Capítulo II Lo que hablaron los Cinco Misteriosos
Walter Beaver sólo se entretuvo el tiempo imprescindible para cepillar su traje, lavarse la cara y las manos, peinarse y arreglar el desorden de sus ropas. Hubiera querido cambiar de camisa; pero sus jefes le esperaban y el encargado del despacho de recepción ya había llamado a su puerta para conducirle ante ellos.
Sin decirle nada, Wildman le guió hasta la habitación diecinueve, llamó a ella con los nudillos y en seguida dijo quién era. Abrióse la puerta, revelando el interior de la habitación completamente a oscuras.
- Entre -dijo Wildman a Beaver.
Éste obedeció y Wildman cerró en seguida la puerta tras él, dejándole en medio de las tinieblas. Éstas fueron disueltas por la luz de una linterna sorda, que dio en los ojos del antiguo secretario y confidente de Eider. Por medio de una larga cerilla que se prendió con la llama de la linterna, fueron encendidas tres lámparas de petróleo que llenaron de claridad la estancia.
Beaver se encontró frente a cuatro hombres sentados a una larga mesa, mientras el quinto revisaba que por las corridas cortinas de las tres ventanas que daban a la calle no se filtrase ni un rayo de luz interior ni tampoco ninguna mirada exterior.
Beaver observaba, sonriente, a los cinco hombres. Le hacía gracia tanta precaución. Cada uno de ellos llevaba el rostro cubierto con una máscara muy curiosa. Era ésta una especie de casquete ceñido a la cabeza hasta las orejas, terminando por detrás por encima de la nuca. En cambio por delante la tela caía hasta por debajo de la barbilla, tapando las caras hasta el lóbulo de cada oreja, y dejando sólo dos aberturas para los ojos. Además se cubrían hasta las manos y los pies con unos dóminos pardos.
- Celebro que haya contestado tan pronto a nuestra llamada, Beaver -dijo el enmascarado que se sentaba en el centro-. Háganos un relato breve, pero detallado, de cuanto ha ocurrido en San Ginés.
- Es fácil de explicarlo. Eider, de acuerdo con ustedes, ocultó el descubrimiento. Su intención era aprovechar la vuelta de Juan Antonio de la Gándara para deshacerse de su propia mujer y achacar el crimen a su contrario. Tenía muchos visos de verosimilitud que él matase a la que había sido su novia. Incluso se podía fingir una reacción amorosa por parte de la señora Eider. Para dar mayor certidumbre a esta reacción hubo que matar a la esposa de Juan Antonio de la Gándara.
- No nos interesa conocer los detalles desagradables de ese asunto -interrumpió uno de los enmascarados.
- El asunto está lleno de esos detalles «desagradables» -observó, irónico, Beaver-. Primero hubo que matar a Julio de Ortega, que había tenido tiempo de ver…
- No menciones nombres de cosas -cortó el jefe-. Se mató a Julio Ortega y se interrumpieron los trabajos del pozo. Eso está bien y ya está sabido. Lo que nosotros queremos es que la señora de Ortega nos venda sus tierras.
- Ya sabe que en seguida tropezamos con un inconveniente -recordó Beaver-. La señora de Ortega, por un sentimiento romántico, no se quiere desprender de lo que fue la mayor ilusión de su marido. Mientras él vivió, ella no estuvo conforme con que su esposo invirtiera todo su dinero en acaparar docenas y centenas de acres de la peor tierra de California. Opinaba que el mismo dinero invertido en terrenos más fértiles hubiese dado unos dividendos infinitamente superiores; pero su marido se sentía como guiado por una inspiración divina. Si aquellas malas tierras se pudiesen regar, se transformarían en un paraíso. Ella insistió en que abandonara la explotación de las ovejas. Él se negó siempre. Al fin la idea de sacar agua por medio de molinos de viento le llenó de esperanza.
- Ya sabemos eso. Murió Julio Ortega sin poder conseguir el agua y la supersticiosa gente de California destruyó también su pozo. Eider consideró entonces, que pasado el primer dolor, la señora de Ortega se podría casar con él y poner en sus manos las tierras.
- Eso es. Estorbaba la mujer y por eso Eider planeó deshacerse de su esposa. Luego se casaría con Teresa Linares y, amorosamente, le cambiaría sus inútiles tierras por otras mucho mejores que él aportaría al matrimonio. Estaba bien calculado. Además, siempre quedaba la posibilidad de ir arruinando a la señora de Ortega, si ésta no se quería volver a casar. Una vez arruinada tendría que vender la tierra para poder mantener a la hija.
- ¿A qué se debe la alteración de todos los planes tan bien trazados? -preguntó el jefe.
- Es difícil precisar quién actuó tan inoportunamente -dijo Beaver-. Parece ser que un muchacho de diecisiete o dieciocho años fue más listo que Eider. Le tendió una trampa muy ingeniosa, aunque llena de posibles fallos. Le hizo creer que su bien trazado plan estaba descubierto, que había pruebas contra él y Eider le disparó un tiro. Creyó haberlo matado y como ese muchacho era hijo de uno de los hombres más ricos de California, Eider se debió de imaginar que le iban a colgar por su crimen. No se detuvo a reflexionar ni a asegurarse de si en realidad había matado al chico. Lo único que hizo en aquellos momentos de trastorno mental fue pegarse un tiro.
- ¿Y cómo fue que creyó haber matado a ese chico? -siguió preguntando el jefe.
- No se sabe. En su revólver se encontraron dos cartuchos disparados; pero del primer tiro, que todos oyeron, no se encontró ninguna huella en la habitación.
- Quizá -admitió Beaver-. Pero el hecho cierto y claro es que Eider se mató; que su mujer vive, y que Juan Antonio de la Gándara también vive, a pesar de que él imaginaba haberlos envenenado. Alguien sustituyó el veneno por un narcótico.
- ¿Quién?
- No sé. El muchacho, quizá; pero no parece cosa propia de un muchacho. Me permito recordarles, para seguridad de todos, que hace quince años Eider tropezó con El Coyote. Ya vieron ustedes las marcas que tenía en las orejas.
- Sí. Pero esta vez El Coyote no parece haber actuado.
- Lo cual no quiere decir que no haya actuado -observó Beaver-. No parece; pero tal vez se ha limitado a actuar desde la sombra, valiéndose del hijo de Echagüe.
- Podríamos anular al hijo de don César de Echagüe -dijo el jefe.
- No olviden que ese don César tiene mucha influencia y poder en California.
- Hace tres días, en Sacramento, don César de Echagüe fue admitido en nuestra Asociación. Tiene que obedecernos.
Beaver frunció el entrecejo.
- ¿Creen prudente admitir a un hombre así?
- Eso no es asunto suyo, Beaver -reprendió el jefe-. Nosotros somos los únicos que debemos aceptar o rechazar a los hermanados. Sólo le diré que don César es un hombre inteligente, que sabe nadar y guardar la ropa, como dicen los californianos. Uno de nuestros agentes le hizo ver la conveniencia de unirse a nosotros. Incluso podría estar aquí.
Beaver miró suspicazmente la línea de rostros cubiertos. No le gustaba la idea de que el señor de Echagüe pudiera estar frente a él.
- No he dicho que esté -recordó el jefe-; pero podría estar. En todo caso, si el muchacho es un estorbo, su padre tendrá que encerrarlo en su casa y frenarle sus ansias aventureras. Parece ser que de un hombre pacífico ha nacido un hijo muy aficionado a las violencias.
- Hagan lo que les parezca más conveniente -gruñó Beaver-. Y ahora díganme qué se ha de hacer. Mi posición es un poco difícil. No veo cómo podré ayudarles. ¿Qué pinto yo en casa de Eider?
Una ahogada risa partió de detrás de una de las máscaras. También el jefe rió antes de decir:
- Si no pudiera sernos útil no le hubiéramos llamado tan urgentemente. En primer lugar le espera una sorpresa. Luego, cuando se encuentre en la posición en que se va a encontrar, actuará usted con nuestro dinero en estas dos formas; primero, tratará de comprarle a la señora Ortega sus tierras, pagando por ellas lo que esa señora pida.
- Puede pedir medio millón.
- Si lo pidiese, usted los pagaría. Una llamada telefónica a San Francisco pondría en unas horas en sus manos hasta medio millón de dólares. Pero es posible, como usted dijo antes, que esa dama, por espíritu romántico, se aferre a las tierras de su marido. Tenemos entendido que dentro de unos quince días tiene que pagar los impuestos y contribuciones. Cuantas veces vaya a sacar dinero del banco le será quitado el dinero. Incluso se le puede secuestrar a la hija y pedir por ella un rescate que cubra por completo su cuenta corriente. Luego se ha de impedir que consiga dinero. Los medios quedan a su disposición. Usted ha de elegirlos. Sólo queremos resultados y los pagamos bien. Usted ha tenido un buen maestro. Siga sus huellas. Mensualmente recibirá, aparte de los gastos, diez mil dólares para usted. Tiene seis meses de tiempo. Si transcurridos esos meses no ha logrado nada…
- ¿Qué? -preguntó Beaver, inquieto por la amenaza que había quedado latente en la interrumpida frase.
- La muerte podría ser el pago. De la misma forma que lo será si nos traiciona. Gente de nuestra confianza le vigilará. No podrá usted huir.
- ¿Y si triunfo?
- Si triunfa recibirá, mientras viva, una renta de cien mil dólares anuales.
- ¿No les resultaría conveniente, en ese caso, acortar mi vida?
- Es una pregunta muy puesta en razón -replicó el jefe-. Pero no debe olvidar que los buenos servidores escasean. Podría usted sernos útil en muchos sitios, y hay hombres que no tienen precio para quien los necesita y sabe utilizarlos. De todas formas, si lo prefiere, puede optar por recibir un premio de quinientos mil dólares.
- Ya veremos. Yo también me daré cuenta de si ustedes juegan limpio. Ahora, una pregunta: ¿Y si sus cálculos estuvieran equivocados?
- No lo están.
- He oído decir que en ese negocio ocurren muchas sorpresas.
- No a quien lo conoce bien. Para nosotros esas tierras no tienen precio. La Luciérnaga lucirá intensamente gracias a ellos. No pregunte más. Eider nos dijo que el sheriff era hombre de su confianza. ¿Lo es?
- No. Stanley Meadows es joven, tiene la idea de que la Ley se ha de imponer, y, muerto Eider, que conocía algún pecadillo suyo, nos va a ser difícil manejarlo. Además le sospecho enamorado de María Teresa de Ortega.
- Debe ocurrir un accidente que nos permita nombrar a otro sheriff. Aquí tiene cien mil dólares. No los derroche, pero no los escatime. Cuanto antes consiga los resultados que apetecemos, mejor.
- ¿Por qué no tratan de hacer abiertamente el negocio? -preguntó Beaver-. ¿No sería más práctico?
- ¡Imbécil! -gritó el jefe-. ¿No comprende que actuar abiertamente sería lo mismo que decir quiénes fueron los culpables de la muerte de Julio?
- Lo suponía; pero pensé que pudiera ser otro el motivo. ¿Puedo marcharme?
- Sí. Regrese a San Ginés y no pierda el tiempo.
- ¿Debo emprender el viaje hoy?
- Puede hacerlo mañana. Aunque hoy nadie se asombraría, ya que el único que podría hacerlo es el que le ha traído hasta nosotros.
- Prefiero marcharme hoy. Adiós, señores.
- Buena suerte.
Beaver recogió los billetes que el jefe había dejado sobre la mesa y se los guardó en un bolsillo de la chaqueta, sobre el pecho. Luego fue hacia la puerta.
- Aguarde a que apaguemos la luz -ordenó el jefe.
Fueron apagadas las tres lámparas y Beaver abrió cautelosamente la puerta. Miró a derecha e izquierda y viendo vacío el corredor salió del cuarto, cerró en seguida y sin entrar en su habitación bajó al vestíbulo, se despidió con un ademán de Elia, y fue hacia la calle, seguido por la interesada mirada de Wardell.
En el momento en que iba hacia la puerta principal entró en el hotel un caballero vestido con la discreta elegancia de una aristócrata. Incluso su borrachera era llevada con dignidad, pues sólo por la rigidez con que caminaba y por el cuidado con que afirmaba los pies en el suelo se le advertía que llevaba dentro demasiado licor.
Al verse frente a Beaver, vaciló. Quizá veía a tres o cuatro hombres y no sabía cómo hacerlo para no tropezar con uno de ellos; por fin eligió el peor camino y dio de bruces contra Beaver, que le apartó de un empujón, gruñendo:
- ¡Borracho!
El caballero quedó tambaleándose, se apoyó en un sillón y acabó cayendo en él. Levantóse en seguida, se arregló la capa y gritó a Beaver:
- Se… se equivoca… se… señor. No estoy…
Interrumpióse como si no considerase necesario decir más pues Beaver ya estaba fuera y echó a andar muy recto hacia el despacho de recepción.
- Tengo sueño -dijo a Wildman-. Mi casa está muy… muy lejos. Estuve… estuve esperando que pa… pasara delante de mí; pero… tarda mucho. Todo Frisco pasa por delante de mí; pero mi casa tarda mucho.
- Si me dice dónde vive usted, señor, le haré conducir a su casa -sugirió Elia Wildman-. Un coche…
El caballero cerró violentamente los ojos, como si le hablasen del diablo.
- ¡No, no! -gimió-. Un coche…traca-traca-trac… es como un barco… Uhu-hú… Mi estómago no lo aguantaría… Mañana… Entonces me acordaré de todo; pero hoy quiero dormir…
No era nada nuevo que algún despistado borracho pasara la noche en el Alastair.
- Le daré una habitación -prometió Wildman-. En el segundo piso…
- ¡No, no! -gimió de nuevo el borracho, cuyo aliento daba náuseas a Wildman-. En la planta baja… No puedo subir escaleras…
- En la planta baja no hay dormitorios -dijo Wildman.
- Una butaca…
- No puede ser. En todo caso una habitación del primer piso.
- Bue… no. Primer piso. Adiós…
El hombre echó a andar hacia la escalera y comenzó a subirla muy erguido, hasta que de pronto tuvo que correr hacia la baranda, para no caer. Wildman lanzó un suspiro e indicó a unos «botones» que condujesen al borracho hasta la habitación número once, ya que la trece no existía.
Wardell, que ya había terminado la cena, aprovechó el momento para ir a sentarse en el sillón en que se había dejado caer un momento Dedos Finos. Su mano izquierda hurgó en el espacio que quedaba entre los brazos del sillón y el asiento. Tropezó en seguida con unos papeles cuyo tacto le era muy conocido y sin mirar cuántos billetes de banco había allí, se los metió en el bolsillo, maldiciendo la estupidez del carterista, que no había sabido resistir la tentación de hacer un «trabajo» a su manera.
- ¡Ojalá Beaver tarde en darse cuenta de que le han quitado el dinero! -deseó.
Un momento después se levantaba para ir al lavabo y allí, sin que nadie le viera, sacó el fajo de billetes. Eran de mil dólares ¡Y había cien!
- ¡Cien mil! -silbó Wardell.
Luego pensó en Beaver y comenzó a entrever la posibilidad de valerse de aquel dinero para tener en sus manos el hilo clave del ovillo.