Capítulo III Eddie Manners tropieza y no lo advierte

Eddie Manners examinó sus cartas, sin que sus ojos reflejaran su magnífico juego.

- Diez más -anunció, empujando dos monedas de oro hacia el montón que se había formado en el centro de la mesa.

- Acepto, y diez más -replicó el mejicano que estaba frente a él, colocando una moneda de veinte pesos en la baza.

Dos jugadores habían desistido ya de perseguir el triunfo; el quinto vaciló, pero aunque tenía buen juego, no lo consideró lo suficientemente alto para enfrentarse con su jefe y con aquel mejicano que parecía haber sido colocado por Dios en la posada de San Clemente para llenar de oro los bolsillos de los cuatro bandidos.

- Paso -anunció, tirando las cartas.

- Aceptó sus diez, y han de ser cuarenta más -dijo con frialdad Manners.

Colocó el dinero y esperó a ver cómo reaccionaba su adversario. Estaba seguro de que no podía tener mejor juego que él. Habría sido milagroso que el mejicano superase su escalera real formada con el comodín, el cual le aseguraba contra la posibilidad de un repóker.

- ¿Tiene buen juego? -preguntó, ingenuamente, el mejicano.

- No es mi juego el que importa -respondió Manners-. Es el suyo, señor. Si quiere ver mis cartas, acepte mi puesta.

El mejicano vaciló. Era el tipo ideal como adversario de un jugador de la talla de Manners. Éste tenía la seguridad de conocer el juego de aquel hombre, cuyo rostro era demasiado noble para ocultar sus pensamientos. Debía de tener un póker de reyes, e indudablemente le dolía ganar el dinero con tanta facilidad a su contrario. Por eso pujaba tan alto.

- Los cuarenta, y cien más -dijo el mejicano-. Y si quiere seguir un buen consejo: retírese.

Manners sonrió. Su escalera terminaba en el as. No podía ser superada por nada, ya que el comodín hacía las veces del rey.

- Van los cien, y mil más -dijo.

- Pero…, señor…, le voy a ganar -suspiró el mejicano.

- Es mi funeral, no el suyo -rió Manners. ¿Acepta?

- Desde luego, pero serán mil más -y el mejicano colocó sobre la mesa dos billetes de mil dólares, agregando-: Es como si le robase el dinero, señor.

- Si no se le hace correr, ¿de qué sirve el dinero? -replicó Manners, quien empezaba a sentirse como el gigante que pega una paliza a un niño-. Van sus mil, y dos mil más.

- No puedo seguir -murmuró el mejicano-. Van los dos mil y le aseguro que me duele ganarle. ¿Tiene algo mejor que este póker de reyes? -y descubrió sus cuatro reyes y un as.

- Creo que esta escalera de color es lo bastante buena para que yo le gane -sonrió Manners, descubriendo sus cartas.

- ¡Oooh! -exclamó el mejicano-. ¡Es increíble! Me había olvidado de que hay algo mejor que un póker de reyes. Le felicito. Creí que yo era el mejor jugador de póker del mundo, pero veo que usted me supera.

Para un buen jugador nada es tan grato como encontrar un adversario que sepa perder cuando lógicamente debiera haber ganado. Resulta desagradable ganar con la impresión de que el otro se considera robado o estafado.

- Quizá tenga usted más suerte en la próxima jugada -sugirió Manners.

Volvióse hacia el mostrador y pidió:

- Tabernero: traiga lo mejor que tenga. -Y a su adversario le preguntó-: ¿Qué licor prefiere?

- Llevo tanto tiempo en California que me he acostumbrado al whisky, señor -respondió el hombre-. Si lo hubiera escocés legítimo…

Había legítimo whisky de Escocia, y el tabernero colocó una botella entre los cinco jugadores. Manners sirvió primero al mejicano y luego a sus hombres. También llenó su vasito y lo levantó, brindando:

- Por un caballero que sabe perder.

- Gracias -replicó el mejicano-. Mi raza sabe perder porque ha sabido ganar. ¿Me permite ofrecerle un cigarro habano?

- Desde luego -asintió Manners, tomando el cigarro que le ofrecía el otro.

Mientras le cortaba la punta con un cortaplumas preguntó, como sin darle importancia-: ¿Hace mucho que vive en California?

- Unos años. Ahora voy al encuentro de unos amigos que llegan de Méjico. Ya debieran estar aquí. Pensé que los encontraría en esta posada. Cruzaron la frontera por Arizona, huyendo de los disturbios de Méjico.

Manners aguzó su atención. Estuvo a punto de preguntar si uno de aquellos amigos era don Pedro Celestino Carvajal, pero se contuvo. Era mejor esperar a que el otro hablara.

- Me llamo Eddie Manners -dijo.

- Y yo Juan María Velasco. De Sacramento. Si alguna vez visita nuestra ciudad, no deje de ir a verme. Cualquiera le indicará dónde está mi casa.

- Yo no tengo residencia fija -replicó Manners-; pero si visito Sacramento, le aseguro que iré a verle. Es una hermosa ciudad.

- Gracias. Está perdiendo su carácter, pero adquiere uno bastante agradable para los norteamericanos.

- ¿No teme viajar con tanto dinero encima? -preguntó Manners.

- Usted me ha librado un poco de esa preocupación. ¿Quiere que continuemos jugando o prefiere retirarse? Le aseguro que no me disgustará que lo haga. No soy de los que insisten en jugar cuando la suerte no les favorece, ni me ofenderé si usted abandona el juego.

- Dispongo de toda la noche -dijo Manners-. Deseo darle la oportunidad de ganarme.

Despreciaba a los mejicanos, pero sabía reconocer a un caballero cuando estaba frente a él.

Continuó el juego. A la una de la madrugada, el señor Velasco había recuperado algo de lo perdido, la botella de whisky estaba vacía y el tabernero colocó otra sobre la mesa. Dos de los tres jugadores se habían retirado, agotados sus fondos.

- Yo también espero a un amigo que ha de venir de Méjico -explicó Manners-. Es mejicano. Quizás usted lo conozca.

- Méjico es muy grande y está lleno de mejicanos -rió Velasco-. ¿Cómo se llama su amigo?

- Pedro Celestino Carvajal de Amarantes. También él escapa del infierno.

- Conocí a una señora Carvajal, pero ya murió -dijo Velasco.

- Era tía de mi amigo -explicó Manners.

- Ignoraba que tuviera sobrinos y lamento no conocer a su amigo. ¿Continuamos?

Prosiguió la partida; pero la suerte, que por un momento parecía haber acompañado a Velasco, le abandonó definitivamente y a las tres de la madrugada el mejicano empujó hacia el centro de la mesa los doscientos dieciocho dólares que tenía frente a él anunciando.

- Va el resto.

Lo perdió y, levantándose, declaró:

- El conocer a un buen jugador es agradable, pero resulta caro.

Manners levantóse también, diciendo:

- Si necesita algún dinero, será un honor para mí prestárselo.

- Me quedan quinientos dólares. No necesito más. Nunca lo juego todo. He visto a muchos que por jugarse lo que no debían jugar han tenido que tomar decisiones peligrosas. Ha sido un placer jugar con usted, señor Manners. No olvide mi invitación.

Al ver que intentaba pagar el gasto hecho, Manners le atajó, diciendo:

- El honor me corresponde a mí, si me lo permite.

- Gracias -dijo Velasco-. Adiós. Aprovecharé la madrugada para viajar cómodamente.

Al quedar a solas con sus hombres, Manners comentó:

- Es el primer mejicano agradable que he encontrado.

- ¿Cuánto le sacaste? -preguntó uno de los bandidos.

- Doce mil dólares. Empezamos con suerte la aventura. Vayamos a dormir. Tenemos que emprender la marcha lo antes posible.

A las nueve de la mañana los cuatro hombres salieron de San Clemente por el camino que llevaba al Paso Real de San Carlos. A mediodía, cuando acababan de coronar unas lomas, divisaron, a unos tres mil metros, la nube de polvo que denunciaba la presencia de unos jinetes. Eddie Manners sacó un catalejo de marino y lo extendió, ajustándolo hasta ver claramente a los que llegaban. Eran tres jinetes. Uno de ellos parecía una mujer.