Capítulo VII Un testamento y algo más

Doña Teresa Linares apretó contra su pecho a su hija y le acarició nerviosamente la cabeza.

- ¡Dios mío! -musitó-. Creí que ahora todo habría terminado.

Janis, la viuda de Eider, dijo, mordazmente:

- Ni en el otro mundo permanecerá quieto. Seguirá haciendo mal a quien pueda.

No era preciso que dijera que se estaba refiriendo a su marido. Por eso la señora de Ortega la miró, reprensiva.

- No diga eso -pidió-. Por haber muerto, los que fueron culpables ya han merecido nuestro perdón. El castigo definitivo está en manos de Dios.

Aún se alojaban en la extraña casa de Eider. Janis se lo había pedido. No se atrevía a vivir sola en aquel caserón, con los hijos que no eran sus hijos, y con demasiados recuerdos malos. Y como la señora de Ortega y su hija no tenían otro hogar a su disposición que la casa en que fuera asesinado Julio de Ortega, las dos prefirieron quedarse allí.

- No imagino qué podían querer de ti aquellos hombres -siguió la madre de María Teresa. Después, fijando su agradecida mirada en César, agregó, para él-: Te doy las gracias por tu intervención.

- Es muy valiente, mamá -susurró María Teresa-. Es el nombre más valiente que he visto.

Lo dijo no tan bajo como para que no lo oyese César, que se sofocó y comenzó a sentirse incómodo.

- Estoy deseando saber el texto del testamento de John -dijo Janis, que, como todo ser egoísta, consideraba sus pequeños problemas mucho más graves que los ajenos, por importantes que éstos fueran-. No veo por qué ha de estar presente el sinvergüenza de Beaver.

- Lamento su opinión acerca de mí, señora -dijo desde la puerta Walter Beaver.

Janis no se turbó.

- Si ya la ha oído, no tengo por qué alterarla -dijo-. No tengo motivos para sentir ninguna estima hacia usted, señor Beaver. Y cuanto antes se marche de esta casa, mejor.

- Pues cuanto antes se lea el testamento, antes saldrá uno de nosotros de esta casa.

- Usted saldrá -corrigió Janis.

Beaver se inclinó.

- Eso mismo quise decir. Perdone mi torpeza al hablar. Mi lengua carece de viveza de que tanta gala hace usted. Cuando quiera podemos ir a la biblioteca. Y creo conveniente que nos acompañen la señora Ortega y su hija. Y también usted, señor Cuervo. No le hacía aquí.

César le miró, replicando con lentitud:

- Y yo le hacía en los funerales de sus amigos.

Beaver sonrió con la boca, pero no con los ojos.

- Tiene más puntería usando sus revólveres que su lengua, jovencito -dijo.

- Defecto del cual me alegro. Me da una gran seguridad en mí mismo. Oiré el testamento si la señora me lo permite.

- Claro que sí, César -contestó Janis-. Estoy muy nerviosa y me parecerá que el fantasma de John ronda por la biblioteca. Además sé que en su testamento habrá bastantes cosas desagradables.

El notario señor Downs les acogió limpiando nerviosamente los cristales de sus lentes, que pendían de una cinta negra anudada al chaleco. Mientras saludaba a los recién llegados y les invitaba a sentarse, probó varias veces la nitidez de los cristales y volvió a limpiarlos con el gran pañuelo de algodón. Por fin, se los caló sobre la nariz, carraspeó hasta que se hizo el silencio y abriendo una negra cartera de piel, sacó un documento metido en una carpeta de papel de barba cuya cara estaba adornada con profusión de letra gótica en azul, rojo y negro.

- ¡Ejem! -carraspeó por última vez el notario, y, limpios los lentes, aclarada la garganta y hecho el silencio, comenzó:

- «Escritura de testamento otorgado por el señor John Eider…

- Abrevie -pidió Janis-. Esos trámites no significan nada.

- Perdone, señora -protestó el notario-. Sin esos trámites el testamento no sería legal. Puedo pasar por alto lo relativo a la portada, al número del testamento, pero no lo demás.

La garganta se le había obstruido y repitió el carraspeo; luego siguió la lectura:

- «En la población de San Ginés, condado de San Ginés, estado de California, a dos de noviembre de mil ochocientos setenta y dos. Siendo las diez y media, constituido yo el suscrito…

- ¡Abrevie, por Dios! -gritó Janis.

El notario la miró con antipatía.

- Está bien. Saltaremos los nombres de los testigos, la filiación del esposo y llegaremos al punto en que…

El notario miró de nuevo el testamento, siguiendo su lectura:

- «Dicho interesado manifiesta que deseando disponer de sus bienes para después de su fallecimiento, pasa a otorgar este testamento, con el cual revoca cualquier otro anterior al presente, en los siguientes términos:

»De todos mis bienes, derechos, acciones y propiedades que me correspondan a mi fallecimiento nombro heredero vitalicio a mi buen amigo y colaborador Walter Beaver.

Janis saltó como una fiera herida.

- ¿Qué significa eso? -gritó.

El notario estuvo a punto de decirle que era el castigo de Dios por haberle interrumpido tantas veces.

- La voluntad de su esposo -dijo.

- ¡Es falso! Ese testamento no es legítimo.

Downs lo aceptó plácidamente.

- Me será muy grato probar ante cualquier tribunal la legitimidad del testamento otorgado por su esposo estando en pleno y perfecto uso de sus facultades mentales.

- Siga la lectura -pidió Beaver, que no había demostrado ninguna sorpresa-. Debe de decir algo más.

- Así es, señor Beaver -contestó, amablemente, el notario-. Después de pequeños encargos relativos a su entierro, que usted ya conocía, dice: «Ordeno, además, a mi dicho heredero el pago y cumplimiento de los siguientes legados:

Primero: A mi muy querida y respetada esposa, Janis Carter, con el fin de que pueda lamentar mi muerte, le entregará mensualmente la suma de cincuenta dólares, mientras dure su vida. Si él llegara a fallecer antes que mi amada esposa, ésta recibirá entonces los bienes de que hago reservar a continuación:

»Mi heredero, el señor Beaver, podrá administrar la totalidad de mis bienes, exceptuando la cantidad de un millón de dólares, que colocará en un banco Federal para con su renta atender:

«Primero: Al pago de la antedicha pensión a mi esposa.

«Segundo: Al pago de la educación, en los mejores colegios del país, de los llamados Johny Eider, Peter Eider y Cathy Eider. Con esa renta se les proveerá de medios suficientes para que al cumplir los veinticinco años puedan establecerse en las distintas profesiones que elijan.

»Si falleciera el señor Beaver, mi esposa pasará a disfrutar de la administración de ese capital, así como de todos mis bienes que restaren después de la que espero prudente administración del señor Beaver. En caso de ocurrir el fallecimiento de mi heredero y mi esposa recibiese una cantidad mayor al millón de dólares, cesará de recibir la renta de cincuenta, pasando el millón de dólares reservado a ella y los citados Johny, Peter y Cathy Eider, a estos últimos en partes iguales.

»Si falleciese mi esposa, mi heredero lo será entonces definitivo y podrá disponer a su libertad de todos mis bienes, exceptuando el millón antes citado.

El señor Downs dejó el testamento sobre la mesa, se limpió los lentes, enturbiados sin duda por el paso de la mirada del notario, y declaró:

- A continuación viene una lista de las propiedades, acciones, valores, cuentas corrientes y otros beneficios. La lista es muy larga, y aunque falta la tasación oficial, se puede calcular que sus bienes ascienden en el día de hoy a tres millones novecientos noventa mil dólares y quince centavos.

Beaver irguió la cabeza.

- Yo calculé doscientos mil dólares más -dijo.

- Y calculó usted bien; pero a última hora el señor Eider introdujo de su puño y letra, y delante de testigos, una pequeña variación según la cual pasan a poder de Juan Antonio de la Gándara las fincas que se indican, y que comprenden la antigua hacienda «Los Huesos», «Fuente Roja» y algunas más que reconoce haber usurpado. La tasación oficial es de doscientos mil dólares; pero lo cierto es que esas tasaciones se hacen siempre por bajo, y que en realidad se puede calcular en nueve millones el valor de la herencia del señor Eider.

Janis miró, con no disimulado odio, a Beaver.

- No gozará mucho tiempo de su riqueza -dijo.

Beaver la miró con no menos odio.

- Espero gozar mucho tiempo de esa riqueza, señora.

Janis salió del cuarto, después de arrancar de un tirón la copia del testamento que le ofrecía el notario. Beaver se quedó hundido en su sillón, gruñendo:

- Es una incitación al crimen. O ella me mata a mí, o yo tendré que matarla para vivir en paz.

- Pueden llegar a un acuerdo amistoso -propuso el notario.

- ¿Con ella? ¡Bah! No la conoce.

- ¿Cómo es que no lo ha dejado todo a sus hijos? -preguntó la señora Ortega.

- No eran hijos de ellos -gruñó Beaver-. Los recogió para utilizarlos de pararrayos si Gándara le atacaba. ¿Cómo no se ha avisado a ese caballero?

- Me aconsejaron que no le pusiera frente a usted -dijo el notario.

- ¿Por qué no?

- Estuvo enamorado de la señora Eider. Y si le odia a usted un poco, el deseo de beneficiar a su antigua amada podría impulsarle al crimen.

Beaver frunció el ceño. Aquel testamento era una complicación en sus planes. Casi sería mejor renunciar a todo…

Una voz le empezó a susurrar al oído: «Nueve millones, nueve millones.»

No podía despreciar tanto dinero, aunque para defenderlo tuviera que luchar en dos frentes.

Salió de la biblioteca, después de guardar la copia del testamento, y preguntó a una de las criadas dónde estaba la señora Eider.

- Se fue en el cochecito. Creo que al pueblo…

«Va a buscar a Gándara -pensó Beaver. También pensó en el fracaso del intento de secuestro de María Ortega. Por fin decidió-: He de llegar a un acuerdo con ellos o romper con la Luciérnaga»; pero el brazo de aquella hermandad era demasiado largo para que se pudieran despreciar sus efectos. Estaba entre dos espadas.

- ¡Maldito Eider! -gritó amenazando con el puño el retrato de su jefe-. A lo mejor te imaginas que me has hecho un favor.

Bruscamente vislumbró una solución. La señora de Ortega salía con su hija y con el joven César.

- ¿Puedo hablar con usted, señora? -preguntó Beaver.

- Claro.

- En privado.

- Mi hija tiene derecho a oír cuanto yo pueda hablar -dijo Teresa Linares.

- Yo puedo marcharme -dijo César.

- Después de lo que ha hecho por nosotras, debe quedarse -pidió doña Teresa.

- No importa -dijo Beaver-. Se trata de lo siguiente: yo tengo muy importantes y graves asuntos que resolver, y no me interesa ir por el mundo temiendo que una señora me haga matar o me mate por su propia mano. Me encuentro con una herencia que no he deseado y que sólo me dará quebraderos de cabeza.

- Eso parece -admitió la señora Ortega.

- Usted me puede solucionar el problema.

- ¿Yo? ¿Cómo?

César no apartaba la vista del rostro de Beaver, tratando de leer en él sus intenciones.

- He estudiado el testamento y puedo cambiar unas tierras por otras. Lo que me interesa es vivir en paz. Eider tenía muy buenas tierras en el condado de San Ginés. Ahora son mías y no lo son; pero sé que puedo ofrecérselas a usted. Vendérselas. Ya ha oído lo que valen. Por lo menos seis millones. No se las venderé todas, sino una parte.

- Yo no tengo seis millones, ni tres, ni uno -dijo la señora Ortega.

- Sé lo que usted tiene. Lo que le propongo es que me cambie sus tierras de pastos, o sea, el rancho Teresa, por cualquiera de las grandes fincas que fueron de Eider. Una tierra sin valor, por unas tierras riquísimas. Puede quedarse con las ovejas. Y puede quemar la casa. Lo que quiero es demostrar a Janis que estoy dispuesto, si no se aviene a un acuerdo, a cambiar las propiedades de su marido por trozos de desierto. Así espero convencerla. Y como, para empezar, he de hacer un cambio malo, quiero que usted sea la beneficiaría.

Teresa Linares de Ortega se turbó.

- No sé… qué decirle -tartamudeó-. Su oferta es buena.

- Demasiado buena -dijo César.

- Le he expuesto los motivos que me obligan a hacerlo -dijo Beaver-. No es por simple generosidad.

- Pero mi esposo amaba nuestro rancho. Decía que, con el tiempo, valdría un millón. ¡Si se pudiera regar! Prefiero que me dé tiempo para reflexionar -pidió Teresa Linares-. No es una cosa urgente, ¿verdad?

- Puede que, para usted, no; pero es mi vida la que se halla en juego -recordó Beaver-. A usted no le gustaría que me matasen por no haberme ayudado a tiempo de la más fácil de las maneras.

- No está bien que hable así a mamá -protestó María Teresa-. Vamos. Nos instalaremos en el hotel.

- Pueden seguir en esta casa -invitó Beaver-. Incluso se pueden quedar con ella.

- No, no -dijo María Teresa-. Me recuerda demasiadas cosas feas. Vamos, mamá.

* * *

Brett Dickson acudió a traer una mala nueva a Beaver. Brett era uno de los pistoleros que había importado de distintos lugares del Oeste. Era uno de esos hombres cuyo aspecto es tan engañador como un espejismo. Caminaba lentamente, tenía caídos los hombros, tristes los ojos, y adornaba su labio superior con el más melancólico de los bigotes. No era el pistolero rasurado, ágil como un tigre, cuyos ojos denuncian a la legua su profesión. Brett tenía aspecto de agricultor y él procuraba cultivar aquella apariencia que tan bien le servía.

- Ha llegado el mestizo Carlos Bradford -dijo a Beaver-. Pidió prestado un dólar a uno que le conoce y se dirige hacia el bar. Si bebe una gota de licor, dirá todo cuanto sabe.

Beaver se encogió de hombros.

- No le venderán licor.

- Lleva dinero. No olvide que tiene un dólar.

- ¿Sabe usted lo que Carlos puede decir? -preguntó Beaver.

Brett Dickson dijo que no con la cabeza.

- Pero -agregó en voz alta- él ha dicho y repetido que, si un día se pone a hablar, usted correrá a taparle la boca con billetes de mil dólares. No deje de tener en cuenta que un vaso de whisky, en un alcoholizado como Carlos Bradford…

- ¡Es verdad! -se impacientó Beaver-. ¡Por todas partes complicaciones! Primero lo del chiquillo ese puesto a hacer de caballero andante…

- Si me lo permite, le desmonto de un par de tiros.

- No. Si le mata, ha de ser cara a cara. Su padre armaría un jaleo tan grande que haría historia. Resolvamos lo de Carlos.

- El sheriff se está poniendo difícil -siguió Brett-. Quiso visitar nuestro campamento y, como no le dejamos, prometió volver con gente armada.

- Para él ya se ha dispuesto todo. Tú eres forastero en el pueblo, ¿no? Quiero decir que nunca has entrado en él.

- No.

- Oficialmente no conoces al sheriff.

- Desde luego que no; pero le conozco.

- Nadie lo sabe. El plan será el siguiente…

Brett lo escuchó, moviendo afirmativamente la cabeza a cada detalle.

- Es un buen plan si usted no falla.

- No fallaré. Pero tú tampoco falles. Buena suerte.

Beaver montó a caballo y encaminóse al galope a la residencia del sheriff.

Stanley Meadows le recibió sin cordialidad.

- ¿Qué desea, Beaver?

- Hablar con usted.

- Viene oportunamente. Yo también deseo hablar con usted. Empiece.

- No es urgente. Dígame lo que me quería decir.

Meadows paseó por la habitación con las manos a la espalda. Iba en mangas de camisa y, colgado del respaldo de una silla, estaba su chaleco con la estrella de plata, distintivo de su cargo. Beaver se sentó cerca de aquella silla.

El sheriff siguió paseando y, de vez en cuando, acariciaba la culata de su colt del 45. Una de las veces en que daba la espalda a su visitante, Beaver soltó el cierre de la aguja que sujetaba la estrella del chaleco. Y cuando Meadows, que ya había empezado a hablar, le volvió otra vez la espalda, Beaver arrancó del chaleco del sheriff la estrella de plata.

- Yo no sé qué juego lleva usted entre manos -decía el sheriff-. Sé que no es limpio, porque, para jugar limpio, no se importan de Arizona, Nuevo Méjico, Nevada, Tejas y Oklahoma la peor colección de pistoleros que han caído sobre California.

- Es usted muy duro con ellos.

- Son pistoleros peligrosos, y no creo que los haya traído para segar trigo. Hoy, seis de sus hombres pretendieron raptar a la señorita Ortega.

- Algo he oído -admitió Beaver-; pero también me han dicho que la señorita Ortega, con su escopeta de juguete, disparó sobre mis hombres. Ellos la persiguieron para darle una zurra. Desgraciadamente, alguien se equivocó, y yo he perdido seis buenos trabajadores.

- A tres de ellos los encontramos con una pluma de cuervo sobre el pecho -explicó el sheriff.

- Ya lo sé. El hijo del señor de Echagüe juega a ser peligroso. Es un mal juego.

- Para sus hombres lo ha sido. Ahora bien, quiero hablarle claro. Yo obtuve el cargo de sheriff porque el señor Eider imaginó que yo sería un pelele, como lo fue su suegro.

- Eider ha muerto y usted quiere echarse atrás.

- Modere sus comentarios, Beaver, porque, de lo contrario, se los haré tragar a puñetazos… o a tiros.

- Cálmese. Sólo quise decirle que yo sé pagar a quienes me ayudan.

- Ya lo sabía; pero yo tengo la descabellada pretensión de imponer el orden y la Ley en San Ginés. ¿Cree que no lo conseguiré?

- Creo que no; pero puede intentarlo. Yo me mantendré siempre dentro de la Ley.

- Así lo espero. Y le voy a dar una oportunidad para demostrarlo. Quiero que mañana, a estas horas, sus pistoleros hayan salido de San Ginés.

- Cuente que usted no los volverá a ver en su condado -prometió Beaver-. ¿Qué más quiere?

- Que deje en paz a la señora de Ortega.

- ¿Lo pide el enamorado de su hija?

- Lo pide el sheriff. Pero, como hombre, le advierto que, si vuelve a molestar a la señorita María Teresa, le mataré.

- No será necesario recurrir a tanta violencia. No me gustan las frutas verdes. Siempre se indigestan.

- Recuerde su acertada opinión. María Teresa se le indigestaría. Ahora dígame lo que me quería decir.

- Se trata del testamento de Eider. Yo soy el heredero casi total; pero en su testamento estableció unas condiciones tan feas, que lo lógico sería que su viuda y yo anduviésemos ya a tiros para eliminarnos, a fin de gozar en paz de la herencia. Lea el testamento y juzgue por sí mismo.

Tendió al sheriff la copia del testamento de John Eider. Meadows la leyó, con atención. Al terminarse la devolvió a Beaver, diciendo:

- Es el testamento de un hombre que odiaba a su mujer y a usted. ¿Qué quiere que yo haga en este asunto?

- Impedir que la viuda me asesine.

- ¿Y que usted la asesine a ella?

- No pienso hacerlo.

- Eso es lo que dice; pero no sé lo que piensa.

- Quiero vivir en paz. Estoy dispuesto a una transacción con ella. Vaya a decírselo, Que la propia Janis ponga sus condiciones. ¿Puede hacerme ese favor?

- No tengo inconveniente; pero ya sabe usted el truco que se emplea para despistar a los sabuesos que siguen una pista: se pasa un arenque ahumado por la pista, y no hay perro que resista ese olor sin desviarse en seguida en busca del arenque. No pretenda pasar uno de esos arenques por delante de mi nariz.

- No lo pretendo. Ella debe de haber ido a convencer a su antiguo novio. No quiero que Gándara me mate ni que yo tenga que matarle a él. Evítelo…

Dos disparos de revólver llegaron en débil eco a la oficina del sheriff, seguidos de gritos y exclamaciones. Alguien había resultado muerto o herido. Y alguien llamó:

¡Sheriff, sheriff!

Meadows cogió el chaleco y se lo puso mientras corría hacia la puerta, llevando la mano ya en la culata de su revólver. Beaver le siguió; pero, antes de salir, tiró al suelo la estrella de plata.