Capítulo primero Los Cinco Misteriosos
El encargado del despacho de recepción del Hotel Alastair, situado en la calle Vizcaíno, de San Francisco, era un hombre de ambiciones. Para los hombres con ambiciones siempre hay otros hombres que los pueden utilizar en su provecho. El encargado buscó a algunos de esos hombres, y sus ambiciones empezaron a ser satisfechas. América del Norte, nación joven, llena de hombres jóvenes, se llenó, a mediados del siglo xix, de sociedades más o menos secretas.
Unas tenían por objeto frenar el avance de la raza negra. Otras querían eliminar el peligro amarillo. Otras buscaban la hermandad entre los hombres de tal o cual religión. Otras eran simples asociaciones de industriales o comerciantes. Quienquiera que perteneciese a una de estas sociedades o hermandades podía estar seguro de ganarse el odio de los miembros de algunas otras hermandades y la suspicacia de la Policía; pero, desde luego, la amistad y ayuda máximas de sus hermanos.
Elia Wildman, por azar o por fortuna, cayó en medio de los miembros de la última de las hermandades o sociedades secretas de los Estados Unidos. Aún no sabía, con certeza, cómo fue a parar frente al velado jefe de la Luciérnaga. Su voz, ahogada y desfigurada por la extraña máscara, le llegó monótona, pero impresionante. La Luciérnaga sería, con el tiempo, la más poderosa Asociación del mundo. No de los Estados Unidos solamente, sino del mundo entero. Él no necesitaba saber cuáles eran los propósitos de la Asociación. Al fin y al cabo, él sólo era una hebra de la inmensa telaraña que abarcaría el mundo. Un tornillito en el engranaje. No debía preguntar. No debía indagar. No debía demostrar su listeza, porque todo estaba previsto y él, simple y pobre tornillito, sería aplastado si trataba de salir de su humildad sin el permiso de sus jefes. Luego, siempre con la misma monotonía, como repitiendo un discurso aprendido de memoria y repetido millones de veces, el jefe siguió:
- De momento… trabajarás en Chicago, en el Hotel Carlton, y obedecerás cuantas órdenes se te presenten firmadas con la marca de la Luciérnaga. Cualquier persona que acuda a ti y te demuestre la contraseña se convertirá en tu amo, a quien deberás obedecer y servir hasta el límite de tus fuerzas.
Señalando sobre la mesa, el jefe le había mostrado primero, en un papel, la marca de la Luciérnaga estampada con un sello metálico. Luego le mostró una ovalada plaquita de plata esmaltada, con una luciérnaga luminosa sobre un fondo azul Prusia. Por último, mostrándole una placa de oro y ricos esmaltes azules, verdosos, rojos y negros, agregó:
- Esta es una de las placas de los Cinco Misteriosos. Cualquier orden, refrendada con la exhibición de una de estas placas, será obedecida, aunque contradiga una orden anterior firmada con el sello o autorizada con la presentación de una de las otras placas. Sólo no podrá anular la orden que antes diera cualquiera de los Cinco Misteriosos. ¿Me has entendido?
Wildman había entendido. El jefe le siguió dando instrucciones acerca de sus deberes. Un empleo en un hotel era muy importante; porque a los hoteles suelen acudir grandes financieros que se trasladan de una ciudad a otra para hablar de asuntos que, acaso, pudieran interesar a la Luciérnaga. De si interesaban o no ya sería avisado oportunamente y, en tal caso, su deber podría consistir en reservar para otros miembros de la Asociación habitaciones contiguas o superiores, desde las cuales poder escuchar lo que se decía en las conferencias.
No era esto lo único que exigía la Luciérnaga. En sus cuatro meses de permanencia en el Hotel Carlton, Wildman trabajó mucho en favor de la Sociedad, que no le ahorró ningún esfuerzo. Pero, si no fue tacaña en emplearle, tampoco lo fue en pagarle magníficamente sus servicios. Wildman ya tenía una cuenta corriente con doce mil dólares; vestía con mucha elegancia, como corresponde a un buen encargado del despacho de recepción de un gran hotel; vivía en el mismo local donde trabajaba y, en vez de tener una habitación del último piso o del sótano, como los demás empleados que se alojaban en el Carlton, disponía de una pequeña pero elegante estancia en el primer piso, podía utilizar todos los servicios del hotel, como cualquier huésped, y comía, gratuitamente, lo mismo que comían los clientes. Así realizó un largo y maravilloso viaje por los dominios de la gastronomía. Aprendió a conocer la diferencia entre un Liebfrauenmilch y un Zeltinger, aunque ambos vinos fueran alemanes; entre un oloroso y un amontillado, entre un «champagne brut» y un «demi-sec», así como entre un coñac «Hennessy», cuya elección estaba al alcance de cualquiera que hubiese viajado un poco por los buenos hoteles, y un «Otard-Dupuy», que sólo llegaban a apreciar los mejores iniciados. También aprendió a paladear un buen lenguado Marguery, y a saber cuándo estaba en su punto y cuándo no, y lo mismo ocurrió con cientos de platos de la cocina internacional. Esto le permitía hacerse grato a los clientes, recomendándoles, por ejemplo:
- Si al señor le gusta la langosta, le aconsejo pida, en el comedor, una langosta a la «Cardinal». Tenemos un cocinero que la prepara como nunca se ha comido en América.
Y de idéntica manera sabía recomendar otros platos y los vinos y los licores que eran más exquisitos. Esto le valía el agradecimiento de los clientes, en forma de palabras, después de la comida o la cena, y confirmado con generosas propinas a la hora de la marcha.
Wildman era, pues, muy feliz. Poco riesgo, un trabajo grande; pero no peligroso, y ventajas a montón. Si alguna inquietud tenía, era la de que una orden de sus jefes le enviara a otro sitio.
Una noche, después de cenar un caldo frío gelatinado, unos guisantes a la Primavera y unos filetes de salmón rebozados, que acompañó con media botella de vino de Burdeos, Wildman estaba paladeando un exquisito «Otard-Dupuy» cuando le llegó la temida noticia de que debía dejar Chicago para marchar a San Francisco. Era una orden firmada con el sello de la Luciérnaga, y tuvo que obedecerla. Se despidió de todos sus amigos y compañeros, convencido de que abandonaba la civilización para ir a vivir a un sitio salvaje, del que sólo había oído cosas terribles: ¡San Francisco!
En el Hotel Alastair le esperaba un nuevo empleo, y Wildman se llevó una agradabilísima sorpresa al encontrarse en un establecimiento que nada tenía que envidiar al Carlton de Chicago. Si acaso, era el Carlton el que tenía que envidiar al Alastair. En éste había mejores habitaciones y mejores cocineros, San Francisco estaba ganando la fama de ser la ciudad donde mejor se comía de América. Alastair, antiguo maitre inglés educado en Francia, de donde saliera a tiempo de no verse cercado por los alemanes, después de Sedán, había encontrado buenos protectores, quizá entre los jefes de la Luciérnaga, y pudo abrir, sin dificultades, un regio hotel. Y como necesitaba un encargado de recepción que fuera conocido por los buenos clientes, la llegada de Wildman fue, para él, una alegría. Le cedió una habitación del primer piso, puso a sus órdenes a toda la dependencia y en el saloncito, contiguo a la alcoba, colocó buen coñac y buenos cigarros habanos.
Durante algún tiempo la Luciérnaga no exigió casi nada de él. Sólo dos o tres trabajos que a él le parecieron sencillos; pero que le fueron pagados principescamente, lo cual podía significar que, si fueron sencillos, no por eso dejaron de ser importantes.
Y así llegó el día en que se presentó en el Hotel Alastair un caballero vestido con una levita demasiado grande, un ancho sombrero de Hamburgo, calado hasta las cejas, y con un bigote y una barba cuya falsedad se podía advertir desde una legua.
- Soy John Smith -dijo el viajero.
Antes de que Wildman pudiera asombrarse, el viajero abrió la mano derecha y mostró una de las placas de oro y esmaltes.
¡Un jefe de la Luciérnaga!
Wildman ya no hizo esfuerzo alguno por identificarle. No le exigió ninguna documentación. Aceptó que se llamase Smith y escuchó y cumplió las órdenes que el otro le dio en voz baja.
Tres habitaciones del primer piso. Las tres del piso segundo que correspondieran encima de las del primero y las tres que quedaran frente a las del primer piso. Vendrían cuatro clientes más a quienes debería instalar en cualquier habitación de las encargadas por él. Y luego llegaría un señor Walter Beaver, a quien daría una habitación cualquiera; pero anunciando en seguida a John Smith su llegada.
- Firme por mí -dijo luego-. Y usted, en persona, acompáñeme a la habitación. Mi equipaje llegará luego… o no llegará.
No llegó el equipaje; pero, en un intervalo de tres horas, llegaron cuatro viajeros, con grandes barbas, que se llamaron Smith, Smither, Smitson y Smythe. Después de mostrar sus placas fueron guiados por Wildman a sus cuartos.
Por la tarde, casi al anochecer, apareció, con el traje cubierto de polvo a consecuencia de un largo viaje, Walter Beaver, de San Ginés, California del Sur.
Elia Wildman no dio importancia a la llegada de un cliente habitual, que sin duda trataba de sobornar a alguno de los camareros, o quizá al cocinero, ya que también se dedicaba al negocio de dar bien de comer. Era el señor Chris Wardell, propietario de la casa de juego y restaurante «La Fortuna».
Chris Wardell
Cuando Wildman regresó de anunciar a John Smith la llegada de Beaver, Wardell le esperaba en el despacho de recepción.
- Hola, Wildman -dijo el obeso tahúr-. ¿Cuándo querrás aceptar el empleo que te ofrezco?
Elia contestó, irónicamente:
- Cuando lo considere mucho mejor que el actual.
Wardell respiró muy hondo.
- Sólo aceptándolo te darás cuenta de que es mejor.
- Eso es lo malo -sonrió Elia-. Para saber si su casa es mejor o peor que ésta tendría que salir de aquí. Más vale pájaro en mano que cien volando.
Wardell sacó una cartera, desbordante de verdosos billetes, y tendió diez de cien dólares a Wildman.
- Es tu comisión por los clientes que me enviaste.
- ¿Fueron buenos clientes?
Wardell se encogió de hombros.
- Pagaron cien mil dólares por llevarse noventa mil. Este es tu diez por ciento de beneficios. Yo siempre doy el diez por ciento. No olvides tus recomendaciones.
- Ya sabe que no olvido que mis beneficios son el diez por ciento de los suyos; pero los clientes que llegan ahora no parecen los más indicados para que se les recomiende un salón de juego.
- Nadie sabe en California qué clase de fortuna se esconde debajo de una sucia levita -dijo, lenta y fatigosamente, Wardell-. Yo he visto gente con los zapatos rotos, el pantalón remendado y la chaqueta deshilachada, que sacaba una cartera cargada sólo con billetes de mil dólares. Eran hombres que todavía olían a sudor y a mina de oro o plata. En fin, tú sabrás, mejor que yo, si conviene invitarlos. ¿Crees que se puede confiar en vuestro cocinero para que me prepare unos lenguados a la Saint-Germain?
- Puede confiar en él, señor Wardell. Los he probado, y ya sabe…
- Que puedo fiarme de ti -interrumpió Wardell. Y como ya había leído los nombres de los Smith, Smythe y demás, así como había advertido la cantidad de habitaciones reservadas para ellos, todo lo cual se consignaba en el libro registro, Chris marchó hacia el comedor sumido en una preocupación que no era, precisamente, la de si los lenguados estarían en su punto o no.
Mientras elegía el caldo y la verdura, además de los lenguados y el vino adecuado, Wardell se decía:
«Tanta barba postiza es muy extraña; pero más extraño resulta que Wildman la acepte sin protestar. ¡Y esa venida de Beaver!»
El Coyote exigiría detalles concretos, y no iba a ser fácil dárselos. Él había contado con Wildman; pero su extraño comportamiento indicaba algo. ¿Qué indicaba?
«Tiene buen juego», pensó Wardell, cuyo instinto de jugador le servía magníficamente, para aquellos casos.
Era como en aquellas ocasiones en que, a pesar de tener buenas cartas en la mano, había despreciado la oportunidad de jugar porque un sexto sentido le indicaba que sus adversarios, o uno de ellos, por lo menos, ya tenían un juego mejor o insuperable. Si alguna vez desoyó la advertencia, tuvo que lamentarlo.
Ahora le pasaba lo mismo. Había pensado sobornar a Wildman; pero no lo hizo por presentir que sólo conseguiría mostrar su juego sin descubrir nada del otro. Ahora sólo faltaba esperar la llegada de Farrar y rogar a Dios que no se retrasase demasiado.
Le sirvieron un potage á la Reine, y Wardell lo husmeó con la atención que el buen fumador pone al elegir un cigarro supremo entre los de una caja de puros perfectos. El jefe de comedor había acudido para escuchar la opinión del hombre que gozaba de tener el mejor paladar de California, donde estaban los mejores paladares de América.
- No le sobra nada -musitó Chris.
El jefe de comedor sonrió, satisfecho. Su sonrisa fue captada por el camarero que estaba junto a la puerta que conducía a la cocina. Abriéndola, comunicó a otro camarero la noticia de que Wardell no encontraba defecto a la sopa de la Reina. Esta noticia era importante, porque el cocinero estaba algo nervioso y convenía calmarle.
- Y no le falta nada -siguió Wardell, siempre en voz baja-. Está en su justa perfección.
Empezó a tomar la sopa lentamente, paladeando cada cucharada, haciéndole honor.
Cuando Farrar expresó su deseo de hablar con el señor Wardell, el jefe de comedor le advirtió:
- Está muy ocupado. Si es una mala noticia, sería lamentable estropear la sopa.
- Es una buena noticia -sonrió Farrar, uno de los hombres de confianza del tahúr.
Fue hasta la mesa de su jefe y, obedeciendo a la indicación de éste, se sentó frente a él.
- ¡Huele bien! -dijo.
Wardell indicó al camarero que sirviese a Farrar el resto de sopa que quedaba en la soperita de plata. Farrar tomó unas cucharadas y admitió:
- Sabe bien.
Wardell le miró tristemente.
- Es inútil -suspiró-. Nunca seréis nada en la vida. Estás probando una obra de arte y no sabes permanecer callado, demostrando así tu emoción. Esto es lo mismo que un cuadro de Reynolds, de Goya, de Van Dyck o de Velázquez. No basta decir que es hermoso. Hay que demostrarlo sin palabras, ya que nunca sabrás pronunciar las adecuadas.
- Yo lo encuentro muy bueno, señor Wardell -aseguró-. Me recuerda…
- Cállate -pidió Wardell-. No me digas qué horrible cosa te recuerda. Nunca me han gustado las comparaciones sacrílegas. Este «potaje» sólo se parece a sí mismo.
Chris siguió comiendo y sin demostrar ninguna prisa. Al terminar dejó la cuchara dentro del plato y aguardó a que le sirvieran los filetes de lenguado San Germáin. Eligió los tres mejores e indicó que le dieran a Farrar los dos restantes.
Como verdura había elegido una ensalada rusa de verdad, a base de hortalizas, setas, patatas, lengua a la escarlata, jamón de oso, pechuga de gallina asada, pechuga de perdiz, langosta y esturión ahumado, trufas, pepinillos y caviar.
- ¿Qué es eso? -preguntó Farrar, señalando la imponente ensalada, servida en ensaladera de plata.
- No te preocupes. Seguramente te recordará a cualquier terrible cosa. Es una comida de grandes duques.
- ¿Esos que se distraen dando latigazos a los criados? -preguntó Farrar.
- Sí -suspiró Wardell-. Una buena costumbre que, por desgracia, aquí no se estila.
Bajando la voz, agregó:
- Te vas a ir sin probarlo. Quiero que se vigile el hotel. Hay unos cuantos hombres con barbas postizas que viajan de incógnito. No sé a qué han venido; pero al menos me interesa saber quiénes son. Creo que deben de ser cinco. Además está Beaver, a quien ya conoces. Los de las barbas guardan en algún bolsillo interior algo que han enseñado a Wildman. Quiero tener en mi poder una de esas cosas. No admito fallos. Id al arrabal y buscad a Dedos Finos, el carterista. Que se vista de gala y se enjuague la boca con aguardiente, para que huela a borracho. Que vaya tropezando y consiga, por lo menos, uno de esos objetos.
- Preguntará qué objetos son.
- Dile que si supiera lo que es no necesitaría sus servicios. Y que cierre bien la boca, no vaya a ser que se le llene de…
- ¿De moscas? -preguntó, sonriente, Farrar.
- No. De perdigones.
- ¿Qué le ofrezco?
- El peso de esa cosa en billetes de mil dólares.
- ¡Caray! Es capaz de traer uno de esos relojes de plata que pesan seis libras.
- No seas estúpido. Dedos Finos sabe que no me gustan las bromas. Hasta ahora nadie que valiera menos que yo me ha gastado una broma. Que se dé bastante prisa. Esos barbudos se reúnen en el primer piso, habitaciones quince, diecisiete y diecinueve. Cuando haya obtenido lo que yo quiero, que me lo meta en seguida en el bolsillo.
- No sé si Dedos lo entenderá todo. Es un poco complicado.
- Lo entenderá. Date prisa. A estas horas Dedos estará rondando el garito de González.
Farrar se levantó, dejando a su jefe ocupado en paladear la ensalada con una calma tan grande que por lo menos necesitaría hora y media antes de acabar con aquella mole de comida exquisita.
La lentitud de Wardell era premeditada y obedecía a dos causas: la primera, y quizá la principal, porque para meter en su voluminoso cuerpo aquella pirámide de alimentos se necesitaba tiempo. La segunda causa era su interés en permanecer en el Alastair un par de horas más, justificadamente. También podía existir otro motivo: el de que Wardell hacía trabajar intensamente su cerebro para hallar una explicación a los extraños sucesos acerca de los cuales le había llamado la atención El Coyote en una de sus cartas. En realidad no le había dicho que vigilara a aquellos extraños barbudos. Su orden fue seguir los pasos de Walter Beaver, quien se dirigía apresuradamente a San Francisco.
Había seguido y hecho seguir a Beaver. Supo anticipadamente a qué hotel se dirigía porque desde Fresno encargó por telégrafo una habitación en el Alastair.
Supo también que desde Fresno había telegrafiado a Sacramento, al encargado de la central telegráfica de la capital de California, anunciándole el día y la hora en que llegaría a San Francisco. Si esto no era extraño, Wardell estaba dispuesto a no asombrarse ya de nada. Sin embargo, admitía que, de oír lo que hablaban aquellos barbas postizas y Beaver, pues seguramente hablarían con él, se asombraría.