Capítulo VII El precio de un crimen
Thomas Holgate estaba nervioso. Esperaba la visita de Matías Calderón, que le había prometido cumplir el convenio establecido entre ambos. Le había ofrecido matar a don Pedro aquella noche. Costara lo que costase.
Su aguzado oído le permitió captar los disparos que de cuando en cuando sonaban en la ciudad. Lo mismo podían significar un tiro al aire, sin mayores males, que un disparo fatal. Tal vez uno de ellos habría alcanzado a don Pedro, camino de su casa.
El acuerdo se había establecido detalladamente. El crimen se debía cometer aquella noche, aprovechando que don Pedro no era conocido en Los Ángeles y nadie le acompañaría.
Volvió al balcón desde el que dominaba la calle y divisó una figura humana que se ocultaba tras una esquina, aunque de vez en vez asomaba la cabeza para ver quién se acercaba.
Holgate abría y cerraba los puños. Le consumía el nerviosismo. Volvió a su observatorio del primer piso y advirtió que Matías Calderón aguardaba agazapado como un puma. Bruscamente se incorporó de un brinco y tres fogonazos iluminaron la calle, por la cual se extendieron los ecos de tres detonaciones.
Holgate abandonó el balcón a tiempo de ver caer al recién llegado. Se puso el sombrero y bajó a la calle, empuñando un revólver. Su plan era bueno. Mataría a Calderón…
A largas y silenciosas zancadas llegó al punto en que había visto al mejicano disparando. No le encontró. Desconcertado por la desaparición de Calderón buscó a su alrededor, sin advertir que a pocos metros de él, protegido en la sombra y empuñando otro revólver, había un hombre que aguardaba cualquier reacción suya para pegarle un tiro, si era necesario.
Thomas Holgate miraba más hacia el suelo que hacia cualquier otro punto, porque en el suelo había de estar el cadáver. Calderón y él habían quedado de acuerdo en que, tan pronto como Holgate se convenciera de que don Pedro había muerto, Calderón se llevaría el cuerpo a la acequia y lo tiraría a ella; pero el asesino mejicano no estaba allí y la víctima tampoco. Era necesario volver a casa y aguardar que Calderón acudiese con las pruebas de su crimen. Sería conveniente cambiar el plan. No podía explicar que, habiendo visto asesinar a su amigo don Pedro, había salido, ya que no a salvarle, por lo menos a vengarle matando a su asesino. ¿Sería posible que Calderón hubiera leído sus pensamientos y actuara de acuerdo con ellos, colocándose fuera del alcance de Holgate?
Acercóse a la esquina en que estuviera apostado el mejicano y buscó entre las sombras alguna huella de la presencia de Calderón. Sólo encontró unas colillas de tabaco negro. Mientras él buscaba, la sombra que había permanecido tras él se escurrió hacia el otro extremo de la calle.
Holgate examinó a continuación la pared en que se había apoyado Calderón. Le pareció ver algo escrito en ella y encendió una cerilla sulfúrica. Empezó a examinar el muro, mas en seguida quedó inmóvil, con el miedo en el semblante y el pavor en el corazón.
¡Porque en la pared, trazada con tiza, vio la firma del Coyote!
La visión del diablo no habría puesto más rapidez en sus piernas. Dando media vuelta echó a correr hacia su casa y entró en ella, cerrando con llave y cerrojo la puerta y quedando jadeante, sin fuerzas para cruzar el vestíbulo.
- Buenas noches, amigo -le saludó, desde un rincón, la voz del mejicano.
Holgate se volvió como un rayo y su mano, armada con un revólver, empezó a dispararlo, a ciegas, contra todos los puntos en que creía ver enemigos. El vestíbulo se llenó de sofocantes vapores de pólvora negra y el administrador comenzó a toser. A algunos pasos de él oyó otra tos y abalanzóse contra ella, dando de cabeza contra la pared.
- Pero, ¿qué le pasa? -gritó Favard, en su papel de Matías Calderón.
- ¿Es usted? -tartamudeó Holgate-. ¿Es usted? ¡Oh! Temí…
- ¿Haberme matado? -preguntó Favard, sin dejarse ver.
- ¿Dónde está? -llamó Holgate-. Quiero hablarle…
Favard se acercó a Holgate y le llevó hacia la sala donde el aire era puro, ya que no llegaba hasta aquel punto el olor a pólvora quemada.
- ¿Le mató? -preguntó Holgate, agarrando de las solapas a Favard.
Éste asintió con un movimiento de cabeza.
- Sí. Quedó seco.
Sonriendo agregó:
- Por poco también yo quedo seco. ¡Conejo, cómo tiraba usted, amigo!
- Es que… es que vi la firma del Coyote en el sitio en que estuvo usted.
- ¡Bah! No diga tontadas. Déme la plata prometida y me largo de California antes de que, realmente, se meta El Coyote en el negocio.
- Ya anda metido en él. De buena gana le habría dicho que dejara en paz a don Pedro. No me gusta que El Coyote haya tomado cartas en el asunto.
- Ahora ya está hecho -respondió Favard-. Le tomé los diez mil dólares de que usted habló -y Favard mostró a Holgate el fajo de billetes que éste había entregado poco antes a don Pedro.
Holgate lo examinó minuciosamente. Recordaba los números de algunos de aquellos billetes, y al comprobarlos le temblaban las manos de emoción.
- Démelos ya -ordenó Calderón.
El administrador se los entregó como si en vez de ser billetes fueran trozos de su propia alma.
- Ahora falta lo demás -recordó Calderón-. Los veinticinco mil «pavos» prometidos.
- ¿Dónde está el cuerpo?
- En un sitio muy bueno -contestó el mejicano-. Sólo yo sé dónde se encuentra; pero como ya había previsto lo que me convenía hacer, si algo me impide acudir a determinado sitio, las autoridades civiles y militares recibirán una indicación que les permitirá hallar el cadáver de don Pedro en un sitio tan inesperado que usted se verá apurado para justificar la presencia de ese cadáver.
- ¿Es que lo ha escondido en mi casa? -gritó Holgate.
- Eso mismo -respondió Calderón-. Si no suelta el dinero, la policía vendrá a investigar y sacarán conclusiones de esas que conducen de cabeza a la horca sin pasar antes por delante de ningún tribunal, porque el pueblo en persona se toma la justicia por su mano.
- Quiero ver al muerto.
- Pague el precio y le diré dónde lo puede encontrar.
- Dígame antes dónde está.
- No. Por muy de prisa que lo busque, no lo podrá hallar antes de dos horas. Si para entonces no he cobrado, vendrá la policía seguida por un tropel de curiosos que traerán cuerdas. ¿Como explicará la presencia de un cadáver en su casa?
- ¿Me acompañará cuando lo vaya a buscar?
- No. Yo salgo de Los Ángeles inmediatamente. No quiero complicaciones con las autoridades.
Holgate sacó de un cajón unos billetes y se los entregó a Calderón, que los contó superficialmente, advirtiendo, en seguida, que la suma era exacta. Los guardó en un bolsillo y de otro sacó un libro.
- ¿Lo conoce? -preguntó.
Holgate tendió las manos hacia el libro, exclamando:
- ¡El libro de cuentas! ¿Lo recuperó?
- Lo llevaba encima don Pedro -explicó Favard-. Vale mucho, ¿no?
- Si don Pedro ha muerto ya no vale tanto -replicó Holgate.
- Pero siempre quedarían algunos que darían unos dólares a cambio de las interesantísimas cuentas que se detallan aquí. Además hay pruebas suficientes para que usted no pueda conseguir que reconozcan como suyas las tierras de don Pedro. ¿No le parece que a las autoridades de Monterrey les encantaría poder anular la concesión y dejar que las tierras fuesen a manos de otros? No entiendo mucho de leyes norteamericanas; pero en el fondo son las mismas que las nuestras.
- ¿Cuánto quiere por eso?
- Podría pedir una fortuna y usted haría un buen negocio pagándola. Pero me conformaré con quince mil dólares más.
- No los tengo en casa.
- Fírmeme un papelito de esos que los banqueros aceptan como si fuesen billetes de banco. Tengo medios de cobrarlo en seguida. Pero féchelo en el día de hoy. Eso de la fecha tiene una gran importancia.
Holgate abrió un cajón y rebuscó en él, sacando algunos cuadernos y libretas y haciendo como si no pudiera encontrar lo que necesitaba. El mejicano volvió la cabeza, como aburrido por la forzada espera, y Holgate, que estaba aguardando aquel momento, sacó el revólver que tenía en el cajón y volvióse, gritando:
- ¡Maldito comefríjoles…!
Apretó el gatillo del revólver y de súbito se dio cuenta de que su mano estaba vacía. Una fuerza invisible le había arrancado el revólver y casi la mano. Una detonación llenó sus oídos y al mirar hacia el sitio de donde habían partido el fogonazo y la bala que le arrancó el arma, lanzó un chillido de espanto, porque ante él estaba un enmascarado cuyo traje mejicano, negro como la noche, y el antifaz que le cubría el rostro, denunciaba claramente su identidad.
- ¡El Coyote! -musitó Holgate,
Otra detonación le interrumpió y Holgate sintió en la oreja un zarpazo de ardiente plomo.
- ¡Traidor! -jadeó, mirando al mejicano, que asistía, sonriente, a la escena.
- No eche habladas; que no le suenan bien -replicó Favard-. ¿O es que el revolver y lo de maldito comedor de fríjoles era una broma?
- Puede retirarse, Favard -dijo El Coyote-. Quiero hablar con este amigo.
- Adiós, don Coyote. ¿Volveremos a vernos?
- Quizá. Buen viaje.
Favard saludó con un ademán a Holgate y salió, dejando a éste y al Coyote frente a frente.
- ¿Me va a matar? -preguntó Holgate.
- ¿Para qué? Le mataré si no me queda otro remedio; pero si se aviene usted a razones no tengo por qué matarle. Firme estos documentos.
El enmascarado tiró sobre la mesa tres hojas de papel manuscritas.
Holgate le miró, esperando una explicación.
- En uno confiesa que es usted un ladrón -dijo El Coyote-. En el otro anula el traspaso de las tierras de don Pedro, y en el último admite que trató de hacer asesinar a don Pedro.
- ¿Por qué he de firmar los tres? -preguntó Holgate.
- Porque yo se lo ordeno. Si no quiere hacerlo, le mataré. No me importa.
- Si firmo tendré que huir de California.
- Claro.
- Necesito dinero.
- Adquiéralo como le parezca. Firme y salga de esta casa.
- ¿Fue usted quien estuvo aquí hace unos días?
- Firme.
- Vi su firma en la caja, y hace un momento en la calle…
- Firme, Holgate. No quiero perder ni un minuto más. Encima de la mesa tiene pluma y tinta.
Holgate calculó las probabilidades que tenía de salir triunfante en un ataque contra El Coyote y por fin dejóse caer en el sillón y firmó los tres documentos.
- Puede que algún día volvamos a vernos en otras condiciones -dijo Holgate, levantándose y aplicando un pañuelo a su herida-. Un día en que las ventajas no estén de una parte… como hoy.
- Si usted sale vivo de esta casa, Holgate -dijo El Coyote, recalcando las palabras-, es, precisamente, porque las ventajas están todas de mi parte, y no podría matarle sin asesinarle. El día en que usted pueda defenderse, tendré el gusto de matarle. Márchese, y si quiere morir, búsqueme. Si le interesa encontrarme, me encontrará.