Capítulo V Nuevas tribulaciones para don Pedro
Descabalgaron frente a la posada del Rey don Carlos, y, aunque la población de Los Ángeles estaba acostumbrada a ciertos espectáculos, el que ofrecía Kathryn Sneesby se apartaba de lo habitual, y por ello congregóse a su alrededor un grupo de curiosos, formado por una primera línea de chiquillos de pies descalzos y narices húmedas, una segunda de mujeres y adolescentes y una tercera de hombres, que la miraban como mirarían a un animal antediluviano.
- Yo me llego en seguida a casa del señor Holgate -anunció don Pedro, sin desmontar-. Volveré dentro de una hora o de dos.
- ¿Le acompaño? -preguntó Balbino.
- No es necesario. Es cosa particular. Adiós.
Y se fue, seguido por las risueñas miradas de don César de Echagüe y de Ricardo Yesares.
- No le esperaba tan acompañado -dijo don César en voz baja.
- ¿Es la escritora? -preguntó, también en voz baja, Yesares.
- Sí. Es temible. Compadezco a don Pedro, si ha venido desde Arizona con ella. Y me compadezco a mí, si esa mujer me oye y descubre la verdad.
- ¿Crees que puede…?
- Asegura y demuestra que tiene el don de leer en las almas. ¡Pobre don Pedro! Le he jugado una pasada algo mala, pero le estoy salvando. Ayer le evité un grave peligro. Cuando Manners vuelva a Los Ángeles, Holgate le llenará de insultos por haber pasado junto a don Pedro, haber hablado con él y haberle confundido con un falso Juan María Velasco.
- ¿No sería mejor pegarle unos tiros a ese Holgate y resolver así de una vez este asunto? Muerto el perro, se acabó la rabia.
- Sí; pero Holgate ha registrado a su nombre las propiedades de don Pedro. Si muere antes de tiempo, los del registro de propiedades pondrán dificultades para devolverle a don Pedro lo suyo. Probablemente todo iría a parar a manos de algunos de esos espabilados yanquis que aparecen en el momento oportuno y se hacen con la ostra por la que pelean los otros. Son como los perros que llegan a zanjar la discusión de si eran galgos o podencos. Si sólo se tratara de librar a don Pedro del peligro que para él significa su administrador, la solución sería fácil; pero es necesario obligar a Holgate a que devuelva por sí mismo a don Pedro lo que es de éste. Para ello conviene poner a Holgate en un apuro y hacer que para salir de él pague alegremente el precio que se le pida.
- ¿Seguirás representando el papel de don Pedro en Los Ángeles? -inquirió Yesares.
- Puede que sí. Si él te pregunta por don César, me lo envías; pero, a ser posible, evita que le acompañe la señorita Sneesby. A ésa le tengo más miedo que a un nublado.
- ¿Qué dirá Holgate cuando don Pedro se presente y demuestre no saber nada de la visita que su administrador cree haber recibido anteayer?
- No sé; pero me gustaría hallarme presente -rió don César-. Creo que será algo muy divertido.
Resultó, efectivamente, muy divertido, mas no para don Pedro, quien al llamar a la puerta de su casa se extrañó un poco del asombro que se reflejaba en los ojos de Consuelo, la criada de Holgate.
- ¿Está mi administrador? -preguntó.
- ¿Se refiere al señor Holgate?-preguntó la criada, cuya voz apenas se podía percibir.
- Sí…, claro. ¿Está en casa?
- N…no. No está; pero me encargó que le hiciera pasar y que le aguardase usted en su despacho privado.
Si don Pedro hubiera sido quien sospechaba Consuelo, no habría dejado de advertir la turbación de ésta; pero don Pedro era en aquellos momentos el más inocente e ingenuo de los hombres.
- Por aquí, señor… -invitó Consuelo, que pedía a Dios que no permitiera a aquel terrible ladrón leer los malos pensamientos que ella almacenaba en su cerebro.
Don Pedro la siguió. Llevaba erguida la cabeza y miraba a todas partes, comentando:
- Veo que la casa está casi igual que en mi última visita.
- Claro -respondió Consuelo-. No la vamos a cambiar cada día.
- No creo que nadie cambie diariamente el mobiliario y decoración de su casa -replicó severamente don Pedro-. Sin embargo, desde la última vez que estuve aquí hubiera sido lógico introducir algunos cambios. Me alegro de que no haya sido así.
Acercóse a una mesita sobre la que se veía una carroza virreinal tirada por seis caballos. Era una muestra maravillosa de orfebrería en plata. De este metal eran los caballos, la carroza, el cochero, el postillón, los dos lacayos que iban detrás y los ocupantes del vehículo, así como el pedestal y las riendas y arneses de los caballos. Debía pesar unos tres o cuatro kilos, y la dedicatoria, en español, lo era a nombre del conde de Revillagigedo, 49.° virrey de Nueva España.
- Esto me lo llevaré -anunció don Pedro pensando que el sitio más indicado para guardar una obra de arte como aquélla era su palacio de Méjico. Y agregó: Si lo hubiese visto, me lo habría llevado en mi anterior visita.
- Tenga la bondad de entrar -invitó Consuelo, abriendo una puertecita y preguntándose cómo era posible que aquel hombre no se diese cuenta de sus intenciones.
Pero don Pedro no sospechaba nada y cruzó el umbral de la puerta, extrañado de las tinieblas que reinaban en el cuarto; pero suponiendo que la criada abriría la ventana o balcón que debía de tener la estancia.
En vez de esto, Consuelo cerró la puerta tras él y don Pedro oyó girar la llave en la cerradura.
- ¿Qué ocurre? -gritó desde su encierro.
Consuelo, jadeante, en el otro aposento, no contestó. La puerta era recia. La cerradura, sólida. Aquel bandido no podría escapar ni repetir el robo de que ella había sido declarada culpable por el señor Holgate. ¡Era una lástima que el señor Holgate no estuviese allí y pudiera darse cuenta de lo astutamente que había obrado! Ahora sólo faltaba avisar a la policía de Los Ángeles para que se llevaran a la cárcel al ladrón.
Cerró un cerrojito que aseguraba todavía más la puerta y, echándose un mantón sobre los hombros, salió corriendo hacia el cuartel de la policía.
Thomas Holgate regresaba a su casa preocupado por la falta de noticias de Manners, aunque pensando que el no tenerlas buenas ni malas era una esperanza de que todo no estaba perdido.
Iba a entrar en su morada cuando se detuvo al ver a Consuelo, que acudía hacia él acompañada por seis de los hombres a quienes los ciudadanos de Los Ángeles pagaban para que fingieran salvaguardar el orden y la paz, dándoles, además del sueldo, el nombre de policías, aunque se ganaban tan mal lo uno como lo otro. Detrás de los «policías» llegaba un compacto grupo de curiosos dominados por la esperanza de presenciar algo emocionante.
- ¿Qué ocurre, Consuelo? -preguntó Holgate cuando su criada estuvo cerca.
Consuelo corrió hacia él, explicando con emocionada voz:
- He encerrado al ladrón. Lo tengo dentro del cuarto de las escobas y cubos. Le hice entrar diciéndole que aquí le podría esperar a usted…
- ¿Qué tonterías está diciendo? -preguntó Holgate-. ¿De qué ladrón se trata?
- Del que el otro día le robó no sé qué -replicó la criada, cuya emoción y orgullo de sí misma iba en aumento-. Llegó preguntando por usted y diciendo cosas raras. Habló de llevarse aquella cosa de plata que es un coche. Debía de pensar que me engañaría como la otra vez; pero yo fui lista, le encerré y fui a llamar a la autoridad…
- ¿Se refiere al caballero que vino a verme anteayer y a quien usted hizo pasar al salón?
- El mismo. Viste de otra forma, pero es el mismo.
- Su criada nos dijo que había entrado un ladrón en casa y que ella lo tenía encerrado -explicó el comisario del shenff de Los Ángeles-. Consideramos que debíamos venir…
- Claro -replicó Holgate, pensando que, de tratarse de un pistolero capaz de defenderse a tiros, en vez de ser, en apariencia, un simple ladrón, los policías y su jefe no se hubieran dado tanta prisa en acudir.
- Nosotros lo arreglaremos todo -siguió el comisario.
- Les acompañaré -siguió Holgate-. Temo que pueda tratarse de un error. Las mujeres… En fin, entremos.
Holgate, Consuelo y los representantes de la ley penetraron en la casa, dejando fuera un grupo de curiosos que iba engrosando por momentos.
- Está ahí -señaló Consuelo, apuntando con el dedo hacia el cuartito.
Los acompañantes del comisario del sheriff llevaron las manos a sus revólveres, mientras que el cautivo, advertido por los pasos y voces de los que habían entrado, pidió con enroquecida voz:
- ¡Abran de una vez esta puerta!
Y soltó contra ella un puntapié.
Se desenfundaron los revólveres. Holgate, que por un instante pensó en pedir que no dispararan, no lo hizo. Si don Pedro había llegado hasta allí, burlando las trampas de Manners, sería una buena solución que los propios defensores de la ley y del orden en aquella ciudad de California resolvieran sus problemas eliminando de este mundo a un estorbo.
Pero el comisario no pensaba lo mismo. Equivocadamente imaginó que al señor Holgate le molestaría que le acribillaran a balazos una puerta. Con bronca voz de policía, exclamó:
- Si tiene armas, tírelas y salga con los brazos en alto.
- ¿Me lo dice a mí? -preguntó desde el otro lado de la puerta don Pedro.
- ¡Claro! ¡Salga!
- Es lo que trato de lograr desde hace media hora -respondió el preso-. Ábranme la puerta y saldré.
- Puede ser peligroso -previno Holgate al comisario-. ¿Por qué no le disparan unos tiros para amedrentarle?
Incluso él desenfundó un revólver; pero el comisario no renunció al espectáculo que ya había preparado.
- Abra la puerta -ordenó a Consuelo.
Ésta obedeció a medias, tendiendo al comisario la llave del cuarto e indicando que ella se consideraba desligada de todo trabajo. Su expresión indicaba que ya había hecho suficiente por aquel día.
El comisario cogió la llave y se la entregó a uno de sus hombres.
- Abre -ordenó.
El hombre obedeció, aunque lo hizo tomando toda clase de precauciones, pegándose a la pared y alargando el brazo para no quedar frente a la puerta del cuarto si el ocupante de éste se dejaba llevar por el afán de darle gusto al dedo.
- ¡No salga hasta que yo se lo ordene! -bramó el comisario-. Si sale antes de tiempo, dispararemos contra usted.
Su voz llegó también a la calle y los curiosos se disolvieron de delante de la casa, pues podían escaparse algunas balas que nadie echaba de menos en su persona.
- ¿Puedo salir? -preguntó don Pedro al ver que se abría la puerta.
- ¿Va armado? -preguntó el comisario.
- Claro. Pero me olvidé de traer un cañón, que, por lo visto, es lo que se necesita llevar cuando uno visita su propia casa.
El policía miró a Holgate y éste encogióse de hombros, dando a entender que no comprendía nada de cuanto decía el «ladrón».
- Pues si tiene armas, tírelas al suelo -ordenó el comisario-. Asome la mano y deje caer esas armas.
- ¡No quiero! -gritó don Pedro-. Estoy en mi casa y nadie me puede obligar a nada.
- Debe de ser un loco -murmuró Holgate-. Un loco peligroso.
El comisario asintió. Era un hombre que se creía único en el arte de calmar a los niños y a los locos. Ahora se presentaba la ocasión de demostrarlo.
- No sabía eso -dijo, con voz que trató de hacer amable-. Tenga la bondad de salir; pero con las manos en alto.
Y con una sonrisa de admiración a su preclara inteligencia, agregó:
- Es la costumbre de esta población.
- Hace algún tiempo me hubiera extrañado semejante costumbre -replicó don Pedro, saliendo del cuarto con las manos en alto. Y añadió-: Pero ya nada me asombra, después de como he sido tratado en mi casa…
Interrumpióse al ver a Holgate. Frunciendo el ceño, pidió:
- Supongo que me dará alguna explicación acerca de lo inexplicable de cuanto ha ocurrido.
- ¡Oh, don Pedro! -exclamó Holgate-. No sabía que fuera usted. -Al comisario le dijo-: Debe de tratarse de un nuevo error de mi criada.
- ¡No, señor! -protestó Consuelo-. Yo no me he equivocado. Este caballero, o lo que sea, es el mismo que vino el otro día y robó no sé qué del despacho de usted. Por su culpa se rompió una porcelana. Y hoy ha dicho que iba a robar una carroza de plata…
- Yo le explicaré -comenzó Holgate.
Sin hacerle caso, el comisario preguntó:
- ¿Conque este hombre ya había robado otra vez? ¡Vaya!
Don Pedro los miraba a todos, convencido de estar en un país de locos, y lo hubiera estado mucho más si en su memoria no se agitase el recuerdo de que, al parecer, existía otro don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes que se llamaba también don César, Velasco y Coyote.
- Creo que el señor Holgate me conoce y responderá de mí -dijo al comisario-. Hay en todo esto un equívoco…
- El suyo -interrumpió el comisario-. ¡Y levante las manos si no quiere que…!
Holgate decidió que era inútil prolongar aquella situación, que no iba a resolverse a su favor desde el momento en que don Pedro había salido con vida del encierro. Apoyando una mano en el hombro del comisario, le dijo:
- Hay un error por parte de mi criada. Este caballero es don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes, un buen amigo mío y persona de toda mi confianza.
El comisario se volvió hacia él.
- Si es así, ¿por qué la loca de su muchacha nos dijo que había encerrado a un ladrón?
- Un error. Confundió a este caballero con otro que no era un caballero. Existe una ligera semejanza.
- ¡Pero si es el mismo! -protestó Consuelo.
- ¡No sea estúpida! -gritó Holgate-. ¡Ya ha enredado bastante las cosas! Retírese.
Consuelo se quitó el delantal que llevaba atado a la cintura y lo estrelló contra el suelo.
- ¡Me retiro y para siempre!
Y volviendo la espalda a Holgate salió de la casa entre dos filas de boquiabiertos ciudadanos.
- Le suplico me perdone por la molestia -dijo Holgate al comisario.
Disimuladamente le puso en la mano una moneda de veinte dólares, diciendo en voz alta:
- Invite a sus hombres a un trago para limpiarse el polvo que se les ha metido en la garganta por mi culpa.
El comisario dio las gracias, dando por bien empleado el trabajo y el paseo, calculando que de aquellos veinte dólares le podrían quedar por lo menos dieciséis, después de invitar a sus subordinados a unos whiskies o tequilas.
Holgate los acompañó hasta la puerta. En seguida volvió hacia don Pedro.
- Lamento lo ocurrido -dijo-. Suceden tantas cosas extrañas… No tiene usted idea…
- Sí que la tengo -replicó don Pedro-. Yo soy víctima de cierta similitud…
- Pasemos a mi despacho -indicó Holgate-. Creo que tenemos mucho que hablar. El otro día se marchó usted…
- ¡No! -chilló don Pedro-. Yo nunca me he marchado de aquí… Quiero decir que hoy acabo de llegar de Méjico y… ciertamente, no se me ha acogido como yo esperaba.
Holgate quiso hablar; pero don Pedro le atajó:
- No se disculpe. Me parece que me figuro lo que sucede. Desde que crucé la frontera vengo tropezando con bromistas o con gente de buena fe que insiste en que yo he sido visto antes de ahora en San Xavier del Bac, en San Clemente, en Casa Chica y en no sé dónde más. Supongo que también me han visto aquí y, por lo que pude entender, robé algo en esta casa.
- No quería hablar de ello -replicó Holgate-; pero ocurrió un suceso muy extraño. Anteayer se presentó en esta casa un hombre que era su misma imagen. Dijo que se llamaba don Pedro Celestino Carvajal. Me habló de nuestras relaciones; explicó que venía de Méjico y se marchó después de decirme que se hospedaba en la posada del Rey don Carlos. Fui a la posada y no supieron darme razón de él. Ni en ningún otro sitio de Los Ángeles, a pesar de que he recorrido la ciudad de un extremo a otro.
- ¿Y qué robó ese hombre?
- Mis estados de cuentas. Además… me pidió una orden de pago por cincuenta mil dólares, a su favor. Yo se la extendí, él la cobró y… ya comprenderá que no tiene nada de extraño que la criada actuase como lo ha hecho.
Don Pedro quedó pensativo.
- Creo que ya empiezo a comprender la verdad -dijo-. Eso del robo del dinero me convence. Al llegar cerca de San Clemente nos cruzamos…
- ¿Se cruzaron? -interrumpió Holgate-. ¿No viaja solo?
- No. Me acompañan unos amigos. Como le decía, nos cruzamos con un bandolero vestido de negro que en vez de asaltarnos me saludó utilizando el nombre de Velasco, como si yo me llamara así. Entonces no lo entendí; pero ahora sospecho que aquel bandido me creía amigo suyo, es decir, que me confundió con otro ladrón.
- ¿Qué aspecto tenía el tal bandido? -preguntó, interesado, Holgate.
- No sé. Llevaba el rostro tapado con un pañuelo hasta los ojos; pero vestía de negro, con una chaqueta de cuero también negra.
- Imagino quién es -replicó Holgate-. Se trata, en efecto, de un peligroso bandido buscado por las autoridades de varios estados de la Unión. Puede darse por afortunado de que le confundiera con un amigo.
- Afortunado, pero no honrado -reprendió don Pedro.
- Claro. No sería un honor tener amistad con semejante hombre; pero si él no le hubiese confundido con otra persona, ahora usted no estaría aquí, porque ese bandido ha ganado una triste fama con sus delitos. Asesina a quienes roba para que éstos no puedan denunciarle. Por eso, aunque le buscan por faltas de poca importancia, no se le puede acusar de asesino, ya que nunca deja testigos. Pero cuénteme sus aventuras. Me inquietaba el no haber recibido noticias por el capitán del barco en que usted debía haber embarcado.
- Estuve a punto de caer en una emboscada y me vi obligado a realizar el viaje a caballo desde Querétaro hasta Arizona.
- Debe usted estar rendido, don Pedro. Y lo malo es que, no esperando su llegada, no le hice preparar alojamiento. La marcha de la criada es otro contratiempo; pero estoy seguro de que esta noche todo estará arreglado. Si desea usted quedarse en casa mientras yo voy en busca de otra mujer…
- No es necesario. Iré al hotel. Tengo alojamiento en la posada del Rey don Carlos.
- ¿Necesita algún dinero?
- No me urge; pero, de todas formas, puede prepararme unos miles de dólares.
- ¿Le importaría mostrarme algún documento de identidad? -pidió Holgate-. No lo tome como prueba de desconfianza; pero, después de lo ocurrido, todas las precauciones me parecen pocas.
- Lo comprendo -respondió don Pedro-. Pero no podré enseñarle nada mejor que las cartas de usted que he traído.
Don Pedro sacó de una cartera las cartas que había recibido en los últimos tiempos. El administrador las examinó como si le interesaran mucho y, al fin, dijo:
- ¿Le importaría dejar en mi poder estas cartas?
- ¿Por qué? -preguntó don Pedro, sorprendido.
- Hay en ellas muchos datos relativos a mis cuentas, y como he de rehacerlas todas, porque ya le he dicho que me falta el libro en que las anotaba, los extractos que le envié me pueden ser muy útiles.
- Guárdelas -contestó don Pedro-. Yo no las necesito. Volveré a la posada. Si mañana ha encontrado criada me trasladaré aquí. No he traído equipaje. Necesitaré comprar muchas cosas, sobre todo ropa. Me acompaña un antiguo criado mío. Se alojará conmigo.
- Descanse en mí -dijo Holgate-. Todo estará arreglado. Pero me gustaría que esta noche viniera usted a verme. Son muchos los asuntos comerciales que hemos de tratar. Si no me hubieran robado el libro de cuentas, acabaríamos en seguida; pero así…
- ¿Y qué interés puede tener para nadie ese libro? -preguntó don Pedro.
- No lo sé. Es un misterio tan grande como la existencia de ese otro doble suyo.
Holgate se levantó y del cajón central de su mesa sacó unos fajos de billetes de banco.
- Aquí tengo diez mil dólares -dijo-. ¿Cree que bastarán para sus primeros gastos?
- De sobra -sonrió don Pedro. Tendió la mano a Holgate y dijo alegremente-: No se preocupe por lo de la libreta. Arreglaremos las cuentas como caballeros. Yo no pienso estar en California más tiempo del imprescindible. Volveré a Méjico en cuanto pueda. Tengo confianza en usted, porque se ha demostrado digno de ella.
- Muchas gracias -dijo Holgate-. Siempre me he esforzado en merecer su confianza.
Acompañó a don Pedro hasta la puerta y le despidió con gran cordialidad, recordándole una vez más que aquella noche fuera a verle.
Cuando don Pedro se perdió de su vista, Holgate cerró la puerta y quedó junto a ella, madurando su proyecto. Estaba seguro de que entonces sí había hablado con don Pedro. Aquellas cartas demostraban que no era un impostor.
- No se ha perdido todo -murmuró. Mentalmente prosiguió, con sonrisa cada vez más eufórica-: No tendrá nada de extraño que en Los Ángeles se asesine a un hombre para robarle diez mil dólares. Por mucho menos los matan. Yo lo lamentaré muchísimo.
Una llamada a la puerta le hizo abandonar, sobresaltado, sus meditaciones. Luego se rió de su nerviosismo y abrió, esperando encontrar a alguno de los que le visitaban por motivos comerciales. Mas no era así. La visita no podía ser más inesperada. Dando un paso atrás, Holgate murmuró:
- ¿Usted? Pero…
Su visitante rió silenciosamente y, en voz baja, replicó:
- Sí. Yo. No me esperaba, ¿verdad?
- No… no. Ciertamente… no le esperaba.
- ¿No cree que será mejor que hablemos dentro, señor Holgate? Donde nadie pueda oírnos.
- Sí… será mejor, señor Calderón -replicó Holgate, haciéndose a un lado para dejar pasar al otro.
Pero éste movió negativamente la cabeza, indicando:
- Es preferible que entre usted primero, amigo mío. No me gusta quedar de espaldas a cierta clase de gente.
- ¿Qué insinúa? -tartamudeó Holgate.
- No insinúo nada, señor -rió Favard-. Es de mala educación volver la espalda. ¿Lo ignoraba?
Holgate reculó ante el mejicano, quien, entrando en la casa, cerró la puerta y, sin dejar de mirar al otro, dijo, mientras echaba la llave:
- ¿Se enteró del tiroteo que celebramos sus amigos y yo?
- ¿Mis amigos? No sé… Creo que se confunde.
- Usted se confundió y equivocó lamentablemente al tratar de hacerme asesinar. Envió a cuatro corderos contra un lobo hambriento. Contra un… coyote de mala sangre y peores colmillos.
- ¿Un coyote? -musitó Holgate-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué pretende?
- Nada -respondió el falso Calderón-. ¿O es que no sabe lo que es un coyote?
- En California tenemos uno muy peligroso -advirtió Holgate-. Vaya con cuidado, amigo Calderón.
- Y usted también. Sería muy desagradable para nosotros que él interviniera en nuestro asuntito.
- No entiendo…
- Me refiero al señor don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes, a quien acabo de ver salir de aquí. ¿Es que ya no desea terminar con él?
- ¿Es que usted no cobró los cincuenta mil dólares que le pagué para que le impidiera llegar a Los Ángeles?
El teniente Favard se llevó la mano a la mutilada oreja izquierda.
- Una bala pasó tan cerca de mi cabeza que un leve movimiento me hubiera podido costar la vida -dijo-. En Los Ángeles se ha dicho que yo lucía la marca del Coyote. Ya la conoce, ¿no? No me marcó El Coyote, pero sí uno de sus hombres que, apuntándome a la cabeza, me alcanzó sólo en la oreja. El desprestigio que esa marca ha echado sobre mí vale más de cincuenta mil dólares. Sin embargo, me conformo con lo que he recibido. Eso no quiere decir que no podamos llegar a un acuerdo por lo que hace referencia a don Pedro Celestino Carvajal. ¿Le asesinamos?
Holgate miró a los ojos de Favard. Leyó en ellos una energía y dureza que le hizo pensar que tal vez había hecho mal no dejando que aquel mejicano, aquel Matías Calderón, se encargara, en vez de Manners, de la eliminación de don Pedro. El mejicano era un amoral, admitía la traición en los demás sin escandalizarse; porque él era de la misma índole. Era también capaz de traicionar a cualquiera, si en ello le iba alguna ventaja.
- Usted no es de los que lo supeditan todo a la venganza, ¿verdad? -preguntó.
- Explíquese mejor.
- Quiero decir que entre vengar ese trozo de oreja y ganar veinticinco mil dólares más, usted optaría por los dólares. Dicho de otra forma. Me interesa que don Pedro muera. Para mí significa mucho. Para usted, también.
- Quizá -respondió Favard.
- Usted sabe que yo traté de hacerle matar porque creí no necesitarle para este trabajo.
- Me alegra que reconozca su falta de vergüenza.
- No perdamos tiempo en palabras más o menos duras. No presumo de honrado; y menos delante de usted. Creí no necesitarle y traté de que le mataran, de la misma forma que hubiera obrado usted en mi caso, ¿no?
- Eso sí; pero yo le habría matado.
- Lo sé. Pensé que el trabajo era sencillo. El que no lo fuera le honra a usted. Esta noche volverá don Pedro a esta casa. Puede que venga acompañado por un servidor suyo. Quiero que muera y que se achaque la culpa de su muerte a un vulgar ladrón que le asesinó para robarle.
- Es un plan calcado del que una vez utilizamos contra él -dijo Favard-. Eso ocurrió en Méjico, y allí falló.
- Pero esto es California.
- Don Pedro sigue siendo el mismo, aún.
- Llevará encima diez mil dólares que serán para usted -indicó Holgate.
- No vendamos la piel del oso antes de matarlo. ¿Y si no los lleva?
- Si yo compruebo que don Pedro no llevaba encima esa cantidad se la abonaré a usted, a más de los veinticinco mil dólares.
- ¿Cree que, una vez muerto don Pedro, podré reclamarle a usted algo?
Holgate asintió con la cabeza.
- Claro. Somos cómplices de un mismo delito. Nos interesa ir de acuerdo, porque podemos perjudicamos.
- Yo le perjudicaría tanto, que luego ya nadie le volvería a perjudicar -dijo el mejicano-. Y no le podrían perjudicar más, porque de usted no quedaría el espacio necesario para que notase las molestias. ¿Comprende?
- No es preciso que me amenace.
- Es que me interesa recordarle que mi raza, en lo que tiene de mejicana y española, se distingue por lo implacable que es en sus venganzas. Una vez, se perdona; pero dos, no. Esta noche tendrá el cadáver de don Pedro; prepare el dinero y esconda a sus asesinos de pacotilla. Si tropezaran conmigo podrían enfermar.
- No dude de mi honradez.
- No me pida imposibles -rió Favard, dirigiéndose hacia la puerta.
Holgate le oyó cerrarla y se pasó las manos por los cabellos. Estaba hundido en un lodazal y era imposible salir de él con las manos limpias. Manners andaba a la caza de don Pedro que, ayudado por alguna fuerza superior, había conseguido deslizársele de entre los dedos. También Calderón, el misterioso mejicano, cuyo nombre debía de ser otro, perseguía ahora a don Pedro.
Uno de los dos le mataría; pero quedaba el otro don Pedro. El falso. Si es que existía. Si es que todo no era una farsa del verdadero y único don Pedro. Porque… ¿quién podía tener interés en adoptar la personalidad del hacendado? ¿Quién?
La pregunta hubiera quedado sin respuesta si al cabo de un momento Holgate no hubiese ido hacia la caja de caudales de donde desapareciera el libro de cuentas. La abrió para sacar los documentos que aún guardaba en ella, pero sus manos quedaron inmóviles junto a la abertura de la caja. Tan inmóviles como su cuerpo, su sangre, que se le heló en sus venas, y sus ojos, que habían quedado hipnóticamete fijos en la parte interior de la puertecita de la caja de caudales, sobre cuya superficie se veía este dibujo hecho con tiza.
- La firma del Coyote -logró musitar Holgate.
¿Cómo había llegado allí aquella firma? ¿Cuando? ¿Era la respuesta a su pregunta?
- Cualquiera puede dibujar esa cabeza -pensó Holgate.
Con un pañuelo borró el dibujo, mas sus pupilas siguieron viendo ante ellas la firma del Coyote, tan sencilla en sí, tan fácil de borrar…, de destruir…
«Pero si es la firma del Coyote no podrás anular tan fácilmente, la amenaza que entraña», le dijo una misteriosa voz que no sonaba en ninguna parte, pero que él oía con fantástica intensidad.