Capítulo III Dedos Finos se pilla los dedos
Apenas le hubieron metido en su cuarto, el borracho dejó de estarlo y en vez de quedar tendido en la cama, se levantó, volvió a ponerse la capa y el sombrero y entreabriendo la puerta de la habitación se puso a escuchar y a observar. Su oído le previno antes que sus ojos. Oyó abrirse una puerta y vislumbró a cuatro hombres que hablaban con un quinto que un momento después salió del cuarto de que antes habían salido sus amigos.
«¡Son los barbas! -se dijo Dedos Finos-. Entremos en acción.»
Tenía prisa por actuar. Aquellos dólares que había escondido en el vestíbulo le preocupaban. Su norma era no conservar nunca, encima, el producto de su robo. El cuerpo del delito es el único que, de acuerdo con la Ley, prueba el delito. Nadie le podría acusar de robo si no le encontraban encima lo robado.
Abrió la puerta del cuarto y, nuevamente bajo el aspecto de un borracho, salió al corredor. Los cinco barbudos personajes le miraron, inquietos, y estuvieron a punto de meterse de nuevo en la habitación de donde acababan de salir; pero estaba tan bien imitada la borrachera que la tomaron por legítima y decidieron seguir adelante evitando tropezar con él.
Aparentemente, Dedos Finos tenía el mismo deseo; pero sus esfuerzos para no tropezar con nadie fueron inútiles, y en diez segundos tropezó con los cinco hombres antes de que éstos pudieran impedirlo.
- Pe… pe… perdón -tartamudeó-. Esto es la salida de un te… teatro…
Por dos veces había fallado; pero en otras tres tuvo éxito, y en sus manos guardaba ya el producto del robo que le había sido encargado. Tres placas metálicas.
Mientras continuaba su serpenteante marcha, Dedos Finos echó una ojeada a su botín. Tres placas en las que había grabado con esmaltes otras tantas luciérnagas. ¡Cosa más rara!
Pero las cosas raras no habían terminado para Dedos Finos. Acababan de empezar, pues apenas levantó los ojos de las placas vio ante a él a la persona con quien menos deseaba encontrarse. Era la misma a quien había aligerado del dulce peso de una fortuna de crujientes billetes recién salidos de la Fábrica de Moneda de San Francisco.
Walter Beaver, que llegaba allí por la escalera de servicio en vez de entrar por la puerta principal, había cogido un bastón que un huésped olvidó poco tiempo antes y que se guardaba en un cuarto trastero. Aquel bastón tenía el puño de plata en forma de bola.
Como no es cosa corriente que un hombre empuñe el bastón por la contera en vez de cogerlo por el puño, Dedos Finos dio un salto de tigre para esquivar el golpe.
Beaver no era un novato en el arte de pegar bastonazos. Sabía que un golpe vertical tiene muchas probabilidades de no acertar la cabeza contra la cual se pega. En cambio, un golpe horizontal es casi infalible. Por eso, con la misma fuerza que hubiera puesto en decapitar al carterista si en vez de un bastón hubiera empuñado un sable, descargó su golpe, que alcanzó al pobre Dedos Finos en la mano derecha, con la que quiso, demasiado tarde, protegerse el cuello. Cierto que logró amortiguar levemente el bastonazo; pero no lo bastante para que el puño de plata, después de darle en el dorso de la mano, no le alcanzara con terrible impacto en el cuello, cortándole la respiración y haciéndole caer en un pozo de tinieblas y lucecitas deslumbradoras.
- ¡Beaver! -gritó uno de los barbudos caballeros-. ¿Qué está haciendo?
Antes de que Walter Beaver pudiese contestar, los cinco hombres vieron en el suelo, junto al cuerpo del carterista, tres placas de oro y esmaltes. Por eso ninguno pronunció las censuras que el acto de su subordinado estuvo a punto de hacerles proferir.
- Métalo en uno de los cuartos -ordenó el jefe, que se cubría el rostro con un pañuelo, como si fuese a estornudar o toser. Los otros cuatro habían hecho lo mismo y, a pesar de que la situación no tenía nada de humorística, Beaver estuvo a punto de soltar una carcajada.
En vez de reír arrastró a Dedos Finos hasta el cuarto que él ocupara un momento y lo tendió en la cama, luego le registró concienzudamente, con un nerviosismo que crecía a medida que se hacían menores las probabilidades de recobrar su dinero. Al fin miró míseramente a sus jefes y musitó:
- No lo encuentro.
- ¿El qué? -preguntó el jefe, que seguía tapándose la cara con el pañuelo.
- Los cien mil.
Muy nervioso, explicó su salida del hotel, su tropezón con aquel hombre y, poco después, el descubrimiento de que ya no llevaba encima el dinero.
- De momento me desconcertó la pérdida -dijo-; pero al recordar el incidente volví al hotel. Quería contarles lo ocurrido antes de que se marcharan, y ponerme luego a buscar al ladrón. Por si éste se encontraba en el vestíbulo, entré por la puerta de servicio y llegué a tiempo de verle repetir con ustedes el juego. Lo demás ya lo saben.
El jefe no replicó en seguida. Quizá pensó en censurar a Beaver, mas ¿cómo podía acusarle de descuido si él y dos de sus compañeros habían sido robados con la misma limpieza con que lo fuera Walter?
- Es curioso que a nosotros nos quitara las placas y no el dinero -dijo-. Aún llevábamos bastante.
- La respuesta nos la dará él mismo -dijo Beaver-. ¡Por Dios que le haré decir dónde escondió mi dinero!
- Calma -recomendó el jefe-. Hay algo más importante que el dinero. ¿Para qué necesitaba nuestras placas? Eso es lo que me interesa saber. Baje a llamar a Wildman… Pero, no. Si alguien vigila abajo comprenderá que usted ha vuelto y que ya sabemos… Tenemos que ir a un sitio donde se pueda someter a ese hombre a un tormento más o menos fuerte, según su resistencia. Lo importante es que al fin hable.
- Fingía estar borracho -dijo Beaver-. Le podemos sacar entre dos, como si continuara borracho.
- Eso es -decidió el jefe-. Usted y yo.
Dirigiéndose a los otros indicó:
- Salgan también por la puerta de servicio y espérenme donde ya saben.
Entre Beaver y él cogieron a Dedos Finos por debajo de los sobacos y llevándolo casi en volandas salieron por la puerta trasera del Hotel Alastair. Un coche de punto esperaba allí, mientras su conductor bebía un trago en una taberna. El jefe se metió dentro y ayudó a meter al inconsciente carterista. En seguida ordenó a Beaver:
- Busque al cochero y dele mil dólares por este coche. Dígale que luego lo encontrará en cualquier sitio y que si no lo encuentra se puede comprar otro. Guíe usted hasta el número once de la calle Vallejo.
El cochero aceptó encantado la transacción. Hubiese aceptado también quinientos dólares, pero hubiera discutido algo más. Beaver estuvo de vuelta en seguida y subiendo al pescante guió al caballo hacia la calle Vallejo, después de asegurarse repetidas veces de que el cochero no les seguía para recobrar el coche y, de paso, saber adonde iban y qué hacían.
El 11 de la calle Vallejo, a las diez y media de la noche, era un lugar desierto. Sólo una lucecita se filtraba por una rendija de la ventana.
- Llame cuatro veces y luego dos veces y una vez -indicó el jefe.
Beaver dio cuatro golpes con los nudillos, hizo una pausa, llamó dos veces más y, tras otra pausa, una última vez. La puerta se abrió en seguida y, por el pesado olor que le dio en el rostro, comprendió que estaban en un fumadero de opio.
El que había abierto no hizo ninguna pregunta. Miró a Beaver esperando que éste hablase y, por fin, atraído por la llamada del jefe fue hasta el coche, escuchó unos instantes, se cargó luego al hombro el cuerpo de Dedos Finos y metióse en la casa.
El jefe descendió del vehículo. Su rostro estaba de nuevo oculto por la mascará.
- Llévese el coche lejos. Luego vuelva.
Beaver se dio prisa en cumplir las órdenes. Al cabo de veinticinco minutos estaba de vuelta dentro del fumadero de opio, en una habitación amueblada pobremente y ocupada, además de por el jefe y Dedos Finos, amarrado sobre una mesa, por dos orientales y por el hombre que había cargado con el ladrón.
Éste había vuelto en sí y se quejaba de que le dolía la mano, atada a una de las patas de la mesa.
- Pronto te dolerá tanto todo tu cuerpo, que no notarás ese dolorcillo de la mano -le dijo el que debía ser el dueño del fumadero.
- Abreviemos -ordenó el jefe-. Debo marcharme de San Francisco.
- Ya lo has oído -siguió el hombre, dirigiéndose a Dedos Finos-. Estos caballeros quieren saber por qué les quitaste ciertos objetos que a ti no te hacían falta.
- Soy un pobre hombre… -gimió Dedos Finos.
- Dígale lo que será si no habla pronto -apremió el jefe.
- Serás un inmenso dolor -dijo el del fumadero-. Ya sabes que los chinos somos maestros en el arte de hacer sufrir. Si eres prudente hablarás en seguida. Si eres tonto lo harás cuando te hayamos hecho probar algunos deliciosos tormentos. ¿Qué decides?
- De todas maneras me matarán -sollozó el ratero.
- La muerte, en ciertas ocasiones, puede ser un dulce placer. Sobre todo despues de probar las amarguras del dolor. Muchachos, empezad con él.
Los dos chinos obedecieron, impasibles como estatuas dotadas de movimientos. Cada uno empuñó un fino cuchillo; pero no fue preciso utilizarlo, pues apenas sintió el ratero que le cogían por la sienes, gritó:
- ¡Hablaré! ¡Hablaré!.
Al fin y al cabo no debía fidelidad a nadie.
- Habla.
- Pero no me maten…
- Te enviarán a China en un velero que está a punto de salir -dijo el jefe-. Pasará un año y medio antes de que puedas volver a San Francisco. Habla.
- ¿Quién te ordenó que robases las placas? -preguntó Beaver.
- Farrar, el hombre de confianza de Wardell, el de «La Fortuna».
- Puede que diga la verdad -dijo el del fumadero-. Farrar es uña y carne de Wardell.
- ¿Dónde está mi dinero? preguntó Beaver.
- Lo escondí en el sillón que está más cerca de la puerta en el vestíbulo del Alastair. Lo dejé allí metido para recogerlo luego… ¡Y no sé nada más!
- No creo que sepa nada más -dijo el dueño del local-. ¿Le quitamos de en medio o lo enviamos a China?
- Que vaya a China -dijo el jefe.
- ¡Oh gracias, gracias, señor! -casi lloró de alegría el ratero-. ¡Dios se lo pague!
- ¿Y si ha mentido? -preguntó Beaver.
- Se puede acordar con el capitán del velero que si ve subir dos cohetes y luego otro, será señal de que puede seguir su camino. Si ve subir dos juntos y luego otros dos, que vuelva y entonces se convencerá este hombre de lo que se puede hacer en cuestiones de suplicios.
Por una puerta que daba al muelle, Dedos Finos fue llevado a un sucio junco chino que se iba a hacer a la mar. El capitán, un esquelético chino, oyó las recomendaciones que se le hacían y prometió cumplirlas, ordenando luego que el ratero fuese encerrado en un cajón que había contenido gallinas y cuyo olor conservaba.
Por otra puerta salieron del fumadero de opio Beaver y el jefe. La oscuridad era lo bastante densa para que no fuera preciso el uso del antifaz. El jefe se lo quitó; pero conservó el pañuelo contra el rostro.
- Haré avisar a Wildman para que busque el dinero -dijo-. No es prudente que nosotros volvamos al hotel. Entretanto, averiguaré algunas cosas acerca de Wardell.
Mientras un mensajero iba a avisar a Wildman, el jefe y Beaver marcharon a otra casa, al principio de la calle Kearney.
Beaver tenía que asombrarse de muchas cosas, en sus relaciones con la Luciérnaga. Si esta sociedad tenía miembros propietarios de fumaderos de opio, también los tenía de la clase opuesta, como descubrió cuando, a la llamada del jefe, acudió a abrir la puerta de la linda casita de la calle Kearney un hombre vestido aún con el uniforme de las fuerzas de policía recién formadas en San Francisco.
- ¿Quien…? -empezó a preguntar; pero la exhibición de la placa de la Luciérnaga acalló sus preguntas.
- Apague la luz y entremos -ordenó el jefe-. Necesito hablar de un asunto importante. No tardará en llegar un mensajero y es posible que esta noche le necesite, coronel.
Fueron apagadas las luces, y así, en plena oscuridad, el jefe comenzó el interrogatorio.
- ¿Qué clase de hombre es Wardell, el propietario de…?
- ¿De «La Fortuna»? -preguntó el policía.
- Eso mismo.
- Pues… Es, según parece, el único que juega limpio. Tiene buena clientela, gana mucho dinero y no da escándalos.
- ¿No tiene nada más importante que decir de él?
- Pues… Le falta un trozo de oreja, lo cual se podría interpretar como la marca del Coyote. Hay quien dice que El Coyote le marcó. Otros dicen que es amigo del Coyote. Tiene, desde luego, dinero y mucha influencia. Es mal enemigo y buen amigo.
- ¿Quiere decir con eso, coronel, que no le gustaría luchar contra él? -preguntó el jefe.
- Francamente… no. Creo que no ganaríamos nada creándonos un enemigo que sabe ser implacable.
- Usted no ignora lo poco que me gustan los cobardes que se embolsan el dinero y luego rehuyen el trabajo, coronel. Yo le puedo hacer caer del sitio al que le he subido.
La voz del coronel se hizo suplicante, y Beaver imaginó al policía retorciéndose las manos.
- Atacar a Wardell es peligroso -dijo-. Lo único que se puede hacer es matarle. Si es eso lo que desea…
- No me importa su vida -cortó el jefe-. Lo que necesito saber es si dio la orden a Dedos Finos de que se apoderase de unas placas. Y por qué lo hizo. Quiero saber hoy, o cuando sea, con tal de que sea pronto, quién apoya a Wardell.
- Mucha gente.
- Pues quiero los nombres de todos…
Una llamada a la puerta cortó la palabra al jefe, que se hizo a un lado, mientras el mensajero, que regresaba del Alastair, daba esta noticia:
- No está en el sillón; pero el señor Elia recuerda que en aquel lugar se sentó un momento el señor Wardell.
Partió el mensajero y el jefe comentó:
- Esto es algo que no nos dijo Dedos Finos.
- Pero confirma el hecho de que Wardell está metido en el asunto -recordó Beaver.
- Es verdad. Todo coincide en él.
- Entonces en él está la solución. Coronel, haga al pie de la letra lo que voy a decirle…