JOSÉ MALLORQUÍ

CAPITULO PRIMERO LA LEY DEL «LOBO»

Walter Brant y sus doce hombres, altos unos, bajos otros, enjutos y musculosos todos, con la violencia y la crueldad pintadas en sus impasibles semblantes, estaban sentados en lo alto de las cercas de troncos de los corrales de la pequeña hacienda de Looner, en el extremo de Valle Dulce.

Antiguamente el valle se había llamado del Dulce Nombre de María y hubo en él una ermita o capilla donde los franciscanos tenían como una pequeña misión. Todo había desaparecido, y el Valle del Dulce Nombre de María pasó a los Izquierdo, que lo compraron en los tiempos de la secularización de las Misiones. Tuvieron algo de suerte, pues la operación se hizo muy legalmente y recibieron todos los documentos que les legalizaban como legítimos propietarios de todo el valle, de sus abundantes y frescas aguas y de cuanto en él había. Pero los Izquierdo no quisieron permanecer en California cuando ésta pasó a ser norteamericana. Se marcharon a Méjico y dejaron a un representante suyo con orden de venderlo todo. El representante vendió fácilmente la casa de Monterrey, las haciendas en Los Angeles, San Luis Obispo, Santa Bárbara y Paso Robles; pero fracasó en lo que parecía más fácil: Valle Dulce. Atraídos por la fiebre del oro y decepcionados a tiempo, numerosos inmigrantes se habían establecido en el Valle, levantando en él ranchitos donde criaban ganado y campos donde cultivaban trigo y maíz.

Los Izquierdo trataron de obtener del Gobierno la expulsión de los colonos; pero el Gobierno no pudo o no quiso complacerles y el valle quedó poblado por los usurpadores, que no se avinieron a pagar al propietario legítimo el valor de la tierra que ocupaban.

Matt Looner fue el que llevó la voz cantante en la oposición a todo arreglo amistoso. Los demás estaban predispuestos a pagar algo de lo que pedía el representante de los Izquierdo; pero Looner objetó, muy convincente:

- No nos pueden hacer nada ni obligar a nada. Si pudieran hacerlo no se entretendrían en discutir. Nos echarían por la fuerza. Si no lo hacen es porque no pueden. Y si no pueden no debemos ser tan estúpidos que paguemos lo que ellos nos piden.

Más tarde, él antes que nadie, se debían arrepentir de no haber llegado a un acuerdo cuando éste era fácil.

Un día se supo que, por fin, y después de haber hecho unos cálculos elementales, los Izquierdo habían Vendido sus derechos a Valle Dulce -ya se llamaba así, por simplificación- a alguien que había sido lo bastante loco para comprar sin asegurarse de si lo que compraba valía el dinero que le costaba.

Otro día llegó al Valle un forastero. En seguida se supo que era el nuevo propietario. No intentó, siquiera, pedir a la gente que se marchase. Debió de resignarse a su suerte, porque se fue sin pronunciar ni una amenaza ni hacer un ruego. No volvieron a saber de él.

Pero ahora Matt Looner estaba sabiendo algo del hombre a quien habían creído, precipitadamente, resignado a perder el dinero pagado por Valle Dulce.

Llevaba todo el día trabajando bajo la amenaza de los rifles y revólveres de aquellos trece hombres que le contemplaban irónicos, fumando unos, bostezando otros, aburridos o divertidos.

Ninguno bajó a ayudar a Matt Looner. Lo único que habían hecho fue traer veinte bueyes del rancho «Cuadrado F», cuya marca era un cuadrado con una F dentro, y obligaron a Matt a que marcase con su propio hierro los terneros, aplicando su marca sobre la del «Cuadrado F».

Matt Looner ignoraba lo que pretendían aquellos hombres obligándole a marcar aquellas reses. Aún no se habían reñido en California las grandes guerras ganaderas, que debían ensangrentar el Oeste; pero ya existía una ley salvaje contra los cuatreros. Hasta entonces éstos habían sido exclusivamente mejicanos, y tal vez por ello la ley fue tan inexorable.

Los trece hombres llegaron por la mañana y le impidieron salir. Examinaron su ganado. Era poco; pero selecto. Luego le obligaron a encender una hoguera en el corral, trajeron los veinte bueyes, le forzaron a que los enlazara, los derribase y los marcara. Ya sólo faltaban cinco.

- Puedes descansar un rato -dijo Brant.

Luego hizo seña a tres de sus hombres, y éstos, sin prisa, ensillaron sus caballos, los montaron y fueron hacia el pueblo que había nacido en el centro del Valle. Se llamaba María o Mary, ya que ambos nombres figuraban en el cartel indicador,

María no era más que un pueblo al servicio de un numeroso grupo de pequeños ganaderos que adquirían en él cuanto necesitaban.

Los tres jinetes llegaron al Gran Almacén, mucho más pequeño de lo que pretendía su ampuloso nombre, y dirigiéndose al grupo de vecinos reunidos allí, que les observaban curiosamente, pidieron:

- ¿Pueden acompañarnos algunos de ustedes para servir de testigos?

- ¿Quiénes son ustedes y para qué diablos necesitan unos testigos?

Lo preguntó John Moore, dueño del Almacén.

Uno de los jinetes explicó:

- Somos del rancho «Cuadrado F», del señor Fearing.

- ¡Ah! -Moore había servido bastantes mercancías al rancho «Cuadrado F», consiguiendo lo que en María resultaba casi imposible: cobrar en efectivo y al contado. Por ello respetaba grandemente a Fearing.

Sabía que éste había reunido un grupo de vaqueros para atender a su excelente ganado.

- ¿En qué puedo servirles? -preguntó.

- Anoche nos robaron veinte cabezas de ganado -dijo el que había hablado antes-. Seguimos las huellas de las reses y por casualidad notamos que se adentraban en el Valle. Ya nos han quitado otras veces ganado; pero siempre supusimos que se lo llevaban a Méjico.

- No creo que haya cuatreros en Valle Dulce -dijo Lehman, uno de los propietarios.

- Por lo menos hay uno. Lo hemos sorprendido con las manos en la masa, como se dice. Estaba marcando ganado nuestro con su propia marca.

- ¿Quién puede ser?…

- Looner. ¿Quieren acompañarnos?

La curiosidad impulsó a todos a seguir a los tres emisarios de Brant. Cuando llegaron al rancho ele Looner, éste se hallaba amarrado a un poste, la hoguera en que había calentado el hierro de marcar estaba medio apagada y en un lado del corral quedaban cinco reses con la marca del «Cuadrado F». En otro corral estaban las quince con las marcas reformadas.

Moore fue recibido por Brant.

- Me alegro de que vengan -dijo Brant-. Tenemos todas las pruebas; pero no hemos querido hacer nada sin darles antes la oportunidad de comprobar que obramos justamente. Le sorprendimos marcando el ganado robado. Aquí están las pruebas. Examínenlas.

- ¿Es verdad que has robado…? -empezó Moore, dirigiéndose a Looner.

- No esperará que diga que es verdad -dijo, desdeñosamente, Brant.

- ¡Es mentira! -gritó Looner; pero sin poner gran energía en su negativa, porque se daba cuenta de que él mismo había acumulado demasiadas pruebas en contra.

- Es raro -observó Moore-. No tenía necesidad de robar nada…

- En este Valle nadie tenía necesidad de robar nada; pero todos han robado -contestó Brant-. Han usurpado la tierra y creen que pueden hacer lo mismo con todo. Les demostraremos que hay algo que no pueden hacer.

Ya habían pasado una cuerda por la rama del copudo álamo que Matt Looner había conservado al construir su casa.

- ¿Qué van a hacer? -tartamudeó Lehman.

Brant le miró como si se asombrara de su pregunta.

- ¿Qué se hace cuando se coge a un cuatrero con las pruebas necesarias? Se le cuelga, ¿no? Es la ley. ¿Es que no lo saben?

Lo sabían; pero nunca creyeron que semejante ley fuera a aplicarse en Valle Dulce.

Como alelado, sin intentar defenderse, Looner se dejó llevar hasta debajo del árbol. Se estremeció un momento cuando le pasaron la cuerda por el cuello, pero luego se dejó matar como un manso animal.

- Llevaos el ganado que es nuestro -dijo Brant-. El otro, soltadlo. Ya sabéis lo que se debe hacer.

Los hombres de Brant obedecieron las órdenes. Reunieron a un lado los veinte terneros que Looner había «robado» y luego soltaron el resto, que sólo llevaba la marca de Looner. No tocaron nada. Prendieron fuego a la casa y al granero, y luego al campo de trigo. Derribaron las cercas de troncos y las lanzaron al incendio.

El aire caliente hacía oscilar el cuerpo colgado del álamo.

- Pueden enterrarlo si quieren -dijo Brant a los del pueblo-; pero que ninguno se atreva a ocupar la tierra. Tiene un amo y no está ya dispuesto a seguir tolerando usurpaciones.

Cuando los hombres del rancho «Cuadrado F» estuvieron lejos, pero no tanto que no pudieran oírle, Lehman gritó:

- ¡Asesinos! ¡Malditos asesinos!

Brant se volvió y sonrió. El resplandor de las llamas reflejóse en sus blancos dientes; pero no hizo ninguna demostración más de haber oído el insulto de Lehman.

Este dirigió el descendimiento del cadáver de Looner, ayudó a enterrarlo y cuando plantaron la cruz sobre su tumba comentó:

- Looner esperaba la llegada de su mujer.

- Sí -asintió Moore-. Siempre lo consideré una locura; pero nunca imaginé que fuese una locura tan grande. ¡Vaya sorpresa desagradable que le aguarda a esa pobre mujer cuando llegue y se encuentre con que se ha quedado viuda!

- Menos mal que la viudedad le ha llegado antes de casarse -dijo Lehman-. Si, además, hubiera hijos sería mucho peor.

Regresaron al pueblo y la noticia de la muerte de Looner se extendió por todos los ranchos y haciendas de los alrededores. Al día siguiente la noticia recorrió todo el circuito y, a su influjo, aquella noche se reunieron en el pueblo gentes de todos los puntos del Valle.

- ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo ha podido suceder?

Era la misma pregunta en todas las bocas. ¿Cómo había podido ocurrir que Looner fuera linchado y acusado de robo de ganado?

- Vimos el ganado del «Cuadrado F» con la marca desfigurada; pero hecho tan torpemente que no se concibe que Looner pretendiera engañar a nadie.

- ¡Estoy seguro de que esos del «Cuadrado F» amañaron las cosas para poder culpar a Looner con algo de fundamento! -dijo Lehman.

- Esa acusación es muy atrevida -dijo un forastero, en quien nadie había fijado su atención por lo inofensivo de su aspecto. Era muy bajo, de cara aniñada, expresión ingenua y ojos muy claros. No llevaba armas a la vista, cosa que, en aquellos tiempos y lugares, era una señal de pacifismo y de anhelo desesperado de no meterse en líos. Incluso su actual observación fue formulada tímidamente, como una advertencia. Nadie vio en ella una amenaza.

- ¡Es la verdad! -replicó Lehman-. ¡Ha sido un asesinato! ¡Un canallesco asesinato, si es que un asesinato puede ser otra cosa! ¡Haremos venir la Ley a que investigue a esos vaqueros del «Cuadrado F» que cobran sueldos de asesinos!

- ¿Y si alguno de ellos le estuviera oyendo? -preguntó, siempre tan suave, el otro.

- ¡Me gustaría que me oyesen todos! -gritó Lehman.

Era un hombre pacífico, que nunca se metía en peleas; pero que tenía el defecto de emborracharse de palabras. Con las suyas propias.

- Por lo menos uno de ellos le está oyendo y… no muy a gusto -dijo el hombrecillo.

- ¿Quién? -preguntó, irreflexivamente, Lehman.

Al mismo tiempo desenfundó su Colt y miró a su alrededor como el fiero tigre que busca su presa.

- Yo -respondió suavísimamente el hombrecillo.

Y con la misma suavidad, sin torcer el gesto, sin lanzar ni un grito ni una voz más fuerte que otra, sacó de la faja de rojo algodón que, rodeaba su cintura un Colt del 36, y, sin apuntar, con una agilidad suave y perfecta, carente de esfuerzo y de dificultad, como el movimiento de una máquina, amartilló el arma, y dando tiempo a que Lehman intentara disparar contra él, apretó el gatillo, y los que miraban a Lehman vieron cómo la camisa se le pegaba al pecho bajo la tetilla izquierda y en la tela aparecía un negro agujero por el que en seguida empezó a manar roja sangre. Luego Lehman dio un paso atrás, medio adelante, levantó las manos, soltando su propio revólver y, por fin, se desplomó de bruces sobre el piso de tablas. Las arañó un instante, dio unos golpes con las punteras de las botas sobre el entarimado, que resonó como un enlutado tambor y, por fin, lanzó un largo y gutural ronquido y quedó definitivamente inmóvil.

El matador no guardó el revólver. Sopló dentro del cañón para extraer el humo y, mirando al muerto, dijo:

- Créanme que lo siento. No me gusta tener que hacer estas cosas. Pero él se lo ha buscado al hablar mal de personas a quienes estoy muy obligado. No debió hacerlo. Yo creo que la culpa fue suya. Pero si alguno de ustedes opina lo contrario, está en su pleno derecho. ¿No les parece?

Aguardó un momento y, por fin, siempre sonriendo, dijo:

- No oigo nada. Nadie está de acuerdo con el muerto.

Metió el revólver entre la faja y la camisa y, a pesar de su reducida estatura, al salir parecía infinitamente mayor que todos los demás.

Cuando hubo desaparecido y se hubieron apagado los ecos del trote de su caballo, Moore, tras Varios esfuerzos infructuosos por hablar, consiguió decir:

- Esto es algo más que un simple asesinato, tan justificado como el anterior; pero tan asesinato como aquél.

Miró a cuantos le rodeaban y, pausadamente, siguió:

- Sólo nos quedan dos soluciones: responder a la violencia con la violencia o pactar con el amo de la tierra. Martín, el criador de buenos caballos, protestó:

- La tierra es nuestra. Nosotros somos los amos. No era nada y la hemos transformado en lo que ahora es.

- No somos dueños de nada. Hemos trabajado la tierra y la hemos transformado; pero no era nuestra. Ya han caído dos de nosotros. Tenemos que responder a dos muertes con otras dos o pedir la paz y aceptar las condiciones que nos ofrecieron hace tiempo. Yo soy partidario de la transacción. Pero si preferís luchar, estaré con vosotros.

- Lucharemos -dijeron algunos, con poca seguridad y en minoría.

Al fin, aquella noche Valle Dulce se rindió. Irían a pactar con el nuevo amo.