Capítulo IV Una sorpresa para don Pedro
Kathryn Sneesby estaba segura ya de que su compañero de viaje no era el mismo a quien había conocido en San Xavier del Bac
Por su parte, don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes era demasiado educado para decirle a la escritora que su presencia le fastidiaba.
- Es como ir al lado de una bruja que lee nuestros pensamientos -le había dicho a Balbino Jurado-. Cuando digo algo, me mira triunfalmente, como si mis palabras fuesen, una por una, las que ella esperaba que saliesen de mis labios.
- ¿Por qué no la dejamos plantada en alguna posada? -sugirió el mejicano a quien don Pedro debía la vida.
La idea era buena; pero nunca surtió efecto al ser puesta en práctica. Kathryn debía de leer las malas intenciones de sus dos compañeros de viaje: tanto si éstos salían de la posada dos horas antes de lo acordado como si, en vez de acostarse, se deslizaban calladamente hacia la cuadra y emprendían en plena noche el viaje, ella siempre aparecía a tiempo de seguir con ellos, explicando con una sonrisa que había tenido un presentimiento, o bien, con sonrisa más burlona, que el encargado de avisarla para que se reuniera con ellos se había retrasado.
- No podría perdonarme el que ustedes me dejasen atrás y me privaran del placer de continuar este interesante viaje -les repetía, sin disimular que se estaba burlando de ellos.
Don Pedro comentaba a veces con Balbíno:
- Es desagradable tener por vecinos a los yanquis; pero es cien veces peor tener a uno de ellos por compañero de viaje.
Por compañera continuó teniendo a la escritora mientras seguían la vieja ruta de don Juan Bautista de Anza. Cruzaron el río Colorado y continuaron en busca del mar, encontrando de cuando en cuando huellas de la colonización española.
Kathryn tomaba notas y más notas. Se hacía traducir las palabras españolas que no entendía, y cuando le era posible anotaba el significado de las palabras indígenas. Un día comentó, asombrada:
- Estos indios todavía no se han enterado de que esto es territorio norteamericano. Hablan de un rey que vive en España. ¿No cree que es una muestra de lo mal que educaban los conquistadores a los indios?
- Creo que es una muestra de lo mal educados que están ahora los indios -sonrió don Pedro, en una leve muestra de humor que recordaba al otro don Pedro.
Prosiguió el viaje sin tropiezos. El terreno estaba dedicado al cultivo y la gente parecía pacífica. No se había descubierto oro por allí y la señorita Sneesby sentíase como en un paraíso donde todo era felicidad y bondad.
Un mediodía, a unos tres kilómetros de distancia, divisaron lo que parecía la primera señal amenazadora. En lo alto de unas lomas se recortaban contra el puro cielo las oscuras siluetas de cuatro jinetes.
- Yo diría que son compadres -sugirió Balbino.
- No son más que cuatro -replicó don Pedro, examinado sus revólveres y asegurándose de que estaban cargados-. No es una gran diferencia. Casi estamos igualados. Si nos atacan, derribaremos a dos con los rifles…
Hablaba con tal serenidad, que la escritora le miró sorprendida.
- ¿No les tiene miedo? -preguntó.
- ¿Por qué he de tenérselo?
- No sé. El miedo se siente porque se siente. Cualquiera lo puede sentir.
- Cualquiera… tal vez; pero los de nuestra raza, no, señorita.
- Pues yo he visto a algunos de su raza huir delante de un grupo de enemigos.
- Nuestra religión nos prohíbe el suicidio -contestó don Pedro-. Un hombre solo ha de luchar contra ciento cuando no puede evitarlo; mas si llega el momento de pelear, lo hará valientemente.
- No le entiendo; pero no quiero distraerle. ¿Tendremos que pasar junto a aquellos hombres?
- La loma domina el camino -observó don Pedro-. Creo que no nos quedará otro remedio que seguir adelante; aunque tal vez usted prefiera retroceder.
- ¿Yo sola? No. No me gusta la idea. Prefiero continuar. No creo que esos hombres sean tan terribles como temo.
Prosiguieron hacia las lomas. Cuando les faltaban unos cientos de metros por alcanzarlas vieron que uno de los jinetes galopaba hacia ellos, después de hacer seña a sus compañeros de que aguardaran donde estaban.
- Ése viene de emisario -comentó en voz baja Balbino, acercando la mano a su Colt.
El jinete que se aproximaba se acercó más. Don Pedro y sus dos acompañantes advirtieron que llevaba el rostro tapado con un pañuelo negro. No empuñaba ningún arma ni era su actitud amenazadora; pero arriba, a tiro de rifle (y con rifles en las manos), había tres hombres que eran una clara amenaza. Don Pedro acercó la derecha a la culata de uno de sus revólveres. Pero el jinete ya estaba cerca, y levantando una mano con la palma abierta, en clásica señal de paz, anunció con voz desfigurada voluntariamente o por el pañuelo que le tapaba la boca:
- No tema, señor Velasco. No va nada contra usted ni sus amigos.
Dirigiéndose a Kathryn Sneesby, saludó con una inclinación, diciendo:
- Buenos días, señorita. Disculpe si la he inquietado.
A Balbino lo miró con fijeza; pero su tipo de peón mejicano era tan evidente que en seguida desechó toda sospecha. Y como no quería dejar testigos, siempre comprometedores, prosiguió:
- Que tenga buen viaje, señor Velasco. Nos volveremos a ver.
Eddie Manners volvió grupas, hizo seña a sus compañeros para que se reuniesen con él y, una vez más, dijo:
- Buen viaje, señor Velasco. Hasta pronto.
Partió carretera adelante, al frente de sus hombres, quienes al pasar junto a los tres viajeros les miraron burlonamente, sobre todo a la escritora.
Cuando ya estaban lejos, Kathryn tomó la palabra para hacer constar un nuevo problema a don Pedro, que había rogado sin grandes esperanzas que a la terrible mujer le hubiera pasado inadvertido el detalle.
Pero no fue así, porque la señorita Sneesby anunció:
- Ignoraba que también se llamara usted Velasco, señor Carvajal.
- También lo ignoraba yo -respondió e! mejicano.
- ¿Por qué no sacó de su error al señor salteador de caminos? -insistió Kathryn.
- Porque no creí conveniente por usted, precisamente por usted, señorita, que el bandido saliera de su engaño, tan ventajoso para nosotros, al confundirme con un amigo suyo.
- Es una explicación bastante buena: pero estoy segura de que no es la única que podría darse. Aquel hombre, señor Carvajal, le conocía íntimamente. Le dijo que se volverían a ver. Y usted no replicó.
- Ya le he dicho…
- Es muy extraño -dijo Kathryn-. Un día le llamaron, delante de mí, don César. Yo sé que es usted… -Kathryn vaciló; pero, deseando experimentar el efecto de sus palabras, terminó-: Yo sé que usted es El Coyote, y ahora me entero de que, además, se llama Velasco.
- Le digo que no entiendo nada. Yo sólo me llamo Pedro Celestino Carvajal de Amarantes. Debe tratarse de un parecido…
- ¿Con tres personas? Es muy raro. A menos… -Kathryn bajó la voz y, guiñando un ojo, prosiguió, ante el escándalo de don Pedro-: A menos que su padre viajara mucho por aquí y dejase largo recuerdo de su paso.
- ¡Mi padre era un caballero! -protestó don Pedro.
- Ya lo sé. Esas cosas no las hacen las damas.
- ¡Señorita! -reprendió severamente don Pedro-. No me gustan esa clase de bromas. Ya le he dicho que admito la existencia de un misterio, pero no me lo puedo explicar. El que ese bandido me llamara Velasco me ha sorprendido tanto como a usted. No me gusta tampoco que me confundan con alguien que tiene amistad con bandidos.
Prosiguieron el camino y llegaron al anochecer a la posada de San Clemente, donde les esperaba una nueva sorpresa.
- Buenas noches, don Juan -saludó el posadero, acudiendo a tenerle el estribo, mientras un mozo iba a ayudar a Kathryn-. No esperaba que estuviera tan pronto de vuelta.
- ¿Me recuerda? -preguntó don Pedro.
- ¡Claro, señor Velasco!
Kathryn dirigió una triunfal mirada a don Pedro; mas antes de que éste pudiera replicar, el posadero continuó:
- En esta casa no le olvidaremos fácilmente, después de lo que perdió usted en ella. De veras que lamenté verle perder tantos miles de dólares; mas le aseguro que el señor Manners jugó limpio. No hubo trampas. Yo no las habría permitido.
- No le sabía tan aficionado al juego señor… Velasco -intervino Kathryn, arqueando la ceja izquierda.
- ¡Pero…! -empezó don Pedro-. Le aseguro, señorita… No soy jugador. Si alguna vez he jugado unos pesos ha sido para pasar el rato y sin darle ninguna importancia.
- Eso desde luego -asintió el posadero-. Esta madrugada perdió usted como si diez mil dólares no significaran nada. Pocas veces he visto a un hombre aceptar, tan sereno, una paliza semejante.
- ¿Fue esta mañana cuando perdí ese dinero? -preguntó don Pedro.
El posadero le miró corno si sospechara que se burlaba de él.
- ¿Tan poca importancia da al dinero que ya ha olvidado cuándo lo perdió? -preguntó.
- No, no… Es que me pareció que hacía más tiempo.
- Pues empezó anoche y terminó esta madrugada. Y usted se fue en busca de unos amigos, a quienes creo que ya ha encontrado. ¿Pasarán la noche aquí?
- S…sí. Claro.
Entró el posadero en la casa, y don Pedro volvióse hacia Kathryn, que le miraba como temiendo estar frente a un fantasma.
- No sé… -tartamudeó-; pero creo que… que o usted, o la posada están embrujados.
- Anoche usted no pudo estar aquí -dijo Balbino.
- ¡Claro que no! -gruñó don Pedro, que ya perdía su ecuanimidad-. Estamos viviendo entre locos, o entre duendes, o, como estoy sospechando, entre bromistas.
Pero a don Pedro le tenían que ocurrir aún muchas cosas que le harían comprender que, si se trataba de una broma, lo era; pero llevada a un extremo de esos en que la broma ya deja de serlo y se convierte en motivo de lucha a mano armada.