CAPITULO VII EL VALLE DE LOS AHORCADOS

John Moore llegó a Los Angeles y, sin explicar nada a nadie, tomó la diligencia a San Francisco, decidido a poner la mayor distancia posible entre él y Valle Dulce.

El nombre de Valle Dulce cambió para siempre en cuanto se supo lo ocurrido a Cronin y Gonzaga, colgados con sus propias cuerdas del árbol de que debían haber colgado a Moore. Desde aquel día se llamó el Valle de los Ahorcados, y más adelante se rectificó, precisando el número de ahorcados, que al final de la lucha entre las gentes de Brant y las del Valle llegó a sumar el fatídico número de trece en total.

Un nuevo factor entró en acción con la llegada de Tereska Connell, casada por poderes con Matt Looner.

Cuando llegó en la diligencia, con su trajecito de percal, sus zapatos demasiado grandes, su mirada anhelante, su cabello de un rubio pálido y sus ojos de un azul de agua marina, nadie creyó que se tratara de otra cosa que una niña.

La llegada de la diligencia de San Francisco, que muchas veces traía viajeros del Este, era un poderoso imán para los angeleños. Ninguna clase social dejaba de estar representada en el parador, y hasta César de Echagüe, a pesar de su fama de haragán, acudía al parador si su presencia en Los Angeles coincidía con la hora de llegada de la diligencia.

Tereska Connell parecía tan frágil y tan desvalida, que Leonor, impulsivamente, fue hacia ella, preguntando:

- ¿A quién buscas, chiquilla?

Lo de «chiquilla» no le gustó a Tereska.

- Soy la señora Looner -replicó, recalcando lo de señora.

- Usted perdone -sonrió Leonor-. Ignoraba su condición.

Fingió iniciar la retirada; pero Tereska, asustada de sus propias palabras, la retuvo, pidiendo:

- Perdóneme. No he querido ofenderla, señora. Estoy asustada. No es que me asuste fácilmente; pero llevo un mes de viaje y este país es tan extraño… Casi nadie habla como yo. Ni los que hablan inglés…

Leonor acompañó a Tereska a casa del doctor García Oviedo, adonde tenía que ir a buscarla César. El doctor no estaba; pero su ama de llaves atendió a Tereska, obedeciendo las indicaciones de Leonor.

La jovencita explicó su historia. Su padre era amigo de Matt Looner y ambos habían acordado mucho tiempo antes reunirse en California. El padre de Tereska enfermó y Tereska gastó el dinero que habían reunido para el viaje. Looner les fue ayudando, enviándoles dinero. Luego, al ver que no podría curarse, el padre de Tereska pidió a Looner que se hiciera cargo de su hija. Looner propuso la solución más digna; Se casaría con la muchacha. Y así lo hizo, por poderes.

- Pero, ¿qué edad tiene usted?

- Dieci… dieciséis años -replicó Tereska.

Había estado a punto de decir diecisiete; pero al fin no se decidió a ello.

Leonor movió negativamente la cabeza.

- No tienes dieciséis años -dijo.

Tereska inclinó la cabeza:

- No…, no los tengo… aún; pero los tendré…

- Probablemente-sonrió Leonor-. ¿Cuándo los tendrás?

- Dentro de… once meses.

- ¿Once o trece?

- Tengo quince años. Se lo aseguro. Mire.

De su maleta de tela de alfombra sacó una viejísima cartera de piel, y, de ella, un puñado de documentos entre los cuales estaba la defunción de su padre, su partida de nacimiento y de bautismo y el certificado del matrimonio por poderes.

César llegó en aquel momento y calmó en seguida a su indignada esposa.

- No me parece tan terrible que un hombre de cuarenta años se case con una niña de quince -dijo-. Y mucho menos en el caso de Looner.

- No sé cuáles eran las intenciones de Looner acerca de su jovencísima mujer. Fueran cuales fuesen, se las llevó al otro mundo, dejándola viuda.

Tereska no se impresionó mucho por la muerte de su esposo.

- ¿Le asesinaron? -preguntó.

- Le acusaron de robar caballos.

- ¿Eso es muy malo?.

- Aquí lo es bastante. Justifica que a un hombre lo ahorquen sus vecinos y que nadie proteste.

- Entonces… soy viuda, ¿verdad?

- Sí.

Tereska se puso a reflexionar y sus gestos expresaban gráficamente sus pensamientos.

- Es un conflicto -dijo-. No puedo volver a Nue-va York. No tengo más que un dólar, y lo guardaba para un apuro. Creí que el señor Looner me estaría esperando en Los Angeles.

- Podemos ayudarte -dijo César.

- Lo haremos -dijo Leonor.

Tereska movió negativamente la cabeza.

- Eso no -dijo-. Papá siempre me decía que no se deben aceptar limosnas. Hay que dar algo a cambio de lo que se recibe. Debemos pagar siempre.

- De acuerdo -dijo César-. Tu marido dejó unas tierras que te pertenecen por derecho de herencia. Instálate en ellas. Nosotros te prestaremos algún dinero y tú lo devuelves. Supongamos que te prestamos quinientos dólares. Cada año nos pagarás treinta dólares de intereses. O sea, que nosotros haremos un negocio.

- La muchacha no puede ir a ese Valle donde ocurren tantas cosas horribles -dijo Leonor-. Sería una barbaridad.

- A ella no le harán nada. Es una niña.

* * *

Cuando Tereska llegó al Valle lo encontró en plena efervescencia. Había estallado la guerra y las dos partes en lucha estaban igualmente asustadas. Los ganaderos y agricultores no se atrevían a permanecer en sus haciendas y vivían en el pueblo o agrupados, por familias, en las propiedades más importantes. Todos iban armados y nadie salía de noche. Desde las casas se disparaba sobre cualquier sombra humana o lo que fuera. Habíanse dado casos de matar a bueyes o caballos confundiéndolos, de noche, con merodeadores enemigos. También habían sido heridos campesinos que intentaron ir a visitar a unos vecinos, que dispararon sobre ellos sin entretenerse en preguntar quiénes eran o qué deseaban.

Tereska se trasladó a las ruinas del ranchito de Looner, y, como nada había allí que pudiera aprovecharse, estaba a punto, de regresar al pueblo cuando apareció un jinete.

Vestía a la mejicana y llevaba el rostro cubierto con un antifaz. Traía unas vacas, un caballo y dos muías cargadas con sacos. Todo lo dejó cerca de la casa, diciendo a Tereska:

- Dentro de un rato llegará Evelio. El cuidará de ti. Te enseñará a valerte por ti misma.

- ¿Quién es usted? -preguntó la muchacha.

- Me llaman el «Coyote».

- ¿Cuánto vale todo esto? -preguntó Tereska, señalando los animales.

- Está pagado. No te preocupes. Pertenecía a tu marido. Pero aún quedan muchas cosas que eran de él y te serán devueltas.

Evelio Lugones llegó más tarde, conduciendo varios caballos cargados con jaulas de gallinas, sacos de trigo, maíz y cebada e instrumentos de labranza. También traía una pequeña tienda de campaña que montó para Tereska. Al día siguiente empezó a reconstruir la casa.

En ello estaba cuando Carley y Bernard, del «Cuadrado F», llegaron con los rifles amartillados.

- ¿Qué estás haciendo? -preguntaron.

- Levanto una casa -contestó Evelio.

- ¿Con qué permiso?

- Ya lo he pedido.

- A nosotros, no.

- Si quieren que se lo pida, se lo pido -dijo Evelio, encogiéndose de hombros-. Cuando llegaron los yanquis dijeron que nos traían la libertad, y desde que ellos llegaron uno no hace más que estar, pidiendo permisos, presentando títulos y dando explicaciones. Antes teníamos un solo amo: el dueño de la tierra. Le obedecíamos a él y él se entendía con los políticos. Ahora tenemos que ir de un lado a otro…

La aparición de Tereska desvió la atención de Carley y Bernard. Evelio no les pareció peligroso y no le vieron ningún arma amenazadora a la distancia a que ellos estaban de él.

- ¡Hola, guapa! -saludó Carley-. ¿Podernos ayudarte en algo…?

Sonaron dos disparos y Bernard y Carley se encontraron con que sus rifles les habían sido arrancados de entre las manos por las balas disparadas por Evelio Lugones, que les miraba sonriendo a través de la nube de humo de sus disparos y por encima del Colt con que los había hecho.

- Ahora, sin malos pensamientos, suelten el resto de las armas y vuélvanse a su casa. Esta tierra es peligrosa para ciertos bichos. Y me refiero a ustedes, desde luego.

- ¿Sabe que esto le puede costar caro? -dijo Bernard.

- Pólvora y plomo son dos cosas muy baratas. Márchense y no vuelvan por aquí. Pero antes suelten las armas. Y háganlo con mucho cuidado. Si sospecho alguna mala intención, dispararé contra ustedes.

Dos revólveres cayeron al suelo, casi junto a los rifles, y luego, con las manos en alto, Carley y Bernard emprendieron el regreso al «Cuadrado F».

Tereska miraba llena de admiración a Evelio.

- Usted solo ha podido más que ellos -dijo.

Evelio recargó su revólver y luego se lo mostró a Tereska, diciendo:

- Este cacharrito es el gran igualador. Quien sabe manejarlo vale por seis.

Recogió los revólveres y los rifles que habían dejado los de Brant y reanudó el trabajo. Cerca del mediodía anunció:

- Voy un momento a buscar algo que me han traído de Los Angeles.

Bajó al pueblo y regresó al cabo de una hora con dos perros guardianes. Los ató al árbol que había servido para colgar a Looner y explicó a Tereska:

- Si ellos ladran, mira hacia dónde lo hacen. Entonces coge un revólver de éstos -mostró los que habían dejado Carley y Bernard- y dispara varios tiros hacia el sitio al que dirijan ellos sus ladridos.

- ¿Se marcha? -preguntó Tereska.

- Estaré fuera hasta el anochecer -dijo Evelio-. Tengo que ver a alguien.

Se fue hacia donde le aguardaba el «Coyote» y éste le llevó hacía un punto desde el cual se dolninaba la otra Vertiente de la montaña. Abajo, hacia la derecha, se divisaba el «Cuadrado F».

- Mira hacia los robles de la loma tercera a la izquierda.

Evelio aguzó la vista. No vio nada.

- No veo lo que usted indica -dijo.

El «Coyote» sacó un pequeño catalejo; pero antes de extenderlo preguntó:

- ¿Ha ocurrido algo?

Evelio se lo explicó. Mientras tanto el «Coyote» guardaba el catalejo y, por fin, cuando Evelio terminó su relato, le tendió el lente, diciendo:

- Ahora verás algo. Dime si los reconoces. Mira hacia el mismo sitio.

Evelio obedeció y, tras una breve busca, halló, como si saltaran a sus ojos, los dos ahorcados. Apenas los vio supo quiénes eran; pero se aseguró bien antes de decir:

- Son ellos. Los que esta mañana se presentaron en casa.

El «Coyote» tomó el catalejo, examinó nuevamente los dos cuerpos que se balanceaban con suavidad agitados por la brisa, luego cerró el instrumento y lo guardó en una de las carteras de la silla de montar.

- ¿Qué te parece?

- Que no volverán a presentarse.

- Puedes asegurarlo. Vigila bien. Esto no le va a gustar a Brant y hará algo para quedar bien ante su gente.

- Pero, ¿quién los ha colgado? ¿La gente del Valle?

- No. Ellos no tienen alma para hacer una cosa así.

- ¿Usted?

- ¿Te imaginas al «Coyote» haciendo de verdugo?

- No; pero si no son los del Valle…

- Se trata de alguien que quiere vengar una muerte y va a desencadenar un cataclismo. Probablemente es un chiquillo. ¿Recuerdas al muchacho que estaba en casa de los Echagüe?

Evelio asintió.

- Pues si le ves, detenle. Y si no se deja detener…

- ¿No es el que mató a Larett en Los Angeles?

- Sí. Probablemente no se dejará detener. Procura herirle lo menos gravemente posible; pero, si no hubiera otro remedio, mátalo. Es su vida o la de mucha gente. No podemos perder el tiempo en escrúpulos de conciencia.

Evelio regresó a la casa que estaba construyendo para Tereska y antes de llegar se dio cuenta, por la presencia del caballo, de que había un visitante.

Evelio desmontó a distancia, para impedir qué los dos caballos se descubrieran y se saludasen. Luego, despacio, cautelosamente, avanzó hacia la casa, y al llegar cerca reconoció la voz de la muchacha. En seguida vio a «Cahuenga».

- A los quince años ninguna mujer está casada, y ya es viuda -decía.

Tereska se encogió de hombros.

- Tampoco ningún chico de dieciséis años ha matado a tanta gente como tú dices. Si tú no me crees, yo tampoco te creo a ti; pero yo tengo papeles que demuestran que me casé y soy viuda. Y tú no tienes nada para demostrar lo terrible que eres. A lo mejor ni siquiera sabes disparar. No creo que lo hagas tan bien como don Evelio. Esta mañana le vi arrancar los rifles de manos de dos hombres, con sólo dos disparos.

- Ahora te demostraré cómo disparo -dijo «Cahuenga».

Sacó su revólver y señaló una lejana piedrecita blanca. Disparó y la piedra saltó al aire, impulsada por el proyectil. Antes de que volviera a caer, el muchacho disparó de nuevo y la lanzó lejísimos. Eligió otra e hizo lo mismo y, por último, disparó sobre una tercera que siguió la suerte de las anteriores.

- ¿Qué te ha parecido? -preguntó.

- ¡Manos arriba! -ordenó Evelio, saliendo de su escondite-. Lo siento, pero el juego ha terminado. No más disparos ni más linchamientos, «Cahuenga». Te has convertido en un estorbo y, si es necesario, dejarás de serlo en el acto.

Tereska saludó:

- Hola, Evelio. ¿De veras es tan malo como dice?

- Es de lo peorcito que tenemos por aquí. Lo siento, muchacho; pero tu diversión ha de terminar.

Cambiando de mano el revólver, Evelio, que estaba detrás de «Cahuenga», levantó la mano derecha y la descargó, como un sablazo, contra el cuello del adolescente, que se desplomó como fulminado.

Evelio lo ató y, arrastrándolo a la sombra del álamo, explicó a Tereska:

- No le desates, ni le dejes marchar, ni le des nada, excepto agua. Pero, sobre todo, no le sueltes. Voy a dar la noticia a alguien que se va a alegrar. Volveré pronto. Recuerda lo que te dije antes. Dispara contra cualquier ruido o contra cualquier visitante.

Evelio marchó al alcance del «Coyote», sin imaginar el conflicto que dejaba tras él.