CAPITULO II EL NUEVO AMO

Walter Brant recibió a los emisarios del Valle en el amplio salón del rancho «Cuadrado F». El rancho había sido un rudo palacio colonial y conservaba todas las bellezas de una arquitectura en la cual se mezclaban el barroco español y el arte indígena de Méjico.

- Yo represento al señor Fearing -dijo-. El me autoriza para oírles y contestarles. ¿Qué desean?

- ¿No cree que llegaríamos más fácilmente a un acuerdo con el señor Fearing? -preguntó Moore.

- Lo dudo -replicó Brant-. El señor Fearing está muy disgustado. Compró el Valle creyéndolo vacío y pagó una suma muy importante. Luego se encontró con que estaba usurpado por ustedes y con que no estaban dispuestos a ceder lo que era de él. No atendieron a razones. Se negaron a escucharle. ¿A qué se debe tan inesperado cambio de opinión?

- Creemos que el señor Fearing tiene derecho a lo suyo y venimos a comprar nuestras… sus tierras. Eso es lo que he querido decir. Las tierras que hallamos abandonadas y hemos convertido en un vergel…

Brant se caló el monóculo y miró heladamente a través de él a Moore.

- Déjese de literatura y hablemos claro. El Valle vale mucho dinero. Si pueden pagarlo, díganlo. Si prefieren marcharse, márchense.

- El anterior propietario pedía cien mil dólares por todas las tierras -dijo Moore-. Aunque yo ocupo muy poca tierra, estoy dispuesto a pagar mi parte lo mismo que los demás. Daremos los cien mil dólares.

Brant sonrió sin despegar los labios. Retrepóse en el sillón que ocupaba, y alcanzando con la mano izquierda un cuchillo que más parecía una daga lo hizo saltar en el aire, cogiéndolo, a ciegas, por la empuñadura. Varias veces, con estremecedora habilidad.

- No teman -dijo Brant-. No me lo clavaré. Sé jugar con el peligro y sé hacerlo de manera que nunca me perjudique a mí. Dudo que ustedes se hallen en idénticas circunstancias. O tal vez sí. Si así fuese, mejor para ustedes. El señor Fearing podría pedir un millón de dólares por todo el Valle.

- No podemos…

- Un momento. Pide menos. Pide la mitad y da facilidades de pago. Trescientos mil en el acto y el resto en cinco años. Eran ustedes cincuenta familias.

Ahora quedan cuarenta y ocho. Les toca a poco más de seis mil dólares por cabeza.

- No podemos pagar más de cien mil dólares entre todos.

Walter Bram lanzó al aire, una vez más, el cuchillo, y, en vez de cogerlo, dejó que se clavara con seco golpe en la mesa. Lo estuvo mirando unos instantes, y, por fin, volviéndose hacia los comisionados del Valle, se puso en pie, se ajustó el monóculo y dijo, sin alterar la voz ni el gesto:

- Temo que nos veremos obligados a convencerles de que sí pueden pagar más.

- No pueden convencernos de lo que es imposible -dijo John Moore.

Esperó anhelante alguna reacción de Brant; pero éste, como olvidándose de ellos, les volvió la espalda y salió de la sala, seguido por los hombres que le habían acompañado.

- ¡No importa! -gritó Rodríguez, un mejicano que también tenía tierras en el Valle-. Si quieren violencia les daremos tanta que se les indigestará y se arrepentirán de haberla provocado. ¡Vamos!

Salieron, sin entusiasmo y sin haberse contagiado de la belicosidad de Rodríguez. Aún en los terrenos del rancho «Cuadrado F», Moore sugirió:

- Si nos fuera posible reunir una parte de lo que piden… tal vez se conformaran. Doscientos mil serían relativamente fáciles de obtener.

- No tan fáciles -dijo Martín-. Estamos muy escasos de dinero…

- Se podrían enviar reses a los campos mineros. Allí necesitan carne y pagan bien. Si conservamos la tierra…

- Lo que ellos quieren es, precisamente, la tierra -dijo Martín.

- Uno debe luchar por la tierra -dijo Rodríguez-, ¡Lucharemos!

* * *

Kenneth Fearing se retorcía nerviosamente las manos, haciendo sonar las articulaciones de los dedos.

- Dígame de una vez lo que quiere a cambio del documento, Brant -dijo-. No estoy dispuesto a seguir así eternamente. Aclaremos la situación. El documento no le reporta ningún beneficio.

- Puede estropear su carrera política, Fearing -observó Brant.

- ¿Cree que la política lo es todo para mí? -respondió el senador.

- Sí.

- Se equivoca. Sabiendo que usted puede arruinarme políticamente sacando a relucir ese escrito, yo me retiraré de la política en cuanto termine la vigencia de mi cargo. Entonces ya no podrá usted causarme ningún daño. Le conviene poner un precio ahora y hacer que no me sea imposible pagarlo. De lo contrario, el documento perderá toda su importancia.

- Admito que no va usted descaminado y que no le falta razón -dijo Brant-. El senador Fearing es sensible al ataque. El señor Fearing no lo es tanto. Usted -pagó cincuenta mil dólares por las tierras del «Cuadrado F» y las del Valle. Hizo un mal negocio. Le doy el documento a cambio de las tierras.

- Está bien. Acepto. Traiga el documento y yo le extenderé un título de venta; pero deseo tener la seguridad de que no me engaña. Quiero tener antes el documento y luego redactaré el traspaso de las propiedades.

- Creo en su palabra, señor Fearing. Aquí tiene su escrito. De su puño y letra.

Sacó una gran hoja de papel de barba que mostraba las huellas de haber estado mucho tiempo doblada y empezó a leer:

«Tu verdadero nombre debería ser otro; pero en realidad has sido inscrito como Kenneth Fearing, hijo mío y de mi esposa. Lo tuvimos que hacer así porque eres hijo de nuestra única hija y porque nunca quisimos aceptar a tu padre en nuestra familia. No te aceptamos a ti por gusto, aunque ninguna culpa tienes en lo ocurrido. Eres el efecto, no la causa. Tu madre murió cuando tú naciste y tu padre había fallecido antes. En contra de nuestra voluntad ingresaste en una familia honorable que, a duras penas, consiguió ocultar su vergüenza. No debes esperar nada de nosotros; pero a fin de evitar que el día de mañana, si sales a tu padre, puedas reclamar algo de lo que es nuestro, hoy, en vida, te hago entrega de la totalidad de tu parte legal, por lo que a bienes en metálico se refiere. Son veinte mil dólares destinados a hacer de ti un hombre de provecho. Deseo que sigas la carrera de las armas y que en ella alcances un puesto elevado y respetable. Te aconsejo que nunca acudas a mí en busca de más de cuanto te doy. Incluso creo aconsejable que evites utilizar el nombre y apellido que te hemos dado y que en realidad no te pertenecen. Puedes adoptar un nombre cualquiera. El Ejército no hila muy delgado en estas cuestiones, cuando se trata de soldados. Si algún día llegas a oficial, podrás pedir tu partida de nacimiento a Nueva York. Te desea una vida digna y honrada,

Kenneth Fearing.»

- Aquí lo tiene -dijo Brant, tendiendo al senador la carta-. No me explico cómo un hombre tan cauto como usted llegó a escribir una carta semejante.

- Sam Laughlin era quien tenía que leérsela a mi nieto. Luego la hubiese destruido. Así.

Fearing acercó la carta a la llama de una bujía y dejó que se consumiera en el hogar, hasta que sólo quedó de ella una negra hoja carbonizada que él aplastó con el pie, pulverizándola.

Fue luego a la mesa y escribió en un papel:

«Por la presente, y en pago de servicios recibidos por el tenedor de este documento, le cedo, otorgo y concedo la propiedad de las tierras de mi rancho «Cuadrado F», así como las edificaciones levantadas sobre ellas y los animales domésticos, reses y toda clase de bienes que en ellas, sobre ellas y bajo ellas se encuentren, así como el título de propiedad adquirido por mí a la familia Izquierdo y que se refiere a las tierras del ahora llamado Valle Dulce, que en el título de propiedad lleva el nombre de Valle del Dulce Nombre de María, cuya legalidad fue confirmada por la Comisión Revisora de Títulos.

Kenneth Fearing.»

- Aquí lo tiene, Brant. Se lo cedo muy gustoso y me alegro de que mi nombre no figure más unido a estas tierras. Sin embargo, aún le puedo hacer una oferta mejor.

Brant le miró curiosamente.

- ¿Qué quiere decir? -preguntó. -Por el muchacho. Encuentre a mi nieto. Tráigalo. Demuéstreme que es él, lo cual no será fácil, porque soy desconfiado, y le daré cincuenta mil dólares más. Pero lo quiero vivo.

- Es interesante -dijo Brant-. Casi esperaba esa proposición. Place tiempo que tengo proyectado encontrar al chico; pero no hice nada por miedo a cometer un error. Ignoraba si el chico le interesaba o no.

Fearing se encogió de hombros.

- Soy muy rico, Brant. Desde hace años, heredo de todos mis parientes. Cuando pienso en alguno de ellos como futuro heredero mío, no tardo en recibir la noticia de que ha muerto y de que me nombra heredero… de todo… lo suyo. Los Fearing nos acabamos y…

- Y usted tiene un hijo del que se quería ver libre y que ahora empieza a necesitar.

- Eso es.

- Bien. Puede marcharse tranquilo. Encontraré a su hijo; pero tal vez tengamos que aumentar un poco el precio.

- Tráigame a Kenneth Fearing y… no se arrepentirá.

- Le aseguro que me resulta muy agradable tratar comercialmente con usted, Fearing. Su nieto, o hijo, debe de tener ahora unos dieciséis años, ¿verdad?

- Sí. Recién cumplidos.

- ¿Guarda algún retrato de él?

- No. Pero no es necesario. Conozco su fisonomía:

- No olvide que han pasado varios años desde que no le ha visto.

- Han pasado dieciséis años -dijo, fríamente, Fearing-. Los datos que poseo me los comunicó Sam. Hace cuatro años le ordené que trajera al muchacho a California y que le hiciera ingresar en el Ejército, explicándole la verdad acerca de su nacimiento. No obtuve noticias de su llegada. Se supuso que la expedición fue atacada por los indios y todos sus componentes asesinados. ¡Dios me perdone! Casi me alegré.

- Es natural.

- No lo es. Luego empecé a echar de menos al chico. Ya sé que no debería decirle esto, Brant; pero no me importa que saque ventaja material de ello si a cambio me trae al muchacho.

- Lo tendrá pronto. ¿Regresa a Los Angeles?

- Sí. Luego volveré a San Francisco.

- Si quiere llevarse algo del rancho… Como recuerdo…

- No. Gracias. Pero tenga cuidado, Brant. No me parecen muy sensatos los métodos que emplea. Son peligrosos.

- Para los demás. No se preocupe. Iré muy lejos. Pero no debe temer nada de mí. Juego limpio con quienes juegan limpio conmigo.

- ¿Honor entre bandidos? -preguntó con sutil ironía Fearing.

Walter Brant estuvo a la altura de las circunstancias y, a su vez, sonrió, replicando:

- No lo había dicho por miedo a que la alusión le ofendiera.

- ¡De ninguna manera, Brant! Cuando uno baja al estercolero no puede evitar ensuciarse las botas. Desde el primer momento lo supe; mas no soy de los que lloran cuando se queman por imprudencia. Sé perder.