Capítulo primero Intermedio en Los Ángeles
Eddie Manners permanecía con la mirada fija en el anillo de oro que adornaba su mano izquierda y que hacía girar lentamente con la mano derecha en torno al dedo anular. Por lo inexpresivo de su rostro se hubiera podido creer que no prestaba atención a las palabras de Thomas Holgate; pero éste le conocía lo bastante para saber que Eddie le escuchaba sin perder ni una sola palabra. Esto se demostró cuando Holgate hizo una pausa. Entonces Manners dijo, sin dejar de jugar con su anillo:
- La situación es la siguiente: El amo de las tierras que usted administra se ha presentado en Los Ángeles y le ha visitado. Vino a esta casa, habló con usted, se marchó y, de pronto, usted se dio cuenta de que el don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes que estaba aquí no parecía el mismo don Pedro que usted vio hace diez años.
- Eso es -siguió Holgate-. Don Pedro era hace diez años, o sea, cuando tenía veintisiete, un hombre serio. Un caballero a la antigua usanza. Uno de esos seres incapaces de cortejar a una muchacha de servicio. Un hombre con un elevado sentido de su clase. Para él sólo una duquesa hubiera sido digna esposa. Sin embargo, ayer piropeó a mi criada.
- Tal vez se haya cansado de ser serio y, como dicen los californianos, a la vez le ha dado un ataque de viruela.
- ¿Cree usted que se trataba realmente de don Pedro?
- No sé; pero el que un hombre cambie de carácter en diez años no tiene nada de asombroso. Si el cambio hubiera sido en unas horas…
- Ya he pensado en eso -admitió Holgate-. Pero me dijo que se hospedaba en la posada del Rey don Carlos. Fui allí y nada saben de él.
Manners sonrió compasivamente.
- Cualquier posadero mentirá en beneficio de su huésped -dijo.
- Don Ricardo no es de los que dicen mentiras. Es un caballero.
- Un caballero no se pone a administrar una posada sin antes dejar en algún sitio su caballerosidad -replicó Manners-. Don Ricardo Yesares, de Paso Robles, no es el mismo hombre que don Ricardo Yesares, propietario de la posada del Rey don Carlos III.
- ¿Qué quiere decir con eso de que no es el mismo hombre?
- Físicamente es el mismo; pero moralmente, no. En Paso Robles dejó su orgullo. Cuando va allí con su esposa, vuelve a ser un Yesares de Paso Robles; pero cuando se coloca detrás del mostrador de su despacho de recepción, es un posadero al servicio de sus clientes. Si don Pedro le ha pedido que niegue su presencia en Los Ángeles, don Ricardo la negará.
- Pero si don Pedro no hubiera querido que se supiera que estaba aquí, no me habría dicho que se hospedaba en la posada -replicó sensatamente, Thomas Holgate.
No menos sensatamente, Manners respondió, levantando la vista del anillo y fijándola en los ojos de Holgate:
- Un caballero no puede mentir; pero puede rogar a otro que mienta por él. No le engañó a usted; pero quizá pidió a Yesares que no dijese a nadie que él estaba en Los Ángeles.
- ¿Con qué motivo?
- No sé. Probablemente con el único motivo de desconcertarle a usted.
- ¿Y para qué ha de interesarle desconcertarme?
Eddie Manners se encogió de hombros.
- Acaso para inquietarle. Y ya que ha empezado a contarme algo de lo que ocurre, explíqueme el resto y quizá podamos hacer algo por usted, si el pago es bueno. Comience por el principio y no me oculte nada.
- Eso sería ponerme en sus manos, Eddie.
- Si no tenía confianza en mí, nadie le mandaba hacerme venir. No he sido yo quien le ha buscado. Fue usted quien requirió mi presencia en Los Ángeles.
Thomas Holgate frotóse las manos.
- Sí… Le necesito. Sobre todo después de lo ocurrido con mi gente. Además, usted ya sabe algo. Su padre y yo éramos buenos amigos. Lo fuimos hasta que su padre murió.
- Hasta que le asesinó El Coyote -corrigió, con fría voz, Eddie Manners.
- Eso es; pero no quise… no quise recordar un suceso tan lamentable -dijo Holgate-. La muerte de su padre fue muy sentida por todos sus amigos. Yo era uno de ellos.
- Sí… era un amigo -dijo, burlón, Manners.
- Lo fui -insistió Holgate-. Algunas veces trabajó para mí. Lo mismo que usted.
- Siempre que hubo que asustar a algún campesino que insistía en conservar la propiedad de unas tierras apetecidas por usted, Holgate.
- Le pagué bien a él y le he pagado bien a usted. Más no he podido hacer.
- Nadie le dice que haya hecho poco. Empiece y no perdamos tiempo en divagaciones. Usted administra unas tierras que pertenecen, en realidad, a don Pedro Celestino. Quiere quedarse con ellas, ¿no?
- Sí. Fui administrador en vida de la tía de don Pedro: doña Veneranda Carvajal de Shelton. Ella tenía confianza en mí…
- Pero murió demasiado pronto. ¿Por qué no confiesa que usted trataba de casarse con ella?
- Es que… -tartamudeó, turbado, Holgate.
- Si hemos de hacer algo, vale más que vacíe toda la basura de su corazón. Estoy acostumbrado a tratar con gente de pocos, escrúpulos y no me he de escandalizar como una ursulina, señor Holgate.
- Pero, ¿qué interés puede tener para usted el saber ciertas cosas?
- Mientras no lo sepa, no podré decir si tienen interés o no. Si me necesita, hable. Si no me necesita, me marcharé a resolver otros asuntos mejores.
Manners hizo intención de levantarse; pero Holgate le indicó que permaneciera sentado.
- Al fin y al cabo, no es nada por lo cual se pueda ahorcar -dijo-. Yo llegué a California el cuarenta y nueve. Era joven, casi un niño, y quería encontrar oro. No lo encontré en suficiente cantidad y al ofrecerme el señor Shelton un empleo en sus haciendas de Monterrey, pensé que era mejor trabajar en una hacienda y tener el pan y los fríjoles asegurados, sin necesidad de destrozarme la espalda buscando oro. Al morir Shelton, su viuda tuvo confianza en mí y al trasladarse ella a Los Ángeles, a esta casa, yo quedé en Monterrey, organizando las plantaciones de viñedos y naranjos. También introduje el cultivo de los ciruelos. Como disfrutaba de toda libertad y la señora no se ocupaba de las cuentas, me fui alegrando de haber cambiado la busca de pepitas de oro por el cultivo de la uva. Doña Veneranda me apreciaba, y creo que se hubiera casado conmigo, si yo hubiese tenido algunos años más. A pesar de ello, yo tenía la seguridad de convencerla. Venía muy a menudo a Los Ángeles, a darle cuenta de cuanto hacía. Últimamente ya no se enfadaba cuando le decía que era la mujer más maravillosa que yo había visto. Pero murió durante una de mis ausencias y cuando llegué supe que, a última hora, había legado su hacienda a su sobrino de Méjico. Fue muy desagradable ver que mi obra iba a quedar en beneficio de quien no podía alegar otro derecho que el de un simple parentesco. Por fortuna, don Pedro Celestino Carvajal resultó ser un hombre de esos a quienes molesta ocuparse de asuntos económicos. Tenía tanta tierra en Méjico que unos viñedos en Monterrey significaban poco para él. Era un ganadero acostumbrado a contar sus beneficios en cientos de miles de pesos. El rendimiento de los viñedos sólo significaba unas decenas de miles al año. Casi no prestó atención cuando le presenté las cuentas. Acabó por decirme que siguiera cuidándome de todo, extendió unos poderes a mi nombre, encargándome que invirtiera los beneficios en comprar nuevas fincas y mejorar las que ya se tenían. Cada año le enviaba un resumen de lo que iba haciendo y él me contestaba dando su conformidad a todo. Hubo algún año en que ni siquiera le mandé los estados de cuentas y él no me los reclamó.
- Un patrón ideal -dijo, con una sonrisa, Manners.
- Sí. Me acostumbré a considerarlo todo mío, y utilizando los poderes que de él tenía, vendí las tierras que me parecieron malas, compré otras mejores, puse a mi nombre una buena cantidad de estas últimas y así llegó el momento en que a causa de la guerra, en Méjico, contra Maximiliano, dejé de recibir noticias de don Pedro. Como también América estaba en guerra, hice grandes negocios. No llegaban licores del Este y yo destilé el alcohol del vino almacenado en las bodegas y levanté una destilería de ginebra, con la cual gané mucho dinero. Pensé que en medio del lío armado en Méjico entre los franceses y Maximiliano por un lado y los mejicanos y Juárez por otro, don Pedro moriría a manos de unos u otros. Me confié demasiado y no hice lo que debiera haber hecho, es decir, poner a mi nombre todas las fincas. Claro que temí que las autoridades no me lo permitiesen, pues se estaban revisando los títulos de propiedad de los californianos. Habría sido peligroso cambiar lo que ya había sido aprobado en los años cincuenta y uno y cincuenta y dos. Lo dejé para luego. Y también traté, antes de hacerlo, de saber si don Pedro había muerto. No murió. Supo colocarse al lado de los que debían ganar, y, a poco de regresar Juárez a la capital de Méjico, recibí noticias de allí. Eran muy breves. Don Pedro me decía que estaba vivo, me explicaba algo de lo ocurrido y me indicaba que podía seguir enviándole, como antes, los estados de cuentas.
- Fue una desagradable noticia, ¿no es cierto?
- Claro. Pero a poco supe que andaba complicado con un general de allí que se había sublevado contra don Benito Juárez. Un tal Porfirio Díaz. Sin duda, uno de esos generales que quieren hacer su revolucioncita y que unas veces triunfan y suben al poder y otras veces fracasan y tienen que huir o comparecer ante un pelotón de fusilamiento. Fracasó la sublevación, y el general anda huido. Don Pedro también tuvo que esconderse, porque, como es rico, los triunfadores han aprovechado la oportunidad para quedarse con sus haciendas. Él me escribió diciendo que si las cosas no se arreglaban pronto, abandonaría Méjico y se instalaría en Los Ángeles, en espera de que ese Díaz se volviera a sublevar con más fortuna y él pudiera recuperar lo suyo. Entretanto, estaba en casa de un amigo muy influyente. No debía temer que le detuvieran allí. Además, el presidente Juárez estaba muy enfermo y se esperaba de un momento a otro que muriese.
»Me informé bien de la situación mejicana y supe que el coronel Méndez Picuña, jefe de la policía de Méjico, se había instalado en casa de don Pedro. Supuse que le debía de interesar que don Pedro no pudiera volver jamás a reclamar su incautada hacienda, y como yo conocía el escondite de don Pedro le envié una denuncia al coronel para que pudiese librarse del peligro de tener que devolver lo que ya consideraba suyo. Pensé que no les costaría nada detenerle y fusilarle; pero no fue así. Alguien le ayudó y don Pedro escapó de Méjico, atravesó casi todo el país, entró en los Estados Unidos por Arizona y ahora está en Los Ángeles o a punto de llegar. Le seguía un mejicano que trataba de eliminarlo en beneficio suyo y de Méndez Picuña, su jefe. No sé cómo descubrió que yo había enviado el anónimo, y quiso sacarme dinero, amenazándome con denunciar a don Pedro mi participación en las persecuciones de que ha sido objeto. Entonces me dije que nadie es tan discreto como un muerto.
- Pero el mejicanito resultó difícil -dijo Manners.
- Sí. Resultó difícil -contestó, secamente, Holgate-. Y lo peor es que, al día siguiente, cobró una orden de pago que yo le firmé creyendo que la podría recuperar a tiempo.
- ¿Para qué le dio ese dinero?
- Para que quitara de en medio a don Pedro. Lo malo es que ahora debe de saber que yo traté de matarle, y aunque ha cobrado lo que pidió por quitar el estorbo que significa don Pedro, considerará que es lo menos que se le puede pagar como compensación del intento de asesinato.
- Es lógico que piense así -sonrió Manners-. No se debe jugar sucio con quien nos propone hacernos el favor de mancharse las manos en evitación de que nos las manchemos nosotros.
- ¿Es que se pone usted contra mí?
- No, pero me alegro de conocer en detalle la jugada. Si me la hubiera hecho a mí, no me habría conformado con quitarle el dinero, señor Holgate. Yo le habría quitado algo más. Hubiera sido más noble negarle los dólares. Así, él habría sabido a qué atenerse.
- Resulta un poco contradictoria esa honradez en un…
Manners sonrió con los labios; pero sus ojos parecían de acero mientras miraba a su interlocutor.
- Continúe -dijo-. Puede llamarme bandido, si quiere. No me gustan las hipocresías.
Thomas Holgate se pasó una mano por la frente.
- No sigamos así -pidió-. No ganaremos nada enemistándonos. Yo creí obrar bien. Al fin y al cabo es un mejicano. Usted ha matado a muchos y nunca se alaba de ello. En cambio, se enorgullece de los de nuestra raza que han caído a causa de sus disparos. Le he oído decir que a los mejicanos los mata sólo para entrenarse, como otros matan conejos o disparan contra latas vacías.
Esta vez Eddie Manners sonrió con los labios y con los ojos.
- Es verdad -dijo-. Me olvidaba de que sólo era un mejicano.
También sonrió Holgate, aunque en su mente quedó grabado el aviso de Manners. A éste no podría engañarle como había pretendido hacerlo con Calderón, el mejicano.
- El mismo día en que descubrí que el mejicano había cobrado la orden de pago, o sea ayer, encontré, al volver a casa, a don Pedro Celestino Carvajal. Me extrañó que hubiera llegado tan pronto. Al marcharse, como ya he dicho, me pareció que no era el mismo. Quise alcanzarle, pero no iba en el coche que yo creía. Fui a la posada y… En fin, ya se lo he contado todo. Creo que no le oculto nada.
- Sólo mi intervención. ¿Para qué me necesita? ¿Para eliminar a don Pedro?
- Sí.
- ¿En Los Ángeles?
- ¿Dónde, si no?
- Resultará sospechosa una muerte tan oportuna.
Thomas Holgate inclinó la cabeza. Sin mirar a Manners, replicó:
- No importa.
Eddie Manners levantóse. Vestía pantalones negros embutidos en unas botas altas, de montar, de piel de cerdo teñida de negro. Dos cinturones canana con hebillas de plata se cruzaban en su cintura. De cada uno de ellos pendía, enfundado, un Colt con cachas de cuerno. Los dos cinturones iban llenos de cartuchos. Completaba el equipo de Manners una camisa negra, por cuyo cuello asomaban las dos puntas de un pañuelo de seda blanca, a modo de corbata, y una chaquetilla de ante, también negra. En el respaldo de una silla próxima se veía, colgado, un sombrero de fino fieltro. Manners era famoso por su pulcritud y atildamiento en el vestir.
- ¿Se marcha? -preguntó Holgate al ver que Manners iba a coger el sombrero.
Eddie volvió la cabeza y fingió vacilar; después contestó:
- Sí. No soy hombre con muchos escrúpulos; pero no me gusta embarcarme a ciegas en ninguna aventura.
- No se trata de ir a ciegas -insistió Holgate, levantándose también-. Además, ¿qué importancia tiene el que usted sepa absolutamente todo lo que yo sé? Le pido que haga un trabajo. Se lo pagaré bien.
- ¿Como al mejicano?
- Usted sabe bien que no podría hacerlo, aunque quisiera. Tiene una banda que no me perdonaría, si yo le matase.
- Ahora habla bien; pero no es bastante -dijo Manners-. Si a un relojero le llevan, para que lo arregle, un reloj de los que valen un dólar, no cobrará lo mismo que si le llevan un reloj de cien. Como no cobra lo mismo un veterinario por curar a un caballo de tiro que si ha de curar a un pura sangre. ¿Cuánto significa para usted la muerte de don Pedro? ¿Cuántos dólares?
- Muchos.
- Veo que sigue sin quererme decir la verdad. Adiós. Haga usted el trabajo.
Holgate lanzó un suspiro.
- Está bien -dijo, cogiendo del brazo a Manners-. No veo la necesidad de ello; pero le diré lo único que le he ocultado. Las propiedades de don Pedro Celestino Carvajal han sido puestas a mi nombre. Creí que estaría ya muerto, y, valiéndome de los poderes concedidos, solicité el traspaso. Ahora está pendiente de aprobación; pero don Pedro en Los Ángeles puede significar un peligro. Si se entera, lo impedirá.
- ¿No temió, al verle aquí, que le pidiera los estados de cuentas para comprobarlos? -preguntó Eddie.
- Los tengo por duplicado -contestó Holgate-. Los falsos, para don Pedro, si algún día fuera preciso enseñárselos, y los legítimos, para mi uso particular. Es una precaución que he tomado desde hace tiempo.
Holgate abrió un cajón de la mesa a que estaba sentado y de él sacó una caja de acero, que abrió con una llave que guardaba en un bolsillo del chaleco. Del interior de la caja tomó un llavero del que pendían varias llaves. Mientras elegía una de ellas, se levantó y fue hacia la pared frontera. Entre las dos ventanas por que entraba la luz de la mañana colgaba una litografía alemana, representando una casita alpina con un primer término verde intenso, un fondo de montañas nevadas y una roja puesta de sol. Descolgando el cuadro, apretó a la vez los dos clavos de que había colgado. Sonó un chasquido metálico y levantóse un espacio de la pared ligeramente menor que el cuadro que lo había ocultado, Quedó al descubierto una puertecita de acero que Holgate abrió con la llave que había elegido.
Eddie Manners, que le observaba lleno de curiosidad, le vio dar un paso atrás y volverse hacia él con descompuesto semblante, a la vez que le oyó exclamar con temblorosa voz:
- ¡No está! ¡Ha desaparecido!
- ¿Qué es lo que no está? -preguntó Manners.
- El otro libro de cuentas… El verdadero…
Con nerviosas manos buscó Holgate en el interior de la pequeña y bien oculta caja de caudales; pero su contenido era tan escaso y el espacio tan reducido, que no podía esperarse que el libro se hubiera perdido en el hueco.
- ¿Quién conocía la existencia de esa caja? -preguntó Manners.
- Don Pedro, no. La hice instalar yo… Era un secreto para todos…
- Menos para quienes la instalaron -recordó Manners.
- No eran de Los Ángeles. Vinieron de San Francisco. Instalaron una caja en el rancho de San Antonio y otra aquí. Se marcharon hacia… -Holgate se interrumpió y, con los ojos desorbitados, tartamudeó-: Me dijeron que iban a Méjico…; pero no es posible…
- ¿Por qué no ha de ser posible que tropezaran con don Pedro y, de la misma forma que a usted le dijeron que habían instalado una caja en el rancho de San Antonio, explicaran a don Pedro que en su casa de Los Ángeles habían instalado una caja de caudales secreta? -preguntó Manners.
- Ellos no sabían que esta casa fuera la de don Pedro -opuso Holgate.
- Si dijeron a don Pedro que habían instalado una caja en tal casa y le dieron los suficientes detalles, pudo comprender la verdad.
- Entonces…, el hombre que vino a verme era realmente don Pedro… ¡Dios santo! -Holgate volvió a la caja de caudales y convencióse de nuevo de que en ella no estaba el libro que buscaba. La cerró furiosamente y colgó el cuadro, regresando en seguida junto a Manners.
- Todo resulta muy raro, ¿no? -preguntó éste.
- Sí…, es… Pero no lo entiendo… Trata de engañarme… Trata de engañarme con la verdad. Pero, ¿qué pretende? Con ese libro, en el cual yo he anotado hasta el menor detalle de los gastos, puede obligarme a devolverle su hacienda… Pero… Aguarde.
Holgate salió del despacho, cuya puerta se encontraba casi junto a la del salón en que esperó al hombre a quien él creía otra vez don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes. Llegó al vestíbulo y pasó al comedor, donde estaba su criada.
- ¡Consuelo! -llamó, y la voz salió tan estridente que le sorprendió a él casi tanto como asustó a Consuelo, que pareció a punto de soltar una porcelana de Sajonia que estaba limpiando.
- ¡Oh, señor! Me…
- Ya sé que la he asustado -interrumpió bruscamente Holgate-: pero no me importa. ¿Cuánto tiempo estuvo en casa el caballero que vino ayer?
- No recuerdo…
- ¡Tiene que recordar! -chilló Holgate, sacudiendo a Consuelo por un brazo con tanta rudeza que la figura de Sajonia que antes se había salvado milagrosamente cayó ahora sobre la alfombra y se hizo añicos.
- ¡Oh! -gimió Consuelo-. ¡Se ha roto!…
- ¡Al diablo la figura! -gritó el hombre-. ¡Conteste!
- No puedo. No me deja reflexionar, señor…
- Con suavidad sacará más que con rudeza -aconsejó, desde la puerta del comedor, Eddie Manners.
- Tal vez sí… A ver, Consuelo, responda…
Pero Consuelo se echó a llorar. Holgate cerró los puños y de buena gana los habría descargado sobre aquella estúpida muchacha de no comprender a tiempo que sólo conseguiría retardar la explicación que necesitaba. Aguardó, pues, y luego, con voz que trató de hacer amable, pidió:
- Haga lo posible por recordar el tiempo que pasó en casa el caballero que vino ayer.
Consuelo contestó algo ininteligible, tosió, secóse las lágrimas y, por último, logró repetir lo que antes nadie había entendido:
- Media hora, hasta que llegó usted, señor.
- Tuvo tiempo de sobra -dijo Manners-. A lo mejor todas las cerraduras de esas cajas son iguales.
- ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Consuelo-. ¿Hizo algo malo?… ¡Oooh!
Exasperado por el llanto de la criada, Holgate gritó:
- ¡Sí, hizo algo malo! ¡Robó! ¡Era un ladrón! Y usted tiene la culpa, por haberlo dejado solo…
Interrumpiendo sus sollozos, Consuelo explicó, para defenderse:
- Como parecía un caballero… Y fue tan amable… No pensé…
- ¡Eso es lo malo, que usted no piensa! -bramó Holgate-. Y si alguna vez lo hace, es para estropear las cosas. Si le hubiera hecho entrar en la sala de espera no habría podido meterse en mi despacho.
Holgate salió del comedor y Manners le siguió, riendo,
- No pierda la cabeza, hombre -aconsejó-. Así no resolverá nada.
- Es que ahora sé positivamente que don Pedro estuvo aquí. Me pasé de listo al creer que lo suplantaba otra persona. El mejicano Calderón le debió prevenir.
- Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó riendo, Manners-. ¿Le matamos?
- ¡No! -respondió Holgate-. De momento, no. Es mejor esperar a que dé algún paso. Al fin y al cabo, el libro sólo le probará que he sido un buen administrador. No creo que se traslade a Monterrey para investigar más de cerca.
Holgate reflexionó brevemente, prosiguiendo después:
- Pero…, si tiene confianza en mí, ¿por qué se llevó el libro?
- ¿Y si no hubiera sido él? -preguntó Manners.
- Ya le he dicho antes que me pareció que no lo era. ¿Cree que fue Calderón? Me refiero al mejicano.
- Pudo ser él. Si los que instalaron aquí la caja de caudales le explicaron que usted había comprado una, él pudo anotarlo. Perteneciendo a la policía, no sería nada de extraño que supiese abrir una caja de caudales que no parece gran cosa.
- Es verdad… Entonces… Manners, le voy a ofrecer una fortuna.
- ¿Qué considera usted una fortuna?
- Diez mil dólares.
Eddie movió negativamente la cabeza.
- Pues yo no considero que diez mil dólares sean ninguna fortuna. Diez mil para mis hombres y cincuenta mil para mí. No rebajaré ni un centavo.
- Aceptado. Tiene usted que salir al encuentro de don Pedro Celestino Carvajal. Impedir que Calderón se reúna con él. Si los ve llegar juntos, mátelos a los dos y recupere el libro de cuentas.
- ¿Y si no lo llevan encima?
Holgate se encogió de hombros.
- Le pago lo suficiente para que resuelva los problemas que se presenten. Quiero soluciones, no nuevos problemas.
- Si se puede evitar, un problema no hay por qué enfocarlo por la parte más difícil. ¿Conoce el camino que ha de seguir don Pedro?
- Viene de Arizona; entrará en California, si es que no está ya aquí, por el Valle Imperial. Por tanto, bordeará el desierto Colorado y cruzará el Paso de San Carlos. Viniendo de un sitio tan seco como Arizona, buscará, lógicamente, los lugares más jugosos, o sea que seguirá la costa.
- Parece lo lógico -replicó Manners-. Enviaré a algunos de mis hombres hacia los distintos puntos por donde pueda llegar. Lo importante es cazarle antes de que entre en Los Ángeles.
Holgate tendió la mano a Manners, que la estrechó sin entusiasmo. Si hay quienes aman la traición y desprecian a los traidores, él despreciaba a los que no tenían valor para resolver sus propios asuntos y buscaban quien por dinero les sacara de los apuros.
Salió de casa de Holgate y montó a caballo, encaminándose hacia el Sur, sin fijarse en el hombre que, sentado en el suelo y envuelto en un sarape de vivos colores, con el sombrero de paja echado sobre el rostro, le observaba a través de un roto del ala de dicho sombrero.
Apenas Manners hubo desaparecido, calle adelante, el hombre se levantó. Con más agilidad de la que podía presumirse en quien tan a gusto parecía haber estado tomando el sol, fue hasta un caballo que disfrutaba de la sombra y, montando en él, echó a prudente distancia detrás del pistolero.