CAPITULO XII

—¿Por qué no lo habrá hecho? -preguntó más tarde Evelyn en la «Posada del Rey Don Carlos».

—Mateos es un poco raro. O sabrá que no es conveniente echar de aquí a Ruiz.

—Es un tirador formidable -dijo Evelyn-. ¿Será tan bueno el «Coyote»?

—¿Qué opina usted, señor de Echagüe? -preguntó Gómez.

—Es distinto -sonrió don César-. Hasta la fecha nadie ha conseguido matar al «Coyote»; pero supongo que lo mismo puede decirse de Ruiz.

—Sería emocionante verlos uno frente al otro -dijo Evelyn.

Sus ojos brillaron apasionados.

—Siempre el espectáculo del circo -sonrió tristemente don César-. Se arriesgan unas vidas; pero los espectadores sólo piensan en la emoción que ello les produce.

—¡No me censure! -pidió Evelyn-. En realidad, me gusta ver al «Coyote». ¿Quién es en realidad?

—Un misterio.

—Cuesta creer que en tanto tiempo nadie haya penetrado el misterio de su identidad -dijo Gómez-. Casi parece imposible.

—Estoy seguro de que algunos saben quién es e] «Coyote» -declaró Evelyn-. Tienen que saberlo, porque nadie es capaz de mantener un incógnito así durante tantos años; pero, ¿qué van a hacer? ¿Denunciarlo? No lo desean. Saben que una indiscreción costaría la vida al «Coyote». Por eso son discretos. Seguramente usted sabe quién es el famoso «Coyote», don César.

—Nunca he querido saberlo, señorita Camp. A veces creo que he estado a punto de descubrirlo; pero me he contenido. Me gustan los misterios. Siempre son más hermosos que las realidades.

—En la vida real, el «Coyote» debe de ser un hombre enloquecedor.

—No lo crea -replicó don César.

—Eso quiere decir que le conoce, ¿no?

—No, no. En el mar hay unos mariscos sin concha ni caparazón. Para defenderse utilizan las conchas o caracolas vacías que usan otros bichos de la especie. Los calvos se ponen pelucas. Los cojos usan patas de palo. Si el «Coyote», en la vida real, fuese un hombre como usted lo imagina, señorita, no necesitaría ponerse antifaz y perder las noches defendiendo a sus débiles semejantes o reparando injusticias.

—¿Cree que lo hace para crearse una personalidad interesante?

—Eso es. El valor, y hablo por mis observaciones personales, es una extraña cosa. Algunos lo adquieren al ponerse un uniforme. Otros lo consiguen bebiendo. Alguno he visto yo que lo alcanzó cantando. El valor es una especie de fiebre. Nadie lo posee en estado normal. Ante la agresión inesperada, el hombre siempre retrocede. Por lo tanto, el valor no es un estado continuo en el hombre. Instintivamente somos cobardes. Hasta el más valiente siente miedo al ver volar junto a su cabeza un moscardón. ¡Y no digamos una avispa! En el mejor de los casos, el valor es algo que se lleva en una funda, como el revólver. Cuando es necesario se saca.

—Hay quien no lo tiene y, por tanto, no puede sacarlo -dijo Anas Gómez.

—Más o menos escondido, todos tenemos nuestro poquitín de valor. Para vivir se necesita el valor. Y respecto al «Coyote», su caso es el mismo de los que necesitan un uniforme para sentirse valientes. El «Coyote» necesita su antifaz y su traje charro. En cuanto se lo pone es valiente. En cuanto se lo quita debe de ser vulgar y hasta un poco cobarde.

—Si le oyese el «Coyote», ¿qué le haría? -preguntó Evelyn.

—No sé. Probablemente se echaría a reír.

—Es muy extraño que no le hayan matado.

—Nadie mata a los misterios. A la gente le gusta conocer el final. Matar un misterio es como leer la última página del libro antes que las otras. El misterio pierde interés.

—¿Usted no tiene su misterio? -preguntó Evelyn.

—El mío es el misterio de los hombres sin misterio. Es el misterio del avestruz.

—¿Qué misterio tiene el avestruz? -rió Gómez.

—Para mí es un misterio que no vuele. Debería volar, pues tiene alas y pico, y todo lo que tiene alas y pico vuela. Todo hombre debe tener su misterio. Sin embargo, hay hombres que no lo tienen. ¿Por qué? ¡Ah! ¡Es un misterio!

—Ha sido una velada muy agradable -dijo Evelyn-; pero estoy algo fatigada por las emociones. Quisiera ir a la posada.

—La noche es joven aún -sonrió don César-; pero Los Angeles tiene pocas cosas interesantes que ofrecer a los amantes de la oscuridad. Lo Mejor es retirarse. ¿Irán mañana a comer con nosotros? Haré que les preparen una comida típica de California.

—Será un placer, a menos que surja algún inconveniente -dijo Evelyn.

Euvaldo Aldecoa llamó con los nudillos a la puerta del cuarto de Evelyn. Esta abrió en seguida, dejándole pasar. Luego, apoyando la espalda en la puerta, preguntó:

—¿Dónde están las muestras?

Su acento se había endurecido. Su feminidad había descendido unos puntos.

Aldecoa sonrió astutamente.

—No creo que esperase usted que trajera conmigo las piedras.

—Lo esperaba -contestó Evelyn-. He venido a hacer un negocio rápido, no a perder el tiempo en discusiones y sospechas. Traiga las piedras y las examinaré. Si me interesan, me quedaré con ellas. El precio ya está acordado, ¿no?

—Sí, señorita. No tengo las piedras conmigo. Es mucho dinero y no podía arriesgarme a que me lo robasen. Pero están en sitio seguro.

—Pues vaya a buscarlas y regrese con ellas. No perdamos más tiempo.

—¿No la ha invitado don César de Echagüe a comer en su casa mañana?

—¿Cómo lo sabe? -preguntó, sorprendida, Evelyn.

—Es algo elemental. Una forastera amiga o relacionada con don César de Echagüe, siempre es invitada al San Antonio. Usted irá allí y yo me presentaré en el momento oportuno para mostrarle los brillantes, perlas, rubíes y esmeraldas. Si le interesan…, cerraremos el trato allí.

—¿Y don César? ¿Le gustará que tomemos su casa como local de venta?

—No es necesario que se entere,

—Dudo que podamos ocultarle una cosa así- Además… ¿Y el traslado de las piedras?

—Se hará fácilmente.

—¿Sí? ¿Y Kropkin?

Aldecoa se echó a reír.

—Lo despistamos hacia Nueva York y Chicago. Cree que las piedras están allí. Ese ruso es idiota…

—¿Por qué no se lo dice usted mismo en «La Bella Unión»? -preguntó, mordazmente, Evelyn.

Notando el súbito terror de Aldecoa, siguió:

—Hace menos de una hora estropeó un ala a Frank Lager, el famoso pistolero. Pudo haberlo matado; pero no lo hizo para no atraer demasiado la atención sobre su persona.

—¡No es posible! -exclamó Aldecoa.

—A ese sabueso no es fácil apartarle de las pistas que sigue. Debió de averiguar en seguida que las piedras no habían llegado a Nueva York. No sé si sospecha de mí. Por lo menos, ha viajado conmigo desde Chicago.

Aldecoa estaba pálido.

—Si está aquí, es que me busca…

—No le matará mientras no tenga a su alcance las piedras. Todas. Las de aquí y las que todavía están en Méjico.

—Ese hombre es el diablo en persona. ¿Cómo ha podido averiguar esto?

—Pregúntele. Desde luego, la presencia de Kropkin, el Fouché del general Díaz, complica las cosas… y rebaja el precio de las piedras preciosas. Díaz quiere que ese pequeño tesoro se quede en Méjico. Kropkin hará lo posible para que así sea.

—¿Qué ganará ese ruso con ello?

Evelyn se encogió de hombros.

—El día en que su jefe sea presidente, Kropkin mandará la Guardia Rural.

—El presidente es Juárez.

—Está enfermo y morirá pronto. Después de él nadie más popular que el general Porfirio Díaz.

—No sé…

—Para ser mejicano sabe usted muy poco de Méjico -observó, despectiva, Evelyn-. Por lo que veo, sé yo muchísimo más. Hay que mirar al futuro. Pero ya que estoy en Los Angeles, cerraré el trato si sus condiciones son aceptables. Usted quería cien mil dólares por todo. Le ofrezco veinticinco mil por la primera partida, si está de acuerdo con los datos proporcionados. Y otros veinticinco mil por la segunda.

—¡Es la mitad de lo convenido!

—Trate con Kropkin. Se hace llamar Ruiz de Cuña. Tal vez él le ofrezca mil pesos por todo… y dejarle vivir.

Aldecoa vaciló.

—Mañana, en casa de don César de Echagüe, discutiremos ese punto. ¿Cree que puede esperar hasta entonces?

—No me importa esperar. Ello no aumentará el precio que mis amigos están dispuestos a pagar.

—Ellos acordaron cien mil. Cincuenta por la primera partida y lo mismo por la segunda.

—Tal vez yo quiera ganar un cincuenta por ciento de comisión -replicó fríamente Evelyn-. Soy mujer de negocios. Escribiendo novelas se gana una fama muy relativa.

—Por lo menos, es usted sincera; pero está metida en un juego donde la apuesta puede ser la vida.

—¿Qué vida? ¿La suya, Aldecoa?

—¿Cuándo me entregará el dinero?

—A la entrega de la mercancía.

—¿En el rancho de San Antonio?

Evelyn movió negativamente la cabeza.

—No llevaré tanto dinero encima. Podría ocurrirme algo por el camino.

—¿Lo tiene aquí?

—Sí, en esa cartera -y Evelyn señaló un negro bolso de ante tirado sobra la cama.

Aldecoa se echó a reír y de pronto mostró su mano derecha, oculta hasta entonces, y armado con un revólver de cinco tiros.

—Creo que cobraré por anticipado y… toda la suma -dijo.

—Con ese sistema de hacer negocios, irá usted directo a la horca o, por lo menos, a la cárcel. No sea estúpido.

—La estupidez ha sido la suya -replicó Aldecoa-. Cobraré lo acordado y luego le entregaré las piedras.

Sin dejar de apuntar a Evelyn retrocedió hacia la cama y cogió el bolso. Lo abrió con la mano izquierda y rebuscó en su interior. Sólo sacó un papel, creyendo que era un cheque, pero al mirarlo un momento vio que era una hoja rectangular en la cual se leía, escrito con grandes letras:

ESTÚPIDO

—Ya se lo advertí -sonrió Eveiyn-. ¿Se convence de que es un imbécil?

Aldecoa enrojeció de ira. Tiró el bolso al suelo y apretó el revólver, como si estuviera a punto de dispararlo. Pero no lo hizo. Logró dominarse y guardó el arma.

—Mañana nos veremos -dijo-; pero no volveré a ser tonto. Hasta mañana.

Regresó hacia la puerta, de la cual se había apartado ya Eveiyn, abrió y salió, cerrando de un portazo.