CAPITULO IX
Euvaldo Aldecoa trajo de su coche un maletín lleno de estuches de joyas, y colocándolos sobre la mesa de despacho, fue mostrando a don César el contenido de cada uno. Se trataba de joyas de escasísimo valor, y la cantidad de cinco mil dólares en que Euvaldo las valoraba, era bastante exacta. Si acaso, pecaba por ligeramente exagerada, aunque era posible que el trabajo de los anillos, collares y broches tuviese cierto valor artístico, como representación de un estilo que ya había pasado a la Historia.
En una hoja de papel, Aldecoa extendió una declaración reconociendo a don César libre de toda responsabilidad en la posible desaparición o pérdida de las joyas detalladas.
—Me tranquiliza saber que están en buenas manos -dijo.
Después de comer se marchó a Los Angeles, dejando a don César preocupado por su mala memoria.
—No recuerdo que mi padre conociera a ningún Aldecoa -declaró-. ¿Recuerdas tú, Lupe, a alguno?
Guadalupe dijo que no con la cabeza, agregando:
—Tal vez don Goyo recuerde…
—Es posible. Le iré a ver; pero sospecho que se trata de un cuento. ¿Quieres ver unas joyas que me ha dado a guardar?
—No me gusta que guardes cosas así -replicó Lupe-. Pudieran ser robadas.
—No valen tanto como para justificar un robo. Ven.
Fueron al despacho y don César abrió el armario donde había dejado el maletín de Aldecoa. Lo abrió con un alambre doblado y sacó uno de los estuches.
Era muy grande y contenía un curioso collar de oro y plata con numerosos diamantes.
—No me gusta -dijo Lupe, examinando el collar-. Montura muy antigua y escaso valor de las piedras.
Don César no hizo ningún comentario. Estaba sopesando el estuche y, al fin, acercándose más a la ventana, lo examinó a la más intensa luz. Mientras hacía esto bajo la escrutadora mirada de su mujer, iba sonriendo, divertido. Al fin dejó el estuche sobre la mesa y fue mirando el lecho de terciopelo sobre el que había reposado el collar. Levantó la azulada tela y con un destornillador retiró los cuatro tornillitos que aseguraban la base. Cuando los hubo quitado, levantó la parte donde descansaba el collar y, debajo, apareció una piececita de terciopelo también azul. La levantó y quedó a la vista una enorme cantidad de brillantes, colocados tan unidos unos a otros, que daba la sensación de una pieza completa de joyería. Sin embargo, no todos los brillantes eran iguales. Los había más claros y más oscuros.
—¿Qué es eso? -preguntó Lupe.
—El relleno del collar -sonrió don César-. Veamos si todos los estuches son iguales.
Fue probando los restantes estuches y todos tenían un doble fondo cuajado de piedras preciosas. Había esmeraldas, rubíes, brillantes y perlas.
—¡Es una fortuna! -exclamó Lupe.
—Empiezo a sospechar que el señor Aldecoa padre no conoció nunca a mi padre.
—¿Qué piensas hacer? -preguntó Lupe-. Deberías avisar a Mateos.
—No quiero complicarme en ningún lío. Si Mateos desea averiguar algo, que se moleste él. No pienso regalarle esta fortuna.
—¿Dejarás que se la lleve Aldecoa?
—Ni más ni menos que Mateos. Trataré de ser imparcial. Tráeme tu costurero.
Lupe obedeció. Cuando a su marido se le ocurría alguna cosa, era mejor ceder desde el primer momento.
El costurero contenía botones, abalorios, bolitas de azabache y un sin fin de adornos para trajes. Don César vació los estuches uno tras otro y sustituyó las piedras preciosas por abalorios, botones y bolitas. Cuando terminó el trabajo, dejó los estuches dentro del maletín y guardó en cajas de lata la fortuna en piedras preciosas.
Guadalupe no estaba satisfecha de lo hecho por su marido. No hizo comentarios; pero su enfurruñamiento indicaba a las claras lo que opinaba de la sustracción.
A la mañana siguiente, lo primero que hizo fue bajar al despacho de su marido y sacar las cajas de los brillantes, esmeraldas y demás. Las dejó sobre la mesa y abrió el armario donde estaba el maletín. De éste fue sacando los estuches y colocándolos sobre la mesa, al lado de las cajas de lata. Cogió la daga que servía de destornillador y buscó los tornillos del doble fondo del primer estuche. A pesar de que recordaba los movimientos de su marido, no consiguió encontrar ningún tornillo.
—¿Puedo ayudarte? -preguntó, desde la puerta, don César.
—¡Oh! ¿Eres tú? No encuentro… los tornillos.
—Es raro -sonrió el dueño del rancho-. Deberían estar en los cuatro ángulos. Todos estaban en el mismo sitio. ¿No falta nada más?
—Si faltan los tornillos…, tienen que faltar…
—Botones y azabaches -rió don César-. Nada importante. No te preocupes.
—Tengo que preocuparme. Anoche cambiaste piedras preciosas por abalorios…
—Y esta mañana han desaparecido los abalorios; pero conservamos las piedras preciosas. Sería mucho más grave lo contrario.
—¿Sospechabas que intentarían robar…?
—No lo sé; pero los Echagüe y los Aldecoa nunca nos hemos tratado. Tal vez haya conocido a alguno de ese apellido, pero no lo recuerdo. Y tengo buena memoria. También tengo fama de rico y de honrado. Sin embargo, me sorprendió un poco la confianza demostrada por Euvaldo Aldecoa. Cuando vi lo que iba en los estuches, me sorprendió mucho más. Pero no me sorprende tanto el cambio de unos estuches por otros.
—Eso quiere decir que alguien ha entrado en nuestra casa y ha cometido un robo.
—Exacto.
—¿Y qué diremos a Aldecoa?
—Lo que él dejó, aquí está… oficialmente. No puede reclamar nada.
—Pero sabrá que nos hemos quedado con algo suyo.
—Tal vez sí, tal vez no. Entre pillos anda el juego, Lupita. Puestos a sospechar, no se les ocurrirá sospechar de un honrado caballero como yo.
Don César cerró las cajas de lata que contenían las piedras preciosas, hizo un paquete con ellas y lo bajó a ocultar en el subterráneo donde guardaba el caballo y el equipo del «Coyote».
Más tarde llamó a Pedro Bienvenido.
—Me interesa que averigües cuál de los criados o criadas que se alojan en el rancho salió anoche y volvió una hora más tarde, poco más o menos. Cuando lo sepas, lo disimularás y me lo dirás a mí, pero a nadie más. Y al decir nadie más quiero decir NADIE MAS. Ni Lupe, ni mi hijo, ni nadie.
—¡Uhú! -replicó Pedro Bienvenido.
Un cuarto de hora después, Pedro entró en el despacho.
—¿Ya sabes quién es? -preguntó don César.
—¡Uhú! -respondió Pedro Bienvenido-. Es Carmela.
—¿Motivos?
—Amor.
—¿Hacia quién?
—Thalis Cook.
—¡Ah! No está mal. Muy bien, Pedro, muy bien,
Pedro se concedió el lujo de una media sonrisa.
—A veces me fastidia que sepas tantas cosas sin necesidad de oírlas. Le quitas a uno la mitad del placer de la vida. Ni puedo ocultarte ningún secreto, ni me das tiempo de contarte ningún chisme. Todo lo sabes demasiado pronto.
—¡Uhú!
—Puedes retirarte. Tendré que ir a Los Angeles a contarle a Yésares lo que hemos descubierto.
Mientras se arreglaba para ir a Los Angeles, don César procuró ver a Carmela. Era una de las nuevas criadas del rancho; pero pertenecía a una familia que llevaba un siglo con los Echagüe. Tal vez por haber roto la tradición de fidelidad, Carmelita tenía los ojos enrojecidos por el llanto y el insomnio.
—¿Te ocurre algo, Carmelita? -preguntó don César.
La muchacha, bastante bonita, miró con dilatados ojos a su señor, y en seguida, tras una mueca, rompió en copioso llanto.
Don César movió la cabeza y aconsejó:
—Cálmate, pequeña, cálmate.
Replegóse en seguida, antes de que la muchacha le contara su terrible secreto, o sea, lo poco que don César ya sabía por mediación de Pedro Bienvenido.
Mientras se dejaba conducir a Los Angeles, por Pedro Bienvenido, sentado en el pescante de su jardinera, don César comentó:
—Las mujeres no saben guardar sus secretos. Se mueren de ganas de divulgarlos. Eso las tranquiliza, las hace sentirse deliciosamente malas. Y entonces no son felices hasta que el mundo entero conoce su maldad.
—¡Uhú!
—¿No estás de acuerdo? -preguntó don César, que sabía distinguir los matices de los distintos uhús de Pedro Bienvenido.
Este se encogió de hombros. Positivamente no estaba de acuerdo.
—¿Crees que las mujeres, en general, saben guardar los secretos cuya divulgación las perjudica?
Tras un momento de vacilación, Pedro Bienvenido movió negativamente la cabeza.
—Algunas saben guardarlos -dijo-. Doña Guadalupe…
—Ella los guarda por mí, no por ella. ¡Mujeres! ¡Sería muy extraña la vida sin ellas! ¿Por qué se ha enamorado Carmela de Thalis Cook?
—El la necesitaba.
—¿Para conseguir los estuches?
—Le dijo que la necesitaba para enderezar su vida.
—La vida de Cook está tan torcida que ni veinte Carmelas la enderezarían. Supongo que ya sabes lo que había en los estuches.
Pedro asintió con la cabeza.
—¡No hay manera de asombrarte con nada!
Pedro Bienvenido dijo que no.
—Supongo que no sabrás de dónde proceden los guijarros.
—Méjico.
—Eso es lo que yo creo. Piensa algo mejor.
—Usted siempre tiene razón.
—No me halagues así. A veces cometo errores. ¿Has oído hablar de Querétaro?
—¡Uhú!
—No me extrañaría que todo procediese de allí. Hace tiempo llegó a mis oídos una historia. Hoy llega el Evangelina. A bordo navega parte de la historia.
—¿Qué historia? -preguntó Pedro Bienvenido.
Don César bostezó.
—Adivínala. No me hagas hablar.