CAPITULO X «COPO DE NIEVE»
La ocasión hace al ladrón. La ocasión propicia hizo de Bliven un canalla menor. Había conocido a Frank Fallon, en Saratoga, años antes, cuando Bliven no era, todavía, un respetable estanciero. Frank Fallon había progresado bastante; pero seguía siendo un tramposo de mala ley. Vivía de los hipódromos y apostaba a los ganadores seguros. No hacia ganadores; pero sabía hacer perdedores. Para el caso era lo mismo saber quien iba a ganar que saber quiénes iban a perder.
Estaba en Santa Fe mientras César y «Cahuenga» hablaban. Estaba con Bliven, escuchando sus cuitas,
- Hace años que tengo una deuda contigo -dijo, cuando Bliven hubo terminado-. Te debo un favor y creo que se ha presentado la ocasión de pagártelo. Toma.
De un bolsillo sacó una caja de lata en forma de teja no muy pronunciada. Se la entregó a Bliven y explicó:
- Estos polvos son un… tóxico. No es un veneno. No matan; pero ponen muy enfermo al caballo que se los traga mezclados con la avena y la cebada. Creo que, si sabes utilizarlos, puedes comprar el caballo. Oficialmente yo soy un veterinario. Los síntomas que da la droga son muy malos, y cualquier otro veterinario confirmará mi diagnóstico. Muerte antes de veinticuatro horas. Pero yo tengo un remedio. Es muy caro y no siempre es seguro. ¿Comprendes?
- No interesa. Yo no hago eso.
- No es una jugada más sucia que la de cazar al pobre caballo que era tan feliz en estado de salvaje libertad.
Hay cosas que un hombre no hace por nada. No roba. No asesina. No engaña a una viuda ni le quita su manzana a un niño; pero un caballo como «Armiño» bien valía el riesgo de jugar sucio. En el juego todo estaba permitido. Tal vez…
Holt fue avisado a la mañana siguiente, cuando regresaba de despedir a César de Echagüe, de que «Armiño» estaba muy enfermo. El animal yacía en el suelo respirando fatigosamente y con la boca llena de espumosa baba.
Ya estaban allí dos veterinarios y ambos se habían puesto de acuerdo en que el animal se moría. Fallon, el forastero, sugirió:
- Existe una posibilidad de salvación; pero costaría mucho dinero. Se trata de un producto inglés. Muy caro. Yo lo he utilizado en las cuadras de algunos potentados del Este. En Saratoga.
- Déselo -ordenó Holt.
- Vale mucho dinero -insistió Fallon, levantando la voz y mirando de reojo a Bliven, que aparecía pálido y tembloroso.
- ¡He dicho que se lo dé! -gritó Holt, que estaba en el suelo, abrazado a la febril cabeza del blanco caballo.
- ¿Cuánto cuesta? -preguntó Bliven.
- Diez mil dólares -contestó Fallon.
El otro veterinario se escandalizó:
- No existe medicina que valga tanto -dijo.
- ¿Existe alguna que pueda curar la pulmonía de este caballo? -preguntó Fallon.
- No…, desde luego -replicó el otro-; pero ¡diez mil dólares…!
- Désela, y yo se los pagaré con lo que gane «Armiño» en las carreras.
- Lo lamento muchísimo -dijo Fallon-. Es una buena medicina y estoy casi seguro de que salvaría al caballo; pero existe una posibilidad entre cien de que falle. Un caballo muerto no gana carreras.
Holt pensó en asaltar el banco de Santa Fe, en buscar el dinero donde y como fuese. Al fin desistió de sus infantiles fantasías y miró a Bliven:
- Usted quiere el caballo -dijo. No lo preguntó. Lo afirmó. Lo sabía-. Si fuese suyo, usted… usted pagaría ese dinero por salvarle…
- Lo pagaré. No te preocupes. Tome.
Dio los diez mil dólares a Fallon y éste mezcló con azúcar unos polvos (en realidad azúcar más pulverizada) y se los hizo tomar al caballo. Le repitió varias veces la dosis y, aquella noche, pasados los efectos de la droga, tan aparatosa en sus síntomas como inofensiva en sus efectos definitivos, el caballo se incorporó un poco, dejó de tener fiebre y al cabo de una hora hubiese salido galopando si, para no despertar sospechas con tan rápida curación, Fallón no hubiera mezclado otra pequeña dosis de polvos de los que le había dado a Bliven. El animal volvió a recaer, se rehizo y dos días más tarde estaba bueno.
Holt le abrazó y lloró como un niño, luego lo llevó adonde estaba Bliven.
- Tome -dijo-. Es suyo.
- Ya me devolverás el dinero -dijo Bliven.
- No. Tardaría demasiados años. Usted arriesgó diez mil dólares. Es suyo.
Bliven no resistió la tentación. Más adelante, cuando todo se supo, se dijo que había comprado el caballo por nada. En realidad Fallon no devolvió los diez mil dólares por la sencilla razón de que tuvo una corazonada. Un pleno al siete. Lo jugó diez veces seguidas a mil dólares cada una, y se dejó en la mesa de ruleta los diez mil dólares. Cuando salía del garito, el croupier cantó:
- ¡El siete! Encarnado gana, color pierde. Impar y manque.
Fallon maldijo su precipitación. No debía haber jugado tan pronto. Sólo con que hubiera esperado una vuelta hubiese cogido el pleno con sus últimos mil dólares. ¡Treinta y cinco mil dólares perdidos!
Su intención había sido devolver a Bliven el dinero. No pudiendo hacerlo, se marchó de Santa Fe. Bliven no se enfadó por ello. Insistió en que el caballo valía por lo menos veinte mil dólares y obligó a Holt a aceptar los restantes diez mil.
El joven guardó el dinero, abrazó nuevamente a «Armiño» y se marchó a las montañas. Nadie supo lo que hacía. Unos opinaban que buscaba oro. Otros, que cazaba caballos salvajes. En el 1857, cuando Fallón divulgó el secreto de la droga, Holt reapareció en Fort Worth para ver correr a «Armiño». Habíase operado un notable cambio en el joven. Vestía como un ganadero, parecía tener una gran fortuna y en el registro del hotel firmó como Kenneth Fearing. El senador Fearing había muerto dos años antes, después de la emoción que le produjo su victoria en las elecciones para gobernador del Estado. Su testamento nombraba heredero de, todos sus importantísimos bienes a su hijo legítimo Kenneth Fearing, que últimamente vivía en Nuevo Méjico, en el condado de Mora.
Bliven no quiso creer nunca la historia; pero aquel año, al ver en Fort Worth a su antiguo vaquero, comprendió que era cierta.
- ¿Qué tal, Bliven? -saludó el joven, ofreciendo la mano a su ex patrón.
- ¿No hay rencor? -preguntó Bliven.
- ¿Por qué iba a haberlo? -sonrió Fearing-. Usted fue más listo que yo. No me di cuenta de que todo aquello olía a trampa. He visto a «Armiño». Sigue triunfando.
- ¡Y por mucho tiempo! -dijo Bliven-. ¿No te dedicas a criar caballos?
- Tengo algunos -dijo Fearing-. Los haré correr en Santa Fe.
- ¿Reúnen las características exigidas por la comisión?
- Claro. Potros del país. Nada de caballos árabes ni ingleses.
- Supongo que no harás correr a ninguno contra «Armiño».
- No -contestó el joven-. Le quiero demasiado.
- ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Bliven.
- Lo que he dicho -replicó, sencillamente, el otro-. Le quiero demasiado y no me gustaría que mi caballo le derrotase.
Las carcajadas de Bliven se oyeron en todo Fort Worth, atrayendo al lugar a infinidad de testigos.
- En los últimos dos años ningún caballo ha terminado de galopar, en competición con «Armiño», a menos, de cien metros de su cola.
- Ya lo sé. Por eso no quiero estropear su fama.
- ¡Déjate de bravatas, Holt!,,
- Me llamo Fearing. Y no son bravatas. Es la realidad.
- ¿Apuestas algo?
- Cincuenta mil dólares -replicó el joven-. Su caballo y el mío, uno contra otro, en el desierto. Quince kilómetros.
- ¿Estás loco? «Armiño» no tiene rival en distancias largas. Sólo en una carrera corta podría encontrar algún caballo peligroso, que le batiera antes de que pudiese entrar en calor. A los tres kilómetros, «Armiño» empieza a galopar. A los cinco, a volar, y a los quince, ya es un rayo.
- ¿Acepta?
- Claro. No tengo los cincuenta mil; pero como voy a ganar te daré una opción al rancho. Vale muchísimo más.
- No es necesario tanto. Me conformo con recuperar a «Armiño». Si usted pierde, paga con entregarme nuestro caballo.
- Lo que tú quieras. Mi caballo «Armiño» contra cincuenta mil dólares. La carrera será cuando tú quieras.
- ¿Dentro de quince días o un mes?
- Va el mes. ¿Cómo se llama tu caballo?
- «Copo de Nieve».
La noticia voló por todo el país y de todas partes acudieron espectadores. Había muchos apasionados de los caballos y las apuestas se hicieron con neta ventaja para «Armiño». No dejó de chocar que Fearing no apostara ni un centavo por su caballo. Cuando se lo indicaron, replicó:
- Sería robar el dinero. No me gusta robar nada a nadie. Sólo quiero recuperar lo que era mío y me fue robado.
Bliven se rió de las palabras de Fearing y apostó fuerte en contra del joven.
A caballo, en diligencias y en coches particulares estuvieron llegando espectadores hasta una hora antes de la fijada para dar principio a la carrera. Esta se celebraba en el desierto, sobre una lisa y cómoda llanura bordeada por unas alturas a lo largo de las cuales se instalaron los espectadores.
La salida era, al mismo tiempo, la meta. Los dos caballos tenían que recorrer siete kilómetros y medio hasta una rojiza y rocosa aguja que brotaba del suelo, rodearla y regresar al punto de partida.
Entre los espectadores había una joven vestida con vaporoso traje, que se abría, afanosa, camino hacia el lugar reservado a los propietarios de los dos caballos. Tras ella unas veces y otras delante, caminaba un joven alto, de rostro alargado y sonrisa irónica.
- ¡Don César! -exclamó Fearing al verle-. Venga. Presenciará la carrera.
La rubia muchacha de ojos color agua marina y traje vaporoso sonrió. Fearing estaba seguro de conocerla.
- ¿No te acuerdas de ella? -preguntó César.
- Sí; pero no… Es imperdonable por mi parte…
- Tereska Connell, del Valle de los Trece Ahorcados.
- ¡Cómo ha cambiado! -tartamudeó Fearing-. ¡No la hubiese conocido nunca!
La atención de los espectadores fue atraída por la llegada de los dos caballos al punto de partida.
Un clamor de asombro. Un prolongado ¡Ahhhhh! brotó de todas las gargantas cuando apareció el caballo de Fearing. Lo imposible estaba allí, ante más de seis mil personas, convertido en realidad. «Armiño» estaba duplicado en «Copo dé Nieve». Hasta la cola, parcialmente negra, era exacta. Si existía alguna diferencia, ésta se hallaba en el conjunto. El caballo de Fearing parecía algo más ligero que el otro.
- ¿Qué significa esto? -preguntó Bliven, mirando a Fearing.
- El hijo. Hace años, antes de que yo cazara a «Armiño», lo tuvimos en nuestro poder por unos instantes. Entonces «Armiño» escapó después de haber aplastado con sus cascos delanteros la cabeza del vaquero que le echó el lazo.
- Lo recuerdo -dijo Bliven-. ¡Maldije la frágil cabeza de aquel idiota!
- Entonces capturamos a la madre de «Copo de Nieve». Murió del susto; pero el potrillo consiguió escapar y siguió a su padre, a «Armiño», a las montañas. Después de la cochina jugada que usted y Fallon me hicieron, reuní gente y logré cazar a «Copo de Nieve». Es, por lo tanto, un caballo de las mismas características que su padre, sólo qué «Copo de Nieve» puede galopar quince kilómetros y «Armiño» ya no puede recorrerlos como antes. En eso estriba la diferencia.
La única, visible, que permitía identificar a ambos caballos eran las camisas de los pequeños jinetes que los montaban. La del de Bliven era azul. La del de Fearing, roja. Los caballos, a distancia, parecían exactos. Como si uno fuera el espejismo del otro.
Se dio la salida con un disparo de rifle, y ambos animales, con el cuello tendido hacia delante, partieron en tan exacto galope que uno parecía la sombra del otro, sin que ninguno pareciera el original.
Iban cabeza a cabeza. Iguales. Sin separarse ni adelantarse el uno al otro. Al cabo de unos momentos «Armiño» ganó unos centímetros y luego un metro. Bliven sonrió, eufórico. Fearing movió la cabeza.
- Le diré exactamente lo que va a ocurrir, Bliven. Durante diez kilómetros su caballo mantendrá una pequeña delantera. Luego, durante los tres siguientes, el mío recuperará el terreno perdido y galopará un kilómetro al nivel de su padre. Y en los dos últimos kilómetros le dejará cien metros atrás.
- ¡Apueste veinte mil dólares…!
- No. Ya gano todo lo que me interesaba ganar.
Tereska acercóse a Fearing, preguntando, anhelante:
- ¿Estás seguro de la victoria?
- Sí. Y no creas que no me causa dolor.
- ¿Por qué?
- Porque de los dos caballos, el otro es mi predilecto. Y no es que al mío no lo quiera con toda mi alma. Si existe superioridad, ésta se debe a los años. Entre padre e hijo, siempre ha de ganar el hijo.
Pero la impresión en aquellos momentos era que el ganador iba a ser «Armiño». Había adelantado varios metros a su hijo y galopaba orgulloso, como un rey, contó un héroe.
Dobló la rocosa aguja tan pegado a ella que no perdió ni un segundo en la reducción de velocidad. El otro tomó la curva más amplia y cómodamente; pero cuando los dos caballos regresaban hacia la meta, «Armiño» llevaba diez metros de ventaja. Era un espectáculo embriagador para todas aquellas gentes, que amaban con tal pasión a los caballos que podían perdonar la muerte de un ser humano; pero que nunca hubiesen perdonado al que hubiera dado muerte a un caballo.
La escena estaba pletórica de color. Era una algarabía de notas vivas en los trajes de los hombres y de las mujeres. Estas, con sus parasoles de variados tonos, ponían sobre el inmenso mar humano una impresión de policromas flores. Los trajes mejicanos, los californianos, los neomejicanos, las chillonas camisas tejanas, los trajes femeninos, las capotas de los coches, las mantas y los tenderetes con sus banderolas, multiplicaban el color de un lugar ya de por sí generosamente dotado por la Naturaleza.
Los dos caballos habían recorrido casi la mitad de los siete kilómetros de vuelta y, como había pronosticado Fearing, «Copo de Nieve» empezó a ganar terreno.
No. No era eso. Era «Armiño» quien ya no podía aguantar el veloz galope. Había reducido su marcha apenas unos metros; pero era lo suficiente para que su hijo, que seguía con el mismo nervio de antes, pareciese ir más de prisa.
A los trece mil metros, los dos caballos iban de nuevo cabeza contra cabeza. «Armiño», en un alarde de orgullo, consiguió aventajar un poco a su hijo.
- ¡Se va a matar! -gritaron a la vez, angustiados, Fearing y Bliven.
Los animales seguían galopando, conscientes de su deber. El que hasta entonces jamás había visto a otro caballo mejor que él, alargaba el cuello, poniendo la cabeza casi paralela al cuerpo.
Faltaba un kilómetro y «Armiño» sólo era aventajado por una cabeza de su hijo. Los espectadores, olvidando sus ganancias o pérdidas, gritaban locos de entusiasmo por la más bella de cuantas carreras se habían corrido en Nuevo Méjico. Los hombres agitaban sombreros y mantas, y las mujeres movían, frenéticas, sus sombrillas. Luego comenzaron a sonar disparos al aire y una nube de humo de pólvora coronó la masa de espectadores.
Fearing y Bliven corrían hacia la meta.
Centímetro a centímetro, «Copo de Nieve» se iba despegando de su padre. Este lanzó un agudo relincho, semejante al grito de angustia del héroe qué al fin ha sido derrotado.
Pero aún quedaban ansias y fuerzas para la lucha en el blanco cuerpo de «Armiño». Sin que su jinete le obligara con el látigo, porque se daba cuenta de que el noble bruto no necesitaba látigo ni espuela, «Armiño» logró, a quinientos metros de la meta, alcanzar a su hijo y pasarle toda la cabeza. Fearing gritó, como si fuera su propio triunfo:
- ¡Gana, gana, gana! -pidió con los puños crispa dos y los ojos bañados en llanto-. ¡Gana, «Armiño»! ¡Gánale!
Pero no podía ser. Había siete años de diferencia entre padre e hijo, y, por lo demás, el mismo corazón, la misma valentía y la misma sangre. «Copo de Nieve» era tan campeón como su padre. Al reto de «Armiño» respondió, sin estímulo alguno, con un alud de fuerza que le colocó de nuevo delante, y, esta vez, definitivamente.
«Armiño» perdió terreno. Un metro, dos, un cuerpo, dos cuerpos… Cuando «Copo de Nieve» cruzó la meta, el noble animal llevaba tres cuerpos de ventaja sobre su padre.
Este cruzó la meta un momento después, galopó unos metros más, se detuvo, rígido, sobre sus finas patas, resopló, lanzó un relincho que era puro sollozo y se desplomó. Cayó como si hubieran cortado los hilos que le sostenían en pie.
Kenneth Fearing, o Tom Holt o, mejor, «Cahuenga», olvidó su victoria. Separando a los que le rodeaban, como si fueran sus enemigos, se lanzó adonde estaba «Armiño» y arrodillándose en el polvo, cogió entre sus brazos la cabeza del animal y la acarició afanoso, llamándole por su nombre y bañándola con el agua de un cubo que César de Echagüe trajo en seguida.
- ¡«Armiño»! ¡Óyeme! Soy yo, Tom Holt. ¿Te acuerdas?
Le mecía como si tuviera entre sus brazos a un niño. Luego le lavó la boca, el hocico, el belfo. -No volverás a arriesgar tu vida -prometió-. Vivirás en paz en un gran rancho donde no te faltará nada. Donde serás el rey de todos.
Bliven pugnó por mantenerse sereno; pero su voz era gutural y los ojos le brillaban sospechosamente.
- Ha sido una gran carrera -dijo-. Te felicito. Y… me alegro de que «Armiño» vuelva a ser tuyo. Sinceramente… me alegro.
César se despidió de Fearing:
- Me satisface que se te haya ocurrido volver a California -dijo-: Si pasas por Los Angeles, Visita a Lupe. Dile que estoy bien.
- ¿Por qué no vuelve a sus tierras, señor Echagüe?
- Porque aún no se han tragado todo el dolor que yo sembré en ellas. Adiós.
Tereska Connell también regresaba a California. Pudo hacer el viaje en la rápida diligencia; pero «deseaba ver todo el paisaje» de Utah y aceptó la sugerencia de Fearing para que fuese con él. El joven no quería forzar a los dos blancos caballos. Haría el viaje despacio. Sin prisa alguna.
Lupe dejó al pequeño César de Echagüe y Acevedo en manos de Anita, la niñera, y fue al salón donde esperaba «Cahuenga».
- ¡Es increíble! -exclamó-. ¡Cómo has cambiado! No me extraña. Es natural que hayas cambiado; pero… ¿es verdad que traes noticias del… señor?
- Sí. Le vi en Mora, en Nuevo Méjico. Me pidió que viniera a saludar…te. Y a decirte que él estaba bien.
La alegría de Lupe sólo podía significar que las ilusiones y las esperanzas en aquel amor casi infantil no se habían marchitado. ¡Estaba muy hermosa!
Fearing no sintió celos. Ni pensó que años antes se había jurado amarla eternamente
- ¿Sabes con quién he venido? Con Tereska. ¿La recuerdas?
- Claro. Ahora es dueña de casi todo el Valle de los Trece Ahorcados. Ha resultado una hábil mujer de negocios.
Guadalupe había sido siempre sincera consigo misma. Nunca se quiso engañar ni quiso creer lo que más grato le era. Aceptó la verdad siempre. Y ahora notaba, con vergüenza, que la realidad casi inevitable del amor de «Cahuenga» hacia Tereska le dolía. La humillaba. La ofendía. La despechaba. No mucho; pero demasiado, porque si su verdadero amor era tan sincero como ella creía, no debía echar de menos ningún otro. No debía molestarle que el muchacho, ya hecho hombre y sabiendo, además, que ella siempre había amado a don César, encontrase otro amor.
Trató de convencerse de que sólo había meditado acerca de la inconstancia de los hombres. ¡Qué poco les costaba olvidar un amor eterno!
- Es una gran muchacha.
Lo dijo para convencerse a sí misma de que se alegraba del amor de «Cahuenga».
«¡Mientes! -se lo dijo a gritos mentales-. No crees eso.»
Y sin embargo sabía que no amaba ni había amado nunca a «Cahuenga». No le amaba. No hubiera aceptado su amor. Ni le hubiese permitido que cogiera entre las suyas, amorosamente, una de sus manos. ¡Pero la humillaba que aquel amor, que siempre había considerado suyo, perteneciera, de pronto, a otra!
Era como si Tereska le robase algo. Algo sin demasiado valor. Pero algo suyo. -¿Piensas en él?
- ¿Eh? ¡Ah! -Guadalupe asintió con la cabeza-, Sí -dijo-. Siempre pienso en él. ¿Has… tenido muchas novias?
Deseaba saber que sí.
- No. No he tenido tiempo. Primero fui cocinero de los rurales de Tejas, luego entré en El Peso y…
Contó toda su historia y cuando terminó Guadalupe sintióse como un poquitín más vieja. ¡Tantos años! ¡Y tantas cosas!
También ella habló mucho rato. La muerte de don César de Echagüe. El nacimiento de César y luego la muerte de Leonor.
- Cuando lo supe sentí que se me rompía el alma -dijo el joven.
Miró a Lupe y dijo, con limpia sonrisa:
- Ella quería que tú y yo nos casáramos. ¿Lo sabías?
- Sí.
Ni ella ni él supieron qué agregar y, maquinal mente, Lupe, yendo a buscar al pequeño César, lo tomó en brazos y acompañó a Fearing hasta el cementerio de los Echagüe.
El niño señaló la sencilla y austera sepultura. «Cahuenga» hizo un esfuerzo y recordó las oraciones que había aprendido años antes en aquel mismo Rancho de San Antonio. Entrecortadas, fragmentadas, las musitó, ofreciéndoselas a la muerta que tan buena fue con él. - Era toda una dama -dijo-. Nosotros no podemos compararnos a ella ni a don César. Era como si perteneciesen a otro mundo antes dé que realmente dejaran éste.
- Ellos eran de arriba y nosotros somos de abajo, ¿no? -preguntó Lupita.
- No sé. Pero eran distintos.
Se volvió hacia la joven.
- Cuando César de Echagüe me habló de aquí, sólo habló de ti. Del niño no dijo nada.
- Es natural. Su vida costó la de doña Leonor. Pero él debería volver.
- Volverá. Estoy seguro. Y… si no te importa, yo también quisiera venir de cuando en cuando a rezar por ellos -indicó las dos tumbas más recientes.
- Siempre que lo desees. ¡Oh! ¡Mira!
Una erguida y enérgica figura avanzaba hacia ellos. Cabellera y barba grises y ojos que brillaban como azabaches. Y en la mano derecha, un bastón que parecía una espada.
- ¡Don Goyo! -gritó el joven, corriendo al encuentro del que había pretendido ser su tutor.
- ¿Eh? ¿Quién diablos eres tú? ¡Ah! Pero… ¡Muchacho! ¡Pero si eres el mismo «Cahuenga»! Ahora tienes otro apellido. Alguien me lo dijo; pero yo repliqué: «¡Para mí será siempre «Cahuenga»!» Tanto si te gusta como si te molesta. ¡Si te molesta, más!
- ¿Cómo está? Siempre el mismo…
- No, hijo, no -suspiró el coronel-. No soy ya el que era. Se ha marchado el mejor de todos mis amigos. El único hombre a quien yo he respetado. Porque yo le dije una vez al Presidente Santana que si no se iba de mi presencia le iba a utilizar como alfombra para limpiarme los pies, ¿sabes?.Pero a don César, no. A él le quería.
- Y él a usted, don Goyo. Una vez me dijo que era usted el hombre más noble y más bueno y más honrado que había conocido en este mundo.
Gregorio Paz, coronel de los ejércitos californianos, vencedor en varios encuentros contra los yanquis, irguió la enérgica cabeza, y preguntó:
- ¿Es verdad eso?
- Lo dijo.
Don Goyo se acercó a la sepultura de su amigo y murmuró, suavemente:
- ¿Por qué no lo dijiste de forma que yo lo oyese, César? Siempre he temido que no te dieses cuenta de lo que yo sentía hacia ti…, muchacho.
Volvióse hacia Lupita y le acarició las mejillas.
- Este estaba enamorado de ti -dijo, señalando con el pulgar a «Cahuenga»-. Ahora tienes la oportunidad de casarte con él.
- No empiece con sus bromas, don Goyo -protestó Lupe.
- ¿No le quieres?
- ¡No! No estoy enamorada de él. Ya lo sabe, y usted también debiera saberlo… Y no debería complicarnos la vida con sus salidas.
- Me alegro. Tú has de ser para mi hijo. No es que él se merezca nada tan bueno. ¡Qué va! Es una bellota que ha caído de este roble -y se dio unos puñetazos en el pecho-. ¡Sólo así se puede explicar la cosa! Te casas con él y me das un par de nietos. ¡Yo los educaré! Tú, no. A mi Gregorio lo estropeó su madre. ¡Siempre lo estaba quitando de mi paso!… ¡Como si yo lo fuese a atropellar! ¡Así ha salido! Vive temiendo que le caiga algo encima. Las mujeres, no sabéis educar niños. A este pobre -dio un cachete a César y luego, cuando el niño lloró, dijo que sólo le había acariciado-. A este pobre también lo crías muy blando, Lupita.
- «Cahuenga» ha visto a César en Nuevo Méjico -dijo Lupe, para cambiar de conversación.
- ¿Al padre de éste? -preguntó don Goyo, señalando al pequeño, que, temiendo otro cachete, se echó atrás, abrazóse al cuello de Lupe y berreó como si le estuvieran matando.
Don Goyo tomó a «Cahuenga» por testigo.
- ¿Qué te parece? ¿Has visto nada igual? Ni que le hubiera apuntado con un cañón de veinte libras… ¿Qué es de la vida de ese maldito César?
- Bien. Creo…
- No vale gran cosa, tampoco; pero al menos hay en él algo de los Echagüe. Todos han sido valientes. ¡De valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe! Es lo que dice su blasón. Pero, calla, que además han sido todos muy alegres. Muy divertidos. Y César lo es. Le echo de menos, también. Es el único que se atreve a excitarme.
- ¿Y el «Coyote»? -preguntó el joven.
- No se sabe nada de él. Como si se lo hubiese tragado la tierra. Todos los buenos se han ido.
- Queda usted…
- ¡Yo no tengo nada de bueno! -replicó don Goyo-. Por eso me he quedado aquí.
Regresaron juntos a Los Angeles. El sol declinaba y las sombras extendíanse sobre la carretera.
- ¿Te acuerdas de Brant? -preguntó, de pronto, don Goyo.
- Sí.
- Fue condenado a diez años de cárcel. Y lo mismo sus compañeros. Se los llevaron hacia San Quintín; pero dando un rodeo, para que no les ocurriese nada. Al llegar aquí los esperaban unos cuantos linchadores. Los cinco fueron colgados de este árbol y están enterrados al pie de aquellas cruces.
Señaló unas que se hallaban al borde del camino, en un breve llano.
- Durante algún tiempo colgó del brazo de una de las cruces el monóculo de Brant. Luego el viento lo arrebató y se lo llevó con él. Y… a veces creo que también se llevó el alma heroica de California. Ninguno de los Echagüe. Ni el «Coyote». Nadie… Un día de éstos… ¡Sí! ¡Vaya si lo hago!
- ¿El qué, don Goyo?
- Abofetear al coronel del fuerte. ¡A ver si ocurre algo!
Cayó la noche y antes de llegar los viajeros a Los Angeles comenzaron a oírse, en lontananza, los aullidos de los coyotes.
- Así aullaba él, a Veces, cuando se burlaba de sus enemigos.
Los dos pensaron en el «Coyote» y ambos creían que una bala traidora o un cuchillo asesino habían truncado para siempre la carrera del Vengador de California.