CAPITULO XV
Una nueva llamada en su puerta sobresaltó a Evelyn. Cubriéndose con una bata, fue a abrir. Frente a ella apareció un hombre bastante alto, delgado, de cara alargada y aspecto latino. Era atractivo, aunque algo canallesco. Evelyn lo clasificó en seguida: un don Juan en tono menor. En una mano traía un maletín.
—¿Qué quiere? -preguntó Evelyn.
—Venía a hablar con usted de unas piedras. Nuestro precio es mucho más razonable que el de Aldecoa. ¿Puedo entrar?
—Pase… -respondió Evelyn, haciéndose a un lado.
Thalis Cook entró en la habitación. Miró a su al rededor y sonrió.
—Muchas gracias por su confianza. Es usted una mujer muy…
—Hablemos de negocios. ¿Qué trae para vender?
—Unas piedras preciosas. Las mismas que traía para usted Euvaldo Aldecoa. Como nos, ahorramos los portes…, podemos cederlas mucho más baratas.
—¿Preducto de un robo? -preguntó Evelyn, frunciendo el ceño.
—Un poco más robadas que las otras, pero nada más. Las piedras son las mismas. Unos las robaron y ahora nosotros las hemos robado a otros. Usted ya sabía el primer robo y, por eso, las pagaba baratas. Ahora sabe que han sido vueltas a robar y puede comprarlas más baratas.
—Veinte mil, si son las que yo he venido a buscar.
—Aquí las tiene -replicó Thalis, abriendo e] maletín-. Están tal como las trajo a California Euvaldo Aldecoa.
Evelyn acercóse al maletín, lleno de estuches de joyas. Thalis siguió hablando:
—Uno de mis amigos está en Méjico e hizo unos estuches para unas joyas. Se los encargaron de un tipo muy especial. Esto le hizo sospechar algo. En vez de la cantidad de estuches encargada, hizo el doble. Sólo que unos con doble fondo y otros sin. Luego se puso en contacto conmigo y me informo del asunto.
—Era un amigo muy enterado.
—¡Sí, sí! No sabe usted lo enterado que estaba Si tiene un destornillador, saque los tornillos, que hay en los cuatro ángulos de los estuches y ver; lo que contienen.
Evelyn obedeció las indicaciones.
—Cuando Aldecoa llegó a Los Angeles, ya le tenía yo preparada la jugada. Dejó los estuches con las joyas que traía para disimular sus propósitos, y entonces nosotros cambiamos de estuche las joyas y dejamos allí los malos y nos trajimos las piedras. Lo hicimos así para que no se dieran cuenta del robo.
Evelyn pensó que, teniendo ya las piedras, podría huir aquella noche de Los Angeles, sin preocuparse del «Coyote» ni de nadie más.
—Si nos hubiésemos llevado los estuches y las joyas, el que las guardaba se habría dado cuenta del vuelo. Así, en cambio, seguirá creyendo que conserva lo que le entregaron.
Evelyn retiró el último de los cuatro tornillos y levantó el fondo del estuche. Una colección de abalorios de nácar, azabache y pasta apareció ante sus ojos.
—¿Es esto lo que quería vender por veinte mil? -preguntó furiosa.
Thalis acercóse indignado. Al ver lo que contenía el estuche escogido por Evelyn probó otro y otro… El resultado fue el mismo en todos. Botones, abalorios, cuentas de cristal; pero ni una piedra preciosa en ningún sitio.
—¡Me han engañado! -exclamó Thalis.
—¿Y usted me quería engañar a mí?
—¿Cómo iba a engañarla? ¡Demasiado sabía yo que usted no compraría nada sin examinarlo antes! Mi error fue no comprobar el contenido del doble fondo de los estuches. Pensé que era mejor no enredar…
—¿No habrá otro doble fondo? -preguntó Evelyn, decepcionada por aquel nuevo fracaso.
—No. Estos son los estuches y aquí debían estar las piedras. No cabe la menor duda. Si no están es que alguien se las ha llevado. Y no sé quién ha podido ser. Aldecoa…, no.
—¿De dónde sacó los estuches? ¿De casa de quién?
—Prefiero… no decirlo.
—De don César de Echagüe, ¿no? Me lo dijo Aldecoa.
—Pero él no sabía… No, no pudo abrirlos. No sabía nada y, además, es un caballero… En fin… -Thalis Cook se encogió de hombros-. Pues… adiós. Salió mal la jugada. No siempre se gana. Puede quedarse con ellos como recuerdo.
Cook salió del cuarto, dejando el maletín con los estuches vacíos. Evelyn Camp recogió los botones y los abalorios que reemplazaban a las piedras y los metió en una caja de cartón, tirándolos luego por la ventana. No hizo lo mismo con el maletín y los estuches por no llamar demasiado la atención. Después de esto salió de la posada y dirigióse a la estafeta de Telégrafos. Renunciaría a seguir trabajando en un asunto cada vez más confuso y peligroso.
«Negocio terminado. Regreso. Evelyn»
Era el texto del telegrama a quien le había encargado obtener las piedras. Después de enviarlo y de regreso a la posada, pensó que tal vez la explicación no estaba clara. Se detuvo bajo un farol y releyó la copia del mensaje. No, realmente no estaba muy claro; no valía la pena extenderse en explicaciones por telégrafo. Personalmente explicaría los motivos que la impulsaban a renunciar a seguir adelante.
Cuando entró nuevamente en su cuarto, encontróse frente a Ruiz de Cuña. Una irónica y divertida sonrisa pasó por sus labios.
—Esta habitación mía parece hoy el andén de una estación. Todo Los Angeles la usa como punto de reunión. ¿A qué debo el relativo honor de su visita?
—Tiene usted una bonita colección de estuches -replicó De Cuña, señalando el maletín dejado allí por Thalis Cook.
—¿No ha registrado nada más? -preguntó Evelyn-. Es usted el segundo aduanero que esta noche registra mi equipaje. El primero fue el «Coyote».
—Algo supe de eso -sonrió De Cuña-. Bien, no quiero hacerle perder su tiempo. Déme las piedras preciosas que ha sacado de esos estuches.
—¿Las piedras…? -Evelyn se echó a reír-. Es usted el tercero que llega tarde a por ellas. La segunda fui yo.
De Cuña la miró desaprobadoramente.
—Está usted jugando con fuego y se va a quemar las lindas manos. Y, además, puede que le tengamos que estropear algún ojo y la nariz.
—¿Es que vale usted por veinte o… tiene veinte hombres consigo?
—Las dos cosas. Valgo por veinte y tengo seis hombres a mis órdenes. Puede escoger entre seguirme voluntariamente o seguirme a la fuerza y con la cara estropeada para el resto de su vida.
—¿De veras se atreverá a tanto? -sonrió Evelyn.
—Para mí, el desfigurar a latigazos a una mujer no es tanto. Es algo muy sencillo y vulgar. Entre otros motivos, porque soy ruso. Mi verdadero nombre es Alejo Kropkin. Pertenezco al ejército mejicano de mi general Díaz. He venido a buscar las piedras preciosas que le fueron entregadas dentro de esos estuches. ¿Me las da? ¿Sí o no?
—No las tengo. Los estuches ya estaban vacíos cuando me los trajeron. Es la verdad.
—¿Lo diría de otra manera si no fuese verdad?
—No lo sé. Lo digo así porque es así.
—Entonces tendré que llevármela a Méjico. Pero antes quiero explicarle un poco mi carácter. Usted me vio matar a un hombre y herir a otro.
—Sí. No tengo dudas acerca de su buena puntería.
—Si trata usted de huir, gritar, ponerme en ridículo, o ser más lista que yo, le pegaré un tiro en una rodilla. No la mataré, pero será usted una inválida por el resto de su vida. Imagínese a sí misma caminando con una pierna rígida o con una pata de palo. Si la idea no le gusta, sígame por las buenas…, o entregue los brillantes, esmeraldas y rubíes robados a las principales familias de Querétaro.
—Haga lo que haga, no puedo devolverle una cosa que jamás ha estado en mi poder. No tengo las piedras.
—Me gustaría poseer la candidez necesaria para creer eso -sonrió De Cuña-. Es usted bonita y uno siempre se siente inclinado a creer en las mujeres bonitas; pero… no puedo. Por lo demás, Méjico le gustará. Tiene más espíritu que esto.
—¿Es usted policía mejicano?
—Todavía no. Solamente comandante de las fuerzas militares a las órdenes del general don Porfirio Díaz.
—¿Y los Estados Unidos toleran que un comandante mejicano venga a secuestrar a una norteamericana?
De Cuña se echó a reír.
—Las mujeres como usted no valen una guerra, señorita. Estados Unidos preferirá ignorar su existencia. Le prometo que el viaje será cómodo. Tengo preparado un coche.
Ruiz de Cuña y Evelyn salían del cuarto de la joven cuando ante ellos, revólver en mano, apareció Anastasio Gómez.
—No mueva ni una pestaña, comandante -ordenó-. Me da miedo y… si temo que puede hacerme algo, dispararé. Ahora retroceda hacia el interior de la habitación. Hemos de hablar muy extensamente.
Dirigiéndose a la joven:
—Evelyn: procure, sin colocarse entre él y yo, quitarle las armas.
Cuidando de no colocar su cuerpo ante el revólver de Gómez, Evelyn quitó el Smith y el Derrínger de Cuña.
—Siéntese frente a esa mesa, de espaldas a la puerta -pidió Gómez al ruso-mejicano.
—Se está metiendo en un avispero, señor -advirtió De Cuña.
—He estado en otros -sonrió Gómez-. Y sé disparar… incluso contra un hombre desarmado,
—Para algunos es un trabajo muy sencillo.
—Para mí, no es sencillo; pero con buena voluntad puedo conseguirlo.
De Cuña se sentó a la mesa, colocada en el centro del cuarto, bajo la lámpara, y apoyó sobre el tablero, planas, las manos.
—Cuando quiera puede disparar.
—No he venido a asesinarle. Si acaso a matarle en defensa propia. Cierre la puerta con cerrojo, Evelyn, y no se acerque ni un momento a De Cuña. No quiero que la use como escudo.
—Puedo darle mi palabra de honor…
—Consérvela para más adelante -interrumpió Gómez