CAPITULO III LA HORRIBLE SALVAJADA
Los cinco mineros, con sus ropas sucias de barro y de sudor, llegaron a la puerta de la casita cuando el sol se hallaba en su cénit. Rosita acababa de preparar la comida y presintió el peligro. Murrieta, que había pasado la mañana sentado junto a la mesa, fumando casi toda su provisión de cigarros, se levantó.
- ¿Qué desean? -preguntó en inglés.
- Hemos venido a decirte que te marches -anunció Herret-. ¡Que no te queremos ver más aquí!
- ¿Quién dice eso? -preguntó Murrieta, tenso como un muelle de acero.
- ¡Nosotros! -replicó Herret indicando con un ademán a sus compañeros-. Buenos ciudadanos norteamericanos. Lo cual no eres tú, extranjero. Este campamento es de hombres blancos y no queremos indios.
- Tengo derecho a estar aquí. Tanto derecho como ustedes.
- ¡No venimos a discutir! -dijo el pelirrojo-. No somos abogados; pero conocemos nuestros derechos y te obligaremos a respetarlos.
- ¡Ya estamos hartos de que se nos robe! -dijo el estibador de San Luis-. Esta tierra no se ha ganado para vosotros. Puedes ir a Washington a discutir con el tío Sam sobre si tienes derechos o no. Pero entretanto tu denuncia ha caducado. El yacimiento es nuestro.
- Para echarme tendríais que matarme -dijo Murrieta, que lamentaba no haberlos recibido a tiros antes de que entrasen en la casa.
- Eso es lo que haremos -dijo Herret.
- Si me asesináis os colgarán a los cinco.
Los mineros se echaron a reír.
- No es delito matar a un indio -dijo Kid.
- A pesar de todo preferimos que te marches por las buenas -intervino el pelirrojo, que era el más sensato de todos, sin que ello quiera decir que fuese un modelo de sensatez-. Vete por tu propio pie o te irás dentro de una caja de pino.
Joaquín Murrieta irguió la cabeza. No se dejaba intimidar por las amenazas. En el fondo creía que los mineros no cumplirían lo que prometían.
- No me dejaré dominar -dijo-. No soy una liebre que huye al escuchar el ladrido de una trailla de perros. Soy tan hombre como el que más lo sea de ustedes. Vuelvan, pues, a su trabajo y déjenme en paz. Y si quieren seguir utilizando mi agua, paguen por ella.
- No está mal -sonrió Herret-. Eso de pagar tu agua es una buena idea, hombre. Toma. Aquí tienes la primera parte de la paga.
Su puño golpeó a Murrieta, que se desplomó de rodillas, aunque en seguida volvió a levantarse y se precipitó hacia la cómoda, sobre la cual había dejado su revólver.
Los cinco se precipitaron sobre él, golpeándole a ciegas, abrumándole por la simple ley del número, sin dejarle más posibilidades de defensa de las que hubiera tenido un cordero en medio de una manada de lobos.
- ¡Mi revólver, Rosita, mi revólver! -gritaba en medio del tumulto y del barullo que iba destrozando sus muebles y su cara.
Kid lo cogió antes que Rosita. Esta buscó entonces el cuchillo que Joaquín utilizaba para cortar el pan. Lo abrió, con irritante chirrido, y empuñándolo se precipitó contra los enemigos de su marido. El peligro había transformado a la alegre muchachita de diecisiete años en una tigresa dispuesta a todas las violencias. ¡Ayudaría a Joaquín o moriría en la empresa!
¡Era muy valiente! Pero ante todo era una niña. Su heroísmo fue inútil. Herret la detuvo y le retorció la muñeca hasta hacer que soltase, el facón. Luego la empujó hacia la otra habitación, jadeando:
- ¡Pequeña salvaje! Eres una hiena; pero estás tan bonita que no me importa.
Rosita presintió el nuevo peligro y se retorció como una serpiente; pero la pasión da fuerzas a los débiles y acrecienta las de los fuertes. Herret no tuvo apuro en evitar los puntapiés que Rosita le pegaba y en retenerla por las muñecas, sin dejarla huir.
Mientras tanto, a culatazos, a patadas, a golpes y a silletazos, Joaquín Murrieta era derrotado, hasta caer en medio de un charco de sangre, del cual ya no pudo levantarse cuando los otros, jadeando, se apartaron en espera de reanudar la lucha si el mejicano pedía más.
La única que pedía a gritos e invocaba protección divina era Rosita, cuyo sentimiento de impotencia la enloquecía, haciéndola agotarse en una inútil resistencia, en una desesperada lucha contra Herret y los que luego acudieron a dominarla
Fue una lucha vergonzosa, de la cual no se avergonzaron los que fueron actores principales. Con el traje desgarrado, el cabello suelto y agitado, como una negra ala, temblando y gritando su llanto. Sólo entonces, sin fuerzas para nada, absolutamente para nada, cayó como una bestia herida a los pies de sus enemigos, que la arrastraron hacia la otra habitación.
Herret quedó solo con ella. Los otros esperaban. De cuando en cuando pegaban un puntapié a Murrieta, para asegurarse de que no podría impedirles lo que deseaban hacer.
Cuando Herret salió traía el rostro ensangrentado y todos los dientes de Rosita marcados en la mejilla.
- Aún tenía fuerzas - rió-. Es una pequeña hiena.
Kid entró en la habitación. Rosita, reuniendo sus débiles fuerzas, se arrastraba hacia la rústica cómoda, en la que Joaquín guardaba un pequeño cuchillo, simple chuchería, que sólo hubiera servido para abrir cartas o hacer punta a un lápiz. Al ver al muchacho la joven levantó a él su rostro, ensangrentado con su propia sangre y con la de Herret y lanzó un gemido, un quejido implorante.
El Kid notó en su pecho el comienzo de una reacción semejante a la que se produce al final del invierno, cuando el hielo de los grandes ríos, inmovilizados, empieza a romperse bajo el impulso del calor que sube de la misma tierra. Pero no quería ser débil. No quería que sus compañeros, y especialmente Herret, se burlasen de él. No quería dejarse vencer por una queja femenina. No obstante, cuando salió de la habitación sentía remordimiento y vergüenza; pero sonrió como imaginaba que debía sonreír un hombre muy hombre.
Los que le trataron durante el resto de su vida no le volvieron a ver sonreír. Vivió taciturno, sombrío y coma torturado por un mal interno y secreto.
Mientras los demás iban entrando en la habitación, él se sentó junto a Murrieta, por si éste recobraba el conocimiento. Junto a él sentóse el loco «Moctezuma» Joe, hasta que el antiguo estibador le dijo, riendo.
- Ya puedes ir. Ahora te toca a ti.
Lo empujó hacia la habitación, y luego dentro de ella, cerrando la puerta.
Joe se acercó, con la mirada vaga, y el labio inferior colgante, al lugar donde estaba Rosita.
- ¡Mátame, por favor, mátame! -pidió con voz apenas perceptible.
«Moctezuma» Joe la oyó y la entendió.
- ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué quiere que la mate, señora?
Con voz entrecortada, sin aliento, jadeando, Rosita le explicó el por qué de su deseo.
- ¡Oh! ¿Por eso? ¿Es para eso que he venido?
- Sí. Por favor. Si es bueno lo hará, señor.
Joe acarició con torpe mano la empapada cabellera de Rosita.
- Es joven -dijo-. Es bueno morir joven…
Dejó de verla y, en su lugar, aparecieron viejas escenas de la guerra de Méjico. El asalto a Chapultepec. La muerte de los héroes niños y, por fin, su intervención en la pelea. Empezó a oír los gritos de los que morían a sus manos y un agrio estruendo dentro de su cerebro. Volvió a ver, como a través de una niebla, a Rosita, que movía los labios pidiéndole que la matase, para que se pudiera reunir con su marido. Pero él oía otras cosas, otras palabras, muy distintas, y ansioso de hacer callar aquellos labios atenazó con sus manos la garganta de Rosita y apretó hasta ahogar la voz y los estruendos. Entonces Joe sonrió, murmurando:
- Ya está, señora. Ahora todo irá bien.
Con un mugriento pañuelo limpió el sudor mezclado con sangre que bañaba el rostro de la muerta. Para protegerla del frío, la cubrió con una manta y, para facilitar su sueño, entornó los postigos de la ventana; luego salió lentamente, reculando hasta llegar fuera y cerrar la puerta.
Herret soltó una carcajada y Joe le ordenó, furioso:
- ¡Calla!… ¡Sssst!… La señora duerme.
Kid precipitóse en el cuarto y salió en seguida, mortalmente pálido.
- ¡La ha asesinado! ¡La ha estrangulado!
Saltó contra Joe y le golpeó con duros puños, hasta derribarle sobre Murrieta, mientras gritaba:
- ¡Bestia, más que bestia!
Los otros entraron en la habitación para comprobar lo ocurrido, y al salir atacaron a patadas y a puñetazos a «Moctezuma» Joe, gritándole.
- ¡Maldito loco!
- ¡Asesino!
- ¡Deberías colgar por lo que has hecho!
A cada golpe y a cada puñetazo querían incrustarle en la carne y la sangre sus propias culpas, sus propios delitos haciéndolo único responsable de todo.
Joe se defendía con las manos y con los brazos y por fin huyó hacia el río, donde tenían el campamento.
Los otros quedaron agotados y jadeando nerviosamente.
- ¡Maldito loco! -hipó Herret-. Deberíamos echarlo del campamento.
- Si cuenta lo ocurrido… nos harán bailar al extremo de una soga -dijo el pelirrojo, frotándose nerviosamente el cuello, como si ya se lo apretasen.
- ¿Y éste? -preguntó Kid, señalando a Murrietá.
- Esos mejicanos se toman muy a pecho lo que hacen a sus mujeres -observó el estibador-. Yo vi a uno que mató a cuchilladas a tres hombres que parecían capaces de partirlo en dos con las manos. No pudieron con él. ¿Por qué no nos anticipamos? -y desenvainó un cuchillo de monte.
- Si lo dejamos aquí, muerto de una cuchillada, sospecharán de nosotros y volverán los del pueblo para colgarnos por el doble crimen.
- Nadie se molesta por vengar a un mejicano -dijo el pelirrojo-. A fin de cuentas, no nos dirán nada.
- Nadie se molesta en vengar a un mejicano si de la venganza de su muerte sólo resultan molestias, pero en este caso existe un yacimiento de oro muy importante. Si nos cuelgan a los cinco, pondrán en venta nuestro yacimiento o lo repartirán entre los que nos maten. Es mejor borrar huellas prendiendo fuego a la casa. Que todos crean que murieron abrasados. Si sospechan otra cosa no podrán probarlo.
Los demás le escucharon silenciosamente, sin expresar conformidad ni disconformidad; pero cuando empezó a preparar las cosas para el incendio los tres le ayudaron a apilar muebles y objetos inflamables, a los que Herret aplicó la llama prendida en la misma que alumbraba la imagen de la Virgen.
Salieron para presenciar el total incendio de la cabaña, pero Herret previno:
- Si nos quedamos nos exponemos a que sospechen de nosotros los que acudan a apagar el incendio. El humo se verá desde el pueblo, porque la casa queda en lo alto.
Se fueron sin volver la cabeza, dando un rodeo para no cruzarse con los que, sin duda, acudirían a la cumbre de la colina, a la cual el penacho de humo daba aspecto de volcán.