CAPITULO X
La carta del jefe de estación fue conducida a su destino por correo especial, y Frank Lager la recibió el mismo día en que llegó a Silver.
«Amigo Frank Lager: Por documentos encontrados en su difunto hermano Bill Lager, he sabido el parentesco que los une. Hace apenas una hora se detuvo el tren que va a San Francisco y desde el vagón restaurante tiraron al andén el cuerpo de un hombre muerto de un balazo en el corazón. Me acerqué a reñir al que había tirado el cuerpo allí. Era un hombre alto, con sombrero ancho gris perla. Un buen sombrero, se lo aseguro. Me entregó mil dólares para que enterrase al muerto y me dijo que él lo había matado. No me atreví a preguntarle su nombre; pero más tarde telegrafié al jefe de estación de Sacramento, le di las señas personales del matador y le pedí que averiguara lo posible acerca de él. Mi amigo hizo las averiguaciones cuando el tren se detuvo en su estación. El matador de su hermano se llama Ruiz de Cuña; pero tiene acento extranjero al hablar el inglés. No acento propio de quien se llama Ruiz. Más bien acento ruso. Jugaban al póker y Ruiz dijo que su hermano hacía trampas. Su hermano se enfadó y entonces Ruiz le pegó un tiro. Su hermano iba sin armas. Y esto es cuanto puedo decirle acerca de la mala suerte de su desgraciado hermano, a quien haré enterrar en nuestro cementerio, colocando sobre su tumba una adecuada lápida con los detalles más importantes de su vida.»
Frank Lager dobló lentamente la carta, la guardó en el bolsillo de la camisa y, comprobando que sus revólveres estaban debidamente cargados y en las pistoleras, cerró la oficina de comisario de Silver y se dirigió al parador de las diligencias.
Al pasar frente al «Bar la Mala Suerte», los tres hermanos Coolidge -John, Joe y Pete- empezaron a reír.
—Es el primer comisario que se marcha antes de que lo asustemos -dijo John, el mayor.
—No nos dio tiempo a enterarnos de su llegada -rió Joe.
—Nada espolea tanto a los cobardes como el… miedo.
Frank Lager se volvió hacia los tres Coolidge. Los había visto en El Paso, un par de años antes; pero ellos no le recordaban. Además, había leído bastantes boletines de captura acerca de ellos. Por hallarse en California, donde hasta entonces aún no se les había reclamado, nada podía hacer legalmente contra ellos.
—Sois los tres Coolidge, ¿no? Tú eres Pete, el menor; tú, Joe, el mediano, y tú, John, el mayor. ¿Os gusta el deporte de exterminar comisarios?
—A la larga resulta monótono -rió John, inclinándose hacia delante, dispuesto a desenfundar su revólver.
Sus dos hermanos adoptaron la misma postura.
Silver City, muy sensible a estos sucesos, asomóse, como por ensalmo, a la puerta de sus casas. Todas las puertas y ventanas se llenaron de curiosas miradas fijas en el nuevo comisario, que, de acuerdo con la tradición de Silver, iba a pasar a mejor vida.
—Tengo un trabajo en Los Angeles -dijo Frank-. ¿Preferís que resolvamos ahora la cuestión de si se permite o no matar comisarios, o preferís disfrutar de unos días más de vida, hasta que yo regrese?
—Si lo que tiene que hacer en Los Angeles es muy importante, será mejor que lo haga -rió Pete-. No tenemos ninguna prisa. Siempre estamos dispuestos a facilitar al futuro cadáver el arreglo de sus asuntos personales. Además…, tal vez encuentre usted en Los Angeles la excusa necesaria para no volver.
—Los últimos serán los primeros, dijo alguien -murmuró Frank.
En un segundo dio a Silver la más asombrosa demostración de rapidez de tiro. Únicamente John Coolidge llegó a empuñar el revólver; pero nada más. Los tres hermanos cayeron entremezclados, cada uno con su correspondiente bala en el corazón. Luego Frank se dirigió al parador de las diligencias; pero antes de tomar la de Los Angeles, advirtió, para que lo supiese todo Silver:
—Volveré dentro de unos días. Para entonces quiero encontrar el pueblo libre de aficionados a matar comisarios.
Silver le vio marchar convencida de que, al fin, había encontrado un comisario dispuesto a pasar mucho tiempo allí.
Ruiz de Cuña estaba en La Bella Unión cuando entró Frank Lager. El comisario de Silver paseó la mirada sobre los reunidos en el local y, al fin, la detuvo sobre el dueño del sombrero gris. Con la mano derecha rozando casi la culata del revólver fue hacia Ruiz, que estaba ganando una partida más. Se había quitado la estrella de comisario; pero conservaba el típico sombrero de los rurales. Ruiz de Cuña, le contempló por encima de sus tres reyes y dos reinas.
—Busco a uno de los que están sentados a esa mesa -anunció Lager.
Todos, menos Ruiz, escaparon. La mesa quedó vacía en sus cinco sextas partes. Ruiz de Cuña levantó la vista hacia Frank Lager.
—Está usted estropeando una magnífica partida -dijo.
—Busco a Ruiz de Cuña. El hombre que mató a mi hermano.
—¿Quién era su hermano? -preguntó, pausadamente, Ruiz.
—Viajaba en el Unión Pacific hacia San Francisco. Lo mató alguien que no le dio la oportunidad de defenderse. Fue usted, ¿no?
—Un momento, rural.
Ruiz de Cuña empujó con un dedo una ficha hacia el centro de la mesa.
—Veinte dólares más -dijo.
Aguardó un momento.
—Bueno. Puesto que nadie acepta la subida, me quedo con todo. Aunque no estoy obligado a ello, muestro mi juego. Un ful de reyes y…
El Derringer, oculto hasta entonces en la manga, salió despedido por una goma hacia la mano derecha de Ruiz de Cuña, que no tuvo más que cerrar los dedos para que brotase el disparo, alcanzando a Lager en el brazo derecho.
Al mismo tiempo, Ruiz se levantaba de un salto y, dejando caer sobre la mesa el humeante Derringer, desenfundaba su Smith amp; Wesson del 44, lo amartillaba y apuntaba con él a Lager.
Esta velocísima acción terminaba cuando el Derringer caía sobre las cartas y las fichas amontonadas en el centro de la mesa.
—No intente usar la mano izquierda, señor Lager -advirtió Ruiz-. Ha venido usted buscando pendencia, y si está vivo aún es gracias a mi crónica bondad. Vaya a curarse el brazo. Y otra vez no sea tan incrédulo. Al decir que tenía ful de reyes, decía la verdad. No era necesario que usted mirase el juego para convencerse de que no le engañaba. Además, no tenía importancia que le engañase o no. Lo que estaba en juego era la vida, no unos dólares.