CAPITULO II «SOLO ES UN MEJICANO»
Joaquín dio la noticia a Rosita al regresar de su yacimiento, en Woods Creek, al este de San Francisco, en el condado de Toulumne, uno de los centros auríferos más importantes de California.
- ¡Pobre Lupita! -exclamó la mujer de Joaquín-. Y pobre Julián. El la echará más de menos que la hija. ¿Crees que debería bajar hasta Los Angeles y darles el pésame?
Murrieta movió negativamente la cabeza.
- Prefiero que no te alejes mucho de aquí. Me han dicho que los hombres te piropean demasiado y que tú te ríes.
Rosita se echó a reír, olvidando la desgracia que abrumaba a los Martínez.
- Me hacen gracia, Joaquín - dijo-. Son torpes como osos. No se concibe que ninguna mujer les haga caso sólo por sus piropos. Cualquier niño en Méjico sabe decir cosas más graciosas y con más sentido que ellos.
- Ten cuidado -advirtió Joaquín-. Esta no es tierra de mujeres. Hay demasiados hombres y todos ellos tienen la impresión de que las mujeres que están aquí han venido para hacerles caso. Hay muchos hombres honrados y trabajadores; pero nadie sería capaz de distinguirlos de los que son ladrones, bandidos, asesinos capaces de todo.
- ¡Joaquín! -rió Rosita-. Yo los conozco a todos. El tendero que nos vende los fréjoles y la harina de maíz era juez en una ciudad del otro lado de los Estados Unidos. Seguramente llevaba una gran peluca y se ponía muy serio cuando condenaba a un infeliz a la horca. Ahora, en cambio, fuma en pipa, es calvo y tiene un revólver al alcance de la mano. Pero sigue siendo un hombre honrado. Y lo mismo el que toca el violín los sábados por la noche. Creo que era maestro de escuela antes de venir a buscar oro. Son todos mis amigos. Ellos me respetan y saben que yo no toleraría que se portaran incorrectamente.
- Lo sé, Rosita, lo sé -suspiró Joaquín, dejándose caer en el rústico banco de madera, junto a la mesa-. Todos dicen que eres casta y pura como un lirio; pero eso mismo despierta malas pasiones en ciertos hombres. Es mejor que no bajes sola al pueblo.
Rosita se extrañó de la fatiga que expresaba su marido. Les había ido bastante bien allí. Joaquín encontró oro y aunque no el suficiente para convertirse en millonario, sí lo bastante para vivir y ahorrar con vistas al futuro. Por ello le extrañaba aquélla expresión de cansancio, de desaliento y hasta de miedo que se leía en el rostro de su marido.
- ¿Ocurre algo, Joaquín?
- No, nada, nada -respondió él, tratando de acallar las preguntas de su mujer-. Ya sabes que todo lo bueno te lo digo en seguida.
Rosita se arrodilló junto a su marido.
- Por favor, Joaquín. Lo hemos compartido todo. Lo bueno y lo malo. Yo no pido que me cuentes únicamente lo bueno. Si ocurrió algo malo… debes decírmelo.
- No es nada malo… todavía; pero no insistas en bajar al pueblo. Hay muchos borrachos y puede ocurrir una desgracia. Los gringos nos consideran poco menos que cosas, como objetos. Estoy harto de oírles decir, cuando se refieren a alguno de nosotros: «Es sólo un mejicano.» Como si el ser mejicano fuera lo más malo del mundo. Nos miran como si no fuéramos seres humanos.
- El señor Wilson no es así.
- El no; pero ¿qué importa que entre tanto malo haya un hombre bueno? Un solo hombre bueno. No tardará en llegar. Cuando entré, él subía por el camino.
Frank Wilson, el tocador de violín, habíase detenido en un cruce del camino que conducía a la cabaña que Murrieta había levantado con adobes bajo el alto pino solitario, en la cumbre del monte. Fielding, el tendero que había sido juez en Nueva Inglaterra, llegaba de entregar unos víveres y se detuvo a secarse el sudor que bañaba su calva cabeza.
- Hola, Frank -saludó-. ¿Vas a ver a Joaquín?
- Claro. Es un buen muchacho.
Fielding asintió, mientras seguía secándose sudor en la nuca y el comienzo de la espalda, para lo cual tenía que forzar el brazo.
- Tiene una mujer demasiado linda, Frank. Debería enviarla a Monterrey o a San Diego. A cualquier sitio menos aquí. Es como un barril de pólvora junto al cual hay demasiados fumadores. Ocurrirá una explosión y todos pagaremos las consecuencias. Aconséjale que la saque de aquí.
- Ella no querrá -replicó Wilson-. Esas mujeres son demasiado fieles. Siguen a sus maridos a todas partes. No les importa si van a pelear o si se dirigen a buscar tesoros. Ellas van a su lado y triunfan o mueren con ellos. Estorban las retiradas y por eso los hombres se hacen matar sobre el terreno antes que emprender una retirada estratégica. Rosita no querrá abandonar a su marido.
- Ese chico es demasiado tranquilo -dijo Fielding-. Me han dicho que tiene una magnífica puntería. Sería conveniente que los demás se enterasen de lo que él puede hacerles si le atacan.
- Ya se lo he dicho -replicó Wilson-. Pero es inútil. Odia el exhibicionismo. Practica el manejo del revólver cuando nadie le ve. No quiere popularidad de ninguna clase.
- Pues acabarán con él cuando menos lo esperemos. Por una parte, Frank, está lo de su mujer. Anoche, en mi tienda, unos cuantos se la estaban jugando a las cartas, como si ya la tuvieran en su poder. Creo que bromeaban; pero de un momento a otro puede pasarse de la broma a la realidad y tendremos un asesinato. Encontraremos a Joaquín con un balazo en la cabeza y con demasiados posibles culpables para poderlos colgar a todos. Además, es sólo un mejicano, y por su muerte nadie toleraría que se tomaran represalias.
Frank Wilson se rascó la cabeza.
- Sí -admitió-. Es posible que eso ocurra y que perdamos a un buen amigo. Los asesinatos de mejicanos por el sólo hecho de pertenecer a lo que muchos dicen ser raza inferior, han provocado reacciones violentas. Y ese enmascarado…
- ¿El «Coyote»? -inquirió Fielding.
- Sí. Ese «Coyote» está vengando a los mejicanos muertos injustamente. Pero su intervención justifica muchas violencias. A Murrieta le pueden asesinar con la excusa de que le creen el «Coyote.»
- Por ahora no ha aparecido por estos lugares -suspiró el juez-tendero-. ¡Y quiera Dios que no aparezca! Saluda a Joaquín y dile que se cuide mucho. Esta tierra es para hombres duros, y ese Murrieta me parece muy blando.
- Le avisaré -prometió Frank Wilson, reanudando el ascenso hacia la casa junto al pino solitario.
Frescas sombras llenaban el valle. Los mineros estaban ocupados junto a los largos cajones de los lavaderos auríferos. Saw Mills Flat, el pueblo, permanecía dormido, esperando, para despertarse en violentas orgías, la llegada de la noche.
Wilson llegó a la cumbre de la loma donde Joaquín había construido su casa de adobe, de blancas paredes y suelo de tierra apretada y apisonada que olía a jardín regado. La casa era sencilla, con pequeñas comodidades que otros mineros consideraban innecesarias. En la pared pendía una tablita de la Virgen de Guadalupe y encima de ella un crucifijo de madera negra. Rosita procuraba tener siempre luz frente a la imagen.
- Buenas tardes, Joaquín -saludó Wilson, entrando en la casa-. ¿Qué tal, Rosita?
- Hola -replicó sin entusiasmo Murrieta.
Rosita, en cambio, se levantó a buscar vino fresco del que guardaban en la pequeña bodega excavada en la tierra.
- Beba que lo necesitará después de la subida, señor Wilson -dijo Rosita riendo acogedora.
Mirando significativamente a su marido, agregó en inglés, pues ya lo hablaban ambos correctamente:
- Joaquín está enfadado. De muy mal genio.
- No le haga caso, señor Wilson -pidió Murrieta-. No estoy alegre; pero eso no quiere decir nada.
- Señor Wilson -dijo Rosita-. ¿Verdad que los mejicanos no somos lo peor del mundo?
- Claro que no, Rosita. ¿Por qué lo dices?
- Por como dice Joaquín que nos tratan.
- Como si fuéramos objetos insensibles e inanimados, señor Wilson -intervino Murrieta-. No sé si eso del «Coyote» es Verdad; pero si no existe más que en la fantasía de unos cuantos, está haciendo falta que la fantasía se transforme en realidad, y que alguien castigue a los que se portan tan mal con nosotros.
- No son peores con los mejicanos de como se portan con los demás -replicó Wilson-. Son gentes violentas. En cambio hay muchos que reconocemos cuánto vale Méjico. La primera imprenta que hubo en la América del Norte funcionó en Méjico cien años antes de que hubiera una imprenta inglesa en nuestro país. La Universidad de Méjico se fundó siglo y medio antes que la de Yale.
- Pero eso no lo dicen a voces -replicó Murrieta-. Lo que se oye es lo contrario. Se nos llama ignorantes, bestias, y se nos trata peor que a los animales de carga.
- La guerra ha tenido algo de culpa. Sin embargo, los rencores se calmarán. Me han dicho que tus vecinos en el «placer» han tenido suerte.
- Sí, eso me han contado.
Wilson sabía que acababa de dar en el clavo del malhumor de Murrieta.
- Se están metiendo en tus terrenos para la canalización del lavadero, ¿no?
- Sí. Y usan agua de mi acequia para el lavado.
Murrieta comenzó a pasear furiosamente por la estancia. Wilson y Rosita le observaban inquietos, presintiendo que el hombre sereno y amigo de todos estaba a punto de convertirse en todo lo contrario.
- ¿Les has dicho algo? -preguntó Wilson.
- Les fui a ver esta tarde. Discutimos. Me dijeron que eran americanos y que invadirían cuantos terrenos les conviniera. Yo les dije que era más americano que ellos y contestaron que sólo me faltaban las plumas.
- ¿No te peleaste con ellos?
- Eran cinco. No quise peleas y me retiré; pero ahora todo será peor. Se considerarán dueños de mis yacimientos. Tendré que luchar.
- No lo hagas -pidió angustiadamente Rosita-. Son hombres malos, Joaquín.
- ¿Qué sabes tú de ellos?
- El otro día, cuando estuve en el «placer,» uno de ellos me cogió del brazo y los otros dijeron que los fuese a ver una noche. Bromeaban…
Murrieta cogió a Rosita como si fuese a pegarla.
- Estaban borrachos. No sabían lo que decían. No quise complicarte en una pelea.
- Rosita tiene razón -dijo Wilson-. Y tú hiciste bien no peleándote esta tarde con ellos. Reuniremos a los vecinos más respetables y decidiremos que nadie pueda invadir los terrenos ajenos. Existe la Ley y debe cumplirse.
- Aquí sólo se conoce una Ley -replicó Murrieta-. Jack me lo ha dicho. Es la Ley de la cuerda, del cuchillo o de la pistola…
- Haces mal en tratar a «Tres Dedos,» Joaquín -dijo Wilson-. Es un hombre de pocos escrúpulos y de un pasado turbio.
- Es un norteamericano tan bueno o tan malo como los otros -replicó Murrieta-. El conoce a sus compatriotas y sus consejos son buenos.
- ¿Qué consejos te ha dado? -preguntó Wilson, inquieto y presintiendo, quizá, lo que iba a ocurrir en los años siguientes, durante los cuales Murrieta impondría el imperio del terror entre los yanquis, tal como ellos se lo enseñaron.
- ¿Qué más da? -replicó Murrieta-. Sé que tenía razón. Sé que si me presento en son de paz, agitando un ramo de olivo, me quitarán el ramo y me azotarán con él, como con un látigo.
- No tanto, Joaquín. Y no hagas caso de Jack «Tres Dedos.» Ningún consejo suyo puede ser bueno.
- Se ha portado noblemente conmigo, mejor que los otros.
- A mí también me da miedo ese hombre, Joaquín -dijo Rosita-. No le escuches. Mejor será que nos marchemos.
- ¿Adonde? -gritó Joaquín-. ¡Dime dónde podemos ir! ¿A otro campo minero para empezar de nuevo y pasar por todo cuanto hemos pasado, en Saw Mills? ¡No! Por lo menos aquí tengo algunos amigos.
- Podríamos volver…
- ¿A Méjico? -Murrieta se echó a reír-. ¿Es que quieres volver a caer en manos de tu padre y de don José? Aquí, por lo menos, no nos alcanza el poder de ese viejo odioso; pero en Méjico estaríamos en sus manos. Me acusarían de cualquier robo y me colgarían de un árbol para escarmiento de los demás. Y tú irías a parar a casa de don José.
- ¡Antes me mataría! -prometió Rosita-. ¡Yo sólo puedo ser tuya, Joaquín! Antes muerta que de otros.
- No importa. Moriríamos los dos; pero no ganaríamos nada. Más vale quedarnos aquí.
- ¿Y si fuésemos a Los Angeles? Si la mujer de Julián Martínez ha muerto, don César necesitará a otra que haga lo que Rosario. Podemos obtener un buen empleo. Cuando nos marchamos el señor don César nos dijo que las puertas estaban abiertas para cuando quisiéramos volver.
Rosita esperó ansiosamente la respuesta de su marido. Wilson también esperaba la contestación de Joaquín.
- No -dijo el joven-. Eso no. En un año trabajando para ese hidalgo ganaría menos que en un mes trabajando para mí en el río. ¡Quiero ser independiente! No he nacido para criado de nadie.
- Yo soy menos orgullosa -dijo Rosita-. Si es inevitable que trabajemos para alguien, ¿qué más da quién sea nuestro amo? Tú eres esclavo del río, que te trata peor de lo que te trataría el señor don César. Hazlo por mí. Si quieres lo arreglo todo en seguida y salimos de madrugada hacia Los Angeles.
- No. Defenderé lo mío.
- Nosotros te ayudaremos -prometió Wilson.
Al día siguiente, una comisión de vecinos de Saw Mills Flats acudió al «placer,» propiedad de los cinco vecinos de Murrieta. Wilson tomó la palabra:
- Venimos a prevenir antes de que sea necesario curar -dijo-. Existen leyes mineras que deben cumplirse.
Los cinco mineros, bien armados, se dieron cuenta del tono pacífico de la embajada. Ninguno de sus componentes era hombre de reacciones violentas. Oradores, amigos de discursear, un clérigo que de día trabajaba en las fangosas orillas del río y de noche leía versículos de la Biblia a quienes tenían paciencia para oírle. También estaba el tendero que había sido Juez; pero faltaba elemento joven, o sea el que imponía su Ley en Saw Mills.
- ¿Qué mosca les ha picado? -preguntó uno de los mineros, barbudo y pelirrojo-. ¿Qué cuento es ese de la Ley y de no sé qué más?
- Han invadido ustedes el terreno denunciado por su vecino Murrieta-dijo Wilson, señalando el largo cajón del lavadero que iba en busca de las aguas canalizadas por Joaquín para lavar el fango aurífero-. La Ley no permite eso.
- ¡No existe ninguna Ley que ampare a los mejicanos! -gritó otro de los mineros, un tipo delgado, de rostro lobuno, mejillas sumidas y ojos febriles. De cuando en cuando tosía. A veces le asomaba por los labios un poco de espuma sanguinolenta. Era conocido por sus violentas pasiones amorosas, en las cuales derrochaba todo el oro que lograba reunir.
- Hemos traído leyes justas para todos -dijo el tendero-. Si no las cumplimos el Gobierno enviará soldados a que nos las hagan respetar por la fuerza. Todos perderemos por la insensatez de unos cuantos. Sean ustedes razonables. Todo el mundo sabe que han encontrado un buen yacimiento. Si necesitan el agua de Murrieta, páguenla, que él no tendrá inconveniente en venderla. No les va a costar mucho.
- Si fuera norteamericano, sí -dijo «Moctezuma» Joe, veterano del asalto a Chapultepec, que vivía obsesionado por los recuerdos de la pasada campaña-. No me importaría pagarle dinero a un yanqui; pero no a un grasiento mejicano. La guerra decidió la cuestión ¿no? California es nuestra ¿no? ¡Pues al diablo los extranjeros!
Estaba medio loco y fue dado de baja en el Ejército cuando en realidad debieran haberlo enviado a un manicomio. El rostro se le había alargado hasta dar a su cabeza ese aspecto que se conoce por el calificativo de «Cara de caballo.» Tenía la boca entreabierta, mostrando unas irregulares hileras de careados y sucios dientes. Las mejillas estaban pobladas de barba rubia y sedosa, que se afeitaba cada tres o cuatro semanas. Llevaba el cabello revuelto y sus ojos, muy pálidos, miraban como si vieran algo emocionante u horrible. Cuando le daban los ataques, se pasaba horas con la mirada fija en un punto vago, hacia el cual se iba volviendo cuando cambiaba de sitio. Al mismo tiempo movía los labios como si hablase, aunque sólo dejaba escapar aire.
Comprendiendo que era inútil perder el tiempo, la comisión se retiró. Se marcharon de prisa, temiendo que los cinco mineros los despidieran a tiros.
- ¿Para eso hemos ganado la guerra? -preguntaba «Moctezuma» Joe-. ¿Para eso? ¿Para respetar las propiedades de un indio ganamos la guerra? ¿Para eso hice yo veinte prisioneros?
Los otros empezaron a refunfuñar, malhumorados por la perspectiva. «Moctezuma» Joe hablaba poco; pero cuando lo hacía, infaliblemente trataba el mismo tema. Sus prisioneros. No fueron veinte, sino cuatro jóvenes cadetes que se entregaron, porque a los quince años no se sabe luchar.
- Eran pequeños y delgados. Muy delgados. Parecían muñecos vestidos de soldados. Iban despeinados y tenían los ojos más grandes que la cabeza. Cada ojo era más grande que toda la cabeza. Por esto los llevaban fuera, porque no les cabían dentro de la cabeza…
«Moctezuma» Joe hablaba monótonamente, repitiendo palabra por palabra lo que había narrado cientos de veces a cientos de personas, y docenas de veces a sus actuales compañeros, que le soportaban porque cuando se ponía a trabajar lo hacía como una máquina, sin descansar, durante horas y horas, sin quejarse, sin protestar, sin perder el ritmo, hasta que sus compañeros le quitaban la pala de entre las manos.
- Salieron de debajo de unos arcos donde habían estado esperando que llegáramos nosotros para matarnos a traición. Pero se les enfrió el valor y se rindieron; pero yo leía en sus ojos que nos odiaban. Leí en sus ojos que esperaban que yo me descuidara para matarme entre todos. Eran demasiados. No tenía dónde guardarlos. No podía entregarlos a otros soldados, porque entonces hubieran hecho con ellos lo que pretendían hacer conmigo, no podía irme y dejar aquel peligro contra mis compañeros. Honradamente. No podía hacer otra cosa. De verdad que hice lo único que se podía hacer. Eran tan delgados que no costó nada. Y estaban tan asustados por sus remordimientos, que no intentaron huir. Se dejaron atravesar por la bayoneta. Uno tras otro. El tercero tenía los huesos un poco más duros y la bayoneta se me dobló. Parecía un sacacorchos cuando la saqué. El último de los veinte me costó mucho. La bayoneta no se clavaba bien, porque estaba tan torcida, estaba tan torcida… tan torcida… -los ojos se le iban dilatando y la barbilla le temblaba convulsivamente-. La bayoneta estaba tan torcida que no se podía clavar bien y el chico chillaba, chillaba. Lo hacía para ponerme nervioso. Al fin le clavé la bayoneta; pero entre unas costillas y no pude sacarla. El quería escapar y se llevaba la bayoneta y el fusil, y gritaba llamando a sus amigos para que me matasen, aprovechando que yo no tenía fusil ni bayoneta. Y tuve que coger una piedra muy grande y con ella le hice callar golpeándole en la cabeza. ¡Cloc, cloc, cloc, cloc, cloc… cloc…!
Aquí terminaba el relato, aunque durante varios minutos seguía repitiendo monótonamente su cloc, cloc, hasta que el de las mejillas sumidas que tosía sangre, o el de la barba roja, o el muchacho que había huido de su casa después de apuñalar a su padrastro, o el antiguo estibador de San Luis, le obligaban a callar dándole de bofetadas o de golpes hasta dejarlo casi sin sentido.
Pero esta vez no le golpearon. Se apartaron de él y tomaron su partido.
- A ese mejicano le tenemos que dar una lección -dijo Kid, el que había apuñalado a su padrastro, mientras pasaba las yemas de los dedos por el filo de su cuchillo de monte.
- No debemos tolerar que un mejicano nos quite lo que nuestros bravos soldados ganaron para nosotros -dijo Herret, el de las mejillas sumidas-. Le quitaremos su tierra y… su… y su…-. La odiosa sonrisa se le escapó de entre los labios, escurriéndose, como si fuera baba-. ¿Para qué necesita un mejicano una mujer tan bonita?
- A mí también me gusta -dijo Kid-. Me molestaría que la quisieras sólo para ti, Herret.
- No nos pelearemos por ella -gritó el antiguo estibador de los muelles de San Luis-. Una mejicana no vale tanto como para que unos caballeros se maten por ella. -Lo haremos a suertes -dijo el pelirrojo.
- ¡Mataré al que tenga más suerte que yo! -prometió Herret. Kid le miró amenazador; pero el pelirrojo intervino:
- Está loco por ella, chico. Déjale. ¿Qué más da que sea él antes que tú? Tendremos tiempo. Primero mataremos al marido. ¡Tú, «Moctezuma»! Ven con nosotros. Vamos a matar a un mejicano.
El loco sonrió bobamente como si le anunciaran que iba a disfrutar de una golosina o de un espectáculo divertido, y los siguió hacia la cabaña de adobes bajo el pino solitario.