EPILOGO

Meses más tarde unos buscadores de oro tropezaron con los cinco esqueletos, repartidos en torno a las cenizas de una hoguera apagada mucho tiempo antes, regados por las lluvias y calcinados por el sol. Eran cinco esqueletos pulidos como marfil y envueltos por las enredaderas silvestres que crecían abundantes junto al río. Florecitas amarillas y blancas destacaban entre los huesos. Los que encontraron los cinco esqueletos no supieron a quienes pertenecían. Ninguno adivinó el misterio que rodeaba aquellos restos humanos. Tan sólo advirtieron, y lo hicieron notar al explicar su hallazgo, que en cada cráneo se veía la huella de un balazo, y que en dos de aquellas calaveras aún se podían ver, muy tenues, las huellas de dos emes mayúsculas. Como si alguien, con un cuchillo, hubiera trazado aquellas letras sobre el hueso.

A nadie se le ocurrió que las dos calaveras pertenecían a Herret y a Kid, y que las letras hubieran sido «escritas» sobre la carne, llegando la punta del cuchillo hasta el hueso impulsada por la fuerza del odio y el satisfecho deseo de la venganza, prometida y cumplida.