Capítulo IX La justicia del Coyote

Don Pedro se despertó con la impresión de que su cabeza había servido de balón para el juego de toda la chiquillería de Los Ángeles. Era pleno día y aunque lo alto del sol indicaba que él había dormido hasta muy tarde, don Pedro conservaba la agobiadora sensación de no haber dormido. Se lavó con agua fresca, hundiendo la cabeza en la palangana; pero conservó los sentidos embotados hasta que uno de los criados de la posada entró a servirle el desayuno, explicando:

- Me encarga don Ricardo que le diga que se nos terminó la leche, porque se ha vertido la que teníamos de reserva, y que sólo puede servirle café…

- Es lo que me hace falta -dijo don Pedro, sin sospechar que la preparación de aquel fortísimo café no era, ni mucho menos, casual.

Lo bebió casi sin azúcar y al poco rato sintió que le desaparecía el peso de las sienes y de la cabeza. Se encontró mejor y salió de su cuarto.

En el comedor vio, al pasar por delante, a Kathryn Sneesby, sentada frente a un alto vaso lleno de humeante café.

- Buenos días -dijo, entrando en el comedor.

La escritora le dirigió una mirada de reproche.

- ¿Otra vez me ha dormido? -preguntó.

- ¿Qué quiere decir?

- Pues que me ha servido una buena dosis de narcótico. Estoy deshecha.

La luz empezó a hacerse en la mente de don Pedro. Ahora comprendía por qué, habiendo dormido como nunca, no había descansado. Pero, ¿quién pudo tener interés en narcotizarle?

Salió al vestíbulo y preguntó a Yesares, que parecía esperarle, porque en seguida fue a su encuentro:

- ¿Sabe algo de lo que ocurrió anoche?

- Anoche durmió usted sin que le pudiésemos despertar -explicó Yesares.

- Ya lo sé. Anoche me echaron algún narcótico en la cena.

- Anteanoche, sería -rectificó Yesares.

- ¡Eh! No me diga…

- Han dormido ustedes todo el día de ayer -explicó Yesares-. Incluso les visitó el doctor García Oviedo, quien nos dijo que debían de haber tomado una gran cantidad de opio en la cena. Explicó, también, que no había peligro alguno en dejarles dormir hasta que despertaran y calculó que no dormirían más allá de la media mañana de hoy. Sin duda creerá usted que nosotros echamos el narcótico…

Desconcertado por esta manera de abordar sus sospechas, don Pedro se turbó.

- No sé… Claro, de momento… Sí, pensé que ustedes podían tener alguna culpa; pero ¿qué interés les pudo mover?

- Ninguno, claro está. Para mí es muy lamentable que ocurran ciertas cosas en mi posada. Me la desacredita, y eso no es bueno para un negocio. Indudablemente, alguien entró en la cocina y echó unos polvos en la cena destinada a usted. Al entrar en su cuarto nos tomamos… Mejor dicho, yo me tomé la libertad de recoger algunos documentos importantes que encontré sobre una mesa y los he guardado en mi caja de caudales. Tenga la bondad de acompañarme. Se los quiero devolver.

Muy asombrado por cuanto ocurría y, sobre todo, por la noticia de su prolongado sueño, don Pedro siguió a Yesares, quien le entregó unas libretas y unos documentos a cuya vista don Pedro movió negativamente la cabeza, explicando que nada de aquello era suyo.

- Estaba en su habitación -insistió Yesares-. Y un examen superficial me ha indicado que se trata de algo que le pertenece.

Don Pedro tenía ante él la libreta de cuentas de Holgate y los documentos firmados por éste.

- No lo entiendo-dijo-. Iré a ver al señor Holgate para que él me lo aclare.

- Creo que ha salido de Los Ángeles -explicó Yesares-. Yo no le he visto, ni ha venido a preguntar por usted y, en cambio, me dijeron ayer que, de madrugada, le vieron salir a caballo hacia el Sur.

- ¡Cosa tan rara! -exclamó don Pedro-. Yo no sé si estoy loco o vivo en un país de fantasía, donde todo el mundo anda de cabeza. Me confunden con otras personas, me narcotizan y en vez de robarme algo me dejan documentos y libros que antes fueron robados. Voy a tener que marcharme de California. Me obliga a ello el más elemental sentido de seguridad. Si no me marcho, me ocurrirá algo terrible.

Salió del despacho seguido por una mirada de simpatía de Yesares.

Mas apenas había puesto los pies en el vestíbulo, comenzaron de nuevo las tribulaciones de don Pedro. Hacia él, acompañado por un hombre joven y vestido de negro, caminaba Thomas Holgate.

- ¿Usted aquí? -preguntó don Pedro, yendo hacia él-. Seguramente viene a enterarse de por qué no fui a visitarle anteanoche. No fui porque a alguien se le ocurrió echarme un narcótico en la cena y he dormido hasta ahora.

- S…sí. Venía a verle -tartamudeó Holgate.

- Suba a mi habitación. Creo que debemos hablar. He encontrado el libro que le robaron.

Desde la puerta de su despacho, Yesares presenció, demasiado tarde para intervenir, el final de la escena, cuando Holgate, don Pedro y Eddie Manners estaban subiendo por la escalera, hacia el piso en que se hallaba la habitación de don Pedro.

Don Pedro quedó desconcertado por la forma que tuvo de agradecer su invitación el compañero de Holgate. En vez de darle las gracias por el hecho de que le hiciera entrar en la estancia, Manners desenfundó un revólver y encañonando al indignado don Pedro, le obligó a levantar las manos y le registró despojándole de los revólveres que llevaba y que tiró al suelo.

- ¡No tolero…! -gritó el mejicano.

- ¡Cállese! -ordenó Manners, empujando hacia atrás a don Pedro, mientras Holgate aprovechaba la oportunidad para coger uno de los dos revólveres de don Pedro y guardárselo.

- ¿Qué significa esta intromisión? -inquirió don Pedro-. Señor Holgate, le exijo que explique la conducta de su amigo.

- ¿Quién es? -preguntó Manners, sin volver la cabeza-. ¿Es el falso o el legítimo?

- Es El Coyote -dijo Holgate-. Le conozco la voz. Tiene en su poder los papeles que me hizo firmar.

Holgate arrancó de las manos de don Pedro el libro de cuentas y los documentos y abriendo el primero comprobó en seguida que era el suyo. Entre sus páginas encontró un papel con esta inscripción:

Con los mejores saludos del

La ocultó y esperó a que Manners satisfaciese su odio contra el hombre que había matado a su padre.

- ¿Cómo no ha demostrado reconocerme? -preguntaba Manners a don Pedro.

- La vez que le vi llevaba la cara tan tapada que, a no ser por la voz y las pistolas, no le habría reconocido- dijo don Pedro, que se iba reponiendo de la sorpresa.

- Cuando jugamos al póker no la llevaba tapada.

- Yo nunca he jugado al póker con usted.

Holgate esperaba, ansiosamente, que Manners matase a don Pedro creyendo matar al Coyote.

- ¿Es ésa su cara? -preguntaba Eddie.

Don Pedro se impacientaba. Le hervía la sangre y sólo difícilmente lograba dominarse.

- ¿Se acuerda de mi padre? Usted le mató. Le asesinó, poniéndose a hacer de juez donde nadie le llamaba.

- No sé de qué me habla. En cuanto a usted, señor Holgate, me ha de explicar su comportamiento.

Holgate soltó una carcajada.

- Esta vez le cogieron, señor Coyote. Es inútil que finja. Usted no es don Pedro…

- No. No lo es -dijo una voz detrás de ellos-. Yo soy don Pedro Celestino Carvajal…

Al sonar la voz, Manners dio un salto para volverse y disparar contra el que acababa de entrar; pero don Pedro le empujó fuertemente, haciéndole caer de rodillas.

Aun así, Manners quiso disparar, pero el revólver le voló de la mano, arrancado por una certera bala.

Holgate comprendió que ya no había para él otra salvación que la que pudiese ganar con sus propias fuerzas. Al oír la voz, había hundido la mano en busca del revólver, mientras se volvía hacia la puerta.

En el umbral no estaba el Coyote, sino el doble exacto de don Pedro Celestino Carvajal. Empuñaba un revólver y acababa de dispararlo contra Manners, desarmándolo.

Holgate decidió probar una suerte muy utilizada entre los jugadores. No hizo nada por sacar el revólver. Lo conservó en el bolsillo y apretó el gatillo, disparando a través de la tela.

El falso don Pedro dio un salto a tiempo y se libró de la bala, que fue a romper el lavabo de porcelana. Inmediatamente, como réplica, disparó y la bala incrustóse en el pecho de Thomas Holgate.

- Ya le dije que, en igualdad de condiciones, usted llevaría las de perder -comentó el doble de don Pedro.

Volvióse hacia Manners, que le miraba con ojos cargados de odio, y moviendo la cabeza, dijo:

- No fue un placer matar a su padre, Manners. Me vi obligado a ello, como me he visto obligado a matar ahora a Holgate.

- ¿Y a mí, no? -preguntó el pistolero, levantándose.

- No. Es usted valiente, hay nobleza en su corazón. Sigue un mal camino; pero no es usted un vulgar criminal. No mata por el placer de matar. Yo destruyo las plantas nocivas; pero no los árboles que crecen torcidos no porque sean malos de por sí, sino por otras circunstancias que algún día pueden cambiar.

- ¿Espera que le dé las gracias? -preguntó Manners.

- No. No es necesario. Siga su vida. Hoy no tengo por qué matarle, ni siquiera marcarle. Si algún día traspasa la frontera que yo trazo entre el bien y el mal, entonces le buscaré y le daré la oportunidad de matarme defendiendo su propia vida. Márchese, Manners.

- Puede que nos volvamos a ver -dijo Manners-. Entonces tendré en cuenta su favor de hoy; pero luego volveremos a ser enemigos.

- Aunque usted quiera no podremos ser enemigos si usted, teniendo la oportunidad de matarme, no lo hace. Sería señal de que defendíamos idénticos principios. Adiós. Hoy lamento más que nunca que Dios pusiera a su padre en mi camino.

- Es tarde para lamentaciones. ¿Puedo llevarme mi revólver? No lo utilizaré contra usted… hoy.

- Lléveselo.

- ¡Ah! Me olvidaba -dijo Manners, antes de salir del cuarto de don Pedro-: Ayer Holgate asesinó a un mejicano llamado Favard. No pude evitarlo. Yo pensaba utilizar a Holgate como cebo para atraer al Coyote. Adiós.

Don Pedro examinaba al hombre culpable de sus sobresaltos y asombros y tuvo que admitir que la semejanza era inmensa.

- ¿Es usted El Coyote? -preguntó.

- Sí. He trabajado mucho por ayudarle.

- Gracias; pero también me ha hecho creerme loco.

- Dispénseme por ello. Ahí tiene los títulos de propiedad de sus tierras. Hice que Holgate lo pusiera todo en orden. Le estaba robando sin conciencia. Repase bien las notas, vaya a Monterrey, haga anular el traspaso de las fincas y entérese de cuanto ha hecho contra usted ese hombre. Y ahora, don Pedro, adiós y mucha suerte. Quizás hasta la vista.

- Creo que le debo dar las gracias…

- No es necesario. Ha sido muy agradable poderle ayudar. Adiós.

Salió El Coyote y por el pasillo, hacia él, vio llegar a Kathryn Sneesby.

- iOh, don Pedro! Me ha parecido oír un disparo. Temí que le hubiera ocurrido algo… ¿Sabe qué ha sido?

- Acabo de matar a un hombre -dijo, sin mentir, el que parecía don Pedro-. Ahora avisaré a la policía para que venga a llevárselo. Mientras tanto, no entre en mi habitación. No es agradable el aspecto que ofrece el cadáver.

Aprovechando el desconcierto de la mujer, El Coyote siguió hacia la escalera y desapareció en dirección al despacho de Yesares.

La novelista quedó rumiando las palabras del hombre a quien ella creía don Pedro. ¿Sería lo del muerto una broma?

Para salir de dudas llegó a la puerta de la habitación, la empujó y lanzó un grito de espanto al ver frente a ella a don Pedro, que aún no había decidido lo que debía hacerse con Holgate.

- ¿Qué le ocurre? -preguntó a la escritora yendo hacia ella.

Kathryn retrocedió, haciendo barrera con las manos, al mismo tiempo que decía:

- ¡No, no! Usted es un demonio y yo no quiero tratos con esa clase de seres.

- Un momento. Le explicaré…

Don Pedro alcanzó a la novelista en el pasillo y durante veinte minutos se esforzó, inútilmente, en explicarle con gran paciencia que él era un ser normal; pero con el inconveniente de que El Coyote había adoptado su personalidad.

Al fin, Kathryn Sneesby se dejó convencer, aunque no del todo.

- Habría que avisar al dueño de la posada para lo del cadáver -dijo-. Porque si el don Pedro que se cruzó conmigo era El Coyote, no creo que haya ido a avisar a ninguna autoridad.

Cuando al fin decidieron bajar a avisar a Yesares, éste subía hacia ellos.

- Oí sus voces -dijo-. ¿Ocurre algo?

- Han matado a un hombre -dijo don Pedro-. Está en mi cuarto. Le pegaron un tiro… ¿Qué cree usted que se debe hacer?

- Me extraña. No he oído nada. Sin embargo… entremos a ver ese cadáver -dijo Yesares, tratando de demostrar que no estaba muy seguro de la firmeza mental de aquellas personas.

- Yo lo he visto -dijo Kathryn.

Fueron al cuarto y Yesares abrió la puerta. Echó una mirada a su alrededor y luego, volviéndose hacia don Pedro, dijo, mordaz:

- Ese muerto lo puede echar en el cubo del lavabo y la criada se lo llevará cuando suba a limpiar el cuarto. Adiós.

- Pero si el lavabo está roto…

- Claro, claro, don Pedro. Buenos días. Adiós, señorita.

Se alejó Yesares y dejó, desconcertados, a la escritora y a don Pedro.

- Yo no entiendo… -empezó éste.

- Ni yo -coreó la novelista.

Entraron en el cuarto y tras una larga ojeada coincidieron los ojos del uno en los de la otra.

- Es increíble -dijeron a la vez.

- Yo lo llamaría terrible -musitó Kathryn.

Porque el cuarto de don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes estaba en perfecto orden. El lavabo que antes de morir hiciera pedazos Holgate, aparecía tan nuevo como una hora antes, cuando don Pedro lo utilizó para lavarse.

Pero lo más importante e increíble era el hecho de que del cadáver de Holgate no quedaba rastro alguno. El sitio en que había yacido, estaba vacío.

- Pues por la puerta no lo sacaron -dijo don Pedro-. Estuvimos hablando frente a ella.

- Quizá por el balcón… -sugirió la novelista, que sentía más miedo de aquel vacío que de la visión del cadáver.

- Está cerrado por dentro y no falta ningún cristal.

- Yo no duermo otra noche en esta casa -dijo la señorita Sneesby.

- Iré a pedir alojamiento a don César -decidió don Pedro.

- Yo también. Al fin y al cabo, existe cierta relación entre nosotros.

Y aquella tarde los dos partieron hacia el rancho de San Antonio, sin sospechar las consecuencias que para Guadalupe iba a tener aquel hecho tan simple a primera vista.