CAPITULO XI

Lager estaba pálido de coraje. Más que la herida en sí, le dolía lo fácilmente que su adversario le había engañado. Cómo todo hombre habituado al póker, le venció la curiosidad por ver el juego de Ruiz. Fue un sólo instante, durante el cual su mirada y su atención quedó prendida en las cinco cartas que el otro estaba descubriendo. Apenas tensó Ruiz de Cuña el brazo derecho, Lager supo lo que iba a pasar; pero entonces tuvo que retirar su pensamiento, sacarlo del juego y llevarlo hacia el revólver. Todo ello lo realizó en un segundo; pero Ruiz le llevaba la ventaja de nueve décimas de segundo y las aprovechó.

—¿Por qué no me ha matado?-preguntó Lager.

—Era innecesario. Yo sólo mato cuando me enfado. Le vi tan furioso que me desarmó usted.

—Un desarme un poco extraño -comentó don César, que estaba unas mesas más allá con Evelyn y Gómez.

Ruiz de Cuña le miró un momento. No quería descuidar la vigilancia de Lager.

—Me molestan los papagayos -dijo.

—A mí me molestan los truenos -replicó don César -. Es más fácil librarse de los papagayos que de los truenos. Truenos los hay en todas partes. Papagayos, no. Cambiando de aires uno se ve libre de ellos.

—Tiene usted fama de gracioso, don César -dijo Ruiz de Cuña-. ¿Por qué no busca empleo en un circo?

—Porque el mundo es bastante circo para mí. El circo ambulante es un circo que se mueve dentro de otro circo. ¡Una tontería más! O tal vez sea la oportunidad que se nos concede a los payasos de este gran circo del mundo de ver trabajar a otros pobres payasos que nos imitan con muy poca habilidad. Yo prefiero trabajar y lucirme en el circo grande, que actúa durante las veinticuatro horas del día. Ese hermoso circo donde unos somos pobres payasos, otros equilibristas y algunos tiradores de pistola que hacen alarde de buena puntería y esperan el aplauso de sus compañeros de trabajo.

—Usted es el payaso que recibe las bofetadas y se queda con ellas, ¿verdad? -preguntó Ruiz de Cuña.

—Puede abofetearme si lo desea -sonrió don César-. Pero le advierto que eso de dar de bofetadas al payaso gusta poco a la gente. Nunca aplaude. Y a lo mejor… está por ahí el «Coyote» e interviene en el tiro al blanco… ¿Es usted blanco, señor Ruiz?

—Si eso me lo hubiese dicho un hombre, ya le habría matado.

—Un ejemplo que citaré más de una vez a los que insisten en dárselas de muy hombres. ¡Cuidado! El señor Ruiz de Cuña dispara contra los hombres y los mata. Es mejor ser menos hombre. Se vive más.

—¿Qué pretende? ¿Qué busca? ¿Trata de sacarme de mis casillas?

—Trato de distraer la atención de las apacibles personas que nos hemos reunido aquí para oír cantar y ver bailar, no para oír tiros y ver sangre. La señorita se va a llevar una mala impresión de nosotros.

—Perdone, señorita -pidió Ruiz a Evelyn-. Tuve que defenderme. Por cierto que… si no recuerdo mal… ¿No hicimos juntos el viaje?

—Sí -dijo Gómez-. Primero en el tren y luego en el vapor.

—Discúlpeme si la he sobresaltado con el disparo. No hice más que defenderme.

Miró a Lager, a quien estaban curando la herida, y sonriendo aseguró:

—Ha sido un honor superarle en astucia y en velocidad. No hay muchos hombres vivos que se hayan visto frente a usted en una situación de vida o muerte a cargo de sus revólveres. Muchas veces he deseado comprobar si Frank Lager era todo lo que decían.

—¿Y qué? -preguntó Lager.

—Es lo que decían; pero temí que fuese algo más. Como no me gusta jugar con ventaja, le aconsejo que se marche de Los Angeles hasta que se reponga de la herida. De lo contrario…, apuntaré y dispararé contra otro lugar más importante para la vida.

—Tendrá que matarme. No me pienso marchar…

—Lo siento, Lager -dijo Mateos, que había entrado un momento antes-. Le tendré que obligar a marcharse. Es usted una invitación a la violencia y no quiero violencias en Los Angeles.

A todos extrañó que Mateos no ordenase, también, salir de Los Angeles a Ruiz de Cuña.