujer mala, que anduvo perseguida por el desierto y que encontró a un hombre a quien debía odiar, pero se despidió de él con los ojos llenos de lágrimas.

—Está bien, Guadalupe. No quiero hacerla sufrir más... Tal vez tenga razón... Pero a sus hijos yo les diré que su madre estaba equivocada, que no podía ni debía odiarme, porque el Destino nos unió en el Desierto del Capitán para que juntos levantásemos la casita de encarnadas tejas y el jardín donde ellos jugarán. ¡Adiós!

José Lugones saludó con el sombrero, y picando espuelas se alejó al galope seguido de su otro caballo. Edith siguió su lento avance. Sólo cuando el jinete fue un vago y casi imperceptible punto en la lejanía, se dio cuenta de que César Guzmán cabalgaba, desde hacía rato, junto a ella, como unos minutos antes lo hiciera José Lugones.

—¿Qué ha ocurrido, Guadalupe? —preguntó el español.

—Es el hijo de Juan María Lugones —musitó la muchacha.

—¿Y tiene eso importancia? —inquirió Guzmán.

—Sí. Ya sé que es una tontería. Usted, como todos los que han dejado atrás la época de su primer amor, dirá que lo olvidaré como olvidé a mis muñecas a pesar de que hubo un tiempo en que no podía vivir sin ellas. Tal vez sea cierto y les mayores tengan razón. Un amor que nace en unas horas no puede ser eterno; pero, aunque no lo sea, ahora duele tanto como si se quebrase una pasión de muchos años.

—Lo comprendo-sonrió Guzmán. —Yo sé lo que es el primer amor. También lo tuve... y no he vuelto a sentir otro igual. Su fuerza es infinita. Aunque a veces ha parecido como si mi corazón pudiera albergar otros amores, el primero se ha impuesto.

—¿La amó mucho tiempo?

—Hasta que murió. Fue mi esposa... La mataron... Por eso estoy aquí.

—¿La vengó?

—Sí; pero la venganza es como los frutos que crecen en las orillas del Mar Muerto. Su apariencia es agradable... mas se convierten en cenizas cuando uno quiere morderlos.

El dolor del hombre que estaba a su lado calmó un poco la angustia de Edith Quincey.

—Quizá, no fuera amor-admitió. —Pero desde que ayer noche llegó al campamento, sentí unas emociones que creí no conocer nunca. Me he sentido más joven... No, no se ría. Ya sé que soy joven, pero la juventud de que hablo era una juventud nueva. Como si estuviese en medio de un himno de gloria, como si en pleno invierno surgiese, en unas horas, toda la primavera. Y durante algún tiempo he estado dejándome llevar de la fantasía, soñando cosas que yo misma comprendía no podían ser realidad. Pero no me importaba. Era feliz soñando y me hubiera conformado con el despertar que el Destino me deparase...

—Pero no con el despertar de ver que el hombre a quien empezaba a amar era el hijo del hombre a quien tenemos que detener.

—No... no le detendremos... No quiero. Volvamos atrás... Un odio de tantos años no puede ser aceptado por Dios. Quizá...

—Quizá no fue asesinato, ¿verdad?

—Sí. Tal vez tuviese razón Juan María Lugones. ¿Por qué no puede ser cierto que le atacaran y que él se defendiera?

Guzmán no respondió a la pregunta. Asistía, emocionado, a la repetición de la ley natural, de los hijos que se resisten a que las culpas de los padres tengan que ser pagadas por ellos.

—No podemos volver atrás-sonrió, al fin. —Tenemos que llegar a El Cortez. Detrás nos aguardan los hombres de Silver City. No podemos explicarles la verdad. No nos escucharían. Saldremos por el otro extremo del desierto y desde allí lo arreglaremos todo.

—Pues no nos detengamos en el pueblo. No quiero volverle a ver.

—No será necesario. También yo tengo que saldar una vieja cuenta que ahora ha aumentado. Tengo que hacer justicia en el hombre que asesinó a Curt Collier y al sheriff de Silver City.

—¿Qué justicia puede usted imponer en El Cortez?

Lentamente, la maño derecha de Guzmán se posó sobre uno de sus Colts del 45.

—Esta-murmuró. —La ley de los 45, la única que se puede invocar en estos lugares.

—¿Y con Juan María Lugones?

—No será necesaria esta ley-replicó el español. —Él comprenderá que debe responder ante la Justicia del delito que cometió hace diecinueve años.

—Quizá sea inocente.

—Las balas que entran por la espalda son sólo las que se disparan por la espalda. No pretendo juzgar los motivos que impulsaron a Juan María Lugones a hacer lo que hizo. Pero todo indica que asesinó a cuatro hombres. Si hubiera desafiado cara a cara a su abuelo, nadie hubiese levantado la mano contra él.

—Pero después de tantos años...

—La Ley de Dios dice que los pecados que se cometieron en la juventud serán purgados después de nuestra muerte.

—¡Es una ley cruel!

—La Ley no la escribieron las mujeres enamoradas, señorita.

—No, porque hubiera sido mucho más humana.

—Entonces, ¿por qué vino usted de Boston? Hace quince días sus labios no pronunciaban palabras de perdón.

—Es que entonces... no le había conocido.

Durante los tres días siguientes, los viajeros continuaron su camino por aquel infierno de calor. No intentaron descansar de día y viajar de noche; porque mientras lucía el sol era imposible encontrar un sitio lo bastante fresco para hallar en él algún alivio. Era preferible descansar durante la noche, reponiéndose en la frescura nocturna de los padecimientos sufridos durante la jornada.

Por fin, cuando el sol del quinto día de viaje empezaba a ocultarse en el horizonte sin nubes, los viajeros detuvieron sus caballos al borde de una inmensa hondonada. Al fondo de unos altísimos acantilados, en un valle cuya extensión no podía ser calculada, la vista volvió a encontrar el alivio de los árboles, las plantas y los colores gratos. Corría el agua en todas direcciones y en aquel oasis veíanse los blancos muros de un hermoso pueblo. Parecía como si toda el agua que se había negado al desierto se acumulara allí. Infinitas fuentes y pozos artesianos llenaban de pulverizada espuma el ambiente. Del valle ascendía hasta lo alto de las cortaduras un hálito de frescura y humedad. Los caballos relincharon ansiosos de pasto verde, y Guzmán, acercándose a Edith, dijo, señalando hacia el fondo del inmenso cráter:

—El Cortez, Guadalupe. —Ya hemos llegado al fin de nuestro viaje.

Cuando iniciaron el descenso por el fácil camino abierto en la piedra, y que bordeando el muro de roca debía conducirles al otro extremo del pueblo, Guzmán, que observaba a la joven, vio cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas sin que de su garganta brotara ningún sollozo.