SEGUNDA PARTE EL BANDIDO
CAPITULO V RANCHO SAN ANTONIO. 1852
El banquete de boda se celebraba en el salón, en la terraza y en el jardín. Todo espacio resultaba poco para el número de invitados que habían acudido a la boda del heredero de los Echagüe con la heredera de los Acevedo. La ceremonia se celebró en la iglesia de Nuestra Señora Reina de Los Angeles y desde el templo hasta la hacienda los novios vaciaron a puñados dos sacos de monedas de plata que sembraban en torno del coche, en correspondencia a las aclamaciones del público.
Leonor de Acevedo mereció muchos más piropos que su marido, y su saco de monedas se terminó antes que el de César. Este echó las suyas a los chiquillos que le dedicaban burlas y a los hombres que le felicitaban por la hermosa mujer que tan inmerecidamente se llevaba. Luego cedió parte de su dinero a Leonor que, riendo, mostraba sus vacías manos al público.
Detrás del coche de los novios iban más de otros cien, repletos de amigos llegados de todos los rincones de California y de muchos lugares de Méjico. El aire primaveral estaba cargado de polvo dorado por el sol y de perfume de flores. Los coches iban engalanados con ellas; aunque el de los novios estaba ya completamente despojado de rosas y claveles.
En el rancho, la novia cambió su puro traje por otro más cortesano y bajó del brazo del novio, arrebolada y con el cabello desordenado.
- Buen día para esta casa -comentó un hombre joven y elegante, que se había acercado a don César de Echagüe y a la señora de Acevedo, que estaban calculando hasta qué punto podrían soportarse como consuegros.
Al oír el comentario, ambos se volvieron hacia el que había hablado y la señora viuda de Acevedo frunció el ceño con la misma ferocidad que había expresado al tratar con la comisión investigadora de los títulos de propiedad. En cambio, el viejo don César no pudo contener una exclamación de asombro.
- ¿Estás loco, Joaquín? Te van a descubrir.
- No tema -sonrió Murrieta-. Nadie me espera aquí. Mejor dicho, nadie supone que el feroz Murrieta se atreva a llegar a una casa dónde se encuentra lo más selecto de la sociedad californiana. He visto al gobernador militar. Prometí cortarle las orejas.
- Si estropea la boda de mi hija haré que se arrepienta de haber venido a esta casa en un día tan inoportuno.
- ¿Es inoportuno el día, o lo soy yo? -preguntó, riendo Joaquín.
- Pues… usted. ¡Claro! El día… es un buen día. ¿No, César?
- Para ti más que para mí -sonrió el anciano-. ¡Has casado a tu hija!
- Hubiera preferido otro yerno -suspiró la señora de Acevedo-. Me parece que tu hijo me resultará aburrido. Siempre me da la razón. Pero -se volvió hacia Murrieta-, ¿qué se le ha perdido a usted aquí, joven?
- He venido a traer un regalo a la novia. Una cruz de brillantes.
Don César palideció un momento y en seguida la ira le hizo enrojecer.
- ¡No te atreverás! -dijo.
- No lo tome a mal, don César -sonrió Murrieta-. Es sólo un regalo.
- ¿En qué tienda y con qué dinero lo compraste? -preguntó el hacendado.
- En una tienda cualquiera y… pagándolo con mi dinero -respondió Joaquín, que también estaba sofocado-. ¿Es que no le gusta mi obsequio?
Una joven se acercó a ellos, diciendo con una sonrisa:
- Estoy segura de que a Leonor le encantará otro regalo. Sólo ha recibido novecientos trece y está preocupada. No sabe si devolver el que suma trece o esperar un poco por si llega otro.
Mirando a don César pidió:
- Preséntame, tío.
- Prefiero no hacerlo -replicó el señor de Echagüe.
- No hace falta que se moleste -dijo Murrieta-. ¿Quién no conoce a la señorita Bordoy. María Elena Bordoy de Echagüe. Ha llegado del convento de Querétaro para asistir a la boda de su primo. Mis hombres detuvieron su carruaje; pero al saber que usted acudía a la fiesta no quisieron molestarla, ¿verdad?
- No -sonrió María Elena-. Pero uno de ellos se encaprichó de un recuerdo de mi abuela. Era sólo una cruz de brillantes.
Murrieta enrojeció.
- ¿Una cruz de brillantes? -repitió.
- Sí. Una cruz de oro con muchos brillantes.
El bandido inclinó la cabeza.
- No lo sabía -dijo-. El dinero se lo quité a un pagador militar; pero encargué a Jack que comprara la cruz en San Luis Rey.
- Debió de ver la de María Elena y como reunía los requisitos que usted fijó, pensó que valía la pena ahorrar el dinero -observó la señora de Acevedo-. Pero no me gusta que a mi hija le regalen géneros robados. Te agradezco la noticia, muchacha. Y no entretengas más a este caballero. Tiene prisa, ¿no es así?
Murrieta frunció el ceño.
- No tengo prisa -dijo-. Pienso asistir al banquete. Tengo apetito y mucha sed.
- Joaquín, por favor, retírate -pidió el viejo hacendado-. No estropees la fiesta.
- Le aseguro que no habrá fiesta, a menos de que se me acepte como invitado.
- Nadie te ha invitado -dijo la madre de la novia-; pero si tienes hambre ve a la cocina. Allí comerás y calmarás tu sed.
- ¡Orgullosos hidalgos! -dijo despectivamente Murrieta-. Me tratan como a un perro, ¿no? Pues no olviden que los perros muerden, y que a mí no me faltan colmillos muy agudos.
Volvióse hacia el vestíbulo y siguió:
- Ahí viene el gobernador, general Curtís. Un veterano de la guerra contra Méjico. ¡Bienvenido a esta casa, general! Los nietos de los conquistadores os saludan. ¿No es así, don César? -Murrieta acentuó su ironía y siguió, como si hablara al gobernador-: Os saludan y os limpian los zapatos, señor. Los lleváis muy llenos de polvo.
Don César movió la mano para descargarla contra el rostro de Murrieta, pero su hijo, llegando muy oportuno, la detuvo como si aceptara un saludo.
- Hola, papaíto. Ha llegado el gobernador y quiere verte. No puede dar crédito a sus ojos. Dice que yo no puedo tener tanta suerte. Explícale que soy realmente el marido de la mujer más linda de California.
La tensión seguía latente, y María Elena trató de ayudar a su primo a disolverla.
- ¿En qué lugar me dejas, primo César? Yo imaginaba ser la flor más bella de California. ¿No me lo dijiste hace un rato?
- Tú eres mejicana, prima Elena. La más bella flor del imperio azteca. Tu competencia es ilegal. Demos a California lo que es de California y a Méjico lo que es de Méjico. ¿Qué tal, caballero? No recuerdo su nombre.
- Es… -empezó don César.
Su hijo le interrumpió.
- Por Dios, papaito, que el gobernador quiere verte. He dejado en su poder a mi novia y no estoy muy seguro.
- Pues ve a rescatarla…
- No, no; papá. Ve tú. A ti te hará más caso que a mí. Nunca he logrado imponer respeto a nadie. Estoy seguro de que me robarán a Leonor si tú y mi querida mamita política no hacéis algo por mí.
- Está bien -don César parecía violento-. No quiero llamar la atención; pero luego nos veremos, Joaquín.
- ¡Caramba! -exclamó César de Echagüe, mirando burlonamente al no invitado huésped-. ¿Se llama usted Joaquín? Igual que ese bandido: Murrieta. ¡Qué curioso! ¿No lo crees así, María Elena?
- Sí, claro -rió forzadamente la joven, cuyos bellos ojos miraban suplicantes al bandido.
- En el mundo hay muchos que se llaman así -dijo Murrieta.
- Claro. Es natural. Pero ahora es peligroso llamarse Joaquín. Hace unos días un amigo nuestro que se llamaba Joaquín salió de la Posada Internacional y ya se alejaba a caballo cuando otro amigo suyo salió para decirle que se había olvidado un pañuelo. Empezó a llamar: «¡Joaquín! ¡Joaquín!,» y echó a correr detrás de él, para acercarse más y hacer que le oyera el otro. Pero Joaquín, en vez de oírle, espoleó su caballo, y el «sheriff,» que vio galopar a un mejicano y oyó a otro gritarle:
«¡Joaquín! ¡Joaquín!,» sacó su rifle matabúfalos y voló la cabeza de aquel Joaquín poniéndose en seguida a hacer cábalas acerca de cómo gastaría los cinco mil dólares que pagan por Joaquín Murrieta. Fue un lamentable error, ¿verdad? -suspiró César-. Si se hubiera llamado José o Francisco no le hubiese ocurrido nada, porque nadie dispara sobre un Pepe ni sobre un Pancho. Pero en estos tiempos, cuando alguien oye pronunciar el nombre de Joaquín, o echa a correr para guardar su oro, o, si no lo tiene y aspira a tenerlo, corre en busca de un rifle o una pistola.
- Veo que al natural es usted tan estúpidamente gracioso como afirman los que le conocen.
- Es usted muy amable, don Joaquín. Estoy seguro de que ha tratado de halagarme. ¿Es usted de Pomona, de Monterrey o de Hierbabuena?
El viejo don César y la madre de Leonor habían ido hacia donde les esperaba el general Curtís, que estaba hablando en voz baja con uno de sus ayudantes. Leonor, junto a la esposa del general, le estaba mostrando un collar de brillantes regalo de su suegro.
- ¿Qué tal, don César? -saludó el general, mientras su ayudante salía de la casa-. Es un día glorioso para dos de las más importantes familias californianas.
- Se han cumplido nuestros mutuos deseos -dijo la señora de Acevedo-. Fue una boda convenida por nosotros cuando nuestros hijos eran aún demasiado jóvenes para decidir por ellos mismos. Ha habido momentos en que hemos temido que todo ocurriese de distinta manera.
- El hombre propone y Dios dispone -rió el general Curtís-. Por fortuna, en este caso Dios y los hombres han ido de acuerdo. Sus hijos forman una simpática pareja. Su hija, señora, es muy hermosa. Y en cuanto a su hijo, caballero, posee el mejor humor que he encontrado en este país.
- Sí, temo que eso sea lo mejor que se pueda decir de él -suspiró el viejo don César-. Nuestra casa se distinguía antiguamente por otras cualidades.
- «De valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe» -recitó el gobernador-. Es un blasón, ¿no?
- El lema -replicó don César-. Hasta ahora todos los Echagüe hemos hecho honor a nuestra divisa.
- Y así será -replicó el gobernador-. Claro que los tiempos y las cosas han cambiado. Cuando se escribió el lema, esto era Nueva España, luego fue Méjico y hoy es Estados Unidos. En total, treinta años de historia. Nuestro Gobierno desea colaboraciones. Contamos con ustedes.
- Muchas gracias -replicó el hacendado-. Tenga la seguridad de que si decidiéramos enfrentarnos con su Gobierno, se lo advertiríamos a tiempo.
- Así lo espero -replicó Curtís-. Y también espero que hayan seleccionado acertadamente a sus invitados.
- ¿Qué quiere decir? -preguntó el señor Echagüe.
- Solamente lo que he dicho. Ni más ni menos. No quisiera estropear tan agradable fiesta.
- Le aseguro que todos mis invitados son personas de irreprochable moralidad.
- ¿Todos? -preguntó, algo burlón, Curtís.
- He dicho que todos «mis invitados» son irreprochables.
- Comprendo… -sonrió Curtís. Agitó la mano para espantar a un insecto y siguió-: A usted le hubiera gustado evitarnos la molestia de las primeras moscas, ¿no? Pero, ¿quién puede impedir que en una habitación entren algunas moscas? Habría que cerrar las ventanas y los invitados pasarían calor.
- Lamento que tenga usted que hablar así; pero al mismo tiempo, general, quiero advertirle una cosa: Los Echagüe nunca hemos defraudado a quien buscó refugio entre nuestras paredes. Llevamos la hospitalidad muy lejos.
- En ese caso le comprendo. No estropearemos la fiesta. Pero vamos a estar violentos. ¿No sería mejor agitar ramas de pino o espantamoscas y hacer que esos insectos inoportunos se marchasen por donde han entrado?
- ¿Qué les ocurrirá fuera?
- Hasta dentro de un cuarto de hora no les ocurrirá nada. Transcurrido ese plazo, fuera habrá tanto peligro como dentro. No obstante, don César, le doy mi palabra de que estoy seguro de que la mosca de que nos ocupamos entró contra la voluntad de usted.
- ¿De qué estáis hablando? -preguntó la esposa del general, acercándose llevando del brazo a Leonor de Acevedo.
- De moscas -sonrió su marido-. O tal vez sean avispas atraídas por el perfume de las flores. No retengamos a la joven señora de Echagüe. Le robamos el tiempo que merece su marido. Sin duda la espera para despedir al joven forastero que está con él en estos momentos. Hasta luego, señora -y Curtís besó la enmitonada mano de Leonor, que no comprendía nada.
- ¿Qué sucede? -preguntó a su madre, cuando el general se hubo alejado.
La señora de Acevedo estaba furiosa.
- El que habla con tu marido es Joaquín Murrieta, el bandido, y el gobernador le ha reconocido y ha dado orden de rodear la casa dentro de un cuarto de hora. Si para entonces Murrieta no se ha marchado, entrarán a prenderle. Serán capaces de estropear nuestra fiesta. ¡Estos yanquis!
- Se portan más noblemente de lo que yo esperaba -dijo el dueño de la hacienda-. Temí que le arrestasen en seguida.
- Iré a avisarle -dijo Leonor.
Fue hacia su marido, repartiendo sonrisas a diestro y siniestro en respuesta a los cariñosos saludos que recibía.
- Hola, marido -saludó a César.
- ¿Qué tal, mi querida y vieja compañera? -respondió el joven-. Está llegando el momento de celebrar nuestra segunda hora de casados.
- ¿Qué tal, Marielena? -preguntó Leonor a la prima de su marido-. ¿Has tenido feliz viaje?
- Mi viaje ha sido feliz; pero no tanto como el tuyo -rió jovialmente la muchacha.
Leonor se dirigió al tercero del grupo:
- ¿Cómo está usted, señor Murrieta? -preguntó.
- Admirado de su belleza. Creí que no se acordaría de mí.
- Es difícil olvidar a Un hombre a quien se ha conocido humilde y de quien luego se oye hablar tanto. Me siento muy honrada por su visita; pero no quisiera que su cortesía le procurase disgustos. Es mejor que se marche.
- ¿Le molesta mi presencia?
- No quisiera que el día de mi boda se recordase por otro suceso más importante -dijo Leonor-. Me conformo con que se diga que hoy me casé con mi marido.
- ¿Teme que este día se haga famoso porque en él fue detenido Joaquín Murrieta?
- Eso es.
- Basta porque ése es su deseo, le prometo que hoy no me detendrán. Sospecho que el gobernador me ha reconocido. Nos vimos esta mañana y no creí que se acordase de mí. Con su permiso. Luego nos volveremos a ver. ¿Me permite que le ofrezca mi brazo, señorita Bordoy?
María Elena vaciló.
- Aún no le he enseñado la hermosa cruz de brillantes -dijo Murrieta.
La joven apoyó la mano en el brazo del mejicano y le acompañó a través del salón.
César comentó en voz baja, para su mujer:
- Ese idiota podía haber elegido otra boda para hacerse matar en ella y convertirla en un velatorio.
- ¿A qué ha venido?
- Por lo que he podido averiguar, venía a regalarte una cruz de brillantes; pero Jack «Tres Dedos,» en vez de comprarla, prefirió quitársela a Marielena, deteniendo su coche entre San Luis Rey y Capistrano. No cabe duda de que ese Murrieta sabe ser una molestia muy grande.
- Es un patriota -observó Leonor-. Defiende nuestra California.
- No seas ingenua, Leonorcita. Joaquín era un buen muchacho antes de que le sucediera cuanto le sucedió; pero tiene a su lado un mal diablo que le aconseja pésimamente. Anda mal… y acabará peor. Desconfía de los patriotas que se dedican a asaltar diligencias. Son dos profesiones que no pueden ir de acuerdo.
- ¿Crees que es un simple bandido? ¡No estaré de acuerdo contigo!
- La amenaza me rinde; pero antes de romper mi espada y quemar mi bandera, pronunciaré mi última frase: Yo sé lo que es Joaquín Murrieta; pero él, en cambio, no sabe qué es ni qué busca. Por eso, aunque llegara a encontrar lo que todos creen que persigue, como él no se daría cuenta de que ya lo ha encontrado, lo dejaría escapar.
- No le conoces. Yo le vi hace dos años, cuando tú estabas fuera. Llegó con su mujer. Era bueno y generoso.
- Pero ya no es el mismo de entonces. Si cambió de manso a violento, ¿por qué no ha de haber cambiado en lo demás?
- ¿Le tienes un poco de antipatía porque ha ocupado el puesto que dejó vacante el «Coyote»? -sonrió Leonor.
- El «Coyote» era un caballero, Leonor. Entre él y Murrieta media un abismo. El uno tenía ideales. Murrieta sólo tiene ambiciones.