CAPITULO VI LA HORA DEL GOBERNADOR

El general Curtís estaba paladeando un vino añejo y seco, lleno de aroma y de oculta energía.

Murrieta pidió otra copa y se la ofreció a María Elena. Luego cogió la suya y brindó:

- Por la mujer más bonita de la tierra más hermosa del mundo. Y por el gobernador de esta tierra, general.

Curtís se volvió hacia Murrieta. Estaba lívido.

- ¿No le han dicho que tenía un cuarto de hora para salir de esta casa?

- ¿Cree usted que ha transcurrido ya ese plazo, mi general? -preguntó, burlón, Murrieta.

- Creo que falta muy poco.

- ¿Cuánto?

El general llevó la mano al bolsillo donde guardaba su reloj; pero a mitad de camino la detuvo en el aire.

- ¿Acaso ha perdido su reloj, mi general?

Curtís dominaba apuradamente su irritación.

- ¿Qué ha sido de él? -insistió, burlón, Murrieta.

- Usted lo sabe, puesto que usted me lo quitó hace unas horas.

- Ya le dije que sólo se lo tomaba prestado. Es un buen reloj, dedicado a su dueño por el presidente de los Estados Unidos. Debió haberlo defendido con su propia vida. Pero si es usted sensato recuperará su reloj y nadie sabrá que, durante una mañana, su hermoso cronómetro ha marcado la hora para Joaquín Murrieta. Hizo mal no denunciando el robo.

- Tiene usted mucha audacia y desvergüenza, Murrieta -dijo el gobernador.

- Y usted mucho miedo a quedar en ridículo -sonrió Murrieta-. Todo se puede arreglar. Usted revoca la orden que ha dado contra mí y yo, por mi parte, al marcharme, después de pasar un alegre día, le devuelvo su reloj. Soy generoso. En mi lugar y con mis triunfos, otro le exigiría mucho más.

- Si no estuviéramos donde estamos le cruzaría la cara.

- Si lo hiciese, le dejaría clavado contra el mueble que tiene a su espalda, gobernador -replicó Murrieta-. Otros más valientes y más hombres que usted pagaron bien cara su vanidad. Acepte la paz que le ofrezco.

- Entre nosotros no puede haber paz. Yo soy el gobernador de California y usted es su peor bandido. Cuando haya transcurrido el cuarto de hora de plazo, la casa estará rodeada y en seguida entrarán a prenderle.

- Perfectamente. Viviremos ese cuarto de hora lo más alegremente que podamos.

Murrieta volvió la espalda al gobernador y tomando del brazo a María Elena la llevó hacia la terraza, en la que estaban ya dispuestas las mesas a las que debían sentarse los invitados que no cabrían en el gran comedor. Abajo, en el jardín, se veían las otras mesas destinadas a los que no hallarían sitio ni en el comedor ni en la terraza.

- Su tío sabe hacer muy bien las cosas, señorita Bordoy.

- Por favor, márchese aconsejó María Elena-. Está usted en peligro. De un momento a otro pueden prenderle.

- Hace mucho tiempo que di la vida por perdida, señorita. Hace más de un año que debía haber muerto, y estoy vivo. Gozo de libertad y del placer de vengar a mis amigos. ¿Qué más puedo pedir?

- La paz. Usted no goza de ella.

- No -Murrieta rió con amargura-. Nunca me han dejado disfrutar de la paz. Una vez salí violentamente del camino de la legalidad y vengué a mi mujer. No sé si sabe cómo murió.

- ¿Cómo?

- Imagínese lo más horrible, y quedará a mitad de camino de la realidad. Es usted demasiado joven para que yo entenebrezca su vida contándole mi historia con todo detalle. Eran cinco hombres y después de dejarme casi por muerto cometieron todas las canalladas imaginables con mi mujer. Al fin la estrangularon… Yo los maté. A los cinco. Con mis manos y mi rifle. Los seguí muy lejos; pero aún habría ido mucho más lejos si ellos no hubieran creído que cien millas eran suficientes para alejar o despistar a Joaquín Murrieta.

- Por favor, señor -pidió María Elena-. Márchese. Le van a detener. Si lo hacen le…

No se atrevió a decirlo; pero Murrieta terminó por ella la frase.

- Me ahorcarán. Ya lo sé. Por eso no me cogerán vivo.

No estoy dispuesto a colgar de una horca.

- Pero ahora se está arriesgando innecesariamente.

- Tengo que devolverle su cruz de brillantes. ¡No sabe cuánto lamento lo ocurrido! Mis hombres son torpes y estúpidos. Les di orden de que no molestaran a ninguno de los invitados del señor de Echagüe. Su tío se portó muy bien conmigo. Y si Murrieta tiene buena memoria para no olvidar las ofensas, también la tiene para recordar los favores recibidos.

- Pero ahora le compromete usted. Las autoridades americanas creerán que él le invitó.

- Cuando me marche se sabrá que he venido contra la voluntad de todos. Si alguien molestara a su tío tendría que enfrentarse conmigo. Los amigos de Murrieta son sagrados.

María Elena movió la cabeza.

- Es usted demasiado orgulloso, señor. Habla como si fuera el rey de California y nadie pudiera hacer nada sin su permiso.

- Mi ley es tan respetada como la del propio rey cuando gobernaba estos territorios. Algún día gobernaré California después de expulsar de ella a los yanquis.

- No podrá echarlos. Son más fuertes que usted. Constituyen una nación.

- Yo los humillaré y destruiré. Y algún día le ofreceré una bandera norteamericana para que usted la utilice como alfombra.

Por el jardín llegaba un hombre de mediana estatura, muy peludo y con el rostro comido por las viruelas. Caminaba con una agilidad impropia de su volumen, y al llegar a la vista de Murrieta le saludó con un ademán.

- Es el que me robó el crucifijo -explicó María Elena.

- Ya lo sé. Es mi amigo Jack.

Este subió hasta donde estaba Murrieta y saludó con una alegre sonrisa e inclinación a la joven. La había reconocido; pero no demostró turbación alguna.

- ¿Qué tal, Joaquín? ¿Te has divertido? ¿Qué tal, señorita? No esperaba verla tan pronto.

- ¿Por qué le quitaste la cruz? Era una invitada de los Echagüe. Además, es sobrina del viejo.

- No pude resistir la tentación… -replicó «Tres Dedos»-. Además, su cuello luce mejor sin tanto brillante, señorita.

- Yo te dije que comprases una cruz en San Luis Rey. ¿Por qué no lo hiciste?

- Me pareció un derroche innecesario.

- Por haber estado a punto de regalar a la novia una cruz robada a la prima del novio, me he expuesto a cerrarme para siempre las puertas de esta casa. ¡Cualquiera diría que tratas de hacerme perder todos los amigos que tengo en California!

- No hubo mala intención, Joaquín. Te lo prometo. Si la señorita hubiese sido fea no la habríamos detenido; pero es tan lindísima que no pude resistir la tentación de charlar con ella y quitarle la cruz para que resultara más bella aún. ¿Verdad que no me guarda rencor?

- No -contestó María Elena-. Al fin y al cabo usted hizo su trabajo.

- Ya te devolveré el dinero, Joaquín -siguió «Tres Dedos»-. Si hoy diésemos un golpe aquí nos podríamos llevar una fortuna en joyas. ¿Por qué no te decides?

- No. Son mis amigos. Quiero que los que usen este nombre estén libres de todo temor. Y no estaría bien que dejaran de temer a los yanquis para empezar a temerme a mí. ¿Hiciste lo acordado?

- Lo hicimos. Por cierto que acabo de tener una alegría.

- ¿Qué clase de alegría? -preguntó temeroso Murrieta.

- ¡Oh, nada, nada! Una tropa de chinos que venía a dar saltos en honor de los novios. Esto fue lo que dijeron; pero, ¿quién se fía de un chino?

- ¡Por Dios! -pidió Murrieta-. ¿Qué has hecho con ellos?

- Luego te lo contaré. A lo mejor a la señorita no le gustaba oírlo.

- ¿Por qué has de ser siempre el mismo, Jack? -pidió Murrieta-. ¿Cuándo acabarás con esa manía? ¿Eran muchos?

- Nueve.

Murrieta se llevó la mano a la frente, abrumado.

- ¡Dios Santo! ¿Tienes algo más que decirme?

- Nada más. Todo eran buenas noticias. Si nos necesitas no tienes más que silbar y acudiremos todos. Hasta luego, Joaquín.

Dirigiéndose a María Elena, continuó:

- Señorita, yo sé que usted perdona mi comportamiento. Es usted demasiado hermosa para guardar rencor a un hombre tan feo como yo. Que tenga mucha suerte. Pero desconfíe de Joaquín.

- Cuando la señorita necesite consejos tuyos te los pedirá, Jack.

- Mejor será para ella que nunca los necesite. No te conviene a ti, menos aún, tú no le convienes a ella. Aléjese de este hombre, señorita.

Lo dijo como si de la amistad o del amor entre Murrieta y María Elena pudiera nacer un peligro para él.

- ¡Qué hombre tan raro! -comentó la joven, cuando «Tres Dedos» regresó por donde había llegado-. Produce un efecto raro. Repele y…

- Y, sin embargo, atrae -terminó Murrieta-. Ya lo sé. Le he visto despreciar a mujeres infinitamente hermosas, que le suplicaban un poco de amor.

- ¿A él? -preguntó incrédula Marielena. Luego, tras una breve reflexión, asintió-: Sí, lo creo. Es horrible, repulsivo y, no obstante, una siente deseos de seguirle mirando, hasta descubrir toda su bajeza o toda su grandeza. ¿Qué ha dicho de los chinos?

- No tiene importancia. Los odia. Una cuenta muy vieja que nunca da por saldada. Hace años, cuando era un adolescente, entró a robar en la tienda de un chino con dos amigos. Puede que robasen dinero o puede que, tal como dice él, sólo robasen unas piezas de seda china. El caso fue que los cogieron dentro de la tienda y uno de ellos se defendió con un cuchillo e hirió al hijo del dueño de la tienda. No fue una grave herida. Eso ocurría en Alisal. Los chinos cogieron a los tres ladronzuelos y los ataron de pies y manos, luego pasaron un grueso bambú por entre los brazos y las piernas, y así pudieron llevarse a los detenidos colgados de las cañas como fardos de ropa o como jamones. El peso del cuerpo hizo que las ligaduras hiriesen la carne, y Jack aún conserva en las muñecas las huellas de aquel viaje a hombros de dos chinos; pero como el viaje era largo, por el camino los chinos fueron cambiando impresiones. Lo más probable era que el tribunal de Monterrey pusiera en libertad a los ladrones y multara a los chinos por haberse atrevido a detener a unos blancos, que además eran ciudadanos norteamericanos. Aunque entonces California era mejicana, los yanquis ya tenían influencia, sobre todo en Monterrey. Los chinos presintieron que entregar los tres ladrones sería perder el tiempo y como pasaban junto a un remanso del río, donde las aguas eran bastante profundas. Los chinos llenaron de piedras los bolsillos de los tres ladrones y cuando los juzgaron suficientemente lastrados los tiraron al agua. Dos se ahogaron. Jack, a punto de ahogarse, logró romper las cuerdas de las muñecas y volver a la superficie. Los chinos le tiraron piedras y por dos veces lo atontaron, haciéndole volver al fondo; pero al fin llegó a la otra orilla y desde ella juró vengarse de ellos y de todos los chinos con quienes se cruzara en el resto de su vida

[2].

- ¿Qué les hace?

- Les obliga a arrepentirse de lo que otros chinos hicieron con él, pero dejemos a Jack. Pronto estará la comida. ¿Usted se sienta al lado de la familia?

- Estoy obligada a hacerlo. Soy una Echagüe.

- Me han hablado mucho de su madre y de su padre. Murió peleando por el rey, ¿no?

- Sí… y no. Yo sólo tengo diecinueve años. Mi padre odiaba a Santana y peleó contra él tantas veces como le fue posible. De no haber muerto seguiría luchando. Soñaba grandes cosas. Murió en la guerra de Tejas. Por entonces ya todas sus ilusiones estaban destrozadas. Es terrible vivir cuando ya no se tiene motivo ni deseo.

- Siempre queda el deseo u obligación de vengar a los que murieron.

- La venganza siempre se vuelve contra el que la practica. No conduce a ningún buen fin. Usted quiere vengar a su esposa. ¿No la ha vengado ya suficientemente?

- A ella sí; pero cuando la deuda quedó saldada y yo quise trabajar en paz con mi hermano Jesús, recibí esto.

Murrieta abrió la camisa y mostró unas cicatrices en su pecho.

- Esto es sólo una parte. La menor. Si viera mi espalda… Parece labrada. No hay un centímetro libre de herida.

- ¿Qué es eso? -preguntó María Elena.

- Latigazos. Algún día le contaré lo ocurrido. Ahora ya llega la comida.

También llegaba el gobernador, acompañado de dos ayudantes. No llevaba armas porque las habían dejado en el guardarropa, haciendo honor a la cortesía que obliga a no conservar las armas encima en casa de un amigo, pues es tanto como decir que se desconfía de él.

- Murrieta, en nombre de la Ley, dése preso -dijo el gobernador, sin levantar la voz.

Murrieta palmeó suavemente las manos de María Elena y movió negativamente la cabeza.

- No digan tonterías -replicó-. Van a estropear la fiesta. Y eso me molesta mucho. Aprecio a los señores de Echagüe, incluyendo al novio, y si la fiesta se malogra por culpa de ustedes, lo consideraré una ofensa personal. Déjenme en paz.

El gobernador se volvió hacia uno de sus ayudantes:

- Capitán, haga el favor de ir a buscar la guardia.

El oficial se alejó hacia donde estaban los soldados que debían rodear la casa. Como pasara el tiempo, casi cuatro minutos, sin que el militar regresara, el gobernador ordenó a su otro ayudante que fuese a ver qué ocurría. Diez minutos después aún no había regresado ninguno de los dos.

El gobernador no sabía ocultar ya su inquietud. Al mismo tiempo no se atrevía a dejar solo a Murrieta, que le observaba burlón.

- Olvídese de sus ayudantes, gobernador -dijo, por fin, el mejicano-. Si usted es prudente no les ocurrirá nada. Si arma escándalo y estropea la fiesta se va a encontrar con toda la escolta degollada por mis hombres.

- ¿Eh? ¿Dice que sus hombres…?

- Digo que son ellos los que están custodiando la casa y que deben de haber detenido a sus ayudantes cuando salieron a comunicar las órdenes de usted. ¿No comprende que no sería quien soy si cometiese la tontería de presentarme en un lugar donde he de hallar a muchos enemigos, sin más defensa que la confianza en la Ley de la Hospitalidad y mis propias fuerzas, forzosamente muy limitadas?

El general Curtís se encontraba en una situación muy desagradable. Miró a María Elena, que sonrió, compasiva. Luego a Murrieta, que le devolvió la mirada con desprecio.

- No tiene más remedio que aceptar mis condiciones, general -dijo Murrieta-. Soy el amo y doy órdenes. Aquí tiene su reloj. Verá que al pie de la firma del presidente he dibujado con el cuchillo en la tapa de oro una eme. Con el tiempo su reloj valdrá más por esa eme que por la firma del presidente. Ahora vayamos a celebrar la fiesta en paz y luego separémonos amigablemente. Seguramente nos volveremos a encontrar en circunstancias más propicias para la pelea.

- Le juro que acabaré con usted y su banda, Murrieta.

- Estoy seguro de que hará lo posible para cumplir su palabra; pero no creo que lo consiga. Somos duros de pelar. Los golpes nos han endurecido. Si tuviéramos tiempo le contaría la historia de cada uno de los hombres de mi partida. A todos nos han lanzado a la violencia por medio de la violencia. Los métodos que empleamos son los mismos que nos han enseñado ustedes. Nos han demostrado que una cuerda sirve para colgar de ella a un hombre. Bien si es culpable; pero mucho mejor si es inocente. Pero no perdamos más tiempo. Si quiere conocer la verdad, no le costará mucho averiguarla. Está escrita a lo largo y a lo ancho de todo el país. Injusticias, robos, atropellos, asesinatos. De ahí ha surgido mi banda. Y mientras ustedes continúen así, nosotros seremos como somos. No esperen compasión, ni que volvamos a ser corderos. Y ahora, general, vaya a su sitio, coma y beba. Estamos los dos en casa ajena y no podemos corresponder con pendencias a la hospitalidad con que nos han honrado. Ahora ya vuelve a tener hora. ¿Puede decirme cuál es?

Maquinalmente el gobernador abrió el reloj, en cuya tapa interior estaba la dedicatoria a sus méritos guerreros y la tosca «M» trazada con la punta del cuchillo de Murrieta.

- Son las tres -dijo.

- Pues la fiesta nos espera. ¿Me permite, señorita?

César de Echagüe, al lado de su esposa, distrajo un momento la atención que le dedicaba a ella para observar a Murrieta, a Marielena y a Curtís. Adivinó cuanto ocurría y sonrió al comprender cuan distinto sería todo si de pronto alguien anunciara que Joaquín Murrieta, por cuya cabeza ya se ofrecían cinco mil dólares, estaba allí, solo y a merced de quien necesitara aquellos dólares y dispusiera del suficiente valor para ganarlos.