Capítulo VI Las torpezas del joven César
César de Echagüe y de Acevedo cabalgaba lentamente, al lado de María Teresa de Ortega, por las tierras de pastos, pasando por entre rebaños de ovejas que roían la áspera hierba de aquella desolada pradera.
- Es usted muy bonita, María Teresa -dijo el joven.
- Es la vigésimo tercera vez que me lo dice.
- En la escuela me enseñaron que la verdad debe proclamarse, con todo el rigor de nuestra voz, hasta que las piedras mismas se empapen de ella.
- Ya deben de estar empapadas, porque en vez de retener sus verdades, las devuelven en forma de ecos.
- ¿No le gusta que le diga que es usted bonita?
- No. Y van veinticuatro veces -dijo María Teresa, tan indiferente como si de veras le tuviera sin cuidado el ser o no ser bonita.
- ¿Por qué no?
- Porque no es verdad.
- No es verdad, desde luego.
- ¡Eh! -protestó, sin poderse contener, la muchacha-. ¿Cómo se atreve a…? Bueno -sonrió-. Lo dice para hacerme hablar.
- He dicho que no es verdad que usted crea falsa su belleza. Y creo que le gusta saberse admirada; porque, de lo contrario, no iría contando las veces que le digo que es linda.
- Un pasatiempo como otro cualquiera. Yo no soy tan vanidosa como usted, que se cree un conquistador irresistible.
César acusó en su rostro el dolor que le producía la opinión de María Teresa.
- Me juzga mal -dijo-. Yo no sé conquistar mujeres.
- El que haya fracasado cien o doscientas veces no debe desanimarle -observó, mordazmente, María Teresa.
- No la entiendo. ¿Qué he dicho de malo?
- Nada. Supongo que ha querido decir que no ha sabido conquistar a ninguna mujer, y que prueba conmigo para ver si tiene mejor suerte.
- ¿Y aunque así fuera…?
- ¡Qué tonto! -exclamó, impaciente, María Teresa sin comprender que acababa de ofender a su compañero de paseo-. Una mujer nunca se deja conquistar por quien no ha podido conquistar a otras cien chicas. Es como la ciudad sitiada por un mal general, o por un general sin prestigio, que siempre ha sido derrotado. No se entregará como no sea por hambre. En cambio, cuando el sitiador es famoso, la ciudad se entrega en seguida o lucha desesperadamente, sabiendo de antemano que está perdida; pero no aguarda a que sea el hambre o la necesidad la que la rinda.
- Veo que le aprovechan mucho sus lecturas, señorita.
Estas palabras fueron pronunciadas tan heladamente que María Teresa se volvió hacia César con la misma sorpresa que le hubiera producido el mordisco furioso de cualquiera de aquellas mansas ovejas.
- ¿Por qué habla así? -preguntó.
- Porque estamos en una tierra donde cada cual puede hablar a su gusto sin contravenir ninguna Ley.
María Teresa miró, con cierto miedo, al hijo de don César.
- ¿Es que le he ofendido?
- Su duda me ofende más, señorita.
- No le entiendo.
- Ya lo he advertido.
- ¡Por favor! Hable claro. No me gustan las medias tintas. Hace un momento me llamaba bonita. ¿Ya no me cree bonita?
- Por vigésimo quinta vez le diré que es usted muy hermosa, o muy bonita, para que sea igual que antes.
- ¿Es que ya no desea conquistarme?
- No. Veo que no tengo bastantes fuerzas para el asalto a su corazón. Y como no he pensado nunca en que una mujer me pudiese aceptar para calmar su hambre de pan o de lujo, me retiro y cedo la conquista a quien la juzgue digna de él.
- Creo que se dará cuenta de que es usted quien me está ofendiendo, señor de Echagüe -dijo, temblorosa de indignación, María Teresa.
- Me doy cuenta, y me alegro de haber conseguido ofenderla. Yo no tengo la facultad de mi padre de ofender riendo y de aceptar las ofensas como si fueran halagos. Si me azotan, pego coces.
- ¡Como las mulas! -gritó María Teresa.
- O como los asnos.
- ¡Imbécil!
César quiso encontrar una palabra bien ofensiva; pero, cuando al fin la encontró, no se atrevió a soltarla. Su indignación no llegaba hasta aquel extremo.
- ¿Desea que volvamos a casa? -preguntó, tras un gran esfuerzo.
- No necesito la compañía de ciertas personas. No creo, tampoco, que usted se pierda. Adiós.
- Adiós.
María Teresa empezó a sonreír. No le gustaba que César se marchara así. Estaba dispuesta, en cuanto él le pidiese perdón, a reconocer que la culpa era toda de ella; pero César de Echagüe y de Acevedo debería tropezar, durante su vida, con su falta de flexibilidad. De su padre había heredado muchas cualidades; pero no la de saber adaptarse, instintivamente, a la situación planteada, por grave que fuera. Era rígido y duro. Era de los que se rompen antes de doblegarse. Su padre le había dicho un día:
- Recuerda la fábula del nogal y la caña. El recio nogal, que planta cara a los huracanes, siempre termina con las raíces desgajadas y tumbado por el suelo. En cambio, la caña deja pasar el viento, se inclina, y cuando el viento se marcha, convencido de que la ha humillado para siempre, la caña se vuelte a levantar y queda tan erguida como antes. No debes ser tan severo, tan firme en tus convicciones. Te crearás muchos enemigos. Si alguien, en discusión contigo, quiere la razón y a cambio de esa razón que te pide ofrece ventajas materiales para ti, dale la razón, que, si no la tiene, poco ha de durar en su poder, y saca tú las ventajas que te convengan.
Era inútil. Admitía la clarividencia de su padre; pero cuando llegaba el momento de hacer caso de los consejos poniéndolos en práctica, lo olvidaba todo y de nuevo era el roble que planta cara al viento, aunque sea a costa de quedar tumbado por él.
Ni por asomo pensó en reconocerse culpable de nada ni en pedir perdón, ni siquiera en que María Teresa obrase sólo por coquetería. Le había llamado tonto e imbécil, y, como él sólo empleaba tales adjetivos en quienes le parecían realmente tontos o imbéciles, no tenía por qué creer que la opinión expresada por María Teresa no fuera la expresión sincera de un convencimiento. Por eso, sin pedir disculpas ni atender a las llamadas de María Teresa, espoleó su caballo, regalo de aquel recio y firme don Sotero
María Teresa sintió, a la vez, ansias de llorar, de abofetear a César y de pegarle un tiro con su carabina. A lo último no se atrevió. Lo anterior no lo hizo porque César estaba demasiado lejos y hubiera sido ridículo galopar tras él para darle una bofetada. Y en cuanto a lo de llorar, como no fuese en beneficio de las estúpidas ovejas, que la miraban pasmadas… ¡Ninguna mujer malgasta sus lágrimas cuando nadie las puede ver!
- ¡Es un antipático! -decidió, emprendiendo también la vuelta a San Ginés.
César iba en dirección más recta y, por eso, María Teresa tuvo que desviarse un poco, a fin de que el joven no fuese a creer que le seguía.
César iba galopando, con las orejas ardiendo, mientras repasaba todas las reacciones que pudo tener y no tuvo, todo lo que pudo decir y no dijo.
El azar le llevó hacia las ruinas del pozo y hacia dos jinetes que lo estaban examinando y que levantaron la cabeza al oírle llegar.
- ¡Es El Cuervo! -dijo uno de ellos, a quien César ya había visto el día en que se enfrentó con Eider en plena calle.
- Un futuro gran hombre -sonrió el otro, que vestía con más distinción.
- Buenos días -saludó César-. No les había vuelto a ver. Yo soy…
- El Cuervo -interrumpió el más bajo de los negros jinetes-. Lo oímos. El nombre resulta algo feo; pero bien aplicado, si es verdad que te gusta destruir carroña.
- Además, me llamo César de Echagüe y de Acevedo.
- ¡Ah! Y yo me llamo Joao Silveira, o da Silveira. Mi amigo es tocayo tuyo. César de Guzmán.
- ¡«Los Tres»! -exclamó César, incrédulamente-. ¿Es posible?
- Sólo somos dos -rectificó César de Guzmán-. Diego de Abriles ya no puede acompañarnos.
- Cuando una mujer le echa a uno el lazo, ya se puede uno despedir de la libertad -dijo Silveira-. ¡Adiós, Libertad, adiós!
- He oído hablar mucho de ustedes -siguió César-. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué vinieron?
- Somos como buitres -explicó Silveira. Husmeó el aire y, guiñando el ojo, pronosticó-: Se van a disparar muchos tiros, va a correr mucha sangre, y eso es algo que nosotros nunca nos perdemos. Lo intuimos captando los efluvios especiales que emanan de todo lugar donde va a haber una buena pelea. A los cuervos les suele ocurrir algo parecido. Intuyen dónde habrá carroñas; pero los buitres lo intuimos antes.
- Temo que ese joven te tome demasiado en serio -advirtió Guzmán, cuyo enjuto rostro expresaba un amable interés por el hijo de don César-. Silveira tiene la cualidad de saber reír siempre -siguió-. En el mundo todos arrastramos nuestras penas. Hay quienes las arrastran descarnadamente, como esqueletos llenos de pingajos de piel y carne. Otros, como Silveira, prefieren envolver sus penas en un saco y cubrirlo de flores y de risas.
- Lo que ocurre es que a ti te gusta hacerte el importante con tu cara de juez exterminador -replicó, riendo, Silveira-. Cuando matas a alguien, ya le mataste media hora antes de disparar el tiro. Sólo con mirarle desaprobadoramente es bastante. En cambio yo, hasta el último instante les dejo con la ilusión de que todo es una alegre broma.
Guzmán, en vez de responder, fijó su atención en las ruinas del pozo.
- Eso de destruir obras hidráulicas es una superstición californiana que yo no conocía -dijo.
- Ni yo, a pesar de haber nacido aquí -corroboró César de Echagüe-. Creo que a Eider le interesaba que la señora de Ortega no abriese ningún pozo. Es raro, ¿verdad? Él le vendía los molinos de viento, y debía de tener interés en que se instalasen muchos.
Guzmán se acarició las húmedas mejillas.
- Carece de sentido -dijo-. Pero el que una cosa no tenga sentido no quiere decir que sea una locura. Los tiempos cambian. Hace años, el día de hoy era igual que el de ayer o anteayer. Luego, el día de hoy sólo se pareció al de ayer, y ahora cada día es distinto, porque el mundo va muy de prisa.
César de Echagüe y de Acevedo miraba al español sin comprender bien lo que pretendía decir. El otro prosiguió.
- Lo que ayer no valía nada, hoy vale millones.
- Usted trata de decirme algo -dijo César.
El español movió negativamente la cabeza.
- Al contrario, trata de hablar sin decirte nada -dijo el portugués Silveira-. Ni él mismo sabe lo que dice; habla y habla esperando que Dios ponga la verdad en sus labios.
El español se echó a reír y palmeó a Silveira en la espalda con tanta violencia que casi lo derribó del caballo por encima de la cabeza de éste.
- A veces eres genial -dijo-. Has acertado en el momento preciso en que yo empezaba a ver claro.
Un disparo de carabina llegó a ellos desde el Norte. En seguida otro, y, con brevísimos e iguales intervalos, fueron llegando otros cuatro.
- Es una veinticinco treinta y cinco -comentó Guzmán-. Una carabina de juguete para matar cuervos. -Mirando a César le dijo risueño-: Cuidado, amigo Cuervo… Pero, ¿qué le ocurre?
- ¡Es María Teresa! -exclamó el joven-. Le debe de suceder algo.
Azuzó a su caballo con las piernas, pues con aquel animal no usaba espuelas, y el noble bruto saltó hacia delante y comenzó a devorar espacio.
Guzmán y Silveira, casi maquinalmente, le siguieron, y aunque montaban magníficos caballos de pura sangre, éstos no estaban a la altura de aquel ejemplar de la ganadería de don Sotero García de las Lagunas.
César no oía nada y casi no veía otra cosa que la tierra volando bajo los cascos de su caballo. Trataba de otear el horizonte; pero se había levantado un poco de viento y grandes nubes de polvo rojo formaban una barrera infranqueable a la vista. Miró también hacia atrás y vislumbró unos penachos de polvo rojo levantados por los cascos de los caballos de los dos hombres de negro.
Cesó el viento, que sólo había sido una ráfaga; y el polvo levantado comenzó a descender. El sol brillaba, cegador, en la llanura. En el cielo, de un azul que parecía metálico, bajaba el calor en oleadas eléctricas. En la lejanía, sobre las cenicientas crestas de las sierras, una sola nube, inmóvil en el firmamento, recordó a César uno de aquellos merengues en forma de retorcido cucurucho que tanto le habían gustado de niño y tan poco le gustaban ahora.
¡De súbito los vio! Seis jinetes persiguiendo a María Teresa. Su corazón no le había engañado. ¿Por qué no disparaban contra ella? ¡Claro! Trataban de capturarla viva. De secuestrarla…
En su rectilíneo cerebro se formó una decisión: ¡Matar a quienes le habían querido robar a María Teresa!
Desenfundó uno de sus dos Smith amp; Wesson, acarició el cuello de su caballo, y el galope de éste se hizo tan suave como el deslizamiento de un madero sobre una balsa de aceite. Apuntó al jinete más próximo y ya iba a apretar el gatillo, cuando le contuvo el darse cuenta de que iba a matar por la espalda a un hombre que ni se había enterado de su presencia.
Para prevenirle lanzó un salvaje aullido, cuando ya el primero de los seis perseguidores rozaba a María Teresa, que se pegaba al cuello de su caballo, temblorosa de miedo; pero, al mismo tiempo, utilizando la culata de su carabina de repetición para golpear al agresor.
El grito de César hizo volver la cabeza a todos los secuestradores, y entonces el joven disparó tan de cerca que el impacto de su bala en el cráneo del bandido le sonó más fuerte que la misma explosión de su disparo. Vio volar el sombrero del hombre y fragmentos de hueso, cabello y sangre.
En cualquier otra ocasión hubiera reaccionado escalofriándose o perdiendo la serenidad. Pero ahora, al darse cuenta de que era perfectamente capaz de matar e imponer, por tanto, su fuerza y su justicia, aumentó su serenidad.
No tardó en notar que cuatro de los bandidos, cuyos rostros se ocultaban detras de pañuelos rojos, verdes y blancos, disparaban contra él. No oyó silbar ninguna bala y disparó de nuevo. Su víctima hizo encabritar su caballo muy oportunamente, a la vez que disparaba contra el joven. Esta vez César sintió un caliente zumbido junto a la cara y tuvo la impresión de que le habían acercado un hierro candente. Disparó dos veces contra su adversario y le hirió con dos balas en pleno corazón, tan juntas, que medio dólar hubiese cubierto los dos orificios. El hombre cayó bajo su caballo, que coceaba furiosamente.
Sólo pensando en la muchacha, César esquivó al animal y siguió hacia donde huían María Teresa y su perseguidor. Detrás oyó nuevos disparos y pensó que Guzmán y Silveira habían entrado en la contienda.
El bandido arrancó en aquel momento el rifle con que María Teresa le rechazaba y, abrazándose a la joven, la arrancó de la silla de su montura, cayendo con ella al suelo; pero haciéndola incorporar en seguida, manteniéndola como escudo frente a su cuerpo, mientras echaba mano a su Colt de reluciente culata.
César salto de su caballo con un ágil y bello brinco que le colocó a doce metros de María Teresa, que le miraba con ojos desorbitados por el miedo. El bandido disparó, pero el debatirse de la chica le hizo fallar el fácil tiro.
- ¡Quieta, salvaje! -gritó, golpeando a María Teresa con la culata del arma.
La muchacha lanzó un grito de dolor. César, al oírlo, lo vio todo rojo. Todo menos el rostro del bandido, que asomaba con malévola expresión junto al muy pálido de María Teresa. Aquella cara fue creciendo ante los ojos de César, que acabó viéndola tan enorme como el horizonte. Y así, sumido en aquel espejismo, pero seguro de no fallar, disparó dos veces, apuntando a los ojos que era lo único vivo que veía en el rostro del hombre.
Desapareció, como desaparecen los espejismos en el desierto, la cara del bandido. Sólo oyóse un alarido de agonía y un grito de:
- ¡César! ¡César!
Luego tuvo entre sus brazos a una María Teresa que temblaba histéricamente, que lloraba y reía a la vez, que le hablaba como si temiera no disponer de tiempo suficiente para decirle todo lo que guardaba en su corazón, que le besaba, que le humedecía el rostro con sus frías lágrimas, y a quien él también estaba besando, tratando de calmar aquel frío nervioso que la dominaba.
- ¡Oh, César, César!… Perdón… perdón… ¡Fui una estúpida!… ¡Perdóname!
Y César sentía contra su rostro el temblor de las mandíbulas de la muchacha, sentía contra sus labios sus fríos labios.
- ¡No me dejes!… ¡No me dejes! ¡Querían cogerme!…
Empezó a reír. Primero lo hizo lentamente, abrazada a César, luego con más intensidad, con la boca muy abierta y los ojos desorbitados. Y, por fin, su risa ya no fue más que un alarido bestial, mientras sus uñas se hundían, hasta hacerlos sangrar, en los brazos del muchacho.
Silveira, que había llegado con Guzmán a aquel sitio, desmontó, quitóse el guante de la mano derecha y arrancando a María Teresa de junto a César, comenzó a abofetearla implacablemente.
César se hubiera echado encima de él, si el español no le hubiera retenido.
- Fíjate bien, porque no será la última vez que te encuentres frente a una mujer en ese estado -le dijo.
María Teresa aún reía; pero intentaba protegerse de las bofetadas y pedía a gritos que no se le hiciese más daño.
Nuevamente quiso intervenir el joven.
- ¡Quieto! -ordenó Guzmán.
Y por fin el dolor físico transformó en llanto natural la histérica risa de la muchacha, que, cubriéndose los ojos y las enrojecidas mejillas con las manos, se dejó caer sentada en el polvo y lloró copiosamente.
César veía resbalar las lágrimas por entre los dedos de María Teresa y caer con suave choque sobre el polvo rojo que se tornaba negruzco.
- Ya está -dijo Silveira, volviendo a calzarse el guante-. Ahora veamos quiénes eran esos buenos chicos que hacían de lobos persiguiendo a Caperucita.
Se acercó al bandido que había querido utilizar a María Teresa como escudo.
- Si no me engañan los ojos, este es Burgher -dijo-. No le sabía en California. Debe de haber sido importado desde Oklahoma para hacer este trabajito. ¡Es una lástima que tenga los ojos metidos en los sesos, porque era propietario de los ojos de gato más perfectos que vi en mi vida. ¿Cómo se te ocurrió matarlo así, de un tiro en cada ojo?
- No sé -tartamudeó César-. Disparé y… No sé. En realidad disparé sin apuntar.
- ¿A un blanco que medía siete pulgadas de ancho por cuatro de alto le disparaste sin apuntar? -preguntó Guzmán-. Te felicito. Cuando te vi disparar pensé que matarías a la chica o fallarías el blanco. Burgher se protegía hasta la nariz tras el hombro de la pequeña. Sólo asomaba de los ojos para arriba. ¿De quién has heredado esa maestría en el manejo del revólver?
- Del…
César se asustó al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir.
- ¿De quién? -preguntó, a su vez, Silveira.
- No sé. Mi padre tira bastante bien; pero sólo sobre blanco fijo. Apaga velas y cosas así… Yo he practicado un poco…
- Te vi meterle a uno de los bandidos una bala en la cabeza desde quince metros de distancia, montando a caballo tú y montando él, o sea multiplicando por tres cualquiera de las dificultades que cada detalle en sí tiene. Luego disparaste sobre otro bandido que encabritaba su montura. Y, por fin, haces lo que muy pocos hombres se atreverían a hacer, a menos que la mujer les hubiera importado muy poco… Te aseguro, Cuervo, que yo me sentiría orgulloso de esos cinco disparos.
Un cuervo graznó metálicamente sobre los tres hombres y de pronto César, obedeciendo a un impulso que debía confirmar su terrible fama, desenfundó de nuevo el revólver y del último tiro que quedaba en el cilindro derribó al cuervo que volaba a veinte metros de alto.
- No hacía falta la demostración -dijo Guzmán.
Al oír el disparo, María Teresa levantó la cabeza y se echó atrás, con un mechón de cabellos en el dorso de la mano.
- ¿Qué ha pasado? -preguntó, ya completamente normal.
César le dirigió una sonrisa, luego abrió el Smith, cuyo extractor lanzó fuera, automáticamente, las seis cápsulas vacías. El joven rellenó el cilindro con seis cartuchos nuevos y cerrando el basculante cañón guardó el revólver en su funda. Por fin marchó adonde había caído el cuervo. Le arrancó doce de sus negrísimas plumas y las guardó cuidadosamente en el bolsillo de su guayabera; luego arrancó tres más y acercándose a Burgher colocó una de las plumas por entre los ojales del chaleco del muerto.
Montando a caballo fue adonde estaban sus otras dos víctimas, y a cada una le prendió sobre el pecho una pluma de cuervo.
Acababa de nacer la «Marca del Cuervo»,
Y, sobre todo, acababa de afirmarse su decisión de vivir con un ideal de justicia y de orden que iba a ser norma en la vida del hijo del Coyote.