CAPITULO V LA OFERTA DEL «LOBO»

César entró en el salón donde su padre había recibido al Visitante. Aquel monóculo que el joven había visto brillar le recordó las últimas palabras del Soldado que murió cuando se dirigía al Rancho de San Antonio con un mensaje y dinero. No eran corrientes los monóculos en California, y probablemente el que llevaba el visitante era el mismo que había visto el soldado.

Su padre, al oírle entrar, se volvió, irritado, creyendo que se trataba de otra persona. Al ver a su hijo, declaró:

- ¡Me alegro de que hayas entrado, César! Al fin y al cabo la hacienda ha de ser tuya y, además, desde la muerte de la madre de Leonor, tú gobiernas el rancho Acevedo. Acércate. Te presento a un canalla.

- Encantado de conocerle -dijo César, sin demostrar sorpresa por el calificativo.

Brant se inclinó rígidamente, diciendo:

- Su padre exagera mis méritos.

- ¿De qué se trata? -preguntó César, después de ofrecer una lánguida mano a Brant.

- Hace tiempo recibimos una oferta de protección por cien dólares semanales, doscientos quincenales o cuatrocientos mensuales.

- Ya recuerdo -bostezó César-. Creí que lo habíais arreglado.

- Las circunstancias me obligaron a dejar pasar unos meses, que invertí en la solución de determinados problemas particulares -dijo Brant-. Hoy tales problemas se hallan resueltos y he considerado oportuno venir a verles para llegar a un acuerdo.

- ¿Se da usted cuenta de que podría echarle de aquí a latigazos? -preguntó don César.

Brant asintió con la cabeza.

- Al venir no he tenido sólo en cuenta esa posibilidad -dijo-. Además he pensado que podía usted retenerme en su hacienda bajo una conveniente capa de tierra.

- Eso quiere decir que usted ha tomado precauciones, ¿verdad, caballero? -preguntó César.

- Algunas -dijo Brant-. Precauciones elementales. Una vida por otra. Para mí no existe vida más importante que la mía; pero estoy seguro de que para ustedes la vida de cualquier peón suyo es más importante. Y no digamos lo que valdrá para ustedes la vida de… -Miró a César y terminó-: De su esposa, por ejemplo.

- ¿Qué le ha hecho a Leonor? -gritó don César.

- Nada, papá, nada -respondió su hijo-. Si le hubiera hecho algo no le serviría de nada. El especula con lo que le pueda hacer.

- En efecto. Nada le sucederá a doña Leonor, si nada me sucede a mí.

- ¿Y qué le sucedería a ella si a usted le ocurriese algo malo? -preguntó César-. Según como fuese, tal vez ganaríamos en el cambio.

- No ganarían nada, se lo aseguro. Es mejor que lleguemos al acuerdo natural. Que ustedes paguen nuestra protección.

- ¿Qué nos puede ocurrir si no la aceptamos?

Brant sonrió ante la pregunta de César.

- ¡Tienen ustedes mucho que perder! Probablemente no nos detendríamos ante ninguna violencia.

- Tiene usted mucho descaro al venir a decirnos eso en nuestra propia casa -dijo don César.

- No es descaro. Es seguridad en mí mismo -dijo Brant-. Creo que dando la cara demuestro que no tengo nada que temer y que no amenazo en vano.

- ¿Si pagamos su tarifa evitará que le ocurra algo a mi esposa? -inquirió César.

- En cuanto cobre mi sueldo me convierto en su protector. ¿Cómo iba a permitir que les sucediera algo a uno de ustedes? Sería demostrar una mala fe muy grande. Así no se va a ninguna parte. Conviene demostrar siempre que se juega limpio. De lo contrario la gente llega a la conclusión de que es preferible luchar. Y aunque en la lucha ganaríamos nosotros, no sería una victoria sin algunas bajas sensibles y que se pueden ahorrar demostrando que sabemos cumplir nuestra palabra. Si ustedes pagan, vivirán seguros. Si no quieren aceptar nuestra protección, sufrirán las graves consecuencias.

- O sea que les hemos de pagar para que nos defiendan de ustedes mismos, ¿no?

- Efectivamente. Por eso podemos garantizarles nuestra protección.

Don César echó atrás la cabeza.

- Mi raza nunca ha transigido con tales sistemas-dijo-. Si no fuese por mi hija, por Leonor, le haría llevarse de este rancho un doloroso recuerdo; pero si un día se cruza en mi camino, defiéndase, porque dispararé contra usted sin previo aviso.

- Un momento -interrumpió César-. Le ruego, señor Brant, que no tome en consideración las palabras de mi padre. El es impetuoso y ve las cosas a su manera. Yo soy más razonable. Estoy dispuesto a pagar las dos partes. La del Rancho Acevedo y la de éste.

- No necesito tus favores -dijo el anciano-. Puedo pagar lo mío, si tú eres tan cobarde que no te atreves a pelear.

- No soy cobarde, aunque no me importa serlo, papá. Soy prudente.

- La prudencia es el traje que adoptan los cobardes.

- Como quieras; pero si empiezan a tirarnos piedras, tenemos el tejado de cristal y nos pueden hacer daño a nosotros y a nuestro tejado. A ellos sólo podemos hacerles daño personalmente. Saldríamos perdiendo.

- Arréglalo tú como tu corazón te indique -dijo don César, dando media vuelta y saliendo del salón sin despedirse.

- Mi padre es muy impetuoso -bostezó César.

- Afortunadamente usted ve las cosas con mayor claridad -dijo Brant.

- Afortunadamente -sonrió César-. Para usted y para nosotros.

- ¿Cree que yo puedo perder mucho?

- Creo que a la larga perderá usted la cabeza.

- ¿Quiere decir que iré demasiado lejos? ¿Que no sabré contenerme?

- Nada de eso. Quiero decir lo que digo. Que algo se interpondrá entre su cabeza y su cuerpo. Un hacha o una cuerda.

- ¿Por intervención de usted? -rió Brant.

- ¡No! ¡Dios me libre! Yo me limito a esperar. Si todo el mundo fuese como yo, se viviría en paz y en tranquilidad. No habría buenos ni malos, que son los que complican las cosas del mundo.

- Creí que sólo los malos complicábamos la vida -dijo Brant.

- Los buenos son mucho peores. Ya verá usted cómo antes de poco empiezan a salir gentes buenas dispuestas a convertirles, a usted y a los suyos, en adornos de algún árbol. Si los malos no se quisieran aprovechar de los buenos y los buenos no quisieran castigar a los malos, el mundo sería una balsa de aceite. Yo, siendo neutral, quedo a un lado y espero el resultado, que al fin será beneficioso para mí. Si ganan los malos, yo pagaré lo que pago y no me habré ganado su antipatía. Si ganan los buenos, que es lo más probable, yo dejo de pagar y no he perdido nada.

- Si todos pensaran como usted, nuestra tarea se simplificaría mucho.

- No lo tema. Es muy difícil que todo el mundo piense de la misma manera. ¿Cuánto le debo?

- Me ha resultado usted simpático, señor Echagüe -dijo Brant-. Le cobraré únicamente cuatrocientos dólares mensuales y no molestaremos a su padre. Dígale que paga usted únicamente la seguridad del rancho de su esposa.

- Muchas gracias. Ahora le traeré el dinero. -No corre prisa. Usted trajo de San Diego a un muchacho llamado «Cahuenga», a quien cogieron a la vez que a Glover. Creo que gracias a la intervención de usted el muchacho se salvó de ir a la horca.

- No creo que los otros tuvieran mucho interés en colgar al chico.

- Es posible. Conozco al muchacho, y, siendo usted tan comprensivo, quizá llegaríamos fácilmente a un acuerdo.

César comentó, sonriendo:

- Es usted hombre ansioso de acuerdos.

- En ello le imito a usted, ¿no?

- Pero yo soy distinto. Soy pacífico y usted no lo es. ¿Qué le interesa del muchacho?

- Todo él.

- ¿Se lo quiere comer?

- No bromeo. Vengo a tratar de un negocio. Olvidaría mi petición y no por ello dejaría de protegerle, si usted escribiera lo que yo le dictaría.

- Si me propone ofrecer dinero…

- No, no es eso. Bastaría que dijese que «Cahuenga» le ha confesado que llegó a California acompañado por Sam Laughlin. Que habló de su vida en la costa del Maine, en una casa, junto al mar.

- Yo nunca he oído eso.

- No tema perjudicar al muchacho -dijo Brant-. Incluso es posible que diga usted la verdad. Lo cierto es que el señor Fearing busca a un nieto suyo que desapareció hace años, cuando venía hacia California. Lo busca para darle una posición y una fortuna.

- ¿Y si «Cahuenga» dice, luego, que nada de eso es verdad?

- Le convenceremos para que se aproveche de su buena suerte.

En aquel momento llamaron a la puerta y entró Leonor. Venia preocupada, y al ver a Brant se detuvo, diciendo:

- Creí que estabas con papá.

- ¿De dónde vienes? -preguntó César-. Creí que estabas en Los Angeles.

- Sí; pero ha ocurrido algo y…

Miró a Brant, como indicando que no se atrevía a hablar delante del forastero.

- No te preocupes por el señor Brant -dijo César-. Puedes hablar. ¿Qué ha ocurrido?

- «Cahuenga» -dijo Leonor-. Ha sido horrible. Se encontró con un hombrecillo de aspecto simpático que, por cierto, me había estado siguiendo casi desde mi llegada a Los Angeles, y se pusieron a discutir. Por lo visto se conocían de antes. Se insultaron, y «Cahuenga» sacó su revólver y mató de tres tiros al hombre aquél. Y dicen que dijo que le mataba, de tres tiros para que no cupiera duda de que había metido las balas en el sitio escogido. Las tres en la frente. Aseguran que los orificios se podían tapar, los tres, con un dólar. Ha huido y el sheriff ha dado orden de que lo detengan vivo o muerto.

Brant comprendió por qué estaba allí Leonor. Larett, que debía impedirle regresar antes de que él misino saliera del Rancho de San Antonio, había muerto.

- ¿Tú sabes si «Cahuenga» vivió en la costa del Atlántico y vino a California acompañado por un tal Sam Laughlin?

Por la expresión de su marido, Leonor comprendió que debía contestar afirmativamente.

- Sí -dijo-. Nos lo contó a Lupe y a mí hace tiempo. No te dije nada por no saber si te interesaba. Fue, si no recuerdo mal, la noche en que mataron a un soldado en la carretera, cerca del rancho.

- ¿Está segura, señora? -preguntó Brant.

- Completamente. ¿Por qué?

- Por nada. Adiós, don César. Ya le enviaré a cobrar los cuatrocientos dólares. Gracias por todo.

Cuando se hubo marchado, Leonor preguntó:

- ¿Quién era?

- El que asesinó al soldado. El que dio a Heredia el soplo del sitio donde se encontraban Glover y «Cahuenga». Pero no hablemos de él. Seguramente volverá.

En efecto, regresó al cabo de un momento, diciendo:

- ¡Han robado mi caballo!

- Debió de ser «Cahuenga» -dijo Leonor-. Según me dijeron, le estuvieron acusando de ladrón de caballos.

- ¿Puede usted prestarme un caballo? -preguntó Brant a César.

- Encantado. Vaya a las cuadras y escoja el que más le guste.

Brant se detuvo, extrañado por tantas facilidades.

- Es usted muy raro -dijo-. Otro, en su lugar, no me ayudaría.

- ¿A huir? ¿Por qué no? Dicen que a enemigo que huye, puente de plata. Me inquieta más su presencia que su ausencia.

- Es usted un psicólogo -sonrió Brant.

- Supongo que trata de halagarme. Muchas gracias.

- Le voy a decir algo más, señor Echagüe: hay muchos hombres ricos en California y puedo prescindir, cómodamente, de usted. No tiene que darme nada. No le molestaremos.

- Es usted muy generoso.

- No lo crea. No tengo nada de generoso; pero me han inquietado siempre los hombres muy inteligentes. Prefiero tenerlos por amigos; sobre todo cuando son cobardes.

- Está usted ofendiendo a mi marido -dijo Leonor.

- ¡No, no! -protestó César-. Las verdades no ofenden. El señor tiene razón. Y si con ello nos ahorramos cinco mil dólares al año, mejor. ¡Más razón!

- Adiós y muchas gracias por el caballo. ¿Le debo algo por él?

- Nada en absoluto. Tómelo como un obsequio.

- Adiós y muchas gracias.

- Le deseo un feliz viaje.

Esta vez Brant se marchó definitivamente, y cuando se perdió en la lejanía el eco del galope de su caballo, Leonor, que estaba en la terraza, junto a su marido, comentó, sin mirarle:

- A veces me cuesta mucho comprender tu impasibilidad. Sobre todo tratando con gentes como ese hombre.

- Es un curioso ejemplar de la delincuencia, Leonor. Y lo más curioso es que si ahora se lo pudiéramos entregar a un sheriff honrado y para que lo juzgase un jurado decente y competente, el resultado sería que lo declararían no culpable. Lo único que podríamos presentar contra él sería la declaración de Diego Luis Heredia, según la cual fue él quien le dio el soplo acerca de cómo encontrar y capturar a Glover.

- Pero habrá algo más contra él. Asesinó a aquel pobre soldado.

- Eso tendría que declararlo el «Coyote», vidita -rió César-. ¿Crees que sería prudente que el «Coyote» se presentase ante un tribunal a declarar contra Walter Brant? ¿No te parece que todos se olvidarían de Brant para cazar al «Coyote»?

- ¿Pero y lo de que os quiera someter a un robo inicuo con amenazas? Eso de que si no pagáis…

- Que yo sepa, sólo mi padre y yo podríamos declarar contra él. Y ya has oído que no piensa reclamar nada. O sea que, diciendo la verdad, sólo podríamos declarar que nos pidió dinero y luego no lo quiso.

- Pero tú sabes que es un malvado…

- Sí. Y… ya le llegará su turno.

- ¿Cuándo? ¿Cuando haya hecho todo el daño de que es capaz?

- Por mucho que tardemos en acabar con él, Leonor, no habrá agotado toda su capacidad para el mal.

- A pesar de todo, César, no comprendo cómo, sabiendo qué clase de ser es, le dejas vivir tranquilamente con peligro para todos los…

- Un momento, Leonorcita -sonrió César-. Me conoces desde hace una eternidad y, sin embargo, siempre demuestras desconocerme. He tomado ya mis medidas y pronto entraré en acción. Una acción rápida y eficaz. Y lo más justiciera posible.