CAPITULO III UNA DECISIÓN DE RODRÍGUEZ
Simeón Rodríguez tenía la sangre caliente y el cerebro despejado. Al mismo tiempo tenía amigos en todas partes, pues era de los que opinaban que hasta en el infierno convenía tenerlos. Entre sus amigos figuraban los cuatro hermanos Lugones. Simeón recordaba que un día a Leocadio se le había escapado una referencia al «Coyote», en el sentido de que debían llevar a cabo algo que él les había ordenado. Por las miradas que le dirigieron los demás comprendió que Leocadio había hablado de más y que sus hermanos temían que él lo hubiera comprendido. No hizo ningún comentario; pero recordó el suceso y ahora estaba dispuesto a obtener de los Lugones una recomendación para el «Coyote».
Llegó a Los Angeles de buena mañana y se dirigió a la hacienda de don Goyo Paz. Precisamente estaban de guardia en la puerta, fumando, unos cigarros mejicanos, Leocadio y Evelio Lugones.
- ¿Qué trae por aquí al arrugo Simeón? -preguntó Leocadio.
César de Echagüe lo había dicho muchas veces: un defecto muy norteamericano era el de ir recto al asunto. Ni los Lugones ni Rodríguez podían ser acusados de tal debilidad.
- ¡Buen tiempo! Muy bueno, ¿eh?
- No está mal -admitió Evelio.
- Sin embargo, de noche hace frío -dijo Leocadio.
- Pero no tanto como hace una semana -observó Rodríguez.
- No sé. Tal vez más.
Leocadio no estaba de acuerdo con su hermano:
- Hizo más frío entonces, Evelio.
Este se mantuvo firme:
- No. Hizo menos.
Al cabo de unos veintidós minutos llegaron al acuerdo de que el tiempo no era muy bueno; pero que en breve mejoraría.
Entonces Rodríguez siguió:
- Vine a Los Angeles a comprar un revólver y me dije: «Iré a ver a mis amigos, los Lugones.» ¿Cómo están Juan y Timoteo?
- Descansando -dijo Evelio-. ¿Un cigarro, Simeón?
Se encendieron los cigarros, Rodríguez convidó a vino, y al cabo de una hora, y. cuando ya habían brindado por todos los familiares y amigos, Simeón propuso:
- ¡Brindemos por el «Coyote»!
Brindaron por él y como nadie hizo comentario alguno que facilitara abordar el tema, Rodríguez calculó que ya había llegado el momento de mencionar al «Coyote» y relacionarlo con su viaje:
- Vosotros que estáis a buenas con él, me podríais hacer un favor, si no es pedir demasiado.
- No está mal este vino -dijo Evelio.
- Es mejor el de don Goyo -replicó Leocadio-. Creo que podríamos traer una garrafita llena. ¡Quédate de vigilancia, Simeón! Si alguien quiere entrar le dices que se espere. Si tiene prisa, le dices que vuelva más pronto. Si a pesar de todo quiere entrar, le dices que vuelva más tarde. Si ves que no se detiene, le pegas un tiro.
Los Lugones se fueron en busca de la garrafita y volvieron al cabo de veinte minutos con cinco litros de vino de San Fernando. Cuando los cinco quedaron reducidos a dos y medio, Rodríguez preguntó:
- ¿Os importaría darle un recado al «Coyote»?
- Si alguna vez le vemos… ¿De qué se trata?
- Pero no vayas a creer que le daremos el recado hoy mismo.
- Ni mañana -dijo Evelio.
- Ni dentro de una semana -advirtió Leocadio.
- ¿Antes de un mes? -preguntó Rodríguez.
- ¿De qué mes? -preguntó Evelio.
- El próximo… -Depende… -suspiró Evelio.
- ¡De tantas cosas! -terminó Leocadio.
- En Valle Dulce ocurren cosas… -dijo Rodríguez.
- ¡Si sólo ocurriesen allí! -exclamó Leocadio.
- Déjale que cuente su historia -propuso Evelio.
Simeón Rodríguez contó lo que pasaba y lo que exigía Brant.
- Vosotros os metisteis en el Valle sin permiso de nadie -observó Leocadio.
- Lo cual no estuvo nada bien hecho -opinó Evelio Lugones-. En parte os merecéis lo que os está ocurriendo. ¿Quién es Brant?
- No sé… Un extranjero. Usa una especie de lente para un solo ojo. Un cristal que se sujeta con la ceja y el pómulo.
- ¡Qué raro! -exclamó Evelio-. ¿Verdad que lo es, Leocadio?
Su hermano asintió con la cabeza.
Ambos recordaban lo que había declarado Rohmer, el merodeador que habían capturado semanas antes en casa de don César de Echagüe. Le habían hecho hablar y confesó que el jefe era un tal Brant, que usaba un cristal como el que describía Rodríguez.
- Bien, hombre, bien -dijo Leocadio, bostezando-. Se hará lo que se pueda. Si decide algo ya lo sabrás. Pero no esperes una respuesta inmediata. Será mejor que regreses al Valle.
- Pero si os dieseis prisa…
- ¿Por qué hemos de darnos prisa? -preguntó Evelio.
- ¿Cómo podemos darnos prisa? -preguntó Leocadio.
- No sé…
- Tenemos que esperar -dijo Evelio.
- Acudimos cuando nos llaman; pero no podemos citar a nadie.
- ¿Y si denunciara el caso a las autoridades? -preguntó Rodríguez.
- Puedes hacerlo. Pero entonces el «Coyote» no querrá intervenir.
- Decidle que el dueño es, ahora, un yanqui.
- Lo es porque echasteis entre todos a los Izquierdo. Ve con Dios, Simeón.
Este vaciló. No sabía qué decir ni cómo justificarse. Al fin se marchó con paso poco firme a causa del vino bebido. Daba algunos traspiés y trazaba ligeras eses por la carretera, en la cual se destacaba su figura vestida a la mejicana, con el policromo sarape y el alto sombrero. Para abreviar el camino tomó un atajo y desapareció de la vista de los Lugones. Estos se miraron.
- Cada uno considera su pequeño problema corno el más importante del mundo -dijo Leocadio-. No obstante, creo que debes ir a ver a Adelia y que ella nos ponga en contacto con el patrón. Se lo contaremos y él sabrá lo que debe hacerse. No me gusta el asunto, porque al fin y al cabo los buenos son unos usurpadores de tierras, y los malos son otros usurpadores que quieren echarlos.
Habían callado ambos un momento cuando, de no muy lejos, llegó un grito humano. Un grito de agonía.
Los dos hermanos iban a correr hacia el punto de donde procedía el grito; pero Evelio contuvo a Leocadio, ordenando:
- No te muevas de aquí. Pudiera ser una añagaza. Iré yo solo.
Simeón Rodríguez bajó por el atajo tarareando una canción mejicana. Sin saber por qué, se sentía feliz y seguro. El «Coyote» no podía permitir que unos extranjeros le disputasen a él, que al fin y al cabo era de allí, casi de California, o de un poco más abajo, pero de la misma tierra, un trozo de terreno que no valía nada cuando él lo adquirió y que ahora, gracias a su esfuerzo, se había transformado en un paraíso.
Sus cortas piernas le llevaban rápidamente, camino abajo, de nuevo hacia la ciudad que se extendía ante él con sus casas de una planta, sus azoteas, sus patios. Tan mejicana como cualquiera de las que existían más abajo de la frontera de 1849.
Rodríguez tenía finos oídos; pero el otro pisaba tan suave que no dejaba oír ni un leve rumor. Había esperado a Simeón oculto tras un maguey de gruesas hojas. No pudo hacer nada entonces, porque Simeón hubiera podido esquivar el golpe. Tenía que atacarle por la espalda. Y ahora, cuando había terminado la bajada y comenzaba el camino llano, era un buen momento.
Su mano desenvainó un cuchillo de pesada hoja y ligera empuñadura. Echó el brazo hacia atrás y el cuchillo salió disparado, brillante como la plata y con la potencia de una bala de fusil. Cruzó los seis metros que separaban a los dos hombres y se clavó hasta la empuñadura en la espalda de Simeón Rodríguez.
La canción se quebró en un grito de agonía. Los brazos de Rodríguez partieron hacia delante, buscando un punto de apoyo. Las rodillas se doblaron y el mejicano cayó hacia adelante y quedó tendido de bruces sobre el polvoriento sendero.
El asesino acercóse, golpeó con el pie al muerto. Esperó algún movimiento indicador de que aún quedaba vida en el cuerpo. Cuando se convenció de que no volvería a levantarse por su pie, sonrió y, sin volver la cabeza, tomó el camino de Los Angeles.
Unos minutos más tarde Evelio Lugones se arrodillaba junto a Rodríguez. Lo halló completamente muerto y sin ninguna prueba acerca de la identidad del asesino, como no fuese la muy relativa del puñal.
Evelio estuvo a punto de arrancarlo de la herida; pero luego calculó que correría un riesgo excesivo, lo dejó donde estaba, examinó el terreno en busca de alguna huella más y, no encontrándola, regresó adonde estaba su hermano.
- Creo que ahora sí que le interesará al «Coyote» -dijo Leocadio, cuando Evelio terminó el relato.